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Honoré Daumier |
"El mundo en que me ha tocado vivir. Eso sí que es una frase para pararse a pensar. Una frase que hace fruncir el ceño; que provoca un eco desagradable en la cabeza; que incluso me entristece. ¿Qué significa el mundo en que te ha tocado en lugar de luchar por ocupar tu lugar en el mundo? Es algo como amnésico, anestesiado, paralizado en el sitio. Yo diría que en algún momento de esa frase está la historia enterrada de "la culpa de todo la tiene el teléfono". (Mirarse de frente, de Vivian Gornick)
El fin de semana leí a Vivian Gornick sobre escribir cartas. Cuando la madre de Gornick tenía dieciocho años, trabajaba en el departamento de contabilidad de una panificadora (también he leído un artículo precioso sobre un panadero en Lyon en el New Yorker). Su jefe, el Sr. Levinson era, como ella, un emigrado europeo al que le gustaba leer y la música. Se hicieron amigos y por eso, cada noche, el Sr. Levinson al llegar a casa le escribía cartas contándole lo que había leído o si había ido al teatro o el paseo que había dado tras la cena o continuaba por escrito la conversación que habían tenido durante el día. La carta y esto me maravilla muchísimo, le llegaba a su destinataria a la mañana siguiente, a tiempo para leerla antes de ir al trabajo. (Chúpate esa, inmediatez de la era digital)
Gornick habla de escribir cartas, de por qué ella ya no las escribe y prefiere llamar por teléfono. El libro se publicó en 1996 antes de que también abandonáramos las llamadas por los correos electrónicos, y estos por los mensajes de whasapp y estos por los gifs.
En el mundo que me ha tocado vivir ya nadie escribe cartas, yo tampoco. Y como Gornick llevo toda la semana pensando en porqué ya no las escribo. Y tras darle vueltas y desechar todas las excusas posibles he llegado a la conclusión de que no tengo a quién escribir. El destinatario de una carta tiene que ser alguien con mucho interés en lo que yo pueda contarle y sin nada de prisa para ser capaz de manejar el ritmo de la correspondencia por escrito sin meter prisas ni tener tentaciones de mandar un whasap. Tiene que ser alguien a quién me haga ilusión escribir y, ahora mismo, no se me ocurre nadie. Bueno, me apetece escribir una carta a mis hijas, una carta que no lean ahora, que lean cuando yo me haya muerto o cuando se me haya ido la cabeza o,a lo mejor, un día por sorpresa cuando se les pase la etapa de considerarme la persona menos interesante de la galaxia y curioseando en mis cosas encuentren esos papeles y decidan leerlos y conocerme.
Los papeles, la presencia física de las cartas. Ahora mismo, tengo a mi derecha una mesilla restaurada por mi madre en la que guardo una caja con todas las cartas recibidas en mi adolescencia. Están ahí, sé como es la caja y como están ordenadas por años y atadas con un cordoncito. No recuerdo cuando fue la última vez que leí algunas de ellas pero sé donde están y como son. Incluso mis hijas podrán leerlas sobrellevando la vergüenza ajena de ver a su madre convertida en una adolescente carpetera y muy absurda. Mi hijas no tendrán papeles a los que recurrir para saber cómo eran de absurdas cuando eran adolescentes... otra cosa perdida en el mundo que nos ha tocado vivir.
"La carta escrita en una soledad ensimismada, es un acto de fe; asume la presencia de otro ser humano, el mundo y el ser se generan desde dentro: la soledad se busca, no se teme. Escribir una carta es estar a solas con unos pensamientos ante la presencia evocada de otra persona. Me hago compañía imaginaria a mí misma. Ocupo la habitación vacia. Conjuro yo sola el silencio. Todas las cosas que hacía el señor Levinson cuando hace setenta años se sentaba a su mesa a medianoche para escribirle a mi madre".
Me encantaría sentarme con un cuaderno y una pluma para escribir a alguien que no conozco o que conozco poco o que conozco mucho pero que no tiene prisa, como me pasa a mí ahora. Sentarte a escribir una carta es algo para hacer despacio, sin plan. Describir el lugar desde el que escribes, lo que has hecho antes, lo que planeas hacer después, como te sientes, quizás como has dormido, qué has comido, las reflexiones que te han surgido leyendo un artículo o lo mucho que has odiado una película, un podcast o lo que te ha sacado de quicio en una conversación laboral. Lo que te preocupa, te divierte, te angustia o lo que quieres preguntar. Me gustaría terminar, como terminaba mis cartas de adolescencia "voy a dejarlo ya para que me de tiempo de bajar a correos y te llegue pronto". Estoy pensando que tendría que comprar sobres, me parece bonito y evocador tener una remesa de sobres en casa, listos para llenarlos. Y luego dar el paseo a correos para enviarla. Sin certificación y sin urgencia, esperando que llegue porque los carteros son mágicos y harán su trabajo. Y esperar y esperar y esperar escuchando cada día el sonido de la moto del cartero subiendo por mi calle aguzando el oído para ver si para en mi buzón.
Y leer la carta con calma. Y pensar en responder. Escribir una carta sobre todo lo que no escribo aquí. Escribirte cartas con alguien sin recurrir jamás al correo electrónico ni al whasap. Escribir cartas para poder meter en el sobre un ticket, un recorte, una fotografía.
En el mundo que me tocó cuando era adolescente escribíamos cartas, luego me tocó un mundo en el que por culpa no del teléfono pero sí de internet dejamos de hacerlo y, ahora, en este mundo nuevo que estamos estrenando y que nos ha frenado en seco quizás sea el momento de retomar las cartas y la pausa porque no quiero tener prisa, no quiero ir a ninguna parte y lo más importante que (me) está pasando está en los detalles.
Quizás sea el momento de encontrar un destinatario para que mis hijas no se encuentren con una carta tan larga que acabe aburriéndoles.