lunes, 12 de febrero de 2024

12 de febrero. Cincuenta y un años

 

Hoy cumplo cincuenta y un años. Y lo siento como si el paso que doy hoy fuera a inclinar el balancín de mi existencia hacia abajo. De alguna manera en mi cabeza mi vida aparece ahora como uno de esos columpios en los parques que son una gran viga con asientos a los extremos. Un balancín en el que, al principio, tu padre o tu madre son los que se sientan en un extremo mientras que tú, gorjeando de excitación, con apenas un par de años, disfrutas de ese súbito impulso hacia arriba provocado por su peso y del salto que das al bajar. A ese columpio vuelves después a impulsarte tú solo, a hacer el cafre con tus amigos cuando todavía eres niña y, a veces, cuando te enamoras las primeras veces y te sientes tan ligero y tan seguro de la felicidad que estás sintiendo, vas con tu novio a sentarte en ese balancín y a reír y gorjear hasta que no puedes más y corres a morrearte como si no hubiera un mañana. Y no lo hay, no hay un mañana de sentirte así de ligero… pero todavía no lo sabes.  


En mi cabeza, estos últimos días y mientras pensaba en este día, veía mi vida como un caminar por ese balancín. Primero trepando, casi gateando para ir subiendo hasta que mi vida tuvo bastante peso como para mantener el equilibrio, a veces a duras penas, y avanzar, sin caerme, hasta llegar al centro de ese balancín. En el último año, el cincuenta, he estado plantada en el medio. Casi puedo verme con las piernas un poco separadas, las manos en jarras y la cabeza bien alta sintiendo: «Lo logré. Aquí estoy, en el punto medio. He aprendido lo que tenía que aprender. Está hecho». 


Y, de repente, tengo que dar el paso hacia los cincuenta y uno y la barra empieza a inclinarse hacia el otro lado, hacia abajo. Sé que es una tontería, que no es más que una proyección mental y que no tiene sentido, pero así lo siento. Cincuenta y uno es empezar a descender lentamente. Es una sensación rara porque al mismo tiempo me pasa que ocurre algo curioso, sobre todo en el trabajo. Voy a reuniones, a actos, a entrevistas y tengo que pararme y pensar conscientemente que soy la persona de mayor edad ahí. Todos los demás son más jóvenes y algunos ni siquiera habían nacido cuando yo ya sabía que la ligereza de los primeros enamoramientos se acaba. Hago un esfuerzo entonces por pensar en cómo me verán ellos. ¿Cómo veía yo a la gente de cincuenta años cuando tenía veinticinco, treinta o treinta y seis? No me acuerdo. ¿Es esto algo bueno? ¿No me acuerdo porque me parecían gente cabal, con las ideas claras y la vida más o menos entendida o no me acuerdo por que ni los veía? No lo sé. 


Me preocupan cosas como empezar a repetir las mismas historias una y otra vez, que se me olviden otras, empezar a decir «antes todo era mejor». ¿En qué momento dejé de saber qué música era la que más se escuchaba? ¿Es porque ahora hay demasiada o porque ya no me toca saberlo? Recuerdo perfectamente cuando mi madre cumplió cincuenta, mi padre todavía vivía y tiró la casa por la ventana. Le compró un Rolex de oro ,que era su gran ilusión, y un viaje a París a pesar de que a él no le gustaba viajar. Fuimos a El Escorial a comer y cuando le dimos el reloj mi madre se puso a llorar y no paró en toda la comida mientras nosotros cinco nos poníamos morados. Al llegar a casa, ellos dos salieron al jardín y al tiempo que nosotros cuatro les mirábamos desde la ventana mi padre le dijo que se iban a París. Más llorera sin fin por parte de mi madre que no se lo podía creer. Recuerdo cómo la veía entonces, cómo la sentía. ¿Cómo me ven ahora mis hijas? No puedo preguntárselo; eso no se pregunta porque, ahora mismo, no hay respuesta. La habrá dentro de veinte o treinta años, esté o no esté yo aquí. 


A lo mejor parece que me preocupa cómo me ven los demás, ahí subida en mitad del balancín con la cabeza erguida y los brazos en jarras, pero no es preocupación, es curiosidad. Muchas veces he leído o escuchado a gente mayor decir que cuando envejeces te miras en el espejo y piensas: no puedo ser esta persona, yo me siento igual que cuando tenía 15, 25 o 30. A mí no me pasa eso, más bien al contrario. Me parece increíble compararme con la persona que era antes. El otro día pensé que, pasado mañana, se cumplirán diez años desde que me divorcié. En estos diez años han pasado tantas cosas, buenas y malas, que sé que no soy ni de lejos la que era hace diez años. No soy mejor pero sí estoy mejor. 


Han dejado de preocuparme muchísimas cosas, casi todas de hecho. Me preocupa mi salud y la de mis hijas, me preocupa que se me pase la vida sin tener tiempo para todo lo que quiero hacer, leer, aprender, escribir, para ir a todos los lugares que me apetece visitar. Me preocupa que se me hagan muy largos los catorce años que me quedan para jubilarme y que, al pensarlo ahora, creo que marcarán el momento en que gorjearé feliz al tocar el suelo en el balancín. 


A partir de ese momento jugaré en la arena. 


Estoy mejor. 


Cincuenta y un años.


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miércoles, 7 de febrero de 2024

Lecturas encadenadas. Enero

Iba a empezar diciendo que, contra lo que parece ser una opinión generalizada, a mí enero no me ha parecido eterno y creo que para la mayoría de la gente, si se sienta a pensarlo despacio, tampoco ha sido así. ¿Cómo va a ser largo un mes que empieza el día 8? Pues iba a decir que no me ha parecido eterno, pero pero pero ha tenido que ser largo porque han caído cuatro lecturas encadenadas. 


Al lío. 


«Pienso que deberíamos bailar como si nadie nos mirara. Creo que también se aplica a la lectura».


La primera lectura del año fue Invernando. El poder del descanso y el refugio en tiempos difíciles, de Katherine May. No sé a quién le vi este libro o quién me lo recomendó pero lo encontré en julio en la librería de Cercedilla y lo compré esperando que llegara el invierno para cogerlo. A pesar de que el invierno ha llegado muy flojito, leí Invernando como se debe leer: con algo de frío fuera, sin prisa, en las tardes lentas de sofá, manta y chimenea y quedándome dormida a ratos de pura placidez, no de aburrimiento. 


Katherine May es inglesa y vive en un pueblecito de costa. Está casada, tiene un hijo de seis años y el libro comienza el día que ella cumple 40 y su marido tiene que ser hospitalizado por una mala apendicitis que se complica muchísimo y hace que toda su logística familiar, mental y sentimental se tambalee. Ella decide entonces dejar su trabajo porque no puede más y, a pesar de que no lo menciona en ningún momento, parece estar sufriendo una depresión. El libro se organiza en capítulos dedicados a los meses de invierno (y otoño) desde octubre a marzo y es un recorrido curativo por la necesidad de recogerse, de refugiarse, de quedarse en casa a salvo cuando estás tan frágil que todo te duele. Esto es algo que es mucho más fácil de hacer en invierno y que, para los que nos gusta, es a la vez que sanador muy placentero. 


Invernar como concepto, volverse hacia dentro, descansar, coger fuerzas, disfrutar de estar solo, de la oscuridad, del silencio. No quiero que pienses que es un libro sobre el invierno: es un libro sobre los procesos necesarios de invernación en los que todos vamos a estar en algún momento de nuestra vida. No se trata de luchar contra ellos, hay que pasarlos, atravesarlos y saber que forman parte de la vida. May lo explica muy bien. 


«Todo el mundo invierna en algún momento, los hay que inviernan una y otra vez. La invernación es una temporada en el frío. Un periodo de barbecho en la vida en el que estás desconectada del mundo, te sientes rechazada, incapaz de progresar u obligada a desempeñar el papel de extraña. Puede ser consecuencia de una enfermedad o de una experiencia vital, como la viudedad o la llegada de un hijo, puede deberse a una humillación o a un fracaso. Puede que te encuentres en un periodo de transición y hayas caído temporalmente entre dos mundos. Algunas invernaciones nos invaden más despacio, acompañando el largo final de una relación, las responsabilidades cada vez mayores de cuidar a nuestros padres según envejecen, el goteo de la confianza perdida. Algunas son espantosamente repentinas, como descubrir un día que tus capacidades se consideran obsoletas, que la empresa en la que trabajas está en bancarrota o que tu pareja se ha enamorado de otra persona. Llegue como llegue, la invernación suele ser involuntaria, solitaria y profundamente dolorosa».


Katherine habla de todas estas cosas relacionadas con las sensaciones y los sentimientos y también escribe sobre el invierno en Finlandia, sobre los renos, la cultura sami, los problemas por la falta de luz o de esos grupos de gente loca, a mi modo de ver, que se junta para bañarse en las aguas heladas del mar durante todo el año. Ella misma decide hacerlo y, claro, lo encuentra curativo. Me pregunto si lo hubiera contado en el libro de haberle parecido una chorrada o si no hubiera sido capaz más que de meter un pie antes de volverse a casa. 


«Un día de nieve es un día salvaje, unas vacaciones espontáneas en las que se invierten las tornas [...]. Parece que el invierno está lleno de esas invitaciones pasajeras a salirnos de lo ordinario. Puede que la nieve sea bella, pero también es una estafadora. Nos ofrece todo un mundo nuevo pero, en cuanto nos tiene convencidos, desaparece».


Invernando es un libro bonito, trata sobre la tristeza, la sensación de sentirte de porcelana, a punto de romperte y la necesidad de recogerte. Habla del frío, la nieve, el viento y la falta de luz y cómo puede llegar a ser reconfortante. May asocia el invierno con la depresión, dándole un poso de tristeza que yo no comparto para nada porque a mí lo que me hunde es la primavera pero, en resumen, sí lo recomiendo a pesar de esto y de que al final flojea. 


«Nosotros, que hemos invernado, hemos aprendido unas cuantas cosas. Ahora las contamos como aves. Dejamos que nuestras voces llenen el aire».



Los abandonos, de Russell Banks, fue mi siguiente lectura. A este autor llegué, cómo no, por Juan Tallón: «¿No has leído nada de Russell Banks?» «No, ¿por dónde empiezo?» Y entonces él me mandó un pantallazo con cuatro títulos señalados en amarillo. Esto debió de ser hace seis o siete meses, ya que a Juan, como él a mí, le hago caso siempre pero no muy deprisa, porque si no se crece y se viene arribísima. Y no hay nada peor que un amigo subido a la parra. Cuando conseguí éste, le mandé una foto y me dijo: «Yo no te recomendé ése». Menos mal que tenía la foto guardada. 


Me ha gustado bastante aunque al final naufraga un poco y da unas cuantas vueltas innecesarias a una novela que funciona como un tiro hasta ese momento. Leonard Fife (me encantaría saber en qué momento a Banks le pareció que este nombre funcionaba) es un director de cine canadiense que se está muriendo de un cáncer terminal. Uno de sus antiguos alumnos le ha convencido para una última grabación en la que quiere que hable de su vida, su trabajo como documentalista, sus influencias, … en resumen: de su arte, para hacer una película sobre él. Con ese propósito, un grupo de 4 personas (sonido, producción, dirección y luces) se reúnen en el piso de Leonard en el que también está Emma, su mujer, y la enfermera que lo cuida. Leonard sin embargo decide salirse de lo pactado y lo que hace, frente a la cámara, es repasar su vida sin mentir, quiere que su mujer sepa quién es él de verdad, cómo llegó a Canadá desde Estados Unidos y cómo era su vida. No voy a destripar la trama, pero es impresionante el manejo de los flashbacks y de la voz narrativa que tiene Banks. Cómo consigue llevarte a la vida de Leonard de joven, a sus pensamientos, sus sensaciones, su manera de ver el mundo para, al pasar la página, encontrarte de nuevo con el Leonard anciano y enfermo, en su salón con las cortinas echadas y el gotero de la morfina enganchado. 


Al terminarlo me pregunté si al hacernos viejos, si al sentir que se acerca la muerte, todos sentimos o sentiremos la necesidad de repasar nuestra vida, de recontárnosla para darle sentido a lo que hemos vivido, para cerrar ese círculo. 


«El final de la infancia no existe, le dice a Emma. Solo es la inocencia - la primera infancia - lo que en realidad termina. Entonces es cuando verdaderamente empieza la infancia, que es un territorio, no un límite. Y es enorme, llega hasta la vejez y la muerte».


En la Cuesta de Moyano compré un domingo De ratones y de hombres, de John Steinbeck, en una edición antigua de Edhasa en tapa dura. Tenía la vaga idea de que lo había leído en su día, cuando me dió por Steinbeck por primera vez, pero apenas lo recordaba. Cuando empecé a leerlo me venían flashes a la cabeza, así que con seguridad ya lo había leído pero da igual: Steinbeck siempre merece una relectura. 


Es un libro tristísimo, con una tristeza inexorable que te agarra desde las primeras líneas. Es una sensación de pena abrumadora de la que no puedes escapar. Me recordó a La lluvia amarilla, de Llamazares. Sabes que la desgracia será inevitable, que esos personajes solo quieren una vida mejor, no una vida grande ni lujosa ni diferente. Todos ellos lo único que ansían es una casa y gente que les quiera. Cosas que en su día tuvieron y que la vida les arrebató. Sueñan con lo mínimo y no van a tenerlo. El lector tiene un punto de vista omnisciente y lo sabe y aún a sabiendas de que no ocurrirá, lees esperando que se produzca el milagro, que todo acabe bien, que la desgracia no les alcance. Sobre De ratones y de hombres se dice que es una especie de ensayo de Las uvas de la ira (que es lectura imprescindible) pero creo que también lo es en cierto modo de Cannery Row, aunque en mi novela más favorita del mundo todo tiene un tono más luminoso, brillante, feliz casi. Aquí no, aquí solo hay una sensación de desamparo muy profunda que no hace más que acrecentarse según avanzas. No es la pobreza extrema de Las uvas de la ira (aquí los personajes comen) ni la soledad de La lluvia amarilla: no están solos pero caminan hacia un destino que sabes que no les dejará escapar. Que ese destino sea las malas artes de una mujer que ni siquiera tiene nombre resulta un poco escandaloso en 2024 pero, en realidad, la mujer no es más que un instrumento, sabes que ninguno de los dos protagonistas tendrá un final feliz. Sencillamente no les toca. 


¿Recomiendo De ratones y de hombres? Por supuesto que sí. De Steinbeck lo recomiendo todo menos La perla, que es insoportablemente cursi. 


La última lectura del mes también tiene que ver con el invierno, se titula Ventisca y es de la autora francesa Marie Vingtras. Tampoco recuerdo a quién se lo vi recomendar pero debió de ser a alguien de quién me fío porque lo pedí a los Reyes. Es una novelita bastante correcta ambientada en Alaska durante una terrible ventisca. Aquí el invierno y el frío no son los protagonistas, son más bien un escenario, un decorado para un thriller que se construye con capítulos muy breves protagonizados cada uno de ellos por un personaje: cinco hombres, una mujer y un sexto hombre del que nunca «escuchamos» sus palabras pero que es la razón última por la que todos están en ese día en medio del viento y la nieve. 


Es una pena que el personaje que debería tener más peso y ser más interesante, aquel sobre el que orbitan todos, se quede bastante pobre frente a otros que crecen demasiado, como el de la mujer o el del hombre negro (Freeman se llama, un poquito obvio). 


«Volveré a abrir esa puerta y volverá a ser demasiado tarde. Lo único que sé hacer es llegar siempre después, cuando lo peor ya ha pasado».


Como he dicho es correcta. Es aséptica. Se lee con facilidad, entretiene y tiene un giro final que, aunque previsible, le da cierta gracia. Acabará siendo una peli seguro. 


No ha sido un mal comienzo del año. Ahora mismo estoy leyendo sobre una isla griega pero de eso ya escribiré en febrero, cuando el invierno esté a punto de terminar. 


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domingo, 4 de febrero de 2024

Tinteros y loros

 

El otro día me puse los dedos perdidos de tinta negra al terminar las últimas escurriduras de un tintero que compré antes de la pandemia. No es que escriba poco a mano (llevo dos plumas siempre cargadas de tinta), es que un tintero es algo que dura muchísimo, mucho más de lo que esperas. El caso es que, mientras me resignaba a pasar el resto del día con los dedos como si fuera un periodista de principios del siglo XX con visera y tirantes, pensé en cómo la percepción del tiempo es elástica y variable. Me acordé entonces, mientras enjuagaba el tintero y el lavabo se ponía casi más negro, de que los loros viven 70 años. Este es un dato que mi cabeza almacena porque cuando lo conocí hace un par de años me pareció escandaloso. No por los loros, claro (me parece bien que sean animales longevos), sino por la gente que tiene loros en casa. ¿En qué estás pensando cuando te compras un animal que va a vivir más que tú? ¿Cuánto quieres a un animal para pensar que es buenísima idea que viva 60 años en una jaula encima de tu radiador? En cualquier caso, mientras por fin el lavabo volvía a estar limpio y yo decidía si el tintero debía ir al contenedor de vidrio, a la basura o tenía que aprovecharlo para algo, los 70 años de un loro y los cuatro años que me he tirado escribiendo con tinta negra grafito me parecieron periodos de tiempo similares. ¿En qué? En que realmente no sabes lo largos que se te van a hacer hasta que llegas al final. 


Un tintero dura muchísimo. A mí, que todos los días escribo a mano bastante, me ha llevado cuatro años terminarlo. Y confieso que ya estaba aburrida de ese tono. Llegué al grafito después de otros tantos años escribiendo con verde musgo y el cambio vino, claro, porque me aburrí de ese color. Podría comprarme varios tinteros con diferentes colores pero eso, lejos de solucionar el problema, lo multiplicaría: tendría varios tinteros abiertos y todos ellos, al no tener dedicación exclusiva, durarían no cuatro sino cinco, seis, siete o quizás, horror, una década. «Lo mismo se estropea». No, la tinta no se estropea y lo sé porque hace poco, para una pluma que utilizo solo en casa, abrí un tintero azul turquesa que me regalaron unas amigas cuando cumplí 40 años. Ahora me enfrento a un dilema. Tengo muchísimas ganas de correr a la papelería y pasar un buen rato eligiendo color. Me apetece mucho un azul oscuro que siga siendo azul y no parezca negro sobre el papel pero también tengo ganas de volver al verde o de retomar el rojo o el granate oscuro. Pero ¿queda serio, cuando escribo a mano en reuniones y demás, escribir en rojo sangre como si fuera una muchachita romántica y pasional o fingiera serlo? ¿Sigo con el negro que siempre otorga seriedad y peso a lo que escribes? Tengo ganas de eso pero, por otro lado, me puede la prisa por terminar el tintero azul turquesa. Pienso: si en vez de usarlo solo en casa, cargo también las dos plumas que uso para trabajar, puede que este tintero, en vez de durar cuatro años, dure 2 y entonces, libre del cargo de conciencia de tener tinteros sin terminar, podré elegir con libertad y tranquilidad un nuevo color para mis letras. 


Toda esta reflexión sobre loros y tintas se extendió a lo largo de toda mi jornada. En algunos momentos me parecía que si seguía ese hilo, a todas luces bastante estúpido, quizás llegaría a alguna conclusión brillante que me permitiera escribir algo decente. «Tiempo, tiempo, tiempo… » ¿Qué más me viene a la cabeza sobre esto? La percepción del tiempo, cómo las cosas se nos pasan volando o increíblemente lentas dependiendo de un montón de factores que no siempre tienen que ver con el famoso «si te lo estás pasando bien se pasa antes» y así, siguiendo ese caminito de absurdeces pensé en el día, hace un par de años, en el que un regidor de un concurso de televisión me dijo: «Hagas lo que hagas, no mires cuánto tiempo te queda en el marcador, concéntrate en responder las preguntas». Como la mujer de Lot, no le hice caso y no gané 30.000 €. ¿Por qué no le hice caso? Pues no lo sé, supongo que porque entré al plató convencida de que no iba a ganar y entonces ¿para qué no mirar si me quedaban 10 segundos o 14? ¿Cuánto duran 14 segundos? ¿De verdad se pueden ganar 30.000 € en ese tiempo? Lo que nunca hago, sin embargo, es mirar cuánto tiempo queda de una videoreunión. He descubierto, para mi regocijo, que los europeos con los que llevo trabajando desde junio cuando ponen una reunión de 30 minutos, tras esa media hora se despiden y terminan. Y lo mismo ocurre si duran una hora. Esto me ha pillado completamente por sorpresa porque llevo años teniendo videollamadas con españoles que o bien resultan interminables o bien acaban por el goteo de abandonos de sus participantes, cuando tras hora y media de cháchara absolutamente improductiva empiezan a decir «he de dejaros que tengo otra reunión». Con los europeos, mi táctica para no sentir el tiempo pasar tan despacio que casi me noto crecer el pelo, es no mirar nunca el reloj, mantener mi mirada lejos del reloj de la pantalla y concentrarme en cualquier otra cosa (preferiblemente el contenido de la reunión, pero esto no es siempre posible). Con esta táctica he descubierto que una hora, a veces, se me pasa en treinta y cinco minutos. La absurda sensación de ganar minutos que ya no existen me pone contenta. Las reuniones en persona desatan en mí otras sensaciones: pereza extrema minutos antes de empezar, deseo con todas mis fuerzas que el resto de participantes hayan caído presa de una virus estomacal, que me llame mi portero para explicarme que me he dejado un grifo abierto y estoy inundando al vecino o cualquier otro hecho fortuito que haga que esas horas que me esperan por delante no ocurran. Una vez que la desgracia es inevitable descubro, cada vez, que las reuniones en persona se me pasan más rápido que las videollamadas. Estoy, además, esforzándome por estar de verdad presente en ellas. Trato de no mirar el móvil, si puedo ni siquiera llevo el ordenador y me dedico solo a tomar notas si lo que se comenta es muy interesante o dibujar flores si me la sopla bastante pero quiero enterarme de lo que se cuece. He descubierto, además, que así como soy inmune a que la gente me preste atención si soy yo la que estoy hablando, lo paso mal si el que habla es otro y yo percibo que el resto de la gente está mirando instagram o contestando mails. ¿Por qué me pasa esto? No lo sé, supongo que es algún mal funcionamiento o extrafuncionamiento de mi empatía laboral. Últimamente me estoy concentrando, además, en mirar fijamente a la persona que está hablando y he descubierto que eso desconcierta muchísimo. Creo que estamos tan acostumbrados a que nadie nos preste atención de verdad, con todos los sentidos puestos en nosotros que, cuando alguien lo hace, empiezas a pensar ¿tendré una mancha? ¿Tengo un moco? ¿Se me ha desabrochado la camisa y se me ve el sujetador? ¿Va a regañarme? Prestar atención también hace que el tiempo corra más deprisa y las reuniones en persona vuelen. Eso sí, cuando salgo estoy para acostarme. 


Casi 11 años del tintero azul turquesa. Casi 10 años desde que me divorcié y 18 y medio viviendo en esta casa. Cada uno de esos plazos ha transcurrido de manera diferente a pesar de coincidir en el espacio y en mi tiempo, en mi vida. ¿Serán iguales los 60 años del loro encerrado en la jaula que los 60 del chaval que lo recibe por su comunión y convive con él hasta que se jubila? 


¿Para qué vive un loro 70 años? ¿Un loro vuela? ¿Merece la pena gastarme 25 euros en un tintero de calidad si me va a durar 4 años? ¿25 € de ilusión que sé que en algún momento me aburrirá y desearé que se termine cuanto antes? ¿Tendría más sentido que solo fueran 10 euros? Si empiezo a tomar notas y a dibujar flores en todas mis reuniones quizá los tinteros se acaben antes. ¿Y si dibujo loros?


A quién quiero engañar: ni en 70 años sería yo capaz de dibujar un loro.


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domingo, 28 de enero de 2024

Dieciseis años de Cosas que (me) pasan: las bodas de hiedra




«Después de dos años viviendo en nuestra nueva casa, decidimos por fin ir a ver muebles». Estas fueron las primeras palabras que escribí en internet, en mi blog, Cosas que (me pasan, hace hoy dieciséis años. En aquel texto contaba mi experiencia de joven madre con piso a medio amueblar que se enfrentaba a la aterradora experiencia de visitar tiendas de muebles para que nuestra casa dejara de parecer un piso de estudiantes y diera el salto a vivienda de una «joven pareja con hijas». Entonces no lo sabía, pero estaba rozando la «edad del desconsuelo» que llegaría poco después. «Tengo treinta y cinco años y creo que he alcanzado la edad del desconsuelo. Otros llegan antes. Casi nadie llega mucho después. No creo que sea por los años en sí, ni por la desintegración del cuerpo. La mayoría de nuestros cuerpos están mejor cuidados y más atractivos que nunca. Es por lo que sabemos, ahora que —a nuestro pesar— hemos dejado de pensar en ello. No es solo que sepamos que el amor se acaba, que nos roban a los hijos, que nuestros padres mueren sintiendo que sus vidas no han valido la pena. No es solo eso, a estas alturas tenemos muchos amigos o conocidos que han muerto, todos, en cualquier caso tendremos que enfrentarnos a ello, antes o después».  (La edad del desconsuelo, Jane Smiley)

Poco después compramos un mueble que todavía tenemos y que, a pesar de ser color madera (ese anatema para las cuentas de decoración de Instagram), nunca he tenido la más mínima intención de pintar. Sigo viviendo en la misma casa, pero claro: ya no formo parte de una joven pareja, ni siquiera de una pareja. Han pasado muchísimas cosas en estos dieciséis años. En mi vida y en internet. Cuando empecé a escribir no había redes sociales y casi nadie escribía blogs. Ligar por internet se consideraba algo casi de degenerados y no había servicios de streaming. Cuando empecé a escribir tenía 33 años, mis hijas llevaban pañales y trabajaba en un despacho con cristaleras de techo a suelo con vistas a un polígono industrial de Toledo. Cuando empecé a escribir creía que, si planeaba mi vida, mi futuro sería como yo pensaba que tenía que ser. «Como pensaba que tenía que ser» y no como quería porque, en realidad, no sabía lo que quería; pero eso, como lo que me esperaba dieciséis años después, tampoco lo sabía.  

Hace un rato, mientras buscaba inspiración para escribir este texto, he aprendido que las bodas de hiedra son las que se celebran en el decimosexto aniversario en un matrimonio. Me ha gustado porque la hiedra es una planta que siempre he apreciado: es verde, cubre, no hace alarde, no es espectacular, no dice «mira cómo molo» y cuando te acostumbras a ella dejas de verla. Eso sí: si alguien poda la hiedra que cubre tu casa, tu tapia, la iglesia de tu barrio la echarás de menos inmediatamente. La hiedra, por lo visto, simboliza la fidelidad por ese empeño en agarrarse a las superficies sobre las que crece, pegándose a ellas. He estado dándole vueltas a si yo soy la superficie o la hiedra y me he decidido por ser la hiedra. A lo mejor esto me queda un poco cursi pero, a estas alturas, me da igual. 


Hace dieciséis años me aburría en el trabajo. Empecé a escribir sin tener ni idea de lo que estaba haciendo. (Sé que he dicho que no me importaba ser cursi pero no voy a escribir «planté la semilla de la escritura» porque mi tolerancia a la vergüenza ajena es bajísima). No sé qué buscaba aquel día, creo recordar que solo probar a ver si sabía hacerlo. No se lo dije a nadie, no estaba segura de si aquello iba a continuar o también me aburriría. No me aburrió: mis ganas de escribir crecieron y crecieron, me daba igual hacerlo bien, mal o regular, escribía de cualquier tema sin preocuparme de que alguien me leyera o que no me leyera nadie. Continué y escribir se convirtió en una rutina que poco a poco cubrió los zócalos para después ir subiendo por las paredes de mi vida, de mis pensamientos, de mi familia, mis amigos, lo que (me) pasa, hasta cubrirlo todo. Nunca me costó escribir, tampoco he pensado nunca en dejarlo, pero ahora sé que si lo dejara lo echaría muchísimo de menos, sería rarísimo, me faltaría una parte importantísima de mi día a día. Probablemente mi cabeza, liberada de esa tarea, se dedicaría a elucubrar maldades y terrores que me harían peligrosísima. 


Escribir me hace feliz. Ahora más que antes y, por eso, y porque creo que es el momento para hacerlo (¡Redoble de tambores!) mis bodas de hiedra con la escritura las voy (vamos) a celebrar anunciando que a partir de hoy estará disponible la opción de suscripción de pago a Cosas que (me) pasan


¡Sorpresa! 


¿Cómo va a funcionar? No empieces a hiperventilar. No voy a dejar de publicar en abierto y si decides, por la razón que sea, que no te apetece pagar seguirás recibiendo tres domingos al mes la newsletter además de, por supuesto, las «lecturas encadenadas» y los «podcasts encadenados». 


Si decides que sí, que te apetece suscribirte porque, oye, ya pagas Disney+ y HBO y no lo usas nunca ni te dan tantas satisfacciones como leer lo que escribo cada domingo, tienes dos opciones: 

Por 5 € al mes o 50 € al año: 

  • En primer lugar, mi agradecimiento infinito. Yo creo que eso ya es muchísimo. 

  • El contenido en abierto:

    • Tres newsletters al mes en domingo.

    • Las «lecturas encadenadas».

    • De vez en cuando, pero no de manera regular: «podcasts encadenados». 

  • Además: 

    • Una cuarta newsletter en domingo que tendrá como tema principal (aunque ya veré si lo voy cambiando) decirte qué cosas (me) molan mucho pero, sobre todo, las cosas que (no) molan nada.  El mundo está lleno de listas con los mejores algo, con lo que no te puedes perder. Yo ofrezco lo contrario: listas de las cosas que no tienes que leer, que no tienes que ver, ni escuchar, las modas que no debes seguir y los consejos que no debes dar. Un salvavidas y un salvatiempos. 

    • Los «despellejes». Cualquier despelleje será de pago. Seremos pocos y selectos.

  • Club de escucha de «podcasts encadenados». A principios de mes enviaré un mail con un par de sugerencias de escucha de podcasts, para ayudarte a ordenar la escucha, para saber qué merece la pena. A lo largo de estos años he recomendado muchísimo y la parte buena es que los podcasts no caducan. Así que te mandaré un mail diciéndote: «este mes te propongo escuchar esto y esto». Siempre meteré algo en español y algo en inglés. Una vez serán series completas y otras episodios sueltos. Daré también algunas pistas para escuchar. 

  • Participar en la sesión del club de escucha «Podcasts encadenados»: el último domingo de cada mes tendremos una conversación por Zoom hablando de podcasts, de los que haya enviado en el mail con sugerencias de escucha. Comentaremos juntos en esa charleta informal en la que podremos declarar nuestro amor a un podcast o despellejarlo sin compasión. A lo mejor, en algún momento, lo hacemos presencial en Madrid. 


Si te sientes rumboso, por 7 € al mes o 70 € al año, serás miembro fundador de Cosas que (me) pasan y tendrás, además de todo lo anterior:

  • Si me das tu dirección te enviaré mi agradecimiento infinito en una carta manuscrita. No es que vaya a valer dinero ni nada de eso, pero ¿cuánto hace que no recibes una carta manuscrita de una desconocida? ¿Sabes dónde tienes la llave del buzón? ¿Tienes buzón? 

  • Cualquier contenido extra que se me vaya ocurriendo: diarios de viajes, explosiones de odio, de amor, despellejes de libros, recetas (jajaja). 

Sé que esto es un gran cambio. Lo hago ahora porque me apetece hacerlo, porque la edad del desconsuelo quedó atrás y porque en estos años nuestra relación con internet ha cambiado. Creo que es buena idea pero es una prueba, igual que cuando aquella tarde de un 28 de enero de 2008 abrí una página de blogger y tecleé: «Después de dos años viviendo en nuestra nueva casa, decidimos por fin ir a ver muebles».

No tenía ni idea de lo que pasaría después. Ahora tampoco, pero quiero intentarlo, seguir escribiendo y que tú, si te apetece, me apoyes. 

Gracias si eres de los que llevas aquí desde el principio. ¡Qué jóvenes éramos y qué bien estamos ahora! Gracias si llegaste hace poco. Gracias si me has escrito en todos estos años un comentario, un mail, un mensaje en redes. Gracias si te has cruzado conmigo por la calle, en el metro, en Correos, a la salida de un baño o a la entrada de un teatro, en un aeropuerto o en un pasillo y me has saludado diciendo «perdona, esto me da mucha vergüenza pero...». Gracias si te has convertido en amigo. Gracias por las risas. Gracias por leerme. 

Felices bodas de hiedra. 

A partir de ahora, en el blog solo estará disponible el contenido gratuito.