jueves, 23 de julio de 2020

Olvídate de aquello

«No, señora Smith, no puede someterse al procedimiento tres veces en un solo mes», le dice Kirsten Dust a una paciente que llama por teléfono a la consulta del doctor en cuya sala de espera Jim Carrey aguarda para someterse al "procedimiento". La peli es Olvídate de mí. 

El tratamiento consiste en borrar de tu mente una relación amorosa que ha terminado o que debe terminar o que ha resultado ser muy dolorosa por la razón que sea. En el caso de la Sra. Smith sospecho que su razón para borrarse la memoria tres veces en el mismo mes es la vergüenza. Imagino que ha sufrido múltiples encontronazos amorosos inapropiados, de esos de los que te despiertas al día siguiente sintiéndote tan avergonzado que evitas tu reflejo hasta en la puerta del horno. 

Si pudiera borrarme la mente ¿qué borraría? La primera respuesta que me viene a la cabeza es obvia, lo lógico sería borrar todo lo que te hace daño al recordarlo, aquello que te asalta cuando menos te lo esperas, te acorrala entre la vergüenza, el arrepentimiento y la tristeza y se queda pegado a tu memoria durante un buen rato, inmune a tus denodados esfuerzos por volver a enterrarlo bajo capas y capas de recuerdos. Eso sería lo lógico pero he estado pensando que quizás sería mejor idea un "procedimiento" que borrara de la memoria de los demás aquellas cosas de las que tú te arrepientes porque lo peor de ellas es que no te arrepientes por lo que esas cosas significaron, por las palabras que dijiste, por las acciones que tomaste, por los besos que quizás no deberías haber dado o las decisiones que quizás fueron un error, lo peor, lo que más te duele, es pensar en cómo las interpretaron los demás, qué imagen de ti se hicieron a partir de ellas o el dolor que causaron. Si ellos las olvidan, estás a salvo de la vergüenza pero protegido de volver a repetirlas porque tú si las recuerdas y te has jurado a ti mismo hacer todo lo que esté en tu mano para no volver a repetirlas. Olvidarlas, borrarlas de tu mente sería el camino más fácil para volver una y otra vez al mismo error. 

¿Quién no ha tenido alguna vez una resaca atroz de las de fundido a negro? Una de esas resacas de las que te levantas creyendo que todo fue bien, que solo tienes dolor de cabeza y que, de repente, empieza a iluminarse con relámpagos de consciencia revelando un fugaz terrible recuerdo? Los relámpagos solo te dejan vislumbrar algo, asomarte a aquello de lo que sabes que tienes que arrepentirte y avergonzarte pero no puedes asirlo para poder valorarlo en toda su plenitud. Ni siquiera sabes si quieres verlo. Ojalá no hubiera relámpagos. Pero lo peor es pensar que los demás sí saben que hiciste, qué dijiste, qué gritaste. Lo saben, lo ves en su mirada. «que no digan nada, que tengan compasión, qué hagan como que no lo recuerdan». ¿No sería maravilloso poder pedir que lo olvidaran? Tú puedes manejar los relámpagos pero no su silencio. Lo mismo pasa con las relaciones amorosas, manejar la pena, la tristeza por su fin, por las cosas que no debiste decir es más o menos fácil. Manejar el pensamiento de que el otro piensa que eres imbécil, que no mereció la pena estar contigo  o que le desilusionaste es una carga mucho más pesada. "Procedimiento" y fuera.  

¿Y aplicar el  procedimiento a relaciones que no sean sentimentales? ¿Y si pudiéramos borrar del recuerdo de nuestros hijos los momentos en los que fallamos, en los que perdimos la paciencia, en los que gritamos, no les escuchamos lo suficiente o no fuimos capaces de entenderlos? ¿Eso nos convertiría en mejores padres a ojos de nuestros hijos? ¿Nos haría mejores o peores personas? No lo sé pero nos quitaría mucho sentimiento de culpa. 

En cualquier caso, he estado pensando que si, como dice Kirsten Dust en la peli, el procedimiento solo se pudiera aplicar tres veces, tengo claro cuales serían las tres cosas que querría borrar de la mente de otros. 

Pensadlo. 


lunes, 20 de julio de 2020

En Valladolid sin Brad Pitt pero casi

A lo mejor he dormido en la misma habitación que Brad Pitt. No al mismo tiempo, ni en el mismo año ni en la misma década. Ni siquiera en el mismo siglo pero es lo más cerca que voy a estar de compartir espacio con él. Sé con seguridad que, si es una persona con principios que se levanta y se toma un café, hemos compartido espacio de desayuno. El que no se consuela es porque no quiere. Este curioso descubrimiento me fue revelado a las dos y media de la mañana en la puerta del hotel Olid al mismo tiempo que aprendía la historia de "la chica de Valladolid", aparentemente una historia harto conocida pero de la que yo no tenía ni idea. "¿no sabías esta historia?" No, no la sabía. A mí Brad Pitt en 1991 no me gustaba. Ni en 2001 ni en 2011. 

Probablemente también he caminado por las mismas calles que recorrió él, los alrededores del Teatro Calderón, la plaza y los bares de la catedral, los alrededores de la Iglesia de San Benito. Quizás comió pincho de tortilla en el Bar Postal aunque seguro que no lo hizo poniéndose y quitándose la mascarilla. Con seguridad sé que no tuvo mi suerte, y no pudo entrar en los jardines del Palacio de Santa Cruz para sentarse bajo sus castaños a escuchar varios conferencias. Y segurísimo que no se subió al estrado a hablar de Delibes, los bares y los pueblos. 

A esos jardines llegué gracias a la amabilidad de Carmen, de la Universidad de Valladolid, que me invitó en enero, casi en otra vida, a participar en un encuentro de verano. A esos jardines he llegado, aunque cueste creerlo, gracias a este blog, que me ha proporcionado lectores maravillosos que, además, piensan en mí cuando organizan eventos. Mi empeño en releer y leer a Delibes se debía a mi interés en cumplir con las expectativas de esos lectores y en no defraudar al público de Valladolid, mucho del cual sabe muchísimo más que yo de Delibes. Creo que lo conseguimos. 

En Valladolid me lo he pasado en grande gracias a Carmen y a otra mucha gente (Carmen, Ricardo, Antonio, Vivi, Araceli, Miguel Ángel  y todos los demás) que me han acogido como si me conocieran de toda la vida, me han llevado de vinos y cañas y a probar pinchos, me han recomendado librerías maravillosas y con los que ha charlado de todo, desde ventanas encadenadas en palacios renacentistas hasta entierros peculiares pasando por abuelos incluseros y noches locas vallisoletanas. 

No sé si he compartido cama con Brad Pitt pero lo que sí se es que es imposible es que a él, en su día,  le trataran mejor que a mí. 


miércoles, 15 de julio de 2020

En mantenimiento

«Te tocaron las vacas flacas», me dice un amigo. 

Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once, doce, trece, catorce, quince. Quince días sin escribir. Los primeros siete tenía excusa, una excusa endeble como las que suele dar los políticos para no hacerse responsables de absolutamente nada de lo que son responsables cuando algo, o todo, va mal. La excusa era que estaba de viaje, de mini vacaciones en Ibiza. En el fondo yo sabía que eso no era verdad, podía no tener tiempo para escribir pero, en otras vacaciones, en otros momentos, hubiera tenido un montón de ideas sobre las que escribir aunque no tuviera tiempo de hacerlo hasta volver a casa. En esos siete días, nada. Y luego otros ocho días y más nada. No es que no le de vueltas. Rebusco en mi cabeza alguna idea que me inspire. ¿Ibiza y sus bosques de pinos? ¿El ferry y la gente y sus mascarillas? ¿El curioso hecho de que los adolescentes a pesar de venir de una infancia con querencia veraniega mayoritariamente acuática se transforman todos en gatos que huyen del agua cuando llegan a los quince? ¿La asquerosa superioridad moral que sientes, sin querer, cuando te levantas a las seis de la mañana y a las seis y media estás en carretera para ir a trabajar? ¿Delibes? ¿Los podcasts? Esto no que ayer me dijeron "llevabas un rato sin hablar de podcasts y ya me estaba preocupando". ¿De mi montaña de libros pendientes esperando a que lleguen mis largas vacaciones? ¿De cómo ahora, que son mayores,  echo de menos a mis hijas mucho más que cuando eran pequeñas? ¿Sobre como ellas sólo fingen, y bastante mal por cierto, que me echan de menos? ¿Sobre porque tengo la sensación de que este verano está siendo, sin duda, el más largo de mi vida? ¿Sobre cómo la convivencia de diez personas en una casa, siete de ellas compartiendo baño, es un ejercicio acrobático digno de estar en el Circo del Sol? ¿Sobre mi malsana tendencia a pensar en negocios que, lamentablemente, no sobrevivirán al coronavirus y mis patéticos intentos de pensar en uno a prueba de pandemias, interesante, reconfortante y con sentido? 

Nah. Nada de eso me inspira ni da para más que tres o cuatro líneas. No es que piense que a nadie más le va a interesar, es que ni siquiera a mí me interesa darle más carrete. El otro día, ordenando unas cajas, encontré un cuaderno, de mi época de la depresión, con notas y reflexiones para posts que escribí en su día. Mi letra apretada llenando páginas y los márgenes y tachando y añadiendo. Me descubro sesuda, capaz de atar ideas, montando párrafos y construyendo argumentos. Me veo incapaz de hacer eso ahora mismo. Quizás gasté toda esa capacidad intelectual en aquellos días, quizás fue un efecto secundario de la medicación. Quizás es solo que me han tocado las vacas flacas. 

Este post debería haber llevado una advertencia al comienzo: «No leer, se están realizando tareas de mantenimiento en la inspiración literaria. Esperamos restablecer el servicio de manera adecuada lo antes posible.» 

martes, 30 de junio de 2020

Lecturas encadenadas. Junio.

Pues ya se ha pasado junio. El tiempo ha comenzado a acelerarse otra vez pero yo me agarro con uñas y dientes y con lo que me deja al ritmo de los días del confinamiento. No quiero acelerarme, ni correr, ni perder el tiempo ni dejarlo pasar sin enterarme pero me está costando. La vida me empuja a empellones poniéndome trampas que tengo que ir saltando: hay que ir al despacho y pasar la ITV que había olvidado y recuperar citas médicas perdidas estos meses y mil cosas más y a pesar de todo esto, he leído bastante. ¿Cuándo? No lo sé. Con la aceleración de la vida los días se vuelven borrosos y no consigo saber cuándo ni como hago las cosas.

Comencé el mes leyendo La tierra de los abetos puntiagudos de Sarah Orne Jewett y fue una medicina eficaz para luchar contra toda esa prisa sobrevenida porque es una novela que te traslada a otra época, casi a otro mundo, cuando no había prisa. Es una novela breve, publicada en 1896 que cuenta un veraneo en un pequeño pueblo pesquero de la costa de Maine en Estados Unidos. La narradora, de la que nunca conocemos su nombre ni su edad ni cómo ha conocido el pueblo, llega para pasar el verano descansando y escribiendo. Se aloja en casa de una lugareña, la Sra. Todd que además de alquilar habitaciones, recoge hierbas y prepara remedios para distintas enfermedades. La madre y el hermano de la Sra. Todd viven en una islita frente a la costa y la protagonista también irá a conocerlos.

La novela es un veraneo. Es un paseo por el pueblo conociendo a sus habitantes, escuchando el sonido de los pasos en las calles empedradas, viendo el mar cambiar de un día para otro dependiendo del oleaje, el viento y las nubes y conociendo a sus habitantes que cuentan historias del presente y también del pasado. En realidad no pasa nada, solo los personajes y sus vidas pero la autora los describe tan bien que uno siente al terminar el libro que el pueblo sigue viviendo aunque tú ya no lo veas. Quieres creer que podrás volver allí el próximo verano.

Esta cita describe perfectamente la novela:
«Puede que haya otras limitaciones en un verano así, pero la tranquilidad de una vida sencilla es suficiente encanto para compensar lo que pueda faltar, y las recompensas de La Paz no puedo valorarlas quienes viven en el fragor de la batalla.»

Lamento lo ocurrido de Richard Ford fue mi siguiente lectura del mes.  Cualquiera que siga estos posts con cierta asiduidad sabe que soy incondicional de Richard Ford, me gusta incluso cuando no me gusta.

Este volumen es una colección de relatos que te colocan en medio de la vida de los protagonistas. En la mayoría de ellos te sientes como si hubieras viajado en una máquina del tiempo y por sorpresa hubieras aparecido en una reunión en la que no conoces a nadie y no sabes que está pasando. No puedes hacer otra cosa que observar a tu alrededor y tratar de comprender porqué esa gente está allí, qué está haciendo y qué va a ocurrir. Y así es como Ford te lleva de la mano por sus historias. Algunas de ellas están ambientadas en Irlanda porque Ford estuvo becado allí mientras escribía este libro pero, en realidad, da igual donde sucedan, todas tienen un carácter universal: el amor, el desamor, el reencuentro. Eso sí, todas están protagonizadas por gente mayor, gente que recuerda historias, anécdotas, otros encuentros, otros amores y que se pregunta cosas como ¿Por qué me gustó está persona? ¿Por qué no seguí con ella? ¿Debería haber hecho algo? Para mí, los dos mejores relatos son el primero Nada que declarar y el último Perder los papeles pero los he disfrutado todos.

Y Ford sigue siendo el autor que mejor refleja en pocas palabras el desamor, el desapego que produce el final del amor:

«En algún momento alguien lo había encontrado atractivo y luego lo había lamentado».

No se puede decir más con menos palabras.

La mortaja fue el (primer) Delibes del mes. No había leído este breve relato (80 páginas) y no tenía ni idea de qué iba. Es tristísimo. La historia del Senderines y su empeño en encontrar a alguien que le ayude a amortajar a su padre para que nadie le vea desnudo es desoladora. Desde el comienzo, desde la primera línea descriptiva de ese paisaje árido, salvaje, amarillo, hostil en el que el niño juega con el barro la sensación de tragedia se te agarra al pecho. Quieres correr a recogerle, llevártelo a casa, darle de merendar, decirle que todo irá bien. Me ha recordado muchísimo a Intemperie, tanto la novela de Jesús Carrasco como la adaptación al cine de Benito Zambrano (recomiendo muchísimo las dos cosas).

En La mortaja están otra vez los tres temas estrella de Delibes: la infancia, el campo y la muerte. El Senderines comienza siendo un niño feliz y acaba siendo un niño sin vida porque ahora que tiene que abandonar su casa, su pueblo, ese valle hostil nada de lo que ha tenido hasta entonces seguirá en su vida y tendrá que empezar de nuevo. Coincide este relato con El Camino en la dimensión temporal porque todo pasa en una noche, una noche en la que un niño salta de la infancia a la realidad de la vida adulta pasando por el encontronazo con la muerte.

«–Yo aprendí a escupir por el colmillo, hijo, cuando me di cuenta d que el mundo hay mucha mala gente y que con la mala gente si te lías a trompazos te encierran y si escupes por el tomillo, nadie te dice nada. Entonces yo me dije: «Pernales, has de aprender a escupir por el colmillo para poder decir a la mala gente lo que es sin que nadie te ponga la mano encima ni te encierren». Lo aprendí. Y es bien sencillo, hijo».

Para esto mismo tengo yo el blog ( y para otras muchas cosas).

Hace unos años me encantó Apegos feroces, el primer libro de Vivian Gornick que se publicaba en español veinte años después de su publicación original. Me gustó tantísimo que fui a un encuentro con ella en La casa Encendida en Madrid y entonces el libro me gustó aún más porque Gornick es una mujer increíble, con más de ochenta años se había pasado el día paseando por Madrid, montando en autobús y a las diez de la noche frente a un auditorio de rendidos admiradores sentados en el suelo contó cosas de su vida, de su manera de pensar, de relacionarse, del amor, del trabajo. Desde entonces leo todo lo que se publica de ella y la sigo con interés aunque, a veces, como en este caso, me deje fría.

En Mirarse de frente, no he conseguido conectar con ella, interesarme con lo que cuenta y como lo cuenta. Me he aburrido de sus reflexiones, algunas muy brillantes pero co las que me ha costado conectar mejor dicho, no he conectado con el tono general del libro.

Mirarse de frente es una recopilación de ensayos de temática diversa. Comienza el volumen con una reflexión sobre el feminismo y el lugar que ha jugado en su vida desde que lo descubrió en los años sesenta. Desde la excitación del descubrimiento de las ideas feministas, la identificación con un grupo, con una camaradería y comunión que decidió que le valía, que con ella podía renunciar al amor y la pareja y volcarse en el trabajo y la hermandad. El segundo ensayo es Dirty Dancing con trasfondo reivindicativo, Gornick trabajaba de camarera en uno de esos refugios de verano americanos para familias y una de sus compañeras fue agredida sexualmente. Una cosa que me gusta mucho de Gornick siempre es que nunca se embellece, nunca se idealiza o se autodisculpa por los errores pasado o por los fallos presente. Este ensayo tiene un final demoledor cuando termina diciendo a su compañero «algo habrás hecho».

La mayoría de los ensayos de este libro tienen como tema el análisis de la dificultad para entablar relaciones sinceras y profundas con otros seres humanos. No se trata tanto de diseccionar el amor en pareja como aquello que nos hace capaces de entablar amistades verdaderas con las que compartir sin fingir, sin sufrir y de manera provechosa.

«La buena conversación depende de un engarce entre mente y espíritu tan sencillo como misterioso que, por lo demás, no se logra, sucede sin más. No es una cuestión de intereses mutuos, conciencia de clase o ideales compartidos, es una cuestión de talante; lo que hace que alguien responda como por instinto con un sensible «sé a lo que te refieres» en lugar de con un desafiante «¿a qué te refieres con eso?» Cuando se dan dos talantes iguales, muy rara vez perderá la conversación su flujo libre y despreocupado. Cuando no coinciden, hay que andar siempre con pies de plomo. Los talantes iguales funcionan de forma parecida a un conjunto de engranajes. No es una idea compleja pero el acoplamiento ha de ser perfecto. No aproximado, perfecto. De lo contrario los engranajes se niegan a tirar.»

Y como soy una señora mayor me ha encantado esto:

«Cuando era joven –le dijo a Andrea–los hombres eran siempre el primer plato, ahora no son más que el aliño. Mi consejo es que llegues a ese punto punto antes, la vida se te hará mucho más llevadera.»

Terminé el mes con Delibes y La Hoja Roja. Estoy leyendo tanto a Delibes porque el próximo día diecisiete estoy invitada a una charla con Juan Tallón sobre Delibes, los pueblos y los bares en la Universidad de Valladolid y qué mejor razón para leer todo Delibes que que me vayan a dejar hablar sobre él largo y tendido.

La Hoja Roja no tiene ni campo ni niños pero tiene muerte. Uno de tres de los temas de Delibes. En realidad es uno y medio porque el campo, el pueblo, está presente en el recuerdo constante que tiene Desi, la protagonista del pueblo que ha dejado atrás para irse a servir a la ciudad, en casa de Don Eloy.

«Su pueblo, pese a distar de la ciudad apenas siete leguas, se le antojaba un lugar vago y remotísimo, sin embargo, el pueblo era su inevitable punto de referencia.

Es una novela tristísima que Delibes, una vez más, escribe con maestría consiguiendo con su estilo y con las repeticiones constantes transmitir el ambiente, el sonido, el olor y hasta la impaciencia que la vejez provoca a veces en los otros, en los que no somos viejos o creemos no serlos. En esta novela, la vejez solitaria y amarga se palpa, se percibe y crea en e lector una sensación de incomodidad culpable. Te sientes culpable por pensar, por sentir que Don Eloy es un pesado, que se repite, quieres decirle que no lo cuente más y a la vez te da tanta pena que te sientes culpable.

La hoja roja es una novela de soledades. Don Eloy y Desi coinciden en estar solos sin saberlo. Los dos se hacen compañía sin saber qué se la hacen y los dos quieren ser queridos sin conseguirlo.


De este mes lo recomiendo todo aunque si vais a empezar con Ford o con Gornick es mejor empezar con El Periodista deportivo del primero y Apegos feroces de la segunda antes que con los que recomiendo aquí. Y leed sobre la tierra de los abetos puntiagudos, huele a verano en el mar y pasos escuchados durante la siesta.

Y con esto y una semana de vacaciones por delante en la que espero volver al ritmo de los días únicos, hasta los encadenados de julio.