lunes, 13 de mayo de 2024

Lecturas encadenadas. Abril.


Han pasado solo un par de semanas de mayo y el mes de abril parece ya otra época. ¿Qué hice en abril? Esperar el puente de mayo y poco más. Para mí abril es un mes de transición, es cuando comienza la rampa de despegue; cojo impulso en abril para, con esa inercia, sobrevivir al mes que más odio, mayo, y que peor me sienta; y saltar a junio, a mi veraneo en el que poco a poco todo se va asentando en la rutina del verano. Abril para mí es, además, un mes de reclusión. Con el cambio de hora los días se alargan innecesariamente, la gente sale a la calle y yo lo que quiero es refugiarme en casa, estar a salvo. Lo único bueno es que al salir de trabajar puedo volver a casa en bici. Eso y que, como me recluyo, leo mucho. 


La primera lectura del mes fue Madrid, otoño, sábado, de Josefina Aldecoa. Lo encontré en una librería de segunda mano otro de esos días en los que entro y pienso: «solo echar un vistazo, no compro nada». No había leído nada de Aldecoa y lo elegí por el título. No leí la contraportada y cuando lo empecé descubrí que en este volumen se recogían dos pequeños libros: A ninguna parte (escrito en 1961) y Fiebre (2001) y los relatos breves Cuento para Susana (1988) y El Mejor (1998). Pongo las fechas porque son importantes en este caso. Cada cuento refleja una época, no solo en la vida de Josefina sino también en la de nuestro país. Mientras que los primeros están teñidos de nostalgia por una época que borró la Guerra Civil y por una época en la que la vida se regía por las estaciones, las costumbres, el qué dirán y el poder de los hombres, los últimos están llenos de mujeres que se plantean, que tienen dudas sobre sus vidas y tratan de arreglarlas, sobre todo de no conformarse, de hacer cosas. En los primeros cuentos están las niñas que soñaban con unas vidas que, cuando alcanzan, se dan cuenta que no quieren, que no les llenan. 


«Marcela la escuchaba embargada por una inmensa congoja. No podía decirle que al final de todas las elecciones se agazapaba algún error. No quería confesarle que ella también se había equivocado y no soportaba la paz de la isla, la soledad de la isla, el perfecto vacío de la isla. Que ella añoraba la ciudad, la prisa y la lucha y el cansancio y la rebeldía y la protesta y los fugaces contactos que a veces desgarran la niebla que nos rodea. Tenía que esperar otro momento, otro viaje, otro encuentro, para confesar a Blanca que ella había aceptado los sueños de Víctor. Y se había equivocado. Tenía que esperar porque era suficiente un naufragio en un día. Tenía que esperar un poco más para escapar, ella también, de su espejismo». 


Este extracto es de un cuento en el que una hija va a visitar a sus padres en su retiro isleño, donde están pasando su jubilación. Va con su marido a contarles que se van a separar y al mismo tiempo admira la relación de sus padres, su amor, lo bien que están juntos. Ese extracto es lo que piensa la madre. Nunca conocemos el amor de nuestros padres, con respecto a él mantenemos siempre una actitud de niños que creen en los Reyes Magos. (Por supuesto, hay casos y casos) 


«Qué vida, Madrid. Siempre deprisa. Siempre cansados cuando estamos juntos. Siempre separados mientras nos cansamos. El trabajo, el niño, el colegio. El regreso, la compra, el teléfono, la angustia. No llego. El malhumor: no puedo más».


Los cuentos de la segunda parte, escritos en 2001, tienen a esas mismas niñas considerando lo inocentes e ingenuas que habían sido y cómo se habían engañado a sí mismas. Un viaje que todos, en algún punto de nuestras vidas, hacemos. Iba a escribir que son cuentos tristes pero creo que eso no es totalmente cierto: están teñidos de nostalgia los primeros y de ese silencio que cubre muchas de nuestras vidas, alrededor de lo que no se quiere nombrar a pesar de que todo el mundo sepa que está ahí, sentado a nuestra mesa: la decepción, la desilusión, el cansancio, la irrelevancia del quehacer diario, el despegarse de los seres queridos. 


«Cuando yo tenía tu edad, Susana, mi vida se parecía muy poco a la que tú vives ahora. Por eso creo que te gustará saber algunas historias que a mí me ocurrían y otras que yo me imaginaba que me ocurrían en aquella época». 


El cuento para su hija Susana, «con veinte años de retraso», contándole cómo era su vida de niña en el pueblo de León es precioso... y cuenta muy bien cuándo se le acabó la infancia, cuándo fue consciente de que todo lo que ella daba por hecho no volvería nunca. 


Aldecoa escribe con elegancia. Mientras leía no podía dejar de pensar que su escritura es como ver a una de esas personas que con su sola presencia calman, dan tranquilidad, pausan el tiempo y te muestran la delicadeza y los detalles. Me ha gustado mucho. 



Mi siguiente lectura fue el tebeo Corredores aéreos, de Étienne Davodeau, Christophe Hermenier y Joub. El perfecto cómic para un tío que cumpla 50 y empiece a revolcarse como un gorrino en la crisis de la mediana edad. Es curioso como a esa edad a los hombres la vida les golpea con la realidad entre ceja y ceja y comprenden (algunos) que ya no son jóvenes, que no engañan a nadie y que ni siquiera pueden seguir engañándose a sí mismos sobre ello. Creo que las mujeres lo llevamos de otra manera. 





La historia que escriben al alimón los tres autores franceses está basada en hechos reales. Ellos son amigos desde su adolescencia y cuando eran veinteañeros fueron invitados a la fiesta de cincuenta cumpleaños de un tipo. Fueron porque había comida y bebida gratis y porque a esa edad uno nunca rechaza una juerga y les pareció que a los cincuenta la vida ya estaba terminada, que ellos nunca serían como aquella gente mayor. La vida pasa, los años van cayendo y de repente son ellos, en concreto uno el que se encuentra en los 50 completamente desubicado. Se replantea su vida, lo que ha hecho, lo que dejó de hacer, piensa en si le queda tiempo para aprovechar y se lamenta mucho porque no hay nada peor que un hombre con una crisis existencial. No quiero que pienses que el tebeo es triste porque no lo es, para nada, está cargado de la ironía de la vida a esta edad, y también de las tonterías que seguimos haciendo y pensando. Está ambientado en la montaña francesa en invierno y hay mucha nieve y un poco de soledad: las parejas se distancian, los hijos se independizan, el trabajo ya no te llena (si es que lo hizo alguna vez), los amigos están lejos... y a todo hay que acostumbrarse. 


Cuando hace un mes escribí sobre que iba a dejar de hacer listas y pasarme a encontrar las lecturas (y todo lo demás) según fuera apareciendo, ya había empezado a aplicar ese método. Escuché esta entrevista a Leila Guerriero y en ella recomendaba El ladrón de orquídeas, de Susan Orlean, con muchísimo entusiasmo diciendo «es una obra de no ficción que se lee con la pasión de una novela». No conocía de nada a Susan Orlean, no me interesan un pimiento las orquídeas y ni siquiera sabía que esta obra inspiró una película, pero algo en su pasión al hablar de él me empujó a buscarlo en Wallapop y comprarlo. 


Me ha gustado muchísimo, he aprendido de orquídeas, de historia de Florida, de los indios seminolas, de coleccionismo, de obsesiones y locuras y he sentido también mucha envidia por ser capaz de escribir así. Investigar hasta el último detalle, acopiar conocimiento e información y luego ser capaz de destilarlo de una manera amena, interesante y rigurosa. Las orquídeas siguen sin decirme nada pero me lo he pasado genial leyendo sobre ellas. También he aprendido un montón de datos inútiles que olvidaré pronto, pero ahora mismo puedo contarte que las orquídeas fantasma son muy apreciadas y que tienden sus raíces en torno a los troncos de los árboles, no tienen hojas y cuando brotan lo hacen con unas flores blancas que parecen fantasmas espatarrados. 



Repito que no sabía nada de orquídeas, y que me siguen dando bastante igual, pero he descubierto que son unos seres vivos fascinantes. Las veía ahí, en cualquier maceta, con sus flores que supuestamente tengo que apreciar y que a mí me parecen tirando a feas y encima no huelen y no podía imaginar lo increíbles que son. Por ejemplo, he aprendido que es muy difícil que una orquídea silvestre sea polinizada, y cuando digo muy difícil quiero decir que en un estudio que se hizo con 10.000 orquídeas durante 15 años ¡solo 23 fueron polinizadas! ¿Cómo sobreviven? Pues porque mientras que las demás especies de plantas producen 20 semillas, como mucho, las vainas de las orquídeas pueden contener millones y millones (sí, millones) de semillas diminutas, como motas de polvo. Cada vaina tiene semillas suficientes para una eternidad de macetas ínsulas.

Son además Las Inmortales de la Naturaleza. «Son unos de los pocos seres que hay en el mundo que pueden vivir eternamente. Las cultivadas que no mueren a manos de sus propietarios pueden sobrevivirles a ellos y a varias generaciones más». Esto añade aún más culpabilidad a cargarse una orquídea en casa porque te has olvidado de regalarla o la has regado de más. Cargarse un ser que, si no fuera por tu ineptitud, podría vivir para siempre es muchísima presión.

He aprendido también que la primera orquídea que floreció en Gran Bretaña la llevó hasta allí, en 1731, un tal Peter Collison que la encontró no sé dónde. 100 años después, en el siglo XIX los británicos estaban completamente majaretas con ellas pero no sabían cuidarlas bien, de hecho se les morían todas. Tanto era así que el director del Real Jardín Botánico de Kew declaró en 1850 que Inglaterra era «la tumba de todas las orquídeas tropicales». A lo mejor te estás preguntando por qué se les daba tan mal y la razón, que también explica Orlean, es que construían unos invernaderos muy calurosos y las orquídeas morían recocidas. Esto cambió cuando John Paxton, que quizás te suene porque fue el  responsable del Crystal Palace de la Exhibición Mundial de Londres de 1851, se dio cuenta de esto y empezó a construir invernaderos con las condiciones adecuadas para las orquídeas. 


No te he contado que Susan Orlean se puso a escribir esta historia porque en 1994 leyó una breve noticia en un periódico de Florida sobre un juicio que se estaba celebrando contra un tal John Laroche y cuatro indios seminolas por el robo de orquídeas fantasmas en el parque natural de Fakahatchee. Le llamó la atención, fue al juicio, conoció a Laroche (que es un personajazo) y a partir de ahí se enredó en el mundo de las orquídeas, el coleccionismo, la historia de Florida y los recovecos legales del caso, aparte de conocer, además, a un montón de chalados de las orquídeas. 


«Por delante y por detrás de mí la carretera vacía y sobre mí el cielo sin una nube. La inmensidad del mundo me hacía sentirme profundamente sola. El mundo es tan enorme que la gente se pierde en él. Existen demasiadas ideas, personas y cosas, existen demasiadas direcciones a las que ir. Empezaba a creer que la importancia de apasionarse por algo radica en que la pasión reduce el mundo a unas dimensiones más manejables. Hace que el mundo no parezca tan enorme y vacío. Si yo hubiese sido un buscador de orquídeas, aquel espacio no me habría parecido un lugar vacío y desolador. Creo que lo hubiera visto cómo hectáreas y hectáreas de oportunidades esperando a que yo descubriese en ellas las cosas que amo». 


No me quiero alargar más pero repito que me lo he pasado genial con este libro que encontré así, por casualidad. 


La última lectura del mes ha sido Finisterre, de Mara Mahía. De Mara he leído todo lo que ha publicado y, además, tuvimos un encuentro maravilloso en Berlín, donde vive ella, hace un par de años. 


«Nunca hay un buen momento para que se muera tu padre». 


El padre de Mara, Andrés Mahía, murió el 12 de febrero de 2019 (el día que yo cumplía 46 años). Mara había vuelto de Berlín para estar con él y con su familia y escribe a partir de ese día la crónica de esos días posteriores a la muerte de un ser querido que son un viaje increíble en una montaña rusa de emociones imposible de imaginar hasta que estás ahí. No es una novela de luto, no es triste, no es amarga. Es dulce, tierna y tiene una ligereza llena de amor que hace que mientras estás recorriendo con ella los recuerdos de esos días y los recuerdos de su padre tengas siempre una sonrisa en la boca. Hay un recuerdo precioso de un día en que Mara, niña, quiso impresionar a su padre con una pirueta al borde de un acantilado sin saber, por supuesto, el peligro que corría. Su padre la cogió de una pierna en el último momento, mientras ella giraba boca abajo. Para ella fue un momento de felicidad suprema, sentirse sostenida, sujetada por su padre mientras ella hacía esa pirueta al tiempo que para Andrés debió ser un susto impresionante. Todos tenemos momentos así con nuestros seres queridos, ocasiones que en su día pudieron parecer nimias pero que quedan fijadas en el recuerdo. 


Mara además intercala una ¿ficción?, con Mara nunca se sabe, narrando historias de la niñez de su padre que él les había contado miles de veces. Hay que contar historias a tus hijos para que sepan quién eres, qué te gusta, qué te preocupa, quién eras antes de ser su padre o su madre. Lo que no les cuentes, no lo sabrán. 


«Cuando era niña, se me hacía imposible imaginar cómo era el mundo antes de que yo hubiera nacido. Me maravillaba que me contaran cómo había sido mi llegada a mi familia, en la que ya vivían mis dos hermanos mayores”.*

Me gusta mucho como escribe Mara. Me gusta siempre pero aquí me ha chiflado. Su escritura es como su voz: saltarina, impaciente, curiosa, divertida. Hay muchísima risa en Finisterre


Lo recomiendo muchísimo. 


Me ha quedado largo pero es que ha sido un muy buen mes de lecturas. Lo recomiendo todo. No lo apuntes en una lista, vete a la biblioteca o compra lo que te haya llamado la atención ahora, ya. 



*Con esto recordé cuando mi hija Clara, siendo muy pequeña, me preguntó dónde estaba ella antes de nacer. Le dije que no existía y me dijo: «yo sí existía, estaría por ahí, haciendo mis cosas». 






Mi reino por una guillotina




No pensaba escribir sobre la gala de los MAMARRACHOS EGOMANIACOS TARADOS  porque siempre me ha resultado un espectáculo repugnante, pero es que este año, las cuatro cosas que he visto, han elevado mi nivel de indignación hasta hacerme hervir la sangre. Lo único que me queda para desahogarme es escribir esto o ir a comprar una guillotina.  


Esta gala es asquerosa, ofensiva, ridícula e indignante. Es un alarde de lujo extremo, de  banalidad absoluta disfrazada de beneficencia lo cual la eleva, además, a la categoría de ofensa e insulto al resto de la Humanidad. ¿Me lo estoy tomando muy personal? Puede que sí y puede que sea absurdo porque ¿a mí que me importan una panda de multimillonarios haciendo el mongolo en Nueva York? No me importa nada, pero hay veces que las ofensas llegan así, cuando menos te las esperas y por lo motivos más banales, aunque no creo que éste lo sea. Esta mañana, viendo esa colección de imágenes, pensaba en la corte de Luis XVI divirtiéndose con lujos extremos completamente fuera de la realidad. 

Esto lo es. 

Me ofende el lujo, el derroche ridículo. «Pues es como los Oscars». No, no es como los Oscars. Aquello, dentro de su frivolidad y superficialidad, es una entrega de premios en la que, de alguna manera, se premia a gente por su trabajo (y su trabajo de relaciones públicas, pero ese es otro tema). Se visten elegantes pero bueno… tiene un pase, lo encuentro gracioso. 

Esto es otro nivel. Ni siquiera me hace gracia. Ni sonrío. 

Como mujer me ofende hasta el punto de decir: esas mujeres no tienen nada que ver conmigo, me siento insultada. Lo sé, es ridículo; pero verlas llegar, actuar, aceptar convertirse en meras muñequitas a las que vestir con los atuendos más imposibles que se puedan imaginar, me parece un insulto.  Que se presten a embutirse en esos vestidos incompatibles con la fisiología, con ir al baño, con moverse, con respirar, con comer, con levantar un brazo, con rascarse el culo, ¡con andar! ¡con sentarse!  ¿CÓMO COJONES SE PRESTAN A ESO? No lo puedo entender. No me cabe en la cabeza. 

— Ponte este vestido con el que no podrás comer en las veinticuatro horas anteriores, tendremos que untarte en vaselina para que te entre. Además, olvídate de hacer pis en 8 horas. No te preocupes, te sondaremos o, mejor, hazte a la idea de que te van a operar a corazón abierto y no puedes beber en las 12 horas anteriores. He visto que te gusta mover las manos para poder rascarte si te pica algo: olvídate de eso también. No te preocupes, te daremos un tranquilizante para que puedas soportar el picor sin problemas. Tampoco vas a poder sentarte a cenar pero eso no importa porque, como no puedes comer, mejor no sentarse a la mesa y que te entren tentaciones de morder una hoja de rúcula ecológica traída desde una plantación a 8000 km en un jet privado conservada en hielo hecho con agua destilada de un glaciar virgen de Argentina. Y creo que esto ya es todo. Ah, no… Se me olvidaba: tampoco vas a poder andar, pero no te preocupes. ¿Has estado alguna vez en la Semana Santa en España? ¿No? No importa, te lo cuento. Detrás de ti irán cuatro o cinco tíos (solo hacen falta 2 porque vas a pesar 45 kilos, pero llevamos 5 porque lo importante es que el vestido no se arrugue) que te moverán de un lado a otro como a un paso religioso. 

Y ellas dicen:

— ¡Ah, genial, me apetece muchísimo! ¡Planazo!

¿Suena ridículo? 

Es ridículo.

¿Y las poses? También me ofenden. En la gala de MENTECATOS EGÓLATRAS TARADOS da igual quién seas o qué hagas. Da igual que tengas una carrera profesional, una personalidad, una opinión, capacidad de verbalizar tus pensamientos o riego cerebral. Lo único que importa es lo que llevas puesto y que poses poniendo morritos, adelantando un hombro, y ahora el otro, y marca la barbilla, y ahora cruza una pierna por delante de la otra, saca culo, mete tripa, echa los hombros hacia delante, saca jaboneras, NO SONRÍAS, muérdete los carrillos por dentro, pega la lengua al paladar. Vuelve a empezar. No pienses. ¿A quién le importa lo que pienses? 

Ayer escuchaba un episodio de Serial sobre la cárcel de Guantánamo y en un momento dado contaban que lo que más indignaba a los prisioneros no era que Estados Unidos no cumpliera con las normas internacionales de trato de prisioneros de guerra: lo que más les indignaba era que Estados Unidos creyera que sí las estaba cumpliendo. 

Apunté esa frase sin saber que me serviría hoy. 

Veo un vídeo en Instagram en el que le preguntan al diseñador Tom Ford cuántas veces se ha bañado para los preparativos de la gala. Él contesta que tres veces. ¿En qué mundo vivimos en que alguien hace ese tipo de pregunta y el cuestionado ni por un momento se plantea responder y admite que se ha bañado 3 veces en un día?

Nunca pensé que me iba a sentir tan cercana a la Revolución Francesa y me iba a apetecer tener una guillotina. 




¡Oh, vocación, tu vocación!

En Astérix y los Normandos, uno de los mejores tebeos de la colección, una expedición de normandos llega a unas playas de la Galia cercanas a «la irreductible aldea gala» porque quieren conocer lo que es el miedo. Allí se encuentran con Astérix y Obélix, que no son para nada gente miedosa y que no saben muy bien qué hacer con ellos. La frase más célebre de todo el tebeo es «hazme miedo», porque los normandos quieren que alguien les asuste, conocer el miedo, saber cómo se siente. 


Me acordé de este tebeo esta semana al leer una entrevista a Trinidad Piriz, jefa de Podium Chile, que cuenta cómo en un determinado momento de su vida pensó: «yo quiero hacer esto. Yo puedo hacer esto perfectamente». A los dos días leí un perfil del director de cine coreano Park Chan-wook en el que contaba cómo al asistir, cuando era joven, a una proyección de Vértigo, de Hitchcock, al ver la escena en la que James Stewart conduce lentamente detrás de Kim Novak por San Francisco, sintió que la imagen trascendía la película y que no estaba viendo una película, estaba viviendo el sueño de Hitchcock y se dio cuenta de que quería ser director de cine.


Estas dos ideas clarísimas, estas dos certezas tan absolutas sobre lo que querían hacer con sus vidas, me sorprendieron. Pensé en las personas que, a mi alrededor, han tenido ese fogonazo de clarividencia con respecto a un propósito vital, han sentido una vocación.   


Yo no sé qué es la vocación. 


En Astérix y los Normandos, como he dicho antes, el gag recurrente es que los normandos, que presumen de aguerridos luchadores, de fieros guerreros, quieren saber qué es el miedo, cómo se siente. «Haznos miedo, haznos miedo». A estas alturas de mi vida yo no quiero que nadie me haga sentir una vocación, no vaya a ser que me dé por meterme a monja o dedicarme al cultivo de la baba de caracol; pero es un fenómeno, el de la vocación, que me resulta muy inquietante. Inquietante no porque me genere rechazo sino porque me encantaría saber cómo se siente: «hazme una vocación».


Como buena alumna de colegio de monjas en los años 80, mi primer contacto con la vocación fue en el campo religioso. Enriqueta Aymer de La Chevalerie, fundadora de la congregación de las monjas de mi colegio, aparte de ser buenísima y listísima y todos los ísimas que se puedan imaginar y además de esconder a un cura debajo del piano de su casa de burguesa durante la Revolución Francesa, sintió una vocación y se hizo monja. A mí aquello me intrigaba muchísimo: ¿Cómo se sentía una vocación? Fantaseaba con que un buen día, yendo por la calle, o mientras estaba en la cama, de repente sintiera una revelación, que un pensamiento fulminante me llegara y pensara: «tengo que ser monja, ése es mi futuro, mi propósito en la vida». Tenía épocas de rastrearme continuamente por si acaso el rayo fulminante había llegado y yo había estado entretenida con mi vida y se me había pasado y tenía otras épocas en las que decía:« casi que yo paso de que me llegue esa vocación porque lo de ser monja no me apetece mucho». A esta vocación de monja se sumó luego la idea de que el funcionamiento de ser cura era más o menos igual, tú no tenías elección. Si te llegaba la vocación, a la sotana directo. 


Mi madre contribuyó también a mi berenjenal mental porque me vendió la moto de que cuando conocías al hombre de tu vida una certeza absoluta te invadía sin dejar ni el más mínimo espacio para la duda: sabías que era el hombre de tu vida y que te querías casar con él. Sé lo idiota que suena esto ahora, pero si te lo cuentan así cuando tienes 12 años en 1985 pues te lo crees. 


La cuestión es que me pasé mi niñez, adolescencia y juventud buscando ese relámpago de consciencia que iluminara el camino de mi futuro de una manera clara. Un relámpago que, por una parte, constituyera una obligación que tendría que cumplir pero, al mismo tiempo, me liberara de tener que decidir: si el luminoso decía que era por ahí, pues era por ahí. 



«Hazme una vocación». 


Tengo amigos que en su día sintieron una vocación clarísima de ser profesores, médicos o toreros. Conozco gente que en algún momento de su vida, como Trini o Park Chan-wook, supieron claramente a qué quería dedicarse el resto de su vida. Tengo un amigo que ya en el instituto, desde tercero de BUP, tenía la determinación de ser escritor. No tengo ninguna amiga monja, pero he tenido el suficiente contacto con monjas para saber que hay gente que cree que ése es su lugar en la vida. Todos ellos lo sabían con una certeza absoluta, no podían dedicarse a otra cosa, hacer algo distinto, trabajar en otra actividad. Vivo ahora rodeada de periodistas, de todas la calañas, pero algunos de ellos lo son con auténtica vocación y devoción. A veces, y sé que está mal por mi parte, me mofo de ellos porque me parece un poco ridículo esa idea casi mesiánica que verbalizan en alto, pero si supero esa burla inmerecida me admira ver cómo se puede sentir ese aprecio casi corporal y espiritual con tu actividad profesional. «Yo es que soy periodista». También tengo amigos a los que la vida real les ha roto en añicos su vocación. Amigos médicos y amigos profesores que siempre supieron que querían dedicarse a la medicina o la enseñanza, que se han dejado la piel, las fuerzas y las ganas para conseguirlo y trabajar en ello y, ahora, me parte el corazón verlos sufrir, replantearse si se equivocaron, si no valen, y acompañarlos mientras deciden si ese desgarro en su vocación podrá ser remendado o si abandonan.  


«Hazme una vocación»


Llevo días dándole vueltas. Durante mis paseos por la montaña he escaneado mi vida intentando encontrar un momento de inspiración, de claridad de objetivos o de planes. Y puedo afirmar que yo nunca he tenido vocación de nada. Durante mi infancia hubo unos años en los que fantaseé con ser arqueóloga, pero aquel interés bastante superfluo y poco concreto no podría calificarse de ninguna manera como una vocación. Estudié Geografía e Historia porque, de todas las asignaturas de COU, Historia del Arte era lo que más me gustaba, pero nunca quise ser ni profesora ni investigadora. Empecé a trabajar en televisión porque me surgió la oportunidad, pero sé que si me hubieran llamado para trabajar en una editorial, una consultoría o cualquier otra cosa hubiera dicho que sí. Ni siquiera tuve nunca vocación de ser madre: me pasé toda mi infancia y juventud diciendo que yo nunca tendría hijos. Luego me decidí porque pensé que era el momento, que tenía 30 años, casa y marido y que si lo dejaba mucho más iba a ser muy vieja para tener hijos. Sé lo idiota que suena esto ahora, pero en 2003 con 30 años, así lo sentía. Tampoco quise nunca ser escritora o escribir: comencé a escribir porque me aburría en el trabajo. Ahora trabajo en algo que me encanta y a lo que llegué a base de escuchar mucho y dar una turra infinita en redes. Nada de lo que he hecho en la vida ha surgido de un impulso cristalino, ni de una claridad mental sin fisuras, nunca he sentido nada ni remotamente parecido a una vocación. O eso creo, porque no sé cómo se siente eso.  


Cuando le daba vueltas a esto pensaba en la fe, en cómo yo me pasé 18 años fingiendo que tenía fe porque era lo que vivía a mi alrededor, porque era lo que tenía que hacer, porque, bueno, a lo mejor la fe consistía en esto, en fingir que te creías lo que te contaban, que había un Dios, un cielo, un infierno, que ser bueno tendría premio y ser malo un castigo. Supongo que lo fingí esperando que se convirtiera en verdad, que alguna vez se convirtiera en algo que no me requería esfuerzo porque estaba ahí. Eso nunca pasó, claro. Me cansé de fingir y a otra cosa mariposa y tan feliz pero me intriga la gente que cree con certeza absoluta. Me pregunto cómo se siente eso. 


No sé qué pretendo con esta reflexión. Creo que sencillamente me apetecía dejar por escrito esta certeza, la de que hay cosas en la vida que les ocurren a otros y que yo nunca sabré cómo se sienten, cómo se saben. 


¿Tener vocación de jubilada cuenta? 





domingo, 28 de abril de 2024

Cosas que ya no seré

Son las diez de la mañana y llueve. Clara duerme y María está fuera, se ha ido de viaje. He desayunado hace un rato: un té con leche, compota de manzana con yogur y avena y un trozo de bizcocho de calabaza que preparé el jueves echando la harina a ojo. A pesar de eso está rico. Como María no iba a estar lo hice con harina de trigo normal, caducada desde 2017 y, ahora que nadie me lee, voy a decirlo: las cosas sin gluten jamás están al nivel de lo que lleva gluten. Son comestibles, más o menos tolerables, pero nunca están ricas de relamerse. Antes de desayunar he hecho deporte y aún no me he duchado ni vestido. Desde mi sofá veo gente caminar por la calle, entrar y salir del metro y me parecen superhéroes: ya están duchados, vestidos y han conseguido reunir las fuerzas suficientes para salir de casa. Mis respetos. Yo me estoy mentalizando para, dentro de un rato, salir a hacer unos recados que no puedo seguir postergando. Llevo semanas haciéndolo, esperando que su necesidad, su urgencia, se desvaneciera o que alguien, un hada madrina, un genio de la lámpara, un mayordomo, un siervo, un esclavo, alguna de mis dos hijas se hiciera cargo de ellos, pero eso no ha pasado y ha llegado el día de solucionarlo. Planeo una operación quirúrgica: salir de casa, coger el coche, ir a los recados y volver para no salir más hasta mañana. 


Esta es mi vida hoy. El otro día, mientras veía una serie con mis hijas, de repente, salido de ninguna parte, tuve uno de esos momentos de revelación que contados en alto suenan ridículos. Tú misma te dices: «pues claro, ¿y ahora te das cuenta?» Pensé que de manera inconsciente o como un ruido de fondo en mi mente llevo toda la vida imaginándome de mayor. Algo como «en algún momento me convertiré en una mujer elegante, que lleva siempre la camisa blanca perfecta, sabe siempre qué meter en la maleta de mano para estar preparada para cualquier compromiso. Seré alguien que no pierde el control, que habla en un tono sosegado, tranquilo, controlando la situación. Sabré llevar tacones y me gustará madrugar». Resulta que ya tengo edad de ser esa mujer y no lo soy. Soy otra que se parece bastante poco a eso que había imaginado, pero lo que me sorprendió no fue esta constancia sino darme cuenta (pero ¿no lo habías pensado antes?) de la cantidad de cosas que ya nunca seré. 


Y no pasa nada.


Ya nunca seré madre de familia numerosa ni celebraré unas bodas de oro. Todavía estoy al borde de poder ser una persona que pueda celebrar unas bodas de plata, pero no confío en ello. Nunca seré alta ni me gustarán los yates. Ya nunca podré ser escritora para The New Yorker ni llegaré a ser cocinera ni tener un restaurante. No es que haya querido nunca ser alguna de estas cosas, pero la cuestión es que ya no existe esa posibilidad. Nunca seré una mujer elegante ni destacaré por mi discreción. Algo bueno es que ya tampoco podré ser una abuela joven. Tampoco seré nunca campeona olímpica ni de mi barrio, algo que tampoco me preocupa mucho porque tengo la misma competitividad que una almeja. (Seguro que ahora llega alguien y me dije que las almejas luchan a muerte por lo que sea que pueden luchar las almejas). Hablando de bivalvos, tampoco seré nunca una científica destacada ni del montón porque, en realidad, la Ciencia me marea, me apabulla y aunque este pueda ser un buen motivo para enfrentarme a ella, diseccionarla y quitarme el miedo, voy tarde para convertirme en una eminencia. Tampoco seré nunca funcionaria de la Unión Europea, ni conservadora del Museo del Prado ni bibliotecaria en la Biblioteca Nacional, algo con los que fantasee vagamente cuando terminé la carrera y que se olvidó cuando empecé a trabajar y la vida laboral absorbió toda mi energía. Nunca seré camionera, ni tendré mi propia empresa ni publicaré un libro de recetas. Tampoco diseñaré mi propia ropa o inventaré algo que salve al mundo o que, al menos, sea atractivo para que una big tech me pague una pasta endemoniada por la patente. Nunca seré cantante, pintora o poeta. Tampoco bailaora, trapecista, princesa o dentista, piloto de rallies, auditora, estilista o peluquera. Nunca iré de luna de miel a Bora Bora ni escalaré el Everest para superarme a mí misma. Ya no podré tener una beca de Amancio Ortega, ni del Icex, ni siquiera una Fulbright aunque todavía estoy a tiempo de conseguir las que dan para la Real Academia de España en Roma. Ya nunca seré una joven escritora exitosa, ni una joven poeta ni una joven nada. Si acaso, tengo posibilidades de ser alguien «descubierto en su madurez». Ya nunca haré un erasmus, ni un interrail ni haré prácticas. Ya no puedo ser becaria en Bruselas como estuve a punto de ser hace treinta años, cuando dije que no porque pensé que ese verano no me venía bien pero que ya habría otros. No los hubo ni los habrá. Por otro lado, nunca más me preocupará qué opina un hombre de mí o si le gusto o no. Tampoco nunca más tendré miedo de estar perdiéndome algo fundamental para mi existencia cuando diga que no a un plan porque lo que quiero es quedarme en casa sin hacer nada más que estar en casa. Ya nunca me importará la ropa que llevo puesta, si llevo el bolso adecuado o si a alguien le importan mis uñas. Ya nunca me importará si soy bajita, si mis brazos se ajustan a lo que dicta la norma o si el escote que llevo es adecuado. ¿Adecuado para quién? Eso sí: ya nunca podré salir dos días seguidos ni curarme la resaca con un menú Big Mac y un visionado de Cuando Harry encontró a Sally. Tampoco seré capaz, nunca más en mi vida, de acostarme a las cuatro de la mañana y levantarme a las siete para pasarme el día esquiando. De hecho ya nunca hago esas dos cosas ni siquiera por separado.


Ya nunca nadie escribirá un titular refiriéndose a mí como «La joven promesa». 
Y no pasa nada. 
Siempre hay tiempo para todo. Si quieres, estás a tiempo. No es verdad. No hay tiempo ni siempre es el momento para todo. Es un pensamiento que ni siquiera me resulta tranquilizador ni agradable. A mi el infinito me sobrepasa, me supera, me agobia. Saber que tengo infinitas posibilidades me parece, además, una carga mental casi inaguantable. Si puedo, si estoy a tiempo de conseguir, de ser todo lo que me proponga y no lo hago… ¿estoy desperdiciando mi vida? ¿Lo estoy haciendo mal? No. Prefiero pensar que mi vida es como una gran casa que voy recorriendo mientras vivo. Durante estos cincuenta y un años he ido abriendo puertas, en algunas habitaciones he entrado y de ahí he seguido abriendo otras puertas que me han llevado a donde estoy hoy. También me asomé a otras pero lo que vi no me gustó o pensé «ya volveré aquí» sin saber que eso era imposible. Y hubo otras que ni abrí y a las que no puedo volver. Tampoco es que las opciones dejen de ser innumerables, sigo teniendo muchas para elegir pero tranquiliza pensar que hay otras que ya no están disponibles, que caducaron, como las promociones de internet (menos las de EL PAÍS, que esas no terminan nunca). 


Mi vida, ahora mismo, es ésta. Sábado por la mañana. Interior casa. Clara se ha levantado y oigo cómo la cucharilla golpea la taza de leche en la que seguro está mojando el bizcocho de calabaza con gluten. 


Ya no llueve. 


Tengo que salir a hacer recados. Soy una persona que, un sábado por la mañana, hace recados y escribe.