¿Empiezo con el cambio de armario?
martes, 22 de febrero de 2022
jueves, 17 de febrero de 2022
Le sigo en redes
Empieza el acto. Son todos iguales. El que escribe y el que presenta que siempre sale con su ejemplar leído, con las esquinas dobladas o con mil quinientos posit de colores, y un montón de páginas escritas. Es una pose que solo puede decir dos cosas: preparo oposiciones o me he leído el libro y me lo sé mejor que nadie. En las presentaciones en este sitio siempre me fijo en los pies de los protagonistas del acto, en sus zapatos. El autor lleva calcetines amarillo pollo. ¿Se los habrá puesto por coquetería esperando que alguien se percate o se los habrá puesto por desesperación, porque eran los únicos limpios en el armario, y espera que nadie los vea? Me distraigo intentando saber si lleva los dos calcetines del mismo color o su cajón de calcetines es como él y lleva uno amarillo y otro morado. En primera fila hay unos zapatos fucsia. ¿Me atrevería yo con esos zapatos?
«Tener la culpa es una cosa feísima» ¿De cuántas cosas tengo ya la culpa? Peor que ser culpable, es echarle la culpa a otro. Me distraigo pensando muy de refilón, porque no quiero entrar ahí, en la cantidad de cosas de las que soy culpable y en que más feo que tener la culpa es echársela a otro y en la cantidad de gente que es un profesional de batear culpas hacia los demás. Cuando vuelvo al acto, el señor que está a mi derecha está roncando. Pero, pero, pero...¿en primera fila? ¿apoyado en el hombro de su amigo? Casi me indigno pero se me pasa porque me solidarizo con él, estoy agotada y me duele el hombro. ¿Y si me apoyo en él y hacemos un trenecito de gente durmiendo como el que hacía con mis hermanos en el Seat 131 de mi padre? «Pensamos que el futuro va a tardar muchísimo en venir» Depende de qué futuro, el fin de semana siempre tarda muchísimo en venir, pero, por ejemplo, yo ahora mismo veo los cincuenta ahí, ya, entrando por la puerta. El futuro que siempre tarda en llegar es el de «cuando tenga tiempo», dudo incluso que sea un futuro, creo que no existe, es Narnia. Ahora mismo creo más en la existencia de Narnia que en el "cuando tenga tiempo". Reconozco gente que no me conoce, gente a la que a lo mejor le sueno pero que achinaría los ojos con cara de pensar muy fuerte si me acercara a saludarles. No lo haré, prefiero creer que se van a quedar pensando «mmm...la conozco de algo».
«No dimitir es una invención española que tenemos que defender porque tampoco inventamos tanto» El autor está contento, feliz incluso. Se le nota todo y yo me alegro por él.
¿Y si escribo sobre esto? pienso cuando me marcho.
¿Y si me compro unos calcetines amarillos?
sábado, 12 de febrero de 2022
12 de febrero. Cuarenta y nueve años
Casi no llego, este año casi no llego a escribir algo por mi cumple y hacer el vídeo. «Lo hago el lunes», «El miércoles que saldré pronto», «el jueves sin falta» «pues nada, no haré nada». Todo eso ha pasado por mi cabeza esta semana y he estado a punto de dejarlo pasar. Pero entonces, ayer, cuando me levante diciéndome «Vamos, Ana, un último esfuerzo que ya es viernes» y salí al pasillo, tropecé con algo. Encendí la luz y allí estaba, mi caminito de chuches veinticuatro horas antes de mi cumple. Sorpresa total. Sorpresa, como todas, inesperada. Desperté a María. ¿Y esto? «Es que como mañana no voy a estar, tenías que tener tu caminito de chuches y tus regalos». Tuve caminito de sugus, regalos y globos. Hace un par de meses María me dijo que este finde se iría con sus amigas de rugby, que habían votado qué fin de semana les iba mejor y que todas, menos ella, habían votado el de mi cumple. Ella dijo que este finde era el cumple de su madre y que por eso prefería otro. «¿Qué más da que sea el cumple de tu madre?» «No da igual, en mi casa los cumples no dan igual». Y como sabe que no dan igual, me preparó el caminito antes y creo que es el que más ilusión me ha hecho de toda mi vida, hasta ahora.
Volví de trabajar deseando empezar el finde y pensando que seguía sin tiempo para escribir nada, que total, a nadie le importa más que a mí y que no hay que aferrarse a las tradiciones. Llegué a casa y todo olía a lirios cuando abrí la puerta. «Muchas felicidades, mamá. Claritis». Flores desde Seattle. Luego me mandó un wasap, «como en sábado no se si reparten te las mando el día antes para que las tengas al despertarte»
Es el primer cumpleaños que paso sin ellas desde que nacieron. Y es el mejor cumpleaños que me han hecho nunca. Y merecía contarlo porque ellas son las mejores y tengo muchísima suerte. No podía empezar mejor los cuarenta y nueve.
jueves, 10 de febrero de 2022
Todos los desconocidos
Veo a Arancha desayunando en una mesa en La Parisiena. Fue profesora de las niñas pero no me reconoce lo que me parece totalmente normal y vital para su salud mental. En La Parisiena siempre quiero entrar, siempre he querido entrar, pero después de más de quince años sin entrar ahora ya me parece que lo suyo es que no entre nunca, que seamos como esos amores platónicos de los dieciséis años en que toda la relación se resumía en un breve encuentro en un bus o en un semáforo. En el bar nuevo de la esquina, que ya está durando más que los tres anteriores, hay un hombre en chándal desayunando. Me suena del cole pero lo que más me intriga es: ¿se pone el chandal para desayunar en un bar? ¿viene de hacer deporte y luego arruina esa quema calórica zampándose un bollo de desayuno? ¿lo hace al revés? ¿se aburre en casa? ¿cuándo trabaja? Todo son dudas antes de sobrepasar el bar y llegar a la calle de los niños esperando para entrar en los colegios. Más padres y más madres desenfocados. Aquí los niños corren de un lado a otro de la calle porque es peatonal. No hace mucho que desaparecieron los coches. Cuando yo pasaba por allí, con mis brujas, había coches y y coches en segunda fila, y gente tocando la bocina y vecinos cabreados, imagino. Ahora es un remanso de paz. Siempre lo digo, si yo tuviera pasta y la obligación de vivir en Madrid, viviría en esas callecitas. Eso es el lujo y no La moraleja o La Finca.
En la cuesta solo me fijo en los que bajan mientras yo trepo. Más padres y algún adolescente que llega tarde. Si la que va retrasada soy yo, hay siempre dos o tres señoras entrando en el Supercor. La gente que madruga para ir a la compra tiene todo mi respeto, yo solo salgo a comprar cuando la necesidad ya es absoluta o cuando tengo un capricho tan grande que mi cerebro me dice: si no salimos a comprar patatas sabor jamón, a lo mejor mañana amaneces con una mancha en forma de jamón en la frente (y salimos, claro). Apunto de alcanzar el Retiro, paso por delante de la última guardería de mi recorrido. Me enternecen los padres en fila entregando a sus hijos como si los enviaran a la mili. La puerta se abre, sale una chica o un chico con polo amarillo, saluda al crío, lo mete dentro y se cierra la puerta. Espero siempre a que vuelva a abrirse con la esperanza de que en alguna de esas aperturas, salga uno de los críos disfrazado de Prince como en lluvia de Estrellas. A lo mejor eso sucede por la tarde, cuando vienen a recogerlos...pero a esas horas nunca paso por ahí.
Según entro en El Retiro y empiezo la ligerísima ascensión hasta el Paseo de Coches, vuelvo al recuerdo de mis infinitos paseos con mis hijas y sus patinetes y la vez que Clara se aceleró tanto que salió volando por encima y acabó aterrizando con la cara. Me ocurre como pasa en las pelis. Las veo delante de mi, corriendo con sus patinetes, vestidas con vaqueros y unos chalecos amarillos de punto preciosos. No las escucho gritarme "mira mami" ni sus risas porque voy absorta en mis podcasts, pero las veo. ¿Se acordarán ellas?
En el Paseo de coches no hay nadie. Cruzo el Retiro a una hora en que los runners alondra ya están en el curro, duchados, limpios y sintiéndose moralmente superiores y los ociosos jubiletas o ricos no han salido a dar "la vuelta". Estamos solo los que tenemos la suerte de cruzar el Retiro para ir a trabajar y los de los perros. Estos son tiernos porque hacen pandilla. Como yo nunca he tenido perro en Madrid y, en general, el pandillismo no es para mí, nunca me había fijado pero en el Retiro hay zonas de perros. No me refiero a zonas marcadas por el Ayuntamiento especiales para ellos, que también las hay justo por la entrada de Mariano de Cavia, sino zonas donde la gente con perro sabe que hay otra gente con perro. Es algo así como cuando, de adolescente, quedabas en ciertos soportales. No valían los de al lado ni los de enfrente, los enrollados sabían cuales eran los buenos. Pues yo cruzo todos los días una zona de gente enrollada con perro. Los humanos se ponen en semicírculo abierto, como si estuvieran esperando que llegara un camarero con una bandeja de canapés, y sus perros corretean alrededor. Yo juego a 101 dálmatas, a casar el perro con el dueño. Y a ¿en qué trabaja la gente? porque ninguno tiene prisa por volver a casa. O tienen turno de tarde o son rentistas.
Pasada la zona perros llego al lugar más bonito de Madrid: el Palacio de Cristal. Nunca hay nadie, un par de personas y poco más. Hago fotos cada día como si se me fuera a olvidar o, mejor, como si no me creyera la suerte que tengo de pasar casi cada día. Si alguna vez tengo Alzheimer, enseñadme el Palacio, será uno de mis lugares felices junto con Siete Picos y el banco de Cicely. Rodeo el palacio casi por completo, bajo hacia El Palacio de Velazquez y vuelvo a subir enfilando ya la rotonda por la que llegas al estanque. Ahí siempre hay más gente, no hordas, pero alguna pareja de turistas madrugadores, algún que otro cruzador como yo, un señor gordo en bici que se para siempre en la columna que hace esquina y saca una foto y luego, mi persona favorita de este tramo de mi paseo: el remador. Es un tío enorme. O eso creo yo porque, claro, le veo sentado en su canoa/Kayak/ barquichuela..¡yo que se! dando vueltas al estanque. Creo que es altísimo pero a lo mejor tiene un tipo curioso, como Obelix y es largo de tórax y cortito de piernas. En realidad hay varios remadores. Algunos días veo a uno, con barba blanca, que parece Santa Claus manteniéndose en forma entre navidades, pero mi favorito es el enorme. Tiene unas espaldas en las que podría dormir atravesada y unos hombros en los que se podría acoplar una silla de montar. Lleva siempre una camiseta gris ajustada que brilla al sol y tiene unos brazos como yo de largos. Me quedo embobada mirándole, intentando que no me vea y piense: ya está aquí la loca. Me admira, me pone y me intriga. ¿Dónde vive? ¿Acarrea todos los días su propia canoa o la deja como en un guardacanoas? ¿En qué momento de tu vida decides que cada mañana vas a remar en El Retiro? Después de hacer eso yo creo que ya puedes dar el día por aprovechado y considerarte un tipo con suerte, lo demás ya va solo.
Enfilando ya la bajada hacia la Puerta de Alcalá, en esa rotonda, siempre hay alguien de suministros o mantenimiento. Se alternan, a veces, con influencers haciéndose fotos. Es curioso el contraste entre gente trabajando y esforzándose fisicamente y gente esforzándose físicamente por parecer ridícula. Al final de ese paseo están los del taichí. Ahora en invierno han desaparecido y los echo de menos. Supongo que con la actividad lenta y pausada de sus ejercicios no se consigue entrar en calor en las frías (ojalá) mañanas madrileñas. Son un grupo variopinto, parecen extras de After life, la serie de Gervais. El maestro, un señor mayor chino, pone un cartelito en el que dice algo de un saludo al sol y allí, a su lado, se van colocando distintas personas que cierran los ojos y siguen sus indicaciones. ¿Cómo las siguen si todos tienen los ojos cerrados? No lo sé, es otro de esos misterios de mis paseos en la lista de "un día me pararé y resolveré este misterio".
Cuando salgo a la Puerta de Alcalá, miro el reloj que queda justo a mi espalda. ¿Para qué? Para saber cuanto he tardado en atravesar El Retiro de esquina a esquina. ¿Cuánto tardo? No lo sé, todavía no he conseguido nunca recordar a la salida, la hora que ponía en el de entrada. Además, ¿qué más da? No pienso correr.
A este lado del Retiro ya está todo lleno de gente que va a trabajar. Hay algún turista despistado y está la señora de los dos perros: uno negro precioso, enorme y con cara de tristeza, como ella, y otro pequeño de esos que siempre están enfadados. Son un trío raro. En este barrio de mega ricos es difícil saber si ella es la dueña o solo la encargada y eso dificulta saber ¿por qué se tiene un perro enorme y uno canijo? Elucubro que quizá haya una historia truculenta de divorcios o herencias, o mejor aún, una historia como la de El amigo de Sigrid Nunez. En cualquier caso, los pasea con tristeza. No lo hace por obligación porque entonces tendría prisa, tiraría de ellos, iría mirando el móvil. No es así. Ella va despacio, cabizbaja, absorta, deja que ellos dos marquen el ritmo. Va tan abstraída que creo que si los perros se evaporaran, ella seguiría arrastrando las correas sin darse cuenta.
En Cibeles cambia completamente el ritmo de las calles y de la ciudad. Empiezan las prisas, no las mías, pero a mi alrededor todo el mundo corre. Corre para cruzar el Paseo de Recoletos, corre para llegar al metro, corre para atender a los primeros clientes en las terrazas, corre para entrar en una oficina, corre por acabar el cigarro fumado en el portal antes de subir otra vez a trabajar. Todo el mundo corre. Yo sigo a mi ritmo. ¿Qué prisa hay?
Subir por Gran Vía es ya el circo: gente elegantísima, sobre todo ellas. Trajes pantalón, abrigos largos, tacones infinitos. Muchos colores, ¡ha vuelto el morado! Me acuerdo de mi amiga Cecilia, que cuando teníamos dieciséis años decía: Ana, jamás mezcles morado y naranja. Muchos días me dan ganas de hacer una foto a alguna de esas mujeres estilosas con las que me cruzo y mandarle una foto: "Ceci, visionaria". Luego pienso en cuanta ropa tendrá esa mujer y que hará con ella cuando el morado y el naranja ya no peguen.
Me cruzo con el hombre de la trenca. Este va a trabajar. Se encamina hacia Cibeles y, ahora en invierno, lleva una trenca verde a la que le debe de tener mucho cariño porque no se la quita a pesar de que le hace bracitos de velocirraptor. Lleva las manos en los bolsillos del pecho y gracias a que le vi en otoño con traje, sé que tiene los brazos de un largo normal. Es moreno, con barba y tiene esa edad en la que todavía cree que tiene la vida encarrilada.
Dependiendo de la hora, de una horquilla de quince o veinte minutos, me encuentro la cola de entrada al Primark o no. No es una cola propiamente dicha, es más bien una congregación de fieles. En un amplio semicírculo se congregan alrededor de las puertas mirando con arrobo a los guardas de seguridad que, en cuanto den las nueve y media, les permitirán entrar en el templo del consumismo, el neón y el mareo psicodélico.
Antes de girar la esquina y llegar a mi destino, echo un último vistazo, quiero ver si por alguna parte llegarán nubes. No.
A veces esquivo a Mario Vaquerizo.
Buenos días le digo al de seguridad.