miércoles, 25 de julio de 2018

Fuerteventura: Unamuno y Lucia Berlin

«Es una desolación. Apenas si hay arbolado y escasea el agua. Pero no es tan malo como nos lo habían pintado. El paisaje es triste y desolado, pero tiene hermosura» 

Juan me lee este párrafo de Unamuno mientras atravesamos el centro de la isla de camino a Ajuy. Por la mañana hemos estado en Los Molinos. De ninguna manera podíamos perdernos un pueblo con ese nombre. Otra vez el calificativo de pueblo era demasiado ambicioso para lo que nos hemos encontrado y, a la vez, se quedaba corto para describir su encanto. Los Molinos de Fuerteventura se encuentra al final de una carretera que atraviesa esa desolación que reconoció Unamuno cuando estuvo desterrado aquí en 1924. Aunque aquí la desolación es un poco menos, hay verde, corre el agua y hay patos. Unos patos muy feos, los patos más feos que he visto en mi vida. En esta zona de la isla fue en la que desembarcó Jean de Bethencourt en 1404, estableciendo tierra adentro Betancuria. Los Molinos son unas cuantas casas blancas con las puertas y los bordes de las ventanas pintados de azul o de verde. Hay también una pequeña  playa protegida en la que el viento casi no sopla y un restaurante destartalado con terraza que da al mar y techumbre hecha de chinchorros que exhibe en grandes letras azules su maravilloso nombre: Las bohemias del amor. 

En Los Molinos las tres calles que lo atraviesan son de arena. Mientras las recorro, me imagino pasando aquí un verano. Dos meses de lectura, baños, escritura, cenas en la terraza de las bohemias y tiempo resbalando. Meses de ir en chanclas, bikini y, por las noches, ponerme una sudadera vieja y gastada que casi me llegue a las rodillas para poder arrebujarme en ella. 

Pienso en Lucia Berlin, en sus temporadas en México y en cómo este Los Molinos se parece a los lugares que retrata en alguno de sus relatos. La playa, el mar, andar descalzo por la arena. Sigo pensando en ella mientras volvemos a la carretera y cruzamos la desolación. Esta zona de la isla es más roja, árida con un toque a desierto americano, a frontera. Hay menos rocas y más volcanes. «Estas colinas peladas parecen jorobas de camellos y en ellas se recorta el contorno de éstos. Es una tierra acamellada» me lee Juan de otra de las cartas que Unamuno escribió desde aquí.  Se ven algunas construcciones y recuerdo otro relato de Berlín, aquel en el que va a México a abortar y acaba en una hacienda en medio de la nada. 

Unamuno estuvo desterrado aquí cuatro meses. Menudo chasco me llevo al enterarme. Cuatro meses no es un destierro, es un veraneo largo. «Se parece a La Mancha» escribe en una de sus cartas. Ya quisiera La Mancha parecerse a Fuerteventura. No todas las lluvias son iguales ni tampoco las arideces lo son. La aridez de La Mancha te aplasta, la de Fuerteventura atrapa.

Juan ha cumplido hoy cuarenta y cinco años. 


martes, 24 de julio de 2018

Fuerteventura: la arena y las piedras.


Caminamos por las dunas. Lawrence de Arabia, Dune, los moradores de las arenas. Todas las referencias culturales que se nos ocurren y, una vez más, la historia de cuando mi madre, en el viaje de paso del ecuador en su carrera de Geológicas, viajó al Sáhara. Las noches heladoras, el té hirviendo, las risas al rodar por las dunas y los ataques de nervios cuando se dieron cuenta de que subir no era tan fácil. Vuelvo a contarles esa historia a las niñas. 

«En la zona occidental de Texas el cielo es más extenso que en otros sitios. Ni colinas, ni árboles en el horizonte. Los únicos accidentes son las gasolineras que se ven de vez en cuando, raras veces. No me entra en la cabeza cómo es posible que los colonos que se dirigían al oeste decidieran seguir avanzando frente a tanto vacío. El paisaje es inexistente, y el cielo lo ocupa todo» (El club de los mentirosos, Mary Karr) 

Leo a Mary Karr tumbada dentro de uno de los refugios de piedras que hemos encontrado vacío. Un corralito. Me pregunto quién o qué se dedica a montar estos círculos de piedras negras volcánicas para tratar de conseguir un abrigo frente al viento. Probablemente cuando la isla se enfade y nos eche a todos, estos abrigos quedarán en pie y se irán cubriendo poco a poco de arena. Quizás dentro de mil años alguien los descubra y se rompa la cabeza pensando para qué se utilizaban. Si Instagram y los archivos fotográficos digitales han sido también barridos por la arena dudo mucho que se le ocurra que esos abrigos se usaban para tomar el sol sin ser aguijoneado por finos granos de arena. Ese alguien podría sentirse como Charlton Heston en El Planeta de los Simios y de hecho esta parte de la costa se parece bastante a la playa dela película. 

Majanicho. Llamarlo pueblo es claramente demasiado ambicioso, incluso aldea lo sería. Majanicho no tiene más de veinte construcciones: pequeñas, blancas, con ventanas verdes o azules, desordenadas, con pinta de estar a punto de desaparecer, de ser engullidas por el mar, por la arena o por el salitre. ¿Quién decidió instalarse aquí? 

La carretera que nos lleva a casa es una recta que corta por la mitad una inmensa extensión de piedras negras y hostiles. La carretera parece el único lugar seguro, como en Un hombre lobo americano en Londres, si nos saliéramos de ella, estaríamos en peligro. Los volcanes dormidos nos atacarían. De vez en cuando vislumbramos muretes de piedras, construidos con las mismas rocas volcánicas que los abrigos de las playas, en medio de las laderas volcánicas o en mitad de la nada. ¿Qué delimitan? ¿Quién los construyó? ¿Para qué? Esta isla es un misterio. 

Llegamos a tiempo de ver la puesta de sol y recuerdo a Karr. ¿Qué llevó a alguien a quedarse a vivir en Fuerteventura? ¿Qué fue lo que le atrajo? ¿Por qué se quedó en esta desolación hostil que solo quiere borrarnos? 

domingo, 22 de julio de 2018

Fuerteventura: crónicas marcianas

Gente en un coche cantando. Una idea que de lo sencilla que es parece hasta estúpida pero funciona. Ayer terminamos el día viendo el Carpool Karaoke de Paul McCartney y tratando de explicarles a María y a Clara que McCartney es el Einstein de la música, una leyenda, que vivir en su misma época es una suerte, que es como si nos hubiera tocado vivir siendo contemporáneos de Leonardo, de Velázquez. Me emociona verle, escucharle. Les vuelvo a contar, otra vez, la misma historia. «Cuando los abuelos se casaron, la abuela le regaló al abuelo todos los discos de los Beatles» «¿Discos son vinilos?» pregunta Clara. A María le ha gustado Penny Lane. 

Sopla el viento al acostarnos y sopla durante toda la noche. Sopla al despertarnos pero durante el desayuno, en el porche rodeado de flores, estamos a gusto. ¿Cuántas grasas saturadas hay en las cookies sin gluten? ¿Cuánta sal? Clara parece Mayra Gomez Kemp intentando que con nuestras respuestas ganemos un apartamento. Por supuesto, no saben quién es Mayra. 

El año pasado, La Graciosa me pareció el salvaje oeste, agreste, inhóspito y desierto. Fuerteventura está aún más allá de esa sensación. Conduciendo por una pista de tierra con el mar rompiendo a nuestra derecha y a nuestra izquierda un pedregal volcánico, me sentía como Curiosity en Marte. Esta isla es Marte. Nunca habia estado en un lugar que fuera tan indiferente al ser humano. Fuerteventura parece vivir al margen del hombre, nos permite estar en sus bordes, en sus costas, pero borra cualquier huella de nuestro paso con un viento que sopla sin descanso, un viento de otro planeta. Marciano. Nunca habia sentido que todas las construcciones son temporales. Nada parece estar destinado a durar, todo parece frágil, transitorio, pasajero. Pasaran de estar a no ser. La isla lo borrará todo cuando lo desee o cuando se canse de nosotros.  Ella sola podría escribir sus propias Crónicas Marcianas.

Comemos a la sombra del Faro del Tostón. Siempre me imagino viviendo vidas imposibles en estaciones de tren abandonadas y en faros. Son lugares completamente opuestos pero me atrae. Las estaciones eran lugares para encontrarse, para conectar y los faros son la soledad absoluta. «Mamá, ¿antes había fareras?» Ni siquiera sé si existe la palabra farera y me resulta extraño que para mis hijas, los faros no sean algo conocido. Yo leí mil cuentos e historias con faros en ellas. 

Veo una señora leyendo un guión en la playa. Yo leo sobre Ryan Murhpy, creador de Glee y de American Horror History  y que acaba de firmar un millonario acuerdo con Netflix. Está considerado el nuevo super gurú de la televisión mundial. Tiene mucho talento televisivo pero es un completo cretino. Aún así, disfruto el artículo porque  Emily Nuusbaumn, autora del perfil, es una escritora maravillosa, capaz de retratar a alguien tan idiota como Murphy con agudeza, sentido del humor, criterio e interés. 

Poco a poco voy entrando en el modo vacacional. Fuerteventura me ha llenado el canalillo de arena.

sábado, 21 de julio de 2018

Fuerteventura: la llegada.

Suena Our last summer todo el día en mi cabeza. No puedo dejar de tararearle desde que a la seis y media suena el despertador. No me gusta madrugar ni siquiera para irme de vacaciones. Me levanto y me siento como deben de sentirse los móviles cuando les queda un cincuenta por ciento de batería, con miedo a no ser capaz de llegar al final del día. En la cola del embarque jugamos a inventarnos la vida de los demás pasajeros, a dónde van los que esperan cola en los mostradores de facturación, ¿van o vienen? Pasa una típica familia, la madre, el padre y los dos hijos. Los chavales son de él seguro. Esos tres pares de vigorosas cejas aseguran un vínculo genético más que cualquier prueba de ADN. ¿Imaginará algo la gente sobre nosotros? Seguro que aplicarán el principio de la navaja de Ockham: la explicación más sencilla es la más probable y no saben que se equivocan. Quizás sea porque hemos convertido la respuesta más sencilla, un hombre y una mujer que son amigos, en algo difícil de creer y la respuesta más compleja, ser una pareja, en la más creíble y aceptada por la sociedad. 

7B, 19E, 23B, 27E. Los golfos aparadores de Ryanair nos han sentado como si estuvieran jugando a Hundir la flota con nosotros. Durante el vuelo terminó de leer Instrumental de James Rhodes y, después, leo sobre la adicción a los cigarrillos electrónicos entre los jóvenes adolescentes americanos. Es tal el vicio que de una marca de esos cigarrillos, Jul, ha derivado un verbo "julear" para denominar el hecho de usar esos cigarrillos electrónicos que proporcionan un chute de nicotina con diferentes sabores. Julear se considera algo de jóvenes, y alguien que use esos cigarrillos con veinticinco años se ve raro a pesar de que se crearon precisamente para eso, para que los fumadores ya adultos los usaran como alternativa al tabaco. 

El piloto deja caer el avión en la pista y ya estoy en Fuerteventura. Nunca había visto un paisaje así, parece otro mundo. Miramos en internet y cien mil personas viven en esta isla. Me parece muchísima gente. Vemos dos cabras. Comemos queso majorero y hacemos la compra. Recorremos una pista de arena entre antiguas coladas de lava y cuando paramos en mitad de la nada parecemos los protagonistas de uno de esos anuncios de ¿te gusta conducir? cuando llegan al fin del mundo y están solos. 

Terminamos el día contemplando la puesta de sol desde una playa desierta en la que un tal LIAM debió pasar horas acarreando piedras negras para escribir su nombre en la arena. Les cuento a las niñas la historia del rayo verde. Me pregunto si mi yo de  doce años se habrá emocionado al darse cuenta de que recuerdo aquel volumen de Novelas ilustradas de Bruguera en el que leí por primera vez esa historia de Verne. ¿Y si escribo 500 palabras por cada día de este viaje? Puede que lo haga. O no.