domingo, 15 de agosto de 2021

Experimento. Sábado, 14 de agosto

 

Sábado 14 de agosto.

Ian Coss conoció a su novia en el último año del instituto, salieron varios años, más tarde pasaron un año separados, él en Indonesia y ella en Japón, para ver si de verdad querían estar juntos y tras esa separación decidieron casarse. Ian se dio cuenta entonces, supongo que ante el abismo del “para siempre” de que todos los matrimonios de su familia habían terminado en divorcio: sus padres, sus abuelos por ambos lados, sus tíos maternos y paternos, sus tíos abuelos. Unos se habían divorciado poco después de casarse y otros tras treinta años de convivencia pero en su familia no había ni un matrimonio que hubiera sobrevivido. Un panorama un poco aterrador si te pones a pensar en cosas como “quien a los suyos se parece, honra merece” o “de tal palo, tal astilla”. Aún así y con estos antecedentes, él y su novia decidieron casarse. 


Hace un año, supongo que después de haberlo rumiado durante mucho tiempo, Coss se embarcó en una serie de charlas con todos sus familiares para hablar de matrimonio, de pareja, de divorcio y con todas esas horas de charla ha hecho un podcast que se llama Forever is a long time, un título maravilloso que resume, para mí, la esencia del matrimonio y su dificultad. Para siempre es mucho tiempo. 


El resultado de estas conversaciones podía haber sido un espanto, un aburrimiento supremo lleno de lugares comunes o frases de autoayuda pero no lo es para nada. Cada uno de los cinco episodios recoge una charla con unos de esos familiares, unas conversaciones que son siempre sinceras, interesantes, emocionantes y con las que es imposible no identificarse, no resonar en algún momento. 


Me llama muchísimo la atención la sinceridad con la que los americanos hablan de sus relaciones. Me deja loquísima que les parezca muy inapropiado tocar a alguien en un brazo pero sean capaces de reconocer ante un público al que ni siquiera ven que “supe desde antes de casarme que me divorciaría” o “siempre pensaba que las cosas ahora no eran como tenían que ser pero que en uno o dos años llegarían a ser como yo quería”. Con estas y otras muchas frases me he sentido identificada y creo que si todos tuviéramos un acercamiento al final de las relaciones más reflexivo y sincero, esos finales serían más fáciles para todos (dentro de su dificultad) . Terminar una relación no es fácil, reconocer que desde el principio supiste que terminaría es aceptar que tú yo del pasado saltó por encima de una certeza buscando algo que pensó que estaba en el futuro. ¿Qué era ese algo? ¿Por qué lo querías? ¿Por qué en ese momento te pareció importante? Todo ese trabajo intelectual hay que hacerlo al terminar una relación porque si no lo haces no aprendes nada. 


En la familia de Ian Coss hay todo tipo de casos.  La historia de su abuela tiene un poso a Dirty Dancing porque conoció al abuelo en uno de esos lugares de vacaciones americanos pero además ella había sobrevivido al Holocausto y acabó divorciándose en México tras marcharse a Europa y escribir una serie de cartas  en las que reflexiona sobre lo que debe ser, para ella, una relación. La abuela tiene ahora más de noventa años y es un placer escucharla. Mi favorito es el primer episodio en el que habla con sus padres por separado es emocionantísimo y un prodigio de montaje. Les pregunta cómo se conocieron y monta la historia con cortes de voz superpuestos de cada uno de ellos. Ni siquiera dentro de la misma relación las sensaciones, los recuerdos o los sentimientos son las mismos. El padre habla además del día que le dijeron a Ian y a su hermano que se divorciaban y cómo es un recuerdo que no le abandona, que permanece vívido en su memoria. 


Yo también me acuerdo del momento en el que se lo dijimos a nuestras hijas. No se me olvidará nunca. 




Os recomiendo muchísimo el podcast. Son cinco episodios de media hora. 

jueves, 12 de agosto de 2021

Experimento. Jueves, 12 de agosto


Jueves 12 de agosto. 

«We believe we see the world as it is. We don’t. We see the world as we need to see it to make our existence possible» Subrayo esta frase en un artículo sobre la increíble riqueza minera de los fondos marinos y como son, sorprendente, un recurso aún sin explotar por el hombre. En lo más profundo de nuestros océanos hay seis veces más cobalto que en la superficie terrestre, se encuentran increíbles reservas de  níquel, itrio y telurio. Por supuesto que se ha intentado de alguna manera acceder a esos recursos pero no es fácil. Están a miles de metros de profundidad, en una total oscuridad en la que solo viven las criaturas más increíbles y bajar hasta allí no es ni fácil ni barato. 


La autora de la cita es Edith Widder, una científica que ha escrito un libro sobre el fondo del océano, sobre ese mundo de oscuridad total que somos incapaces de imaginar y sobre la dificultad de explorarlo. Es una experta en bioluminiscencia y se especializó en ella después de quedarse casi ciega tras unas complicaciones por una operación de espalda. 


«Creemos que vemos el mundo como es. No es verdad. Lo vemos como necesitamos verlo para hacer nuestra existencia posible». 


A mí el fondo marino me da miedo, como el espacio, me provoca vértigo existencial. No me gusta bucear, no me gusta el snorkel, ni siquiera abro los ojos cuando nado en el mar. No quiero ver lo que hay ahí debajo, la inmensidad inabarcable e incomprensible en la que me siento pequeña, perdida e ignorante. Solo quiero ver lo que me permite nadar en él sin sentir miedo, sin agobiarme, disfrutando. Supongo que eso hacemos con todo en nuestra vida. ¿Quién ve a su padre, a su madre, a sus hijos como realmente son? Nadie. Creemos que los vemos como son pero en realidad solo conocemos una parte, la que nos encaja, la que nos gusta, la que aunque no nos guste podemos tolerar. ¿Por qué nadie piensa que un ser querido es malo o ha hecho algo despreciable? Porque no queremos verlo, porque “para hacer nuestra existencia posible” necesitamos creer que conocemos a la gente que nos rodea, a los que queremos. Lo mismo ocurre con la edad de nuestros padres, (los que aún tenemos), no queremos verlos mayores porque eso nos obligaría a contemplarnos a nosotros de otra manera, a convertirnos en responsables. Y en las relaciones amorosas ¿quién no ha dicho alguna vez «vosotros no le conocéis, yo sé cómo es en realidad» cuando era justamente al contrario? ¿Cuánta gente cree que sus padres tuvieron siempre una relación idílica de amor y respeto sin tener la más mínima idea sobre eso? Necesitamos creer que lo que vemos y nos calma, nos tranquiliza, es la realidad. 


Vemos el mundo cómo necesitamos verlo para seguir viviendo. Pensadlo, se cumple con casi todo. Vamos por la vida contentándonos con lo que queremos ver hasta qué ocurre algo que nos descubre que en nuestra visión falla algo. 



miércoles, 11 de agosto de 2021

Experimento. Miércoles, 11 de agosto

 

Miércoles, 11 de agosto. 

Leo en el New Yorker, mientras desayuno, un cuento de Cynthia Ozick que se llama The Coast of New Zealand.  En el New Yorker siempre hay un cuento de ficción pero soy una lectora de cuentos muy regulera. Los empiezo todos pero hacia el cuarto o quinto párrafo, dejan de interesarme y tras un momento breve de duda, paso página. A veces, sin embargo, uno de estos relatos me engancha y lo devoro y lo que es más importante, no lo olvido, se queda conmigo. Tengo una lista en mi memoria de alguno de ellos. Sé que este va a quedarse en esa lista. 


Cuatro amigos, tres mujeres y un hombre, se conocen durante sus estudios para ser bibliotecarios. Se hacen amigos, él se acuesta con las tres antes de terminar la carrera y comparten aficiones y charlas. Cuando acaban los estudios, él,  que es el amigo central (Inciso, en los grupos de amigos siempre hay alguien o un par de alguienes que son los importantes, y cuando digo importante no me refiero a que valgan más o se les valore más, está más relacionado con que son las personas que crean el microclima que une a esos amigos. Tener una personalidad que crea microclima para la amistad es un don y normalmente es un don que el propietario no es consciente de tener.- Fin del inciso. Vuelvo al cuento) propone un pacto que consiste en reunirse cada año, a mediados de octubre, en un restaurante griego. Durante el año prometen no tener contacto y al reunirse no hablar de sus vidas, sus amores, y demás temas rutinarios. George es, obviamente, un snob pero ese no es el tema por el que se me ha quedado pegado el cuento. 


No quiero reventar el cuento porque hay que leer a Ozick pero llevo todo el día pensando en cuantas amistades aguantarían un pacto así y cuántas podrían, al juntarse una vez al año, no hablar de sus rutinas, sus problemas familiares o laborales, o de política. ¿Cuántas podrían hablar de cosas verdaderamente importantes? (El que quiera decirme que la familia es importante blablablablabla… por favor, que me ahorre la obviedad) No lo sé. Pienso en mis amigos, mis amistades más íntimas y la relación que me une con ellos y sé que nuestra amistad aguantaría un año sin vernos y sin hablar… eso sí, al reencontrarnos lo primero sería ponernos al día y de ahí pasaríamos a lo importante sembrado de referencias a Asterix. Otras muchas de mis amistades no aguantarían porque después de un año diríamos ¿y ahora para qué? Y nos daría pereza retomar. Además yo he roto amistades de años al darme cuenta de que ya no teníamos nada en común más que un pasado remoto y legendario cuyo recuerdo era lo único que nos unía. No conservo ninguna amistad del colegio por ese motivo. 


¿Cuánto dura un pacto de ese tipo? Nos aferramos a las tradiciones, a los pactos porque nos parece que dejarlos es una traición. Cuando yo tenía catorce años, mis padres decidieron hacer una gran reforma en esta casa, una obra que iba a durar diez meses. El día antes de empezar, el domingo de fiestas en Los Molinos, convocaron a todos sus amigos y a los nuestros y preparamos un gran aperitivo. Comimos, bebimos y con un gran mazo rompimos las paredes de la casa (antes de los gemelos estuvimos nosotros). Al año siguiente, ese mismo domingo, el aperitivo sirvió para estrenar la obra con el jardín todavía como un campo de minas. Durante años, muchísimos, mantuvimos esa tradición: el aperitivo fin de fiestas. Siempre cebollas rellenas y salpicón de marisco, gente sentada por todo el jardín, unos días mucho sol, otros frío, muchas resacas, muchas risas. Un año, sin embargo, mi madre dijo: no me apetece hacerlo. Lo decía con culpa, sintiendo que si no lo organizábamos fallábamos a alguien, a nosotros mismos, a nuestros yos de todos esos años anteriores que habían mantenido la tradición. 


«Pues no lo hacemos» le dijimos mis hermanos y yo. 


Y no pasó nada. El aperitivo fin de fiestas pasó de ser una tradición a un recuerdo compartido.  


El cuento se quedará conmigo y seguiré pensando en qué ocurre cuando algo se acaba, cuando se termina y no pasa nada. En lo difícil que es dejar ir una tradición, una costumbre, un pacto, una amistad. 

martes, 10 de agosto de 2021

Experimento. Martes, 10 de agosto

Martes, 10 de agosto. 

Hay una escena de Mad Men que recuerdo especialmente, siempre hablo de ella. En una de las primeras temporadas, Don Draper y su familia salen de picnic al campo. Todo es idílico, el paisaje, la manta, la comida preparada por Betty y colocada en las fiambreras metálicas, las botellas de gaseosa, las primeras latas de refresco. La familia, tumbada, charlando, fumando pitillo tras pitillo. Cuando llega el momento de volver a casa, guardan las cosas, Don se pone de pie y tira una lata al campo y Betty sacude la manta dejando toda la basura y los restos en ese paisaje idílico que dejan atrás al volver a casa. Recuerdo el shock al ver por primera vez esa escena, recuerdo pensar:  ¡cómo han cambiado las cosas! Ahora, diez o doce años después, lo que me impacta es lo inocente que era hace una década, cuando creía que todos, en esta época, habíamos aprendido, nos habían enseñado que no se tira la basura ni en el campo ni en ningún sitio. ¡Qué ingenuidad más tierna!


Estoy de vuelta en Los Molinos y hoy he ido al contenedor a tirar vidrio. He vuelto con todo el vidrio porque el contenedor estaba lleno a rebosar. Entre mi casa y la zona de contenedores no hay más de cien metros y en ese trecho he recogido cuatro latas de cerveza tiradas en la cuneta. Podía, además, haber recogido cajetillas de tabaco, mascarillas y papeles varios pero no tenía más manos. ¿Por qué la gente es tan cerda? Algunos días suspiro por el superpoder de teletransportarme del sofá a la cama, chascar los dedos y estar en la cama con los dientes limpios, la cara limpia y la crema dada. Otros días suspiro por poder con un parpadeo cambiar todas las láminas de los cuadros de mi casa. Otros días quiero simplemente que mis hijas me cojan el teléfono con algo de emoción. Hoy renuncio a todo eso. Ojalá hubiera una justicia divina, un dios mitológico, un proceso de la naturaleza por el que, cada vez que alguien tirará basura alegremente, esa basura llegara a su salón. Lata de cerveza en la cuneta, lata de cerveza que aparece en su salón. Papel higiénico de haberse limpiado en el monte y dejado allí en vez de metertelo en el bolsillo, papel que aparece en el cajón de los cubiertos del responsable, mascarilla colgando de ramita en el campo, mascarilla que cuelga de tu ducha en tu baño. 


No sé si sería justicia poética pero seguro que hacia mucho más por la conciencia medioambiental de muchos que todas las bienintencionadas campañas que se ponen en marcha pensando que el ser humano es bueno por naturaleza.


 A Don Draper le encantaría mi idea.