lunes, 13 de mayo de 2024

¡Oh, vocación, tu vocación!

En Astérix y los Normandos, uno de los mejores tebeos de la colección, una expedición de normandos llega a unas playas de la Galia cercanas a «la irreductible aldea gala» porque quieren conocer lo que es el miedo. Allí se encuentran con Astérix y Obélix, que no son para nada gente miedosa y que no saben muy bien qué hacer con ellos. La frase más célebre de todo el tebeo es «hazme miedo», porque los normandos quieren que alguien les asuste, conocer el miedo, saber cómo se siente. 


Me acordé de este tebeo esta semana al leer una entrevista a Trinidad Piriz, jefa de Podium Chile, que cuenta cómo en un determinado momento de su vida pensó: «yo quiero hacer esto. Yo puedo hacer esto perfectamente». A los dos días leí un perfil del director de cine coreano Park Chan-wook en el que contaba cómo al asistir, cuando era joven, a una proyección de Vértigo, de Hitchcock, al ver la escena en la que James Stewart conduce lentamente detrás de Kim Novak por San Francisco, sintió que la imagen trascendía la película y que no estaba viendo una película, estaba viviendo el sueño de Hitchcock y se dio cuenta de que quería ser director de cine.


Estas dos ideas clarísimas, estas dos certezas tan absolutas sobre lo que querían hacer con sus vidas, me sorprendieron. Pensé en las personas que, a mi alrededor, han tenido ese fogonazo de clarividencia con respecto a un propósito vital, han sentido una vocación.   


Yo no sé qué es la vocación. 


En Astérix y los Normandos, como he dicho antes, el gag recurrente es que los normandos, que presumen de aguerridos luchadores, de fieros guerreros, quieren saber qué es el miedo, cómo se siente. «Haznos miedo, haznos miedo». A estas alturas de mi vida yo no quiero que nadie me haga sentir una vocación, no vaya a ser que me dé por meterme a monja o dedicarme al cultivo de la baba de caracol; pero es un fenómeno, el de la vocación, que me resulta muy inquietante. Inquietante no porque me genere rechazo sino porque me encantaría saber cómo se siente: «hazme una vocación».


Como buena alumna de colegio de monjas en los años 80, mi primer contacto con la vocación fue en el campo religioso. Enriqueta Aymer de La Chevalerie, fundadora de la congregación de las monjas de mi colegio, aparte de ser buenísima y listísima y todos los ísimas que se puedan imaginar y además de esconder a un cura debajo del piano de su casa de burguesa durante la Revolución Francesa, sintió una vocación y se hizo monja. A mí aquello me intrigaba muchísimo: ¿Cómo se sentía una vocación? Fantaseaba con que un buen día, yendo por la calle, o mientras estaba en la cama, de repente sintiera una revelación, que un pensamiento fulminante me llegara y pensara: «tengo que ser monja, ése es mi futuro, mi propósito en la vida». Tenía épocas de rastrearme continuamente por si acaso el rayo fulminante había llegado y yo había estado entretenida con mi vida y se me había pasado y tenía otras épocas en las que decía:« casi que yo paso de que me llegue esa vocación porque lo de ser monja no me apetece mucho». A esta vocación de monja se sumó luego la idea de que el funcionamiento de ser cura era más o menos igual, tú no tenías elección. Si te llegaba la vocación, a la sotana directo. 


Mi madre contribuyó también a mi berenjenal mental porque me vendió la moto de que cuando conocías al hombre de tu vida una certeza absoluta te invadía sin dejar ni el más mínimo espacio para la duda: sabías que era el hombre de tu vida y que te querías casar con él. Sé lo idiota que suena esto ahora, pero si te lo cuentan así cuando tienes 12 años en 1985 pues te lo crees. 


La cuestión es que me pasé mi niñez, adolescencia y juventud buscando ese relámpago de consciencia que iluminara el camino de mi futuro de una manera clara. Un relámpago que, por una parte, constituyera una obligación que tendría que cumplir pero, al mismo tiempo, me liberara de tener que decidir: si el luminoso decía que era por ahí, pues era por ahí. 



«Hazme una vocación». 


Tengo amigos que en su día sintieron una vocación clarísima de ser profesores, médicos o toreros. Conozco gente que en algún momento de su vida, como Trini o Park Chan-wook, supieron claramente a qué quería dedicarse el resto de su vida. Tengo un amigo que ya en el instituto, desde tercero de BUP, tenía la determinación de ser escritor. No tengo ninguna amiga monja, pero he tenido el suficiente contacto con monjas para saber que hay gente que cree que ése es su lugar en la vida. Todos ellos lo sabían con una certeza absoluta, no podían dedicarse a otra cosa, hacer algo distinto, trabajar en otra actividad. Vivo ahora rodeada de periodistas, de todas la calañas, pero algunos de ellos lo son con auténtica vocación y devoción. A veces, y sé que está mal por mi parte, me mofo de ellos porque me parece un poco ridículo esa idea casi mesiánica que verbalizan en alto, pero si supero esa burla inmerecida me admira ver cómo se puede sentir ese aprecio casi corporal y espiritual con tu actividad profesional. «Yo es que soy periodista». También tengo amigos a los que la vida real les ha roto en añicos su vocación. Amigos médicos y amigos profesores que siempre supieron que querían dedicarse a la medicina o la enseñanza, que se han dejado la piel, las fuerzas y las ganas para conseguirlo y trabajar en ello y, ahora, me parte el corazón verlos sufrir, replantearse si se equivocaron, si no valen, y acompañarlos mientras deciden si ese desgarro en su vocación podrá ser remendado o si abandonan.  


«Hazme una vocación»


Llevo días dándole vueltas. Durante mis paseos por la montaña he escaneado mi vida intentando encontrar un momento de inspiración, de claridad de objetivos o de planes. Y puedo afirmar que yo nunca he tenido vocación de nada. Durante mi infancia hubo unos años en los que fantaseé con ser arqueóloga, pero aquel interés bastante superfluo y poco concreto no podría calificarse de ninguna manera como una vocación. Estudié Geografía e Historia porque, de todas las asignaturas de COU, Historia del Arte era lo que más me gustaba, pero nunca quise ser ni profesora ni investigadora. Empecé a trabajar en televisión porque me surgió la oportunidad, pero sé que si me hubieran llamado para trabajar en una editorial, una consultoría o cualquier otra cosa hubiera dicho que sí. Ni siquiera tuve nunca vocación de ser madre: me pasé toda mi infancia y juventud diciendo que yo nunca tendría hijos. Luego me decidí porque pensé que era el momento, que tenía 30 años, casa y marido y que si lo dejaba mucho más iba a ser muy vieja para tener hijos. Sé lo idiota que suena esto ahora, pero en 2003 con 30 años, así lo sentía. Tampoco quise nunca ser escritora o escribir: comencé a escribir porque me aburría en el trabajo. Ahora trabajo en algo que me encanta y a lo que llegué a base de escuchar mucho y dar una turra infinita en redes. Nada de lo que he hecho en la vida ha surgido de un impulso cristalino, ni de una claridad mental sin fisuras, nunca he sentido nada ni remotamente parecido a una vocación. O eso creo, porque no sé cómo se siente eso.  


Cuando le daba vueltas a esto pensaba en la fe, en cómo yo me pasé 18 años fingiendo que tenía fe porque era lo que vivía a mi alrededor, porque era lo que tenía que hacer, porque, bueno, a lo mejor la fe consistía en esto, en fingir que te creías lo que te contaban, que había un Dios, un cielo, un infierno, que ser bueno tendría premio y ser malo un castigo. Supongo que lo fingí esperando que se convirtiera en verdad, que alguna vez se convirtiera en algo que no me requería esfuerzo porque estaba ahí. Eso nunca pasó, claro. Me cansé de fingir y a otra cosa mariposa y tan feliz pero me intriga la gente que cree con certeza absoluta. Me pregunto cómo se siente eso. 


No sé qué pretendo con esta reflexión. Creo que sencillamente me apetecía dejar por escrito esta certeza, la de que hay cosas en la vida que les ocurren a otros y que yo nunca sabré cómo se sienten, cómo se saben. 


¿Tener vocación de jubilada cuenta? 





domingo, 28 de abril de 2024

Cosas que ya no seré

Son las diez de la mañana y llueve. Clara duerme y María está fuera, se ha ido de viaje. He desayunado hace un rato: un té con leche, compota de manzana con yogur y avena y un trozo de bizcocho de calabaza que preparé el jueves echando la harina a ojo. A pesar de eso está rico. Como María no iba a estar lo hice con harina de trigo normal, caducada desde 2017 y, ahora que nadie me lee, voy a decirlo: las cosas sin gluten jamás están al nivel de lo que lleva gluten. Son comestibles, más o menos tolerables, pero nunca están ricas de relamerse. Antes de desayunar he hecho deporte y aún no me he duchado ni vestido. Desde mi sofá veo gente caminar por la calle, entrar y salir del metro y me parecen superhéroes: ya están duchados, vestidos y han conseguido reunir las fuerzas suficientes para salir de casa. Mis respetos. Yo me estoy mentalizando para, dentro de un rato, salir a hacer unos recados que no puedo seguir postergando. Llevo semanas haciéndolo, esperando que su necesidad, su urgencia, se desvaneciera o que alguien, un hada madrina, un genio de la lámpara, un mayordomo, un siervo, un esclavo, alguna de mis dos hijas se hiciera cargo de ellos, pero eso no ha pasado y ha llegado el día de solucionarlo. Planeo una operación quirúrgica: salir de casa, coger el coche, ir a los recados y volver para no salir más hasta mañana. 


Esta es mi vida hoy. El otro día, mientras veía una serie con mis hijas, de repente, salido de ninguna parte, tuve uno de esos momentos de revelación que contados en alto suenan ridículos. Tú misma te dices: «pues claro, ¿y ahora te das cuenta?» Pensé que de manera inconsciente o como un ruido de fondo en mi mente llevo toda la vida imaginándome de mayor. Algo como «en algún momento me convertiré en una mujer elegante, que lleva siempre la camisa blanca perfecta, sabe siempre qué meter en la maleta de mano para estar preparada para cualquier compromiso. Seré alguien que no pierde el control, que habla en un tono sosegado, tranquilo, controlando la situación. Sabré llevar tacones y me gustará madrugar». Resulta que ya tengo edad de ser esa mujer y no lo soy. Soy otra que se parece bastante poco a eso que había imaginado, pero lo que me sorprendió no fue esta constancia sino darme cuenta (pero ¿no lo habías pensado antes?) de la cantidad de cosas que ya nunca seré. 


Y no pasa nada.


Ya nunca seré madre de familia numerosa ni celebraré unas bodas de oro. Todavía estoy al borde de poder ser una persona que pueda celebrar unas bodas de plata, pero no confío en ello. Nunca seré alta ni me gustarán los yates. Ya nunca podré ser escritora para The New Yorker ni llegaré a ser cocinera ni tener un restaurante. No es que haya querido nunca ser alguna de estas cosas, pero la cuestión es que ya no existe esa posibilidad. Nunca seré una mujer elegante ni destacaré por mi discreción. Algo bueno es que ya tampoco podré ser una abuela joven. Tampoco seré nunca campeona olímpica ni de mi barrio, algo que tampoco me preocupa mucho porque tengo la misma competitividad que una almeja. (Seguro que ahora llega alguien y me dije que las almejas luchan a muerte por lo que sea que pueden luchar las almejas). Hablando de bivalvos, tampoco seré nunca una científica destacada ni del montón porque, en realidad, la Ciencia me marea, me apabulla y aunque este pueda ser un buen motivo para enfrentarme a ella, diseccionarla y quitarme el miedo, voy tarde para convertirme en una eminencia. Tampoco seré nunca funcionaria de la Unión Europea, ni conservadora del Museo del Prado ni bibliotecaria en la Biblioteca Nacional, algo con los que fantasee vagamente cuando terminé la carrera y que se olvidó cuando empecé a trabajar y la vida laboral absorbió toda mi energía. Nunca seré camionera, ni tendré mi propia empresa ni publicaré un libro de recetas. Tampoco diseñaré mi propia ropa o inventaré algo que salve al mundo o que, al menos, sea atractivo para que una big tech me pague una pasta endemoniada por la patente. Nunca seré cantante, pintora o poeta. Tampoco bailaora, trapecista, princesa o dentista, piloto de rallies, auditora, estilista o peluquera. Nunca iré de luna de miel a Bora Bora ni escalaré el Everest para superarme a mí misma. Ya no podré tener una beca de Amancio Ortega, ni del Icex, ni siquiera una Fulbright aunque todavía estoy a tiempo de conseguir las que dan para la Real Academia de España en Roma. Ya nunca seré una joven escritora exitosa, ni una joven poeta ni una joven nada. Si acaso, tengo posibilidades de ser alguien «descubierto en su madurez». Ya nunca haré un erasmus, ni un interrail ni haré prácticas. Ya no puedo ser becaria en Bruselas como estuve a punto de ser hace treinta años, cuando dije que no porque pensé que ese verano no me venía bien pero que ya habría otros. No los hubo ni los habrá. Por otro lado, nunca más me preocupará qué opina un hombre de mí o si le gusto o no. Tampoco nunca más tendré miedo de estar perdiéndome algo fundamental para mi existencia cuando diga que no a un plan porque lo que quiero es quedarme en casa sin hacer nada más que estar en casa. Ya nunca me importará la ropa que llevo puesta, si llevo el bolso adecuado o si a alguien le importan mis uñas. Ya nunca me importará si soy bajita, si mis brazos se ajustan a lo que dicta la norma o si el escote que llevo es adecuado. ¿Adecuado para quién? Eso sí: ya nunca podré salir dos días seguidos ni curarme la resaca con un menú Big Mac y un visionado de Cuando Harry encontró a Sally. Tampoco seré capaz, nunca más en mi vida, de acostarme a las cuatro de la mañana y levantarme a las siete para pasarme el día esquiando. De hecho ya nunca hago esas dos cosas ni siquiera por separado.


Ya nunca nadie escribirá un titular refiriéndose a mí como «La joven promesa». 
Y no pasa nada. 
Siempre hay tiempo para todo. Si quieres, estás a tiempo. No es verdad. No hay tiempo ni siempre es el momento para todo. Es un pensamiento que ni siquiera me resulta tranquilizador ni agradable. A mi el infinito me sobrepasa, me supera, me agobia. Saber que tengo infinitas posibilidades me parece, además, una carga mental casi inaguantable. Si puedo, si estoy a tiempo de conseguir, de ser todo lo que me proponga y no lo hago… ¿estoy desperdiciando mi vida? ¿Lo estoy haciendo mal? No. Prefiero pensar que mi vida es como una gran casa que voy recorriendo mientras vivo. Durante estos cincuenta y un años he ido abriendo puertas, en algunas habitaciones he entrado y de ahí he seguido abriendo otras puertas que me han llevado a donde estoy hoy. También me asomé a otras pero lo que vi no me gustó o pensé «ya volveré aquí» sin saber que eso era imposible. Y hubo otras que ni abrí y a las que no puedo volver. Tampoco es que las opciones dejen de ser innumerables, sigo teniendo muchas para elegir pero tranquiliza pensar que hay otras que ya no están disponibles, que caducaron, como las promociones de internet (menos las de EL PAÍS, que esas no terminan nunca). 


Mi vida, ahora mismo, es ésta. Sábado por la mañana. Interior casa. Clara se ha levantado y oigo cómo la cucharilla golpea la taza de leche en la que seguro está mojando el bizcocho de calabaza con gluten. 


Ya no llueve. 


Tengo que salir a hacer recados. Soy una persona que, un sábado por la mañana, hace recados y escribe.




domingo, 21 de abril de 2024

Podcasts encadenados: del futuro, la meditación y la depresión



Hace dos meses que no recomiendo podcasts, así que es posible que hoy me alargue un poco. Tómatelo con calma, lee con tranquilidad y recuerda: nada de hacer listas. Si algo de lo que recomiendo te llama, ve a por ello hoy, esta tarde, mañana de camino al trabajo. Y si no te gusta, pues lo dejas y saltas a otro. No se escuchan podcasts por obligación, solo para disfrutar o aprender. 

Y si no escuchas podcasts, no importa, puedes leer esto como miras las recetas de instagram que nunca harás.


Al lío. 

Confieso que veo «Inteligencia Artificial» por todas partes; cualquier tema está ahora impregnado de lo que esta nueva tecnología va a poder mejorarlo o empeorarlo. Creía que no habría nada más cansino que la sostenibilidad pero, una vez más, me equivoqué. A pesar de que es un tema que me aburre y me aterra a partes iguales, he dedicado varias horas a escuchar podcasts sobre Inteligencia Artificial para intentar entender algo. Recupero primero lo que ya comenté el año pasado sobre Love Bot, una producción estupenda de Radiotopia que analizaba las relaciones emocionales que diferentes personas habían establecido con avatares, aplicaciones de compañía o de terapia. Me enfrenté a ella con todos mis prejuicios activados y salí con todos ellos desmontados. Si te interesa la IA y no sabes por dónde empezar te recomiendo sin duda Black Box, un podcast del diario inglés The Guardian que, a lo largo de seis episodios, aborda esta nueva tecnología desde distintos puntos de vista. En el primero, Geoffrey Hinton, considerado uno de los padres de la inteligencia artificial, explica cómo empezó a trabajar en esta tecnología, el camino que ha recorrido y el punto en el que estamos ahora. En los siguientes, se investiga por ejemplo quién está detrás de ClothOff, la app capaz de eliminar la ropa de las fotografías para conseguir desnudos de las personas retratadas en esas fotografías. Este episodio empieza en Almendralejo porque fue allí donde, por primera vez, se conoció un caso de chavales que estaban usándola con fotos de sus compañeras. Aquí, Michael Safi, periodista y host del podcast investiga siguiendo pistas en redes sociales hasta dar con un par de hermanos rusos que son los creadores de la app. Hay otro episodio dedicado al uso de la IA para detectar casos de cáncer de mama años antes de que sean visibles en una mamografía, otro sobre los sesgos que la tecnología presenta y uno último, muy aterrador, en el que el científico Eliezer Yudkowsky sostiene que lo que deberíamos hacer es parar la IA antes de que sea demasiado tarde y acabe con nosotros. Pone un ejemplo para explicarlo, que no se me había ocurrido, pero que me pareció clarificador: en la película Fantasía, un Mickey Mouse aprendiz de mago hechiza una escoba para que haga sus tareas y él pueda descansar, le ordena que friegue el suelo y la escoba ejecuta la tarea sin parar hasta que todo está completamente inundado. A la IA no solo tenemos que decirle qué tiene que hacer sino también qué es lo que no puede hacer. Imagina que tienes en casa un robot que limpia y le ordenas que la vivienda siempre esté impoluta. Si lo piensas, la mejor manera de mantener la limpieza es no usar tu casa y para eso tu robot podría decidir no dejarte entrar un buen día cuando vuelvas del trabajo o directamente eliminarte, porque siempre que llegas ensucias. Para compensar esta imagen tan aterradora hay también testimonios de otras voces con visiones más optimistas pero, por lo que sea, suenan menos convincentes. 


Black Box es un buen podcast para lanzarse a saber algo de Inteligencia Artificial. Cuenta con el peso editorial e investigativo de The Guardian y el buen hacer como host de Michael Safi (que ha sido host también de Today in Focus, el daily del periódico), resulta cercano y creíble y natural en sus explicaciones y, además (y este es otro mérito añadido) cada episodio tiene un formato diferente dentro de lo que es la no ficción. Unos son más entrevistas, otros más narrativos y, por ejemplo, el de ClothOff es casi un thriller siguiendo las pistas para saber quién está detrás. 


Untold: The Retreat es el primer podcast de investigación del Financial Times. Empecé a escucharlo porque el tema me interesaba desde la total suspicacia: los retiros de meditación Vipassana. Hace muchos años, ocho para ser exactos, en una cena con desconocidos tras dar mi primera charla en público, conocí la existencia de estos retiros que consisten en estar ocho días encerrado meditando sin hablar con nadie. La persona que me lo descubrió, muy entregada a estas cosas, me contó que acabó desquiciada, hablando con una araña y veía millones de insectos cayendo de la toalla con la que se secaba el pelo. Me pareció una experiencia muy innecesaria pero, por alguna extraña razón, se me quedó grabada y por eso, cuando leí sobre este podcast, dije: ahí voy. 

Son solo 4 episodios que comienzan cuando la host, Madison Marriage, recibe un email de un tal Steve, que le cuenta que sus gemelas de 26 años están saliendo ahora de una serie de terribles problemas mentales que les han llegado por meterse en un grupo de meditación. (Por qué Steve escribe para investigar sobre este tema al Financial Times a mí me interesa lo suficiente como para que le hubieran dedicado un episodio, pero eso no lo cuentan). A Madison, a pesar de no ser especialista en el tema, le pica la curiosidad, se pone a investigar y entrevista a Steve y a su mujer que son una pareja inglesa, muy normal, que vive en su adosado inglés muy normal y que tienen dos hijas gemelas. En este primer episodio cuenta la historia de la gemela mayor, Emily, cuando se mete en los retiros Vipassana y acaba completamente desquiciada, psicótica y desconectada de la vida. Cuando se está recuperando es la otra hermana la que cae con peores consecuencias. El segundo episodio, que tiene un arranque muy potente, es el mejor de la serie y cuenta paso a paso cómo son las jornadas de meditación de 10 horas. En este episodio se narran otros casos alrededor del mundo de gente que lo pasa fatal con la meditación y de la otra gemela cuando entra en el grupo ése y termina totalmente fuera de sí, tanto que la familia la vigila 24 horas al día para que no se suicide. Es un guión impresionante, muy bien tratado y muy bien llevado.

No quiero reventar el resto de la serie pero merece muchísimo la pena. Yo no sabía nada de ese mundo y he descubierto que algunos de mis prejuicios hacia él están algo justificados. Si estás pensando que será el típico podcast en el que alguien estafa a otros por dinero, te equivocas. The Retreat no va de eso aunque sí se echa de menos una explicación más pormenorizada de cómo funcionan los centros donde se hacen estos retiros, quién los gestiona, si son franquicias, si hay algún responsable. 

Muy recomendable. 


En español voy a recomendarte Hechos reales, con Álvaro de Cózar y el equipo de True Story. El equipo de True Story está detrás de podcasts como XRey (que me gustó regular), Misterio en la Moraleja (que me entretuvo bastante aunque el final me dejó un poco meh), Los papeles (que me pareció correcto) y El país de los demonios (que me flipó). Hasta ahora habían hecho series cerradas y, ahora, con Hechos reales apuestan por algo más parecido a Radio Ambulante, un contenedor con episodios cada quince días con historias autoconclusivas. Te lo recomiendo para probar, por ahora solo hay disponibles dos episodios. El jueves estuve en una «listening party» con ellos (lo mismo un día me animo y hacemos algo así) y, aparte de charlar de mil cosas, les dije: ¿por qué os empeñáis en narrar en presente? Es algo que a mí me saca de quicio y de la historia pero hay gente a la que le gusta. No comparto ese criterio, creo que, en la mayoría de los casos y más cuando la historia que cuentas no te ha pasado a ti, la narración en pasado funciona mejor. Seguro que Hechos reales aparece por aquí más veces, cuando algún episodio me enamore. O lo odie. 


En español también te recomiendo  La depresión momposina, un podcast colombiano que me ha gustado bastante. Es original, rompedor y corre riesgos que, a pesar de que no siempre salen bien, resultan agradables de escuchar porque suponen un esfuerzo narrativo muy interesante. El protagonista es Pedro Espinosa, que cuenta su historia junto con su primo Sebastián Duque. Una noche de juerga y música Pedro sufre un brote psicótico que lo lleva a estar hospitalizado una semana y a ser diagnosticado de bipolaridad. Su cabeza se llena de voces que le aseguran que va a morir pronto, en cuanto coja un vuelo. A partir de aquí, y durante seis episodios, nos adentramos en la enfermedad de Pedro y en cómo se enfrenta él a ella, o no, y como lo ven los que le acompañan. Se intenta responder a las preguntas que cualquier enfermo se hace: ¿Por qué yo? ¿De dónde viene esto? Como digo, es un podcast que corre muchos riesgos y algunos no acaban de funcionar del todo, pero merece la pena escucharlo por lo diferente que es. 

Breves: 

  • Grandes infelices, el podcast de Blackie Books, me da bastantes alegrías especialmente cuando hablan de autores que me gustan mucho. Últimamente he disfrutado  muchísimo el episodio dedicado a David Foster Wallace: si has leído La broma infinita NO TE LO PIERDAS. También me encantó el dedicado a Lucia Berlin. 

  • Esto es un poco friki pero me ha gustado taaaannnnto… De vez en cuando tengo temporadas de insomnio bastante duras y en la última que he sufrido me dediqué a Past Present Future, que es un podcast dedicado a las ideas y el pensamiento. Lo sé, suena aburridísimo pero no lo es para nada. El host, David Runciman, tiene la voz que quieres escuchar cuando te despiertas a las tres y media de la mañana y te enfrentas a la insignificancia de la vida. Además de la voz, parece un tipo listísimo y consigue que los temas que trata (Historia de las ideas, la Filosofía o la Cultura) no sean para nada aburridos, sean entretenidos y te atrapen. Te lo recomiendo muchísimo. Yo empecé escuchando los diez episodios que sacó en navidades dedicados a los (según su criterio) 10 mejores ensayos de la historia. Empieza con Montaigne y termina con el escritor americano Ta-Nehisi Coates; y entre medias te encuentras a Joan Didion, Umberto Eco, David Foster Wallace, Thoreau... Es muy posible que siga escuchando este podcast porque con Runciman se aprende bastante y me gusta su sentido del humor.  

  • Dios, Patria, Yunque.  No me gusta mucho recomendar podcasts en los que he trabajado, pero es que de este estoy muy orgullosa. Narra la historia de la secta secreta ultracatólica y ultraconservadora El Yunque, creada en los años 50 en México y que llegó a España en los primeros dos mil con la intención de infiltrarse en la Iglesia Católica Española y todas las instituciones posibles. A lo mejor crees que exagero con lo de ultracatólica, pero que sepas que estos tipos se pasan tanto de frenada que en 2012 ¡los obispos españoles! encargaron un informe en el que calificaban a esta secta como herejía. En fin, si a los obispos les parecen un poquito pasados de rosca, ya te puedes imaginar... En seis episodios te contamos quiénes son, cómo llegaron y dónde están metidos.

  • Este episodio corto de Heavyweight, The Sharing Place (otro podcast que me acompaña en el insomnio y que estoy re escuchando desde el principio). Esta entrega trata de un centro que hay en Utah para acompañar a niños cuyos padres han muerto y donde tienen una sala especial para aquellos cuyos padres se han suicidado. Es precioso y a la vez pone los pelos de punta.  

  • Hace un año más o menos recomendé Bone Valley, un true crime ESPECTACULAR, increíblemente bien investigado por Gilbert King, con una historia alucinante. Es además, uno de esos podcasts (como In the dark, Temporada 2) que ha conseguido cambiar algo. No te cuento lo que es para no reventarte el podcast, pero vuelvo a recomendarlo porque es buenísimo. 

Te recuerdo que si quieres unirte al Club de Escucha Podcasts Encadenados, hoy, domingo 21 de abril, a las 19:30 tenemos  la tercera sesión para comentar cinco episodios en español y cinco episodios en inglés. Puedes suscribirte hoy y, como la primera semana es gratis, probar a ver si te gusta. Te gustará porque es muy divertido y salen siempre mil temas para comentar. 

Suficiente por hoy. Tienes todas las recomendaciones en esta lista. Prometo que la próxima entrega será en mayo para así no alargarme tanto. Si escuchas algo, por favor, ven a contármelo: me hará mucha ilusión.

domingo, 14 de abril de 2024

Celebra tus victorias pírricas

Hace muchos años había un anuncio en televisión, que no recuerdo qué publicitaba, cuyo lema era algo como «para gente asquerosamente imperfecta» o, a lo mejor, «para gente asquerosamente organizada». No recuerdo qué anunciaba pero sí que mi amiga Rosa siempre me ponía a mí ese título porque sostiene que yo soy alguien muy organizado, casi cuadriculado. No es así. No soy organizada ni perfeccionista ni detallista, pero si me decido a hacer algo siempre es para terminarlo, para no dejarlo a medias o abandonado. Por eso, por ejemplo, si me dispongo a ordenar un armario, empezaré y terminaré. Lo vaciaré por completo, lo limpiaré, clasificaré la ropa, tiraré lo que esté cochambroso, guardaré lo que tenga un pase y lo que sea para tirar irá directamente al contenedor. Tarea que empiezo, tarea que termino. Por supuesto que no empiezo muchas tareas: las escojo con esmero para no convertirme en una loca. 


Estoy suscrita a varias newsletters de recomendaciones variadas, sobre todo de podcasts,  pero también de mierdas que se pueden encontrar por internet y que, se supone, pueden ser interesantes. Últimamente, entre esas recomendaciones, hay muchas de aplicaciones para gestionar los libros que quieres leer, las películas que quieres ver, la lista de la compra, los sitios a los que quieres viajar, los artículos de internet que dejas para más adelante. Yo las llamo aplicaciones para gestionar otra vida, si la tuvieras. 


Esta semana, en una de esas newsletters, encontré un artículo cuyo título me llamó la atención: Treat your to-read pile like a river, not a bucket. Pinché en el enlace y, claro, lo tuve que dejar ahí, abierto, esperando encontrar durante la semana algún rato para leerlo. El viernes, por sorpresa, llegó ese momento. Estaba tratando de cerrar todas las pestañas que no necesitaba y al llegar a ésta volvió a llamarme la atención. El autor, Oliver Buckerman, del que no he investigado nada porque lo mismo es un flipado que ha dicho muchas tonterías, expone aquí una teoría que me ha gustado: Oliver cuenta cómo, en los inicios de internet, creíamos que la superabundancia de información en la red, las infinitas posibilidades de, pinchando de enlace en enlace, no dejar nunca de aprender, dejaría de  abrumarnos cuando la tecnología fuera mejor, cuando esa misma tecnología que nos servía todo en nuestra mesa en un caudal continuo e infinito se moderara de alguna manera y nos permitiera lo que se conoce como «separar el grano de la paja». 


En los comienzos de internet éramos ingenuos y jugábamos con él como si fuera algo inocente y que pudiéramos controlar. Ahora, casi veinte años después (abrí mi cuenta de hotmail en 1996), nos hemos dado cuenta de que internet es un poco el oso rosa maligno de Toy Story y que nuestras posibilidades de controlar el poder o la influencia que tiene en nuestras vidas son casi nulas o, de existir, necesitan de un cambio tan radical en nuestras rutinas que muy pocos estaríamos dispuestos a hacerlo. Además, ya sabemos que la tecnología no sólo no ha frenado ese caudal de información sino que, cada día, lo aumenta cada vez más, abrumándonos de manera constante.  Ahora mismo todos tenemos listas interminables y cada vez más inabarcables de películas y series para ver, podcasts para escuchar, lugares que visitar, restaurantes que conocer (yo esto no), cursos para aprender, artículos para informarnos, libros para releer, trucos para limpiar, recetas para probar, consejos para relajarnos, notas para, en algún momento, escribir nuestra gran obra. Como he dicho antes, esperábamos que la tecnología nos permitiera separar la paja del grano pero ha llegado un punto en que ese no es el problema: las listas que todos hacemos, las notas que nos escribimos, los pantallazos que llenan nuestros teléfonos no son paja, nos interesan de verdad, son cosas a los que nos gustaría prestar atención si tuviéramos el tiempo para ello. Sabemos qué nos interesa y por qué sentimos curiosidad. 

«¿Quién de nosotros no se dice a sí mismo, se pasa la vida diciéndose: “Cuando tenga tiempo cambiaré esto y lo otro?” Nunca tendremos más tiempo. Tenemos todo el tiempo que hay». (Alan Bennett)

Ahora creemos que el problema es el tiempo. 


El tiempo que no tenemos.


Pero no es verdad. El verdadero problema es que es imposible cumplir esas listas. Imposible. En algún momento creímos o nos hicieron creer que, con una buena gestión de nuestro tiempo, lograríamos hacer todo lo que queremos, pero eso tampoco es verdad. No hay que pensar que, si dejaras de hacer lo que no te apetece (lo que constituye eso que llamamos obligaciones: el trabajo, las tareas de la casa, los compromisos sociales), tendrías tiempo. No es así: lo que ocurriría entonces es que ampliarías tus listas hasta hacerlas aún más inabarcables.


¿No hay solución entonces? ¿Estamos condenados a hacer listas que se volverán amarillas con el tiempo (en mi lista de libros pendientes hay algunos que apunté en 2005), que jamás nos acercaremos a cumplir? No, sí la hay. Claro que la hay: hay que asumir esta imposibilidad y aprender a decir no, no solo a las obligaciones y tareas, a lo que no quieres, hay que aprender a decir no a cosas que sí quieres leer, escuchar, ver, visitar o disfrutar. O, como dice el autor del artículo, dejar la teoría de la lista y pasarte a la teoría del río.  


El bueno de Oliver comenta que hay que dejar de hacer listas. Él habla de no tener cubos llenos de cosas por hacer y lanzarse a, sencillamente, disfrutar de lo que nos traiga el río de la vida. Esto es cursilísimo, lo sé, pero tiene bastante sentido. Con los podcasts hice algo así el verano pasado. Mi lista tenía más de doscientos episodios pendientes, me di cuenta de que era imposible y que no tenía sentido, así que la borré, la eliminé de cero y ahora solo me permito tener diez en cola. Si quiero añadir uno más, tengo que eliminar alguno que ya esté. 


Cuando era adolescente y ya me había leído todos los libros que eran, digamos, míos, más todas las novelitas rosas de mi abuela en papel de estraza con heroínas que eran enfermeras, costureras, maestras o doncellas que se enamoraban de hombres más altos, más guapos, más ricos y más cultos que deciden casarse con ellas por su increíble bondad y belleza, me enfrenté al desafío de encontrar nuevas lecturas. Me plantaba delante de la estantería del despacho de mi padre. Había dos opciones: ser metódica y empezar por las estanterías que estaban en las baldas de la derecha nada más entrar en la habitación o ser caótica y simplemente colocarme en el centro de la habitación y esperar a que determinado libro me llamara. No lo sé con certeza ahora mismo, pero creo que nunca tuve como objetivo leerlos todos: mi plan era tener algo siempre para leer. 


Llevo dándole vueltas desde el viernes a esta teoría del río. Repito que puede sonar cursi pero creo que relajarse, ser consciente de que jamás en la vida vamos a tener tiempo de hacer todo eso que llevamos apuntado en el móvil y dejar de intentarlo, nos liberaría de este eterno correr. Creo que voy a dejar de contestar «lo apunto» cada vez que alguien me recomiende algo. A partir de ahora diré: «estupendo, ya veremos si más adelante me acuerdo», sabiendo de sobra que lo que no se apunta se olvida, pero no importa. Quizá haya otras cosas que justo me pillen en el momento adecuado para atenderlas.

A lo mejor hay alguien que piensa que esto es rendirse, que es decantarse por la dejadez, por la desidia, pero yo lo veo como una victoria. Como dice Alan Bennett, que, como Oliver, era inglés y escribió sobre la gestión del tiempo hace 114 años

«No estoy de acuerdo con aquello de que en todo caso es mejor fracasar a lo grande que obtener una victoria pírrica. Soy fan de las victorias pírricas. Un fracaso glorioso no conduce a nada. Una victoria pírrica puede conducir a una victoria no tan pírrica».

Prefiero no tener listas interminables de cosas pendientes que me lleven a fracasar a lo grande porque lo intenté pero no llegué. Prefiero ni intentarlo, sentarme a la orilla del río y coger lo que llegue. 


Borra tus listas. 



El próximo domingo, tenemos la tercera sesión del Club de Podcasts encadenados. Te cuento cómo funciona: aquí están los  deberes de escucha. Este mes vamos a escuchar 10 episodios, 5 en español y 5 en inglés, puedes escuchar los que quieras. También hay una ficha para guiar la escucha y que sea más fácil saber qué apuntar, en qué fijarse, cómo escuchar. Después, el domingo 21 a las 19:30 nos reuniremos por Zoom para comentar y compartir opiniones. Es así de sencillo y, te lo puedo asegurar, muy divertido. 

La próxima sesión es el 21 de abril. Si te suscribes hoy, tienes una semana gratis así que podrás asistir y ver si te merece la pena o no.