lunes, 26 de septiembre de 2022

Yo soy de febrero

 Cuando eres pequeño, muy pequeño, no sabes que existen los privilegios. Lo que te rodea, como se hacen las cosas en tu casa, lo que se come, lo que se dice, como se come, como se habla, como se abraza, te parece lo normal, así debe de ser en todas partes. Un poco más adelante, empiezas a darte cuenta de que esto no es así y, en ese momento, además, percibes no los privilegios que tienes si no los que no tienes. Cuando uno se compara y es algo que aunque esté feísimo (eso nos decía siempre mi madre) uno siempre mira hacia arriba. ¿Por qué mi compañero puede llevar esas zapatillasy yo no? ¿Por qué puede ir a Eurodisney y yo no? ¿Por qué tiene un cuarto para ella sola y yo no? y esto se mantiene toda la vida. ¿Por qué mi compañera de curro gana más que yo? ¿Por qué no engorda si come como una lima? ¿Por qué siempre acierta con la ropa que lleva? Y así con mil mierdas más. Vuelvo a la infancia adolescencia. Uno percibe primero lo que no tiene y le cuesta mucho darse cuenta de lo que sí tiene, de los privilegios, llamemoslo mejor ventajas, que sí posee y que toda su vida ha dado por supuesto. Desde mi experiencia personal creo que los jóvenes de ahora y me baso en la minúscula muestra de mis hijas y su círculo de amistades son más conscientes de lo que yo o mis amigos lo éramos a su edad. Se habla de que las redes te hacen ver una realidad que no existe y a la que quieres aspirar pero también te muestran la realidad que, probablemente, hace treinta años podías ignorar alegremente porque ¿quién te la enseñaba? ¿cómo ibas a conocerla? No quiero comparar generaciones ni mucho menos, eso es una majadería inmensa que no lleva a ninguna parte pero, como decía antes, sí creo que muchos jóvenes ahora son más conscientes de sus ventajas de lo que yo lo era a su edad. 

Las ventajas que puedas tener dependiendo de dónde o cómo hayas nacido son infinitas. Están las obvias: el dinero y la familia a la que perteneces. Estas son evidentes y si no eres Tamara Falcó, o alguien de su círculo, a poco que tengas riego cerebral eres consciente enseguida de que gozas de esos comodines. Hay otras menos obvias y que se aprenden con el tiempo y la cultura: el lugar en el que hayas nacido (hablo de España...que es mejor haber nacido en Europa que en la India es algo que también aprendes pronto), dónde estaban tus abuelos cuando estalló la guerra, si tus padres fueron o no a la universidad, tu raza y la de tu familia, si tu madre trabajó en algún momento de su vida, los profesores que te tocaron en el colegio, si te has criado en una ciudad o en un pueblo, si tienes mucha familia o poca. Cada circunstancia de tu vida puede proporcionarte una ventaja o una desventaja. Nada es absoluto, con una mano de comodines tu vida puede ser una absoluto desastre y, por lo mismo, con una mano desastrosa puede que seas inmensamente feliz... pero las ventajas dan eso, ventaja. Si te toca ser tortuga y no liebre, puede que ganes alguna vez pero la liebre tiene todas las de ganar si no dilapida esa ventaja. Y, en cualquier caso, ganar siempre le costará menos. 

¿A donde voy con todo esto? Pues a un podcast, claro. La semana pasada en este episodio de Revisionist History realizaban un experimento con estudiantes universitarios a los que tras una serie de preguntas les asignaban un número. Luego, les preguntaban si sabían de dónde salía ese número. Les costaba bastante descubrirlo pero al final, y estoy resumiendo mucho, la cifra asignada a cada uno respondía al nivel de ventaja que, en los resultados académicos de toda su vida, les había proporcionado el mes del año en el que hubieran nacido. No descubro la pólvora para todos aquellos que tienen hijos nacidos a finales de año. En los primeros años de la infancia, yo diría que hasta las doce o trece, la diferencia entre un niño de enero y uno de diciembre es abismal en todo,  en lo físico y en lo psicológico. Por supuesto esto no quiere decir que la diferencia sea insalvable ni que nacer el 17 de diciembre o el 2 de noviembre te condene a una vida de descalabro intelectual, deportivo o emocional y nacer el 9 de enero te convierta en Einstein (que nació en marzo). (- Inciso anécdota.- en mi primera reunión de colegio hace la friolera de dieciseis años, una madre levantó la mano para decir que como su hijo había sido prematuro necesitaba que alguien le abriera el Actimel. Probablemente ese niño aunque naciera en enero esté ahora convertido en un haragán porque otra cosa que te otorga ventaja en la vida es no contar con unos padres hiperprotectores que te conviertan en una vaso de cristal siempre protegido de todo.- Fin del inciso). 

En el podcast, Malcom Gladwell explicaba que conocer esta ventaja académica tenía una solución bastante sencilla. Considerar los cursos no por años naturales sino de septiembre a septiembre, realizar los exámenes de aptitud a los ocho años (insisto hablaban del sistema americano) no a todos los niños a la vez sino a los de enero en enero, a los de febrero en febrero, etc. Hablaba también de, por ejemplo, aplicar a los resultados tanto académicos como deportivos (en el caso del reclutamiento de chaveles para equipos deportivos) un algoritmo que tenga en cuenta la madurez emocional y física de cada uno. Cuando proponeesta solución a los estudiantes de Princetown, se queda sorprendidísimo (para mi sorpresa) cuando a ellos les parece una idea nefasta. ¿Por qué va un algoritmo a corregir ahora sus resultados académicos? Dan excusas peregrinas como que uno no se puede fiar de los algoritmos o que ellos se han esforzado muchísimo para estar donde están y no les parece buena solución ajustar esos resultados en función de nada. Se merecen estar donde están. Malcom se queda patidifuso. Yo no. Conocer tus ventajas, tus privilegios, muchos o pocos, es un paso importante que muchísima gente no da jamás en su vida, viven aferrados a «yo me lo merezco» (normalmente por algo conocido como «por la gracia de Dios» o cualquier otro oráculo que les convenga) o al «yo he trabajado muchísimo» que implica siempre, aunque no se verbalice, que los demás no se lo han currado tanto. Dar el paso de reconocer que tienes ventajas que te han caído de alguna manera y sin que hayas hecho nada para merecerlas, es importante. Ser consciente de que has tenido suerte y de que por eso no puedes compararte con nadie ni juzgar el esfuerzo de los demás es vital. Ahora bien, apostar por un sistema que invalide tus ventajas o que reparta el beneficio que de ellas has sacado cuesta la vida. Por esto mismo hay gente que no quiere pagar impuestos... 

¿A dónde quiero llegar con esto? No lo sé. Solo quería escribirlo para aclararme. 

Yo soy de febrero. 

domingo, 18 de septiembre de 2022

Ese día de septiembre

 

Ya es ese domingo de septiembre en el que, por fin, se acaba el verano y empieza lo mejor del año. Septiembre, octubre, noviembre, diciembre, enero, febrero y marzo. El resto, para mí, es un trámite de sol permanente y calor innecesario que atravieso como buenamente puedo, saltando de piedra en piedra como en Humor Amarillo o aferrándome de liana en liana para llegar hasta septiembre. Hoy no tengo inspiración para escribir pero tengo tiempo. Y hoy he leído esto de Jennifer Egan: Try to make writing habitual. I think that if we’ve learned one thing in the last two years, it’s that we are very trainable creatures. If you’re out of the habit of writing, it feels really hard to do. And if you’re in the habit of writing it feels weird not to do it. 

Para nadie, y para mi la primera, es una sorpresa que cada vez escribo menos. ¿Por qué? Porque no se me ocurre nada sería una buena justificación. Porque no tengo tiempo sería otra bastante buena. Porque me parece que ya lo he dicho todo también cabría como razón para mi sequia escritora. Pero como dice Egan, nada de eso importa. Si hubiera esperado a tener mucho sobre lo que escribir y horas a mi disposición nunca habría empezado este blog. Puede que ahora sea más autoexigente con lo que escribo. Cuando empecé era joven, sabía que no me leería nadie y ¡que más daba lo que yo dijera! Ni siquiera me importaba si estaba bien o mal escrito porque estaba segura de que estaba mal. ¿Cómo iba a estar bien si jamás había escrito nada?

Hoy también he visto esta viñeta sobre la inseguridad personal, sobre como jamás va a marcharse o dejar de estar a tu lado así que lo mejor que puedes hacer es convivir con ella. La viñeta me ha hecho pensar pero creo que sería más acertado representar la inseguridad personal como una multitud de personajes y no solo uno. Una habitación llena de inseguridades, caracterizados como la familia de los Barba papá (otro cambio con respecto al inicio de este blog es que entonces era joven, ahora sé que mis referencias culturales serían indescifrables para la gente joven que cayera por aquí. Es un problema poco importante porque no caen), de los que te vas haciendo amigo a lo largo de tu vida. La inseguridad física sería de color rosa y con collar de perlas, la inseguridad en tus relaciones sería verde, la inseguridad a la hora de dar tu opinión sería azul y así sucesivamente. La inseguridad existencial que te acosa por las noches esa sí sería negra. De todas ellas, tras un primer encontronazo incómodo, como los son todos en las fiestas, te irías haciendo amiga poco a poco hasta tenerlas dominadas y poder vivir con ellas manteniéndolas a raya. Con algunas, como la inseguridad en tu aspecto físico, acabarías rompiendo la amistad y olvidándola. 

A lo que iba, ¿escribo menos por inseguridad? No. Volviendo a Egan, escribo menos porque no me pongo y no me pongo porque no encuentro el momento y no encuentro el momento porque creo que necesito mucho tiempo o una idea clara antes de sentarme. Nada de eso es cierto. Esto se llama Cosas que (me) pasan y no va de nada más que de las cosas que me pasan o se me ocurren o quiero dejar por escrito. Hoy pensaba, como decía al principio, en que ya es ese día de septiembre en el que pienso que este será el último año en el que a final de mes me iré a Madrid. ¿Es la primera vez que lo escribo? No, porque ya tengo una edad en la que casi todo lo que me pasa o he pensado ya me ha pasado antes. ¿Hasta que edad la mayoría de lo que te ocurre en la vida es nuevo? Esa sería una buena manera de ver la vida, cuando todo empieza a repetirse y solo hay breves destellos de novedad quizá es momento de considerarse mayor. Esta sensación que tengo hoy, domingo de fiestas, es exactamente igual a la que llevo teniendo toda la vida. ¿Puedo escribir sobre ella? Claro pero repaso el blog y mi yo de 2020 lo clavó:

«Ahora ya es septiembre y Los Molinos se va apagando de nuevo. Se escuchan obras de fondo pero la efervescencia sonora del verano va desapareciendo cada día un poquito más, como si alguien fuera apagando poco a poco los interruptores de una casa justo antes de salir: ya no hay casi tráfico, no hay cortacésped, no hay barbacoas ni música. Ahora lo que se oye es el sonido de septiembre que  no se parece a ningún otro. Ha vuelto (o quizás siempre estuvieron aquí pero solo ahora, cuando lo demás desaparece, se pueden escuchar con claridad) como cada año, el canto de unos pájaros determinados que no sé cuales son pero que me lleva a mis ocho, nueve años, a cuando vivíamos todavía en la casa de mis abuelos y al escucharlos me ponía triste porque sabía que pronto tendríamos que volver a Madrid». 

Hace dos años escribía también   

«Los pájaros en septiembre, el ruido de la puerta de la oficina de correos que huele a expectativa, el viento en las ramas del pino del jardín, la moto del cartero, el sonido de los pasos en las calles de tierra, las campanas de la iglesia, el tren de menos viente y el de las y veinte. Eso es lo que tiene Los Molinos y por eso quiero vivir aquí. No se explicarlo mejor.»

Todavía no vivo aquí todo el año pero ya me queda muy poco para conseguirlo. Por ahora me quedo hasta fin de mes. Egan tiene razón. Solo tenía que ponerme a escribir y dejarme llevar mientras la inseguridad sobre si lo que escribo o no escribo importa a alguien se pasea por el jardín. 


miércoles, 14 de septiembre de 2022

Quedar a comer como las Gilmore

Hoy he quedado a comer con mis hijas. Nada especial, no celebrábamos nada, ni hacia mucho que no nos veíamos ni teníamos nada en particular de lo que hablar, solo nos apetecía comer juntas y, los miércoles, es el día en el que nuestros horarios coinciden en esa hora libre a mediodía. 

Quedar a comer con mis hijas. Hay muchas cosas que nunca pensé que diría con respecto a ellas y esta es otra de ellas. Cuando nosotros éramos pequeños o adolescentes, como son ellas ahora, ir a un restaurante era algo exótico, especial, reservado para grandes ocasiones y, desde luego, no quedabas con tus padres a comer.  Lo de quedar solo pasaba en las películas y en Estados Unidos y, casi siempre, en esas comidas se revelaban grandes secretos "mamá, me voy a casar en Las Vegas" o "hijos míos, voy a casarme con mi instructor de aerobic" o "vuestro verdadero padre fue un conde francés". En España, con tus padres, comías en casa con ellos o, como mucho, ibas con ellos a un restaurante o te llevaban.  Yo recuerdo como ocasiones especialísimas las dos o tres veces que mis padres nos llevaron a un italiano que había al lado del Ministerio de Defensa, en Madrid, y en el que aprendí que los canelones Rossini me gustaban menos que los que hacía mi madre. Recuerdo también, con una intensidad especial, un día que después de acompañar a mi padre a comprar un regalo de una lista de bodas en El Corte Inglés de Princesa, me invitó a comer al restaurante de la última planta un arroz maravilloso que regamos con un vino blanco que siempre que vuelvo a tomar me recuerda a él. Aquella vez yo debía tener la edad que tiene María hoy. 

Ahora se puede comer "fuera" en cualquier sitio y casi con cualquier presupuesto. Con mis hijas he ido muchas veces a comer por ahí porque ahora se sale más, es más fácil, hay más restaurantes y el salir a comer ha perdido ese aura de lujo y distinción. ¿Qué era distinto hoy? Que hoy habíamos quedado. Quedar, ir o llevar son tres maneras distintas de ir a un restaurante y no son lo mismo.Ni hemos salido de casa juntas ni yo las he llevado en coche al restaurante, cada una venía de su "vida", de su rutina y nos hemos organizado para vernosporque nos apetecía juntarnos, tener ese tiempo para charlar tranquilamente. ¿Casi como una reunión de amigas? No, siempre pago yo.

Hace un mes o así les descubrí el formato "menú del día" y les parecío maravilloso: «Claro, es que así cunde muchísimo. Por 12,50 comes tres platos» me dijo Clara. Justo debajo de mi oficina hay un sitio que nos gusta, con un camarero calvete majísimo y muy divertido y una comida más que decente, rica y variada. María ha comido ensalada de canónigos y mozzarella y entraña y Clara y yo spaghettis arrabiata y burrito. Al sentarnos se atropellaban a contarme su día, qué ha pasado en el colegio de Clara y como lleva María la Universidad. Como ya está en segundo se siente veterana y mira a los de primero con esa condescendecia que te da saber que esa etapa de no saber la que te espera la tienes superada. Creo que todos la pasamos en su día, apenas un año después de ser novato, te sentías tan experimentado, tan preparado que casi te daba vergüenza acordarte de ti mismo un año antes. En un momento dado María le ha dicho a Clara «eso te pasa por dormir con la puerta abierta» y yo les he interrumpido para decirles «¿no os acordais que cuando estuvimos en el faro de Cape Dissappointment hablasteis de esto, de tener las puertas abiertas o cerradas?» 

No se acordaban en absoluto. «¿Véis porqué escribo un diario? ¿Por qué escribo un blog?»

Al terminar de comer hemos quedado para el viernes y hemos hecho planes para la semana que viene y para el mes de octubre: que series vamos a ver, que días irá Clara a coro, cuantos dias a la semana coincidiremos para cenar, como retomaremos el cineclub de princesas, etc. Nos hemos sentido un poco Chicas Gilmore. He vuelto a trabajar pensando en la suerte que tengo de tenerlas, en lo estupendo que es que ya sean mayores, que me caigan tan bien y que podamos "quedar a comer". Y he pensado que había sido una comida tan normal y, al mismo tiempo, tan perfecta que tenía que escribir sobre ella para no olvidar nunca esta sensación: cada día con ellas es el mejor día. 



viernes, 9 de septiembre de 2022

Un podcast, un recuerdo y un buzón

 

Bajo todos los días a Madrid en coche con mi amiga Mónica. Tras años de evangelización podcastera voy consiguiendo, poco a poco, que mis amigos y mi familia entren en el mundo podcasts y se enganchen a algunos de mi favoritos. Esta semana le he puesto a Mónica un clásico: 99% invisible. 

—Ya verás como te gusta. Es super chulo y además el host tiene una voz maravillosa. 

El episodio del otro día se llamaba First Errand y partia de una serie japonesa de televisión que fue un grandísimo éxito en 2013. En ella aparecen niños muy pequeños, de dos o tres años, haciendo recados por las calles de Japón. ¿Dos o tres años? Sí. En el podcast explican como era posible que esto sucediera y todo lo que implica. El desarrollo es interesantísimo porque abarca el urbanismo, la manera de vivir en comunidad, el concepto de ciudad, de barrio, la relación con el transporte público y, en última instancia, la manera en la que educamos a los niños. Por supuesto de ahí yo me puse a pensar en mi primer recado. No sé cuantos años tenía, quiza cinco, seis, siete. Seguro que no tenía más. Hasta ese momento había ido, algunas veces, a Juanita a comprar huevos o pan o un litro de leche, poca cosa, algo que no pesara mucho. Juanita era un ultramarinos muy muy pequeño que estaba a escasos 80 metros de la casa de mis abuelos. Juanito y Juanita vendían huevos, pollos, algún conejo, creo que pan y alguna cosa más. Eran un matrimonio que a mi me parecía tan viejo como las montañas pero que pensándolo ahora probablemente no tenía, por aquel entonces, más de cuarenta o cuarenta y cinco años. A veces, detrás del mostrador, estaba alguna de sus hijas. Las recuerdo rubicundas y con ojos azules. Todavía ahora, más de cuarenta años después, cuando me las encuentro paseando por Los Molinos, aún a distancia recuerdo el olor de su tiendita. A lo que iba, a Juanito me mandaban a veces a por alguna cosa. Creo recordar que las primeras veces, con cinco o seis, alguno de los mayores de mi familia se quedaba en el portón de la casa vigilando como hacia ese recado. Es un trayecto tan corto que creo que el único peligro real que podía haber era que me tropezara con una piedra y me cayera, quizás me vigilaban por eso, nunca fui muy agil.  

Un buen día, sin embargo, nos encargaron a mi hermano y a mi un recado de más categoría. Mi abuelo José Luis se había quedado sin tabaco y necesitaba urgentemente que alguien fuera a comprarlo. En Juanito no vendían tabaco, claro, había que ir un poco más lejos, a un bar que estaba a unos cuatro minutos andando. En medio de la colonia de casas de veraneantes había un bar y el Ultramarinos Chamberí, un pequeño establecimiento donde podías comprar de todo.  Estaba regentado por un señor, del que soy incapaz de recordar el nombre, que llevaba siempre una chaquetilla blanca de dependiente de ultramarinos. Cuando ya éramos más mayores, con diez o doce, me averguenza decirlo pero, a veces, nos organizábamos para mangar un chupachup, unos cuantos chicles cheiw de fresa ácida o cualquier otra chuchería. Herminio creo que se llamaba el hombre. En Ultramarinos Chamberí no vendían tabaco tampoco pero en el bar Talgo que estaba al lado, sí. Allí era donde nos mandó mi abuelo con un billete azul de quinientas pesetas a comprarle una cajetilla, o dos, de Rex, la marca que fumaba. Borja y yo teníamos un plan, con una misión a cumplir, con los medios para hacerlo y muchísimas ganas. Ir solos al Talgo era algo de mayores, una responsabilidad, significaba crecer, ser independientes asi que estabamos bastante emocionados. 

Salimos de casa y tuvimos muchísimo cuidado al cruzar la carretera. Es posible, aunque no lo recuerdo, que algún mayor nos ayudara antes de dejarnos ir a la aventura. Puede que no. El tráfico que podía haber en 1980 en esa carretera debía de ser mínimo pero, aún así, para los adultos era algo peligrosísimo. No sé los años que las últimas palabras que escuchaba de mi madre al salir de casa eran: ¡cuidado con los coches! Cruzada la cañada cogimos el camino de tierra y nos dirigimos al Talgo. Por supuesto no sé de qué íbamos hablando ni qué sentíamos. Se seguro que nos paramos en una casa, a escasos veinte metros de nuestro destino, a admirar el buzón que tenían en la puerta. Era un buzón que nos encantaba, cada vez que paseábamos por allí con mi madre, nos parábamos y le pedíamos tener uno igual en casa. El buzón era una casita, casi de muñecas, con tejado verde y paredes blancas en el que se echaban las cartas por una ranura en el tejado y se recogían abriendo la puerta de la casita con una llave. Nos parecía lo más maravilloso del mundo y hubiéramos vendido nuestra alma al diablo con tal de tener acceso al interior de esa casita. Nos parecía que cualquier carta que sacaras de ese buzón sería mágica, traería buenas noticias. Es más, si tenías ese buzón en tu casa automáticamente te convertías en una persona feliz con una vida a envidiar. Tras suspirar un poco por no tener ese buzón llegamos al bar. El Talgo era un bar de esos de toda la vida (estuvo abierto hasta el año 1999 por lo menos) con una barra metálica a mano izquierda según entrabas y mesas a la derecha. En las mesas siempre había un grupo de señores jugando al dominó o a las cartas. Señores que fumaban, bebían y daban golpes imponentes con las fichas. Señores que daban miedo porque siempre parecían muy enfadados y a lo mejor era contigo. Nos acercamos a la barra y pedimos el tabaco: «Perdone, queríamos una cajetilla de Rex». ¡Esas palabras te convertían automáticamente en alguien adulto! Entrar en un bar, pedir tabaco y encima tener dinero para pagarlo. 

O no. 

Cuando el señor nos lo dió..no recuerdo nada de esto, tuvimos un momento de confusión seguido de otro de terror porque descubrimos que no teníamos el dinero. Yo no lo tenía, Borja tampoco, en nuestros bolsillos no estaba. El billete azul de quinientas pesetas había desaparecido. El señor retiró la cajetilla del mostrador y siguió a sus cosas. Nosotros salimos del bar cabizbajos. Nos hubieramos sentido David Copperfield si hubiéramos sabido quien era. Nuestra vida habia acabado, nos íbamos a convertir en niños huérfanos, proscritos. Habíamos perdido quinienta pesetas así que seríamos expulsados de la familia.¿Quién se iba a volver a fiar de nosotros? Volvimos a casa pensando en qué mentira contar o si era mejor llorar muchísimo. No recuerdo que decidímos, ni lo que dijimos ni como fue tomada la noticia. Creo que mi abuelo dijo ¿Y mi tabaco? Lo siguiente que recuerdo es volver sobre nuestros pasos rezando a algún santo (que seguro no era San Cucufato) mirando al suelo, entre los arbustos, entre las hierbas agostadas de verano. Lo hacíamos con poca fe porque, para nosotros, era evidente que el billete azul había desaparecido para siempre. ¿Cómo íbamos a encontrarlo? Volveríamos a casa con las manos vacías y quien sabe que ocurriría después, nunca podríamos ser mayores, no sabíamos. Derepente, no se quien de los dos, lo encontró. Dobladito, entre unas hierbas a un lado del camino, casi parecía estar esperándonos. ¡Está aquí, está aquí! Corrimos a casa con él en la mano ¡lo hemos encontrado, lo hemos encontrado! 

Supongo que volvimos, acompañados de un adulto, a por la cajetilla de Rex pero eso ya no lo recuerdo. El billete lo recuerdo siempre, cada vez que pierdo algo. Si encontré aquel billete, puedo encontrar cualquier cosa.  

¿Veis a lo que lleva a escuchar podcasts? Estoy segura de que la culpa fue del buzón pero sigo suspirando por él.