
Cuando mis padres decidieron ampliar nuestra casa de Los Molinos justo antes de empezar preparamos una gran fiesta. Era septiembre, el último día de fiestas, domingo, y al terminar el encierro mis padres invitaron a todos sus amigos a tomar el aperitivo en casa. Comimos, ellos bebieron y al terminar tiramos los platos y los vasos al suelo y con mazos rompimos las paredes de la casa que se iban a demoler. Al año siguiente tras sobrevivir a "la obra" también conocida como "de esta mis padres se divorcian", hicimos una nueva fiesta que pasó a llamarse "aperitivo fin de fiestas" para celebrar la terminación de las obras y la inauguración de la nueva casa. Esta vez no rompimos nada y los mazos permanecieron guardados pero a cambio preparamos, entre otras cosas, salpicón de marisco y cebollas rellenas. Y al año siguiente también, y al siguiente y al siguiente. Y nosotros cuatro, los hijos, nos hicimos mayores y empezamos a invitar a amigos. Y seguimos con el salpicón y las cebollas rellenas, veinte, treinta, cuarenta, cien cebollas rellenas y otro año y un año más y otro más. Y murió mi padre y pensamos en dejar de hacerlo pero seguimos. Y otro año más y más y muchos más hasta que se acabó. Porque sí, porque un año no nos apeteció, porque estábamos cansados, porque total ¿qué más daba?
El aperitivo fin de fiestas fue algo que no era, que luego fue y pareció ser eterno y que se acabó. No lo sabíamos entonces pero no estaba destinado a durar y estaba en nuestra mano. Lo creamos y lo terminamos y me gusta pensar que lo viví, que lo recuerdo, que construí ese momento y que tengo esa memoria. Para mis hijas sin embargo es como la cocinita de mi madre, algo que nunca vivieron, que existió antes de que ellas vivieran y a lo que no pueden volver ni siquiera en su recuerdo, solo en el mío.
El viernes volvía a casa caminando, atravesando el barrio de casitas, y callejeando pasé por delante de la que fue guardería de mi hija Clara, Tower House. Ya no es blanca, ni tiene las ventanas amarillas ni las verjas de colores que delimitaban el pequeño patio en el que vi la primera función de Clara, disfrazada de chinita con un vestido verde. La casa la están dejando preciosa pero eso me hizo pensar en que las cosas, las calles, las casas, las situaciones, las modas, las palabras, los periódicos, los coches, la música, los libros, las revistas, dejan de ser y no puedes volver a ellas. Pensé que a veces me gustaría que algunas cosas se quedaran como están, como eran para siempre: El Barrio de casitas, la guardería, la curva de Puente Verde en el camino a Cercedilla, los edificios de Comillas a los que iba de campamento, las tiendas de barrio, pero lógicamente no puede ser porque además las cosas que son para mí, en algún momento fueron cosas que dejaron de ser para otros. Hubo alguien, antes de mi, que vivió en ese torreón de ladrillo antes de que fuera una guardería y para el que Tower House con sus paredes encaladas y sus ventanas amarillas y su patio rodeado de verjas fue algo que acabó con el espacio físico de su vivencia y que le dejó solo con su recuerdo.
Pensé luego que era curioso que tuviera más apego por la guardería de Clara que por la casa en la que viví veintiocho años y me pregunté por qué. Llevo todo el fin de semana dándole vueltas y creo que es porque hace tiempo que aprendí que no puedes hacer nada por congelar los momento de felicidad, no puedes volver a ellos ni guardarlos inmaculados, llegan, los disfrutas muchas veces sin darte cuenta y se marchan. A veces no los ves marcharse, los ves cuando ya están lejos casi perdidos en la distancia pero por alguna razón creí que podría congelar los recuerdos de mi hijas, que sería capaz de mantener intactos sus lugares felices para ellas, para que pudieran volver a ellos siempre. No puede ser y tendrán que contarle a sus hijos, si los tienen, que una vez fueron a una guardería con paredes blancas y ventanas amarillas. Y quizá sus hijos piensen: «ojalá existiera aún».