A mi izquierda toda la pared está recorrida por un ventanal gigante. De techo a suelo y de extremo a extremo del despacho, tres grandes cristaleras con vistas a un parking, a un abeto que recuerdo pequeño cuando lo plantaron y a un polígono industrial muy feo, muy inhóspito y muchas veces hostil.
Las ventanas no son especialmente bonitas ni feas. Son anodinas, como el despacho. A medio metro del cristal una estructura sostiene una especie de malla de la que desconozco su utilidad. Cosas de arquitectos, supongo. Siempre pienso en si desde fuera me verán sentada, tecleando, y siempre me olvido de comprobarlo en cuanto salgo de aquí.
Tengo suerte y dos porciones de mis ventanas se abren. En los meses del año en los que la temperatura en el exterior es compatible con la vida humana, es decir, de octubre a abril, me gusta abrir la ventana y que entre el aire fresco del exterior. Durante los meses de infierno en la tierra, de mayo a octubre, jamás hay que abrir las ventanas: podría morir asfixiada por el aire de función gratinado potente con ventilador que entraría del exterior. En esos meses, además, tengo que bajar los stores interiores porque solo con la luz que entra directamente llegada del infierno el ordenador se calienta tanto que deja de funcionar. Ni siquiera el aire acondicionado en función "criogenizar al personal" consigue que la temperatura junto a la ventana sea apta para un pc.
Casi nunca miro por estas ventanas. Llevo 16 años aquí y ya sé lo que se ve. No hay nada que ver, nada que mirar. Por la calle más allá del parking pasa algún coche de vez en cuando y mucha gente mayor caminando, sobre todo por las mañanas. Solos, en parejas o en grupos de tres caminan a buen ritmo arriba y abajo de los kms de avenida inhóspita.
Hace unos años, mirando a esa gente y a un tipo que cruzaba el parking hacia su coche, fui consciente de lo que era odiar a alguien. Odiar a alguien hasta el límite de tus fuerzas. Odiar hasta sentir la saliva amarga.
Miré por la ventana y supe que si uno de esos vejetes caminantes caía fulminado por un infarto mientras yo lo observaba saldría corriendo a ayudarle. Dejaría lo que estuviera haciendo y correría hacia el pasillo, bajaría las escaleras de dos en dos, pasaría el control y llegaría hasta allí jadeando para intentar ayudarle o acompañarle.
Miré por la ventana hacia aquel tipo gordo, con camisa blanca, satisfecho de sí mismo y que me estaba destrozando la vida con su sonrisa siniestra y deseé entonces que cayera fulminado antes de llegar a su coche, delante de mi vista, en aquel mismo momento. Supe que le vería caer y seguiría trabajando sin inmutarme.
Cada vez que miro por estas ventanas pienso en ese día. El día que odié.