viernes, 27 de julio de 2018

Fuerteventura: la isla de los nombres imposibles

Mal nombre. Butihondo. La Lajita. Matas blancas. Las hermosas. Tarajal de Sancho. Tesereguaje. Violante. Tirba. Piedra Hincada. Mazacote. Tiscamanita.  Agua de bueyes. Ampuyenta. Betancuria. Triquivijate. Tefia. Almácigo. 

Todos los nombres tienen encanto. Algunos nos hacen reír y nos recuerdan películas, «Traedme una almáciga», otros se parecen a los que conocimos en Lanzarote: Tarajal, Tesereguaje. Otros son tan gráficos que me quedo con ganas de comprobar si mantienen las características por las que los nombraron así: Matas blancas, Piedra Hincada, Agua de Bueyes, Las Hermosas. De Betancuria ya sabemos su origen, fue el primer asentamiento que Jean de Bethancort estableció en la isla en 1405. Pero ¿qué pasó en Mal nombre para llevar ya por siempre ese lastre? ¿Cual es su gentilicio? ¿Y el de Triquivijate? Y ¿Qué será un butihondo? Podríamos buscarlo todo en google pero entonces nos perderíamos el paisaje, las montañas, la aridez, la nada. El paisaje cambia casi sin que te des cuenta, las montañas que son volcanes se presentan cada una con una personalidad propia, diferente. La aridez atrapa, algunas veces es desértica, otras salvaje, otras hipnótica y otras directamente hostil. 

A primera hora de la mañana atravesamos la isla de norte a sur para llegar a tiempo a  hacer un recorrido en buggy por el parque natural de Jandia. Me encanta el plan. Conducir un buggy por una pista de arena, disfrazada de morador de las arenas, saltando por todos los baches y tragando polvo mientras descubrimos otra aridez, otras montañas y llegamos al fin del mundo es uno de los planes más chulos que he hecho nunca. El guía se llama William James Watson Rodríguez, de madre canaria y padre australiano, una combinación tan intrigante como toda la isla. 

Mirador Degollada Agua Oveja, otro nombre sospechoso sobre el que investigar. A 230 metros de altura ofrece una vista de la playa de Cofete y de las montañas más altas de la isla, el Pico de la Zarza, con 807 metros de altura. No investigamos porque primero casi atropello a una pareja de turistas con mi buggy y, segundo, soplaba un viento capaz de tirarnos al suelo. Eso sí, la vista es una de las más impresionantes que he visto jamás, algo espectacular. Al fondo se puede ver la villa Winter, construida en 1946 por Gustav Winter, un ingeniero alemán, se dice que amigo de Goering que ya había hecho negocios en Gran Canaria. De la villa se cuentan todo tipo de historias y leyendas, que fue construida por prisioneros de guerra y desterrados por el régimen de Franco, que fue base para los submarinos alemanes, que fue lugar de paso para los grandes capitostes nazis en su huida a Sudamérica. Probablemente nada de eso sea verdad pero la villa, en la distancia, perdida en la inmensidad de la ladera de esas montañas inaccesibles tiene un atractivo irresistible, me provoca infinita curiosidad. Lástima que de todo esto me entero al llegar a casa.

«¿Podemos quedarnos aquí, cariño, por favor?» (El Club de los mentirosos,Mary Karr)


miércoles, 25 de julio de 2018

Fuerteventura: Calderón Hondo y el egoísmo filial

Cima del Calderón Hondo y al fondo las dunas de Corralejo. 
Por fin, después de cuatro días en esta casa, el movimiento reflejo de mi mano en busca del papel higiénico se ha sincronizado con la inusual e inadecuada altura a la que está colgado el soporte en la pared. Demasiado bajo. Comentamos este inconveniente durante el desayuno mientras planeamos nuestro día y tratamos de adivinar de qué nacionalidad son los nuevos vecinos. La incógnita se desvela enseguida porque grandes parrafadas en italiano llegan a nuestros oídos. Lástima la familia oriental, a la que apellidamos Martinez, que ocupaban la casa hasta ayer mismo nos dieron muchísimo más juego. Yo aposté porque eran taiwaneses infiltrados en la mafia china y estaban aquí en un programa de protección de testigos. 

Pasamos la mañana en la cumbre del Calderón Hondo al que subimos tras trepar por su escarpada pendiente sorteando ardillas africanas. «¡Qué monas las ardillas!» No, las ardillas nos parecen monas por obra y gracia de los dibujos animados, de Chip y Chop, pero en realidad son ratas con cola larga. Y ni siquiera son autóctonas, majareras de pura cepa, alguien las trajo aquí en 1965. En la cumbre, mientras admiramos las espectaculares vistas y coincidimos con un padre con dos hijas. Decidimos que son alemanes. Quizás no es un padre y dos hijas, quizás es un profesor de español y sus alumnas. Al subir todo han sido risas pero al bajar el acojone nos mantiene mudos. Sopla un viento como para volar la casita de Dorothy y llevarnos a Oz y la pendiente es escurridiza. Nos apiadamos de una señora (confieso que durante más de diez minutos yo pensé que era señor) que no sabe cómo bajar. La ayudamos y nos pide que le hagamos una foto para que sus hijos vean que de verdad ha subido a la cumbre. «Estamos todos de vacaciones pero ninguno ha querido venir conmigo» Me solidarizo tanto con ella. Mientras bajo pienso en como los hijos llegamos a una edad en la que no tenemos pudor en decirle que no a nuestros padres cuando ellos nos piden hacer algo con nosotros. «Es que no me apetece, es que no quiero» Ese argumento nos parece suficiente. ¿Por qué tengo que hacer algo que no me apetece porque mis padres quieran? Somos egoístas e idiotas. ¿Cuántas cosas que no les apetecían un pimiento hicieron nuestros padres por nosotros? Sé que está muy de moda decir (no sé tanto si está de moda sentirlo) «a mí con mis hijos me apetece hacer todo siempre» pero sí se que es mentira. Miles de horas de parque, miles de películas infantiles comparables a la peor sesión de tortura, cumpleaños multitudinarios, excursiones, funciones... Lo haces, lo hiciste por amor, por deber a veces. 

«Chicas, ¿vamos a Lajares a dar una vuelta antes de comer?» «No,mamá, qué pereza, pasando»

Sin querer me duermo, cuando me despierto son las ocho, menos mal que en Canarias son las siete y nos da tiempo a ir a Lajares y comprarme una pulsera con dos botones verdes.


Fuerteventura: Unamuno y Lucia Berlin

«Es una desolación. Apenas si hay arbolado y escasea el agua. Pero no es tan malo como nos lo habían pintado. El paisaje es triste y desolado, pero tiene hermosura» 

Juan me lee este párrafo de Unamuno mientras atravesamos el centro de la isla de camino a Ajuy. Por la mañana hemos estado en Los Molinos. De ninguna manera podíamos perdernos un pueblo con ese nombre. Otra vez el calificativo de pueblo era demasiado ambicioso para lo que nos hemos encontrado y, a la vez, se quedaba corto para describir su encanto. Los Molinos de Fuerteventura se encuentra al final de una carretera que atraviesa esa desolación que reconoció Unamuno cuando estuvo desterrado aquí en 1924. Aunque aquí la desolación es un poco menos, hay verde, corre el agua y hay patos. Unos patos muy feos, los patos más feos que he visto en mi vida. En esta zona de la isla fue en la que desembarcó Jean de Bethencourt en 1404, estableciendo tierra adentro Betancuria. Los Molinos son unas cuantas casas blancas con las puertas y los bordes de las ventanas pintados de azul o de verde. Hay también una pequeña  playa protegida en la que el viento casi no sopla y un restaurante destartalado con terraza que da al mar y techumbre hecha de chinchorros que exhibe en grandes letras azules su maravilloso nombre: Las bohemias del amor. 

En Los Molinos las tres calles que lo atraviesan son de arena. Mientras las recorro, me imagino pasando aquí un verano. Dos meses de lectura, baños, escritura, cenas en la terraza de las bohemias y tiempo resbalando. Meses de ir en chanclas, bikini y, por las noches, ponerme una sudadera vieja y gastada que casi me llegue a las rodillas para poder arrebujarme en ella. 

Pienso en Lucia Berlin, en sus temporadas en México y en cómo este Los Molinos se parece a los lugares que retrata en alguno de sus relatos. La playa, el mar, andar descalzo por la arena. Sigo pensando en ella mientras volvemos a la carretera y cruzamos la desolación. Esta zona de la isla es más roja, árida con un toque a desierto americano, a frontera. Hay menos rocas y más volcanes. «Estas colinas peladas parecen jorobas de camellos y en ellas se recorta el contorno de éstos. Es una tierra acamellada» me lee Juan de otra de las cartas que Unamuno escribió desde aquí.  Se ven algunas construcciones y recuerdo otro relato de Berlín, aquel en el que va a México a abortar y acaba en una hacienda en medio de la nada. 

Unamuno estuvo desterrado aquí cuatro meses. Menudo chasco me llevo al enterarme. Cuatro meses no es un destierro, es un veraneo largo. «Se parece a La Mancha» escribe en una de sus cartas. Ya quisiera La Mancha parecerse a Fuerteventura. No todas las lluvias son iguales ni tampoco las arideces lo son. La aridez de La Mancha te aplasta, la de Fuerteventura atrapa.

Juan ha cumplido hoy cuarenta y cinco años. 


martes, 24 de julio de 2018

Fuerteventura: la arena y las piedras.


Caminamos por las dunas. Lawrence de Arabia, Dune, los moradores de las arenas. Todas las referencias culturales que se nos ocurren y, una vez más, la historia de cuando mi madre, en el viaje de paso del ecuador en su carrera de Geológicas, viajó al Sáhara. Las noches heladoras, el té hirviendo, las risas al rodar por las dunas y los ataques de nervios cuando se dieron cuenta de que subir no era tan fácil. Vuelvo a contarles esa historia a las niñas. 

«En la zona occidental de Texas el cielo es más extenso que en otros sitios. Ni colinas, ni árboles en el horizonte. Los únicos accidentes son las gasolineras que se ven de vez en cuando, raras veces. No me entra en la cabeza cómo es posible que los colonos que se dirigían al oeste decidieran seguir avanzando frente a tanto vacío. El paisaje es inexistente, y el cielo lo ocupa todo» (El club de los mentirosos, Mary Karr) 

Leo a Mary Karr tumbada dentro de uno de los refugios de piedras que hemos encontrado vacío. Un corralito. Me pregunto quién o qué se dedica a montar estos círculos de piedras negras volcánicas para tratar de conseguir un abrigo frente al viento. Probablemente cuando la isla se enfade y nos eche a todos, estos abrigos quedarán en pie y se irán cubriendo poco a poco de arena. Quizás dentro de mil años alguien los descubra y se rompa la cabeza pensando para qué se utilizaban. Si Instagram y los archivos fotográficos digitales han sido también barridos por la arena dudo mucho que se le ocurra que esos abrigos se usaban para tomar el sol sin ser aguijoneado por finos granos de arena. Ese alguien podría sentirse como Charlton Heston en El Planeta de los Simios y de hecho esta parte de la costa se parece bastante a la playa dela película. 

Majanicho. Llamarlo pueblo es claramente demasiado ambicioso, incluso aldea lo sería. Majanicho no tiene más de veinte construcciones: pequeñas, blancas, con ventanas verdes o azules, desordenadas, con pinta de estar a punto de desaparecer, de ser engullidas por el mar, por la arena o por el salitre. ¿Quién decidió instalarse aquí? 

La carretera que nos lleva a casa es una recta que corta por la mitad una inmensa extensión de piedras negras y hostiles. La carretera parece el único lugar seguro, como en Un hombre lobo americano en Londres, si nos saliéramos de ella, estaríamos en peligro. Los volcanes dormidos nos atacarían. De vez en cuando vislumbramos muretes de piedras, construidos con las mismas rocas volcánicas que los abrigos de las playas, en medio de las laderas volcánicas o en mitad de la nada. ¿Qué delimitan? ¿Quién los construyó? ¿Para qué? Esta isla es un misterio. 

Llegamos a tiempo de ver la puesta de sol y recuerdo a Karr. ¿Qué llevó a alguien a quedarse a vivir en Fuerteventura? ¿Qué fue lo que le atrajo? ¿Por qué se quedó en esta desolación hostil que solo quiere borrarnos?