miércoles, 20 de diciembre de 2017

Atravesar el luto

Isabel Miramontes
«Transcurre mucho tiempo antes de que la mente humana pueda convencerse de que la persona a quien se ve todos los días, y cuya simple existencia parece parte de la nuestra, se ha ido para siempre; pasa mucho tiempo antes de que podamos convencernos de que la mirada brillante de un ser amado se ha apagado para siempre y de que el sonido de una voz familiar y querida se ha acallado definitivamente, y nunca más volverá a escucharse. Estas son las reflexiones de los primeros días. Pero cuando el paso del tiempo demuestra que la desgracia es una realidad, entonces comienza la amargura y el dolor» Frankestein, de Mary Shelley. 

Esta noche me he desvelado pensando que la gestión del luto, la manera de llevarlo se parece a tener hijos. Para empezar nadie tiene ni idea de cómo va a ser hasta que le ocurre. Da igual lo que hayas leído, lo que te hayan contado o que hayas visto morir a los padres de tus amigos o a tus abuelos, nada te prepara para el luto que tendrás cuando muera un ser querido muy cercano: un padre, una madre, una pareja,un hermano, un hijo. Cuando te pasa, cuando te llega el momento porque en esto sí que es diferente a tener hijos, uno puede elegir no tener hijos pero no puede escapar de la muerte cercana, cuando te pasa todo lo que te ocurre te sorprende. Lo gestionas como buenamente puedes o fatal. Intentas seguir con tu vida de antes y descubres que tu vida de antes ya no existe. Cuando tienes un hijo porque has añadido algo y cuando llega la muerte porque a tu vida le falta un trozo. Te falta algo. Después, pasa el tiempo, los meses y como con los hijos, te acostumbras, aprendes a gestionarlo. 

Nadie te prepara para la incredulidad que vas a sentir, la incapacidad para aceptar lo que te ha ocurrido. Puedes pensar fríamente «Este es mi hijo» pero considerarte un padre, una madre es algo inadmisible. Del mismo modo piensas, sabes «Ha muerto, está muerto» pero el pensamiento «Nunca más. Se ha ido para siempre» es inabarcable. 

Otra cosa que no sabemos es que todos los lutos son distintos. Quieres creer que como ya has pasado por uno, sabrás llevar los que te lleguen después, pero cada luto, como cada hijo, es diferente porque nosotros también somos distintos: hemos crecido, madurado, nuestras circunstancias han cambiado, nuestra percepción de la muerte se ha vuelto más real o estamos bajos de defensas. Y es distinto porque el vacío, el hueco, la nada que deja cada ser querido en nuestra vida es diferente y no podemos saber cómo será de grande hasta que desaparezca. 

«Yo siempre había imaginado que la suya ( la muerte de su padre) sería para mí la muerte más dura, porque yo le había querido más, mientras que a lo sumo sentía un cariño irritado por mi madre. Pero sucedió al revés: lo que había esperado que fuese la muerte menor resultó más complicada, más peligrosa. La muerte de mi padre sólo fue su muerte: la de mi madre fue la muerte de ambos».  (Nada que temer de Julian Barnes)

Antes de tener un hijo crees que la paternidad es no dormir, estar muy cansado y criar un bebe. Después la enormidad de la tarea se planta ante ti y te descoloca por completo. Antes de enfrentarte a la muerte de un ser querido imaginas que el luto será algo triste, que sentirás mucha pena y que llorarás. Cuando te llega el momento, descubres que el luto es una bomba de vacío. Ojalá sintieras pena, ojalá pudieras llorar, ojalá fuera tristeza. 

El luto da miedo cuando lo has conocido. No sabes cómo será en esta nueva ocasión pero sabes qué, al contrario que con los hijos, no será más fácil y no te vale de nada todo lo que aprendiste con anteriores lutos. No pasará más rápido, no te rozará menos, ni será menos doloroso. O sí, pero quizás sea peor. 

La muerte es una putada y es inevitable. Y el luto, que suena a algo antiguo de señoras de pueblo, de plañideras, ataúdes, cementerios y llanto no tiene nada que ver con todo eso. Igual que tener hijos no tiene nada que ver con bañeras, faldones, chupetes o lactancias. El luto es un estado vital que es necesario atravesar sin atajos. El luto es el camino al que se llega después de esos primeros días de incredulidad y no se puede ignorar, ni sobrevolar, ni hacer como que no existe. 

Cuando has conocido el luto, cuando ya has transitado ese camino temes el momento en que vuelva a sucederte porque sabes que es inevitable, que no se puede escapar. Sabes que se pasa tan mal, que es un sentimiento tan enorme, que cuando alguien cercano a ti lo está pasando, te gustaría poder ayudarle, coger parte de ese luto y ocuparte de él, como harías con su bebé llorón para que tu amigo pudiera dormir y descansar. Pero no puedes, solo puedes acompañarle. Estar. Esperar a que deje de estar en carne viva y aprenda a vivir con ese agujero negro. Esperar a que recorra el camino del luto.  

El luto no se gestiona, hay que atravesarlo y que te atraviese.  



Para Olvido, ojalá pudiera hacer más. 


domingo, 17 de diciembre de 2017

Se terminó la infancia. Catorce años

2,920 kg. 49 cm. 

Lo conseguimos. Se terminó la infancia y ya te hemos criado. Creo que hemos hecho un trabajo bastante bueno. Has engordado 48 kilos y has crecido 111 cm. Sé que es absurdo pero te miro y me encuentro poseída por cierto espíritu de tratante de ganado y me dan ganas de gritar «Mirad, mirad, que buen trabajo he hecho», «Mirad, mirad que ejemplar más precioso, el mejor de la feria de la comarca, del país y del mundo mundial»

Se terminó la infancia porque ya no puedo llevarte en brazos, ni quieres que te duche, ni me dejas peinarte. Se terminó la infancia porque vas sola por la calle, entras y sales, te cocinas, te haces la cama (mal) y sabes hacer una presentación en power point sobre la economía romana. Se terminó la infancia porque ya no montas ciudades de clics (Mamá, se llaman playmobil) en el pasillo ni quieres ir disfrazada de Buzz Light Year por la calle. Se terminó la infancia porque ¡oe, oe, oe! ya comes sola y te encanta la ensalada. Se terminó porque ya no me preocupa que no comas o que no duermas o que te des con las esquinas de las mesas o te abras la cabeza montando en el patinete del demonio. Se terminó la infancia porque ahora me preocupa que la vida de te de miedo, me da miedo tu miedo, sentirlo, verlo, mascarlo y no poder ayudarte porque te crees que no sé lo que es tener miedo. Se terminó la infancia porque eres un saquito de inseguridades, de dudas, de inquietudes y yo me tengo que quedar sentada mirándote y sin poder convencerte de que todo va a ir bien y que lo que no vaya bien no será tan grave y estaremos para ayudarte. Se terminó la infancia porque ahora soy yo la que heredo tus zapatos, tú usas mis jerseys  y ya eres más alta que yo. Se acabó la infancia porque ahora te gusta ver todo en versión original, te gusta que te cuente cosas de mi trabajo y tienes opiniones políticas y sobre la vida que no sé de donde has sacado. Se terminó la infancia porque ya hemos hecho la última visita al pediatra, a partir de ahora ya vas al médico de mayores. Se terminó la infancia porque es complicadísimo levantarte de la cama antes de las doce de la mañana y vas sola en metro.   Se terminó la infancia porque en tus ojazos azules lo que se ve ahora ya no es un lago inmenso calmo y tranquilo sino un océano azotado por lo que ya has vivido y tu miedo a lo que te queda por venir. 

50,800. 160 cm.

Se terminó la infancia porque hoy cumples catorce años. Feliz cumpleaños princesa de los ojos azules. 


miércoles, 13 de diciembre de 2017

Diccionario breve de adolescente - castellano


A continuación ofrecemos a los viajeros que se adentren en el reino del adolescentismo un breve glosario de términos para que puedan entender a sus adolescentes. 

Voy: hay más probabilidades de que caiga un meteorito y acabe con la vida en la Tierra que de que yo haga lo que sea que quieres que haga pero sigue intentándolo, mamá.

No sé: conozco los secretos de la vida, la composición de la materia oscura, todos los enigmas matemáticos de la historia, quién ganará el próximo Nobel de medicina y la cura del cáncer pero no te considero a mi altura para desarrollar una frase de más de dos palabras. 

Qué aburrimiento:  sinceramente lo que no quiero es hacer nada de lo que tú podrías proponerme porque sigues creyendo que tengo diez años y la verdad es que tampoco sé que es lo que me gustaría hacer, porque lo que me gustaría hacer creo que me daría miedo. 

Mamaaaaaa, por favor:  no me avergüences delante de mis amigos / mamá, vuélvete invisible. 

Maaaaaaama, por favor:  te suplico por lo que más quieras en tu vida que me dejes hacer lo que sea que quiero hacer porque aunque tú no lo entiendas es vital para mi existencia y si no me das permiso mi vida se convertirá en algo espantoso y terrible que tú no eres capaz de entender. 

Por favor, por favor, por favor:  recuerda cuando era monísima e ideal y me querías todo el tiempo y no, como ahora, a trompicones. Te prometo que si me concedes lo que sea que estoy pidiendo me convertiré de nuevo en ese ser legendario. 

¿Qué hay de comer?: Hoy me siento atrevido y voy a preguntar por si hay suerte, suena la flauta y contestas pizza. 

Vale:  espero que esta minúscula palabra que pronuncio sin mirarte sea suficiente para cortar este intento de conversación por tu parte. Ah, y no te estoy escuchando. 

Nada: mi mundo interior es insondable, no lo entenderías. 

Nada:  qué pereza me das. ¿No me podría haber tocado otra madre, a ser posible muda? 

¿Ya te has enfadado?: Que poca paciencia tienes, si todo era broma. 

Vale, vale: veo que estás a punto de combustionar o convertirte en una ciclogénesis explosiva así que mejor reculo y me retiro a mis cuarteles de invierno. 

Ay, qué pesada: ojalá fuera posible independizarme con una renta vitalicia o, mejor, seguir viviendo aquí pero que tú te convirtieras en un mayordomo inglés siempre atento a todas y cada una de mis más nimias necesidades y las satisficieras todas sin rechistar. 

No sé hacerlo:  no tengo el más mínimo interés ni la menor intención de aprender a hacer eso que para ti parece ser tan importante. Si espero lo suficiente lo harás tú así que no merece la pena. 

Pero, ¡qué más te da!: no perturbes mi paz interior con tus nimiedades. 

¿Por?: explícate. Y que sea rapidito. 

No lo encuentro / No sé dónde está = ven y busca. 

¿Qué?:  creo que has dicho algo pero sinceramente no te he escuchado. Repítelo veintitres veces más sin cabrearte. 

Sí, ya, claro: ¿no estarás hablando en serio, no? 

A ningún sitio: déjame languidecer en este sofá disfrutando de mi mundo interior y mi pulso periférico. 

Mamaaaaaaaaaaa: no queda papel higiénico en el baño, tráemelo. 

Mamaaaaaaa: la casa arde. 

Mamaaaaaaaa: eres superinjusta 

¿Cuándo vienes?:  Te echo de menos. 

¿Tanto vas a tardar?: Ven ya que lloro. 


Nota: Todas estas expresiones tienen el mismo significado si se utilizan con Papaaaa. 



lunes, 11 de diciembre de 2017

Cocina, piensa, huele

Soy el domador, el payaso, la trapecista y, por supuesto, el acomodador y el que vende las chuches. Todo en uno, llevo hasta uniforme: pantalones viejos, camisa con manchas como condecoraciones de otras grandes actuaciones y hoy, como es un día con función continua, mi delantal de “Los Soprano”. Sólo me lo pongo en grandes ocasiones, cuando voy a hacer una actuación estelar, como hoy, cocinando como si tuviera media docena de hijos o un catering. Es mi capa de jefe de pista.  

Picar cebolla, ajo y freír tomate. La salsa de tomate tiene que ser casera, tiene que "entomatecer". Las de bote tiñen, disfrazan, dan el pego pero no entomatecen. La salsa de bote es para la comida de resaca, para los apartamentos alquilados o para la gente que no te importa. Freír tomate es una prueba de amor, de criterio, de esfuerzo sin recompensa: «Me importas tanto que quiero que la cocina huela a casa, aunque todo se manche».

Picar puerro, cebolla, mantequilla, aceite y calabacín. Las cremas salvan la vida de los Mafalda del mundo, gente como yo, a los que la sopa deprime. Las cremas son confortables, acogedoras y tienen cuerpo: no se beben, se comen. Son el justo medio entre la sopa y el puré, el equilibro entre beber y masticar. Y a las niñas les gusta lo suficiente para comerlo sin tratar de darme esquinazo manchando cuencos para tratar de engañarme. 

En la pista tres de la función de esta tarde preparo huevos, sal de azafrán, pimienta negra molida, perejil y ajo para condimentar un kilo de carne picada. Quiero steak tartar del Goizeko Wellington: merece la pena tragarse toda la ranciedad de ese restaurante sólo por comer el steak tartar que dan allí. Con la carne picada planeo hacer albóndigas, pretendo tener la fuerza de voluntad suficiente para no quedarme en filetes rusos o, peor aún, rendirme antes y hacer sólo pastel de carne. Albóndigas, filetes rusos y boloñesa: sólido, líquido y gaseoso, los tres estados culinarios de la carne picada. 

Creía que el horno iba a salir indemne de este ataque de madre de “La casa de la pradera” pero no es así, le ha llegado el turno. Con un redoble de pinzas y tenedores de madera le doy paso para asar una pieza de carne. «¿Es carne de Abu con salsita marrón?». No, es carne de mamá con salsa marrón maravillosa. Después de quince años llevando a cabo esta versión ya es hora de salir en los créditos. Busco el cordel. Está en el cajón de los utensilios de cocina misteriosos que solo salen para grandes apariciones guest starring. ¿Cuánto tiempo lleva este rollo de cordel aquí? Se me llena la boca, la cabeza, con la palabra: cordel, cordel, cordel. Suena a cariño, a tradición, a que sé lo que hago. Y ahora ya: sé hacerlo, atar la carne y que quede un paquete perfecto. Recuerdo cuando de niña mi madre me requería para poner el dedo y apretar el nudo.  

Más cebollas, más cebollas, es la guerra. Siempre pienso en si la cebolla sabrá que la estoy cortando para sofrito, para juliana o para asar. ¿Sabría diferente si la corto como la zanahoria? ¿Y si corto la zanahoria como los pimientos? ¿Y los pimientos como los puerros? Tengo el mismo tipo de duda con esto que con la crema de noche y de día o la crema de manos y de pies. “Dudas existenciales en la tabla de picar”, podría llamar a esta sección. No sé, pero por si acaso no arriesgo. La cebolla picada en tiras como siempre, porque en la cocina las cosas deben ser como han sido siempre, por si acaso.

Legumbres: faltan legumbres en esta representación. Me subo a la trona de bebé que aún sobrevive en nuestra cocina, acogiendo en su seno a adolescentes a las que en su día, hace ya muchos años, hubo que atar para que no se cayeran, para llegar a las baldas altas de la despensa. ¿Por qué no uso el taburete que tenemos para eso? Porque no. Garbanzos descartados, les tengo manía. Judías blancas descartadas, más manía aún y además no me salen bien. ¿Judías negras minúsculas caducadas desde el 2016? Tenemos un ganador: a remojo y ya veremos. 

Más cebolla para freír despacio. ¿Cómo cocina el ser al que no le gusta la cebolla? En mi opinión no cocina, sólo mezcla cosas con la esperanza de que sepan a algo, de que le den alegría de vivir, pero lo especial es la cebolla, el ingrediente secreto de cualquier conjuro, el muérdago de la poción mágica, los polvos mágicos de Campanilla, el sana-sana de tu madre. La cebolla es la purpurina y las lentejuelas. Si cocinas sin ella comes pero todo es gris, sin brillo, a-bu-rri-do. 

Paso la salsa de la carne por el pasapurés, otro de esos invitados especiales, y sonrío satisfecha porque ha salido suficiente cantidad como para poder hacer «un lecho de salsa», como decía mi padre. Con el redondo asado es importante no decir nunca «lo siento, no queda más salsa». Echo sal y azúcar en la salsa de tomate y la guardo en frascos de cristal. 

Me quito el delantal de Tony Soprano con ese gesto de película que denota pura satisfacción, echo los brazos atrás, desato el nudo y tras levantarlo por encima de mi cabeza, lo tiro encima de la mesa. Lo guardo todo en la nevera, juraría que oigo suspirar a la campana «por fin, qué paliza de día» cuando la apago, cierro la puerta y me voy a la cama. 

Mi ropa huele a tomate, a croquetas, a carne asada, a cebolla frita y a galletas. A mi circo de cinco pistas. Creo que no lo he hecho mal. Veremos si cosecho aplausos, indiferencia o si el público abandona indignado la función.