sábado, 8 de octubre de 2016

Ella no sabe titular sus posts

Sábado por la mañana. El portátil en las rodillas, la ventana abierta de par en par, los pies fríos y un pijama de rayas. Brujulea por la red con calma, leyendo lo que no ha tenido tiempo de leer entre semana, disfrutando al saber que tiene horas para ir pinchando de enlace en enlace sin rumbo. Realmente no tiene horas, una voz interior le está susurrando cosas, "deberías vestirte, ponerte a escribir un rato, tienes cosas que hacer, encargos, tareas, compromisos", pero por ahora tolera sus murmullos sin sentirse culpable. 

Encuentra unos maravillosos dibujos de animales en un solo trazo y piensa que ojalá supiera dibujar, lee una artículo sobre John Le Carré y apunta otro libro más en su lista interminable, empieza a escribir un correo y lo borra "bah, no merece la pena".

Suena el teléfono en el piso de abajo. Es curioso como ese sonido ya ni sobresalta, ni provoca ningún movimiento. Da igual quién sea, si es importante llamará al móvil que tiene a su lado entre las sábanas. O lo cogerá su madre que anda zascandileando por abajo.

¿Sí? ¡Ah, hola M!

Su madre tiene tono de sorpresa al reconocer a la interlocutora.

Ella sigue tecleando y pensando que, a estas horas un sábado, solo puede ser una mala noticia. Es una amiga de Los Molinos, vive un par de calles más allá. En dos milisegundos ella piensa que habrá llamado porque ha muerto alguien, hay un incendio o una inundación... se frena y piensa que, a lo mejor, está siendo terriblemente dramática y que, a lo mejor, solo llama porque organiza una fiesta. M era muy de fiestas, organizaba unas fiestas geniales. 

Claro, te la paso ahora mismo. 

¿"Claro, te la paso"? Están solas en casa, ella  y su madre. ¿M quiere hablar con ella? ¿Por qué? Por un segundo piensa en encerrarse en el baño y esquivar la llamada. No le gusta hablar por teléfono, lo odia y...Su madre entra sigilosa apretando el teléfono contra el pecho y susurrando:

Moli, es M y quiere hablar contigo. 

–¿Hola?
–Hola. Solo llamaba para decirte que he leído "La calle que mide mi mundo" y me he emocionado hasta las lágrimas. Porque lo has contado muy bien, porque mis hijos tienen los mismos recuerdos que tú, porque escribes fenomenal y porque ha sido maravilloso leerte. Te había escrito un comentario enorme en word pero no consigo dejarte el comentario y al final he pensado "qué narices, la llamo y se lo digo de viva voz". Ha sido maravilloso. 
–Er...muchas gracias. Muchísimas gracias por llamarme y por leerme. No sé qué decir.
–No tienes que decir nada, ya lo has escrito todo. Sigue haciéndolo. 

Cuelga el teléfono. Mira por la ventana, sigue teniendo los pies fríos y va a llegar tarde a Correos, a nadar y al aperitivo. Siempre llega tarde pero hoy con razón, tiene que sentarse a escribir estas cosas que (le) pasan y que le dejan sin palabras. 


miércoles, 5 de octubre de 2016

Imperfecta

Brujuleo por la cocina, con los fogones como un circo de tres pistas. He llegado tarde de una absurda reunión del colegio y nuestro maravilloso horario de cena a la centroeuropea se me ha ido de las manos. Laz princezaz ya han venido tres veces a preguntarme  cuándo cenamos. Nada cambia, sigo siendo el ama de llaves. 

Por fin tengo la cena lista.

–Chicas, venid a cenar. Poned la mesa.

Deben tener hambre porque no tengo que gritar tres veces ni ir a buscarlas. De hecho aparecen tan rápido que me asusto.

 –Mamá, ¿tú te has sacado un moco alguna vez?
–¿Qué? 
–Que si alguna vez te has sacado un moco. Creo que está clara la pregunta.
–Muy graciosa. ¿A qué viene eso?
–Fulanita, una de mi clase dice que ella nunca. 
–Fulanita es una mentirosa. Se sacará mocos y se tirará pedos.
–Eso le he dicho yo y me ha dicho que te preguntara a ti. 
–Ajá.
–Contesta, no te hagas la loca. ¿Te has sacado alguna vez un moco?
–Claro.

Nos sentamos a cenar y mientras la cháchara va de un lado a otro de la mesa y se quitan la palabra de la boca pienso que pronto las preguntas serán ¿alguna vez te has emborrachado? ¿Alguna vez mentiste a tus padres? ¿Alguna vez te escapaste? ¿Alguna vez hiciste algo que tus padres te habían prohibido? ¿Alguna vez tomaste drogas? ¿Alguna vez has mentido cuando eras mayor? ¿Alguna vez has hecho algo malo? 

A casi todo tendré que decirles que sí. Obvio. Podría mentirles, pero ¿para qué? No es que esté en contra de mentir a los hijos, de hecho creo que la mentira es muchas veces muy necesaria y no causa ningún mal pero mentirles sobre quién soy o cómo soy no iba a hacerles ningún bien a ellas ni a mí. 

Soy completamente imperfecta como persona y como madre. Me encantaría ser un saquito de virtudes maternales y derrochar amor y espíritu de sacrificio por mis hijas a cada segundo de mi existencia (bueno, a lo mejor no me encantaría) pero no lo soy. Muchas veces les digo que no me apetece hacer algo con ellas o escuchar su música o ver determinada película porque de verdad no me apetece. Otras veces sí, otras veces me apetece y lo hago encantada y, algunas, pocas... a pesar de no apetecerme lo hago por ellas. Y se lo digo: no me apetece nada pero voy a hacerlo por vosotras. 

No sé si está bien, mal, regular o da exactamente igual pero no quiero que piensen que soy maravillosa y estupenda. Sé, de hecho, que no lo piensan:

–Mamá, la gente cree que eres maja pero nosotras sabemos que no. 
–Mamá, mis amigas prefieren venir a nuestra casa porque dicen que tú no eres nada pesada pero no sé de dónde se han sacado esa idea. 

Mientras recogíamos la cena y preparábamos el desayuno del día siguiente, ellas hablaban sobre las veinte mil actividades extraescolares a las que quieren apuntarse y yo pensaba en el momento en que tenga que decirles, no en el que quiera decirles, que sí, que me emborraché, que hice cosas prohibidas, que mentí a mis padres y otro montón de cosas que ni son buenas, ni ejemplares y que probablemente lean en este blog algún día. 

¿Por qué voy a decírselo? Porque después de mucho pensarlo prefiero que descubran pronto (si es que no lo han descubierto ya) que no soy un buen ejemplo para un montón de cosas, prefiero que se acostumbren a verme imperfecta, que me vean tal cual... y bueno, luego ya veremos. 


lunes, 3 de octubre de 2016

Dejando atrás septiembre

El último tren del mes, la sexta vez que recorro este trayecto. Voy camino del sol, del atardecer soleado dejando atrás la lluvia, las nubes y el cielo gris que tanta ilusión me ha hecho ver esta mañana al levantarme en mi tercer hotel del mes. 

Esta vez he tenido suerte y nadie se sienta a mi lado. Al otro lado del pasillo, un par de jovenzuelos americanos, demasiado grandes para sus cuerpos y desmesurados para los asientos de RENFE, duermen plácidamente. Uno de ellos, con pinta de bebé grande y una melena rubio platino enmarañada en un moño, me tiene hipnotizada con su postura para dormir. Ha bajado la mesita y él es tan grande que creo que se le debe clavar en el ombligo, ha colocado encima la mochila y tras meter los brazos por las mangas de la camiseta ha apoyado la cabeza y ronca como un bebé. Lleva calcetines blancos metidos en unas zapatillas de loneta de colegial. Sus pies son pequeños para lo descomunal que es. 

Este mes he sido una mujer a una maleta pegada, he arrastrado mi ropa de un sitio a otro continuamente. No he dormido más de tres noches en la misma cama, la misma casa o la misma ciudad. He cenado cereales casi todas las noches y engullido ibuprofenos preventivos cuando cenaba otra cosa, siempre acompañada de vino. He ido al cine tres veces, terminado dos libros y  firmado un contrato. He tomado notas mentales y escritas en los sitios más extraños.  

¿Dónde estaba el día 1? Miro por la ventanilla y a pesar de que solo han sido treinta días me parece casi otra vida. Estoy agotada, exhausta, satisfecha pero fantaseando con un mes, con quince días de no hacer absolutamente nada, lejos de todo. 

Definitivamente la lluvia se ha quedado atrás, pega el sol entre Burgos y Valladolid, y todo está amarillo. Los americanos se aburren y resoplan. Tengo la sensación de tener el mes de octubre ante mí, con todas sus casillas en blanco, con horas para rutinas de madre, con tardes para pasar en casa cocinando y cenando como una persona normal y no como un personaje de serie americana. Un montón de días en los que cuando me despierte sabré en qué cama, en qué casa y en qué ciudad estoy durmiendo. En mi cama. Octubre va a ser mi estancia en la montaña mágica. 

Los americanos se bajan en Segovia. Dejo septiembre atrás. Lo he exprimido hasta la última gota, no he dejado nada por hacer y me imagino el mes como un amante exhausto que me dice "no puedo más" y se alegra de mi próxima ausencia, que aprovechará para recuperarse. 

El solterismo mola mucho pero es agotador... noviembre prepárate. Volveré con fuerzas renovadas. 


miércoles, 28 de septiembre de 2016

20 años después

A pesar de que he llamado en el último momento nos han dado una buena mesa, estupenda de hecho. Al fondo del comedor sin nadie que nos moleste. Podría decir que es la mejor mesa en la que hemos cenado nunca pero es que creo, no, mejor dicho sé que jamás cenamos nunca en ningún sitio. ¿Comimos juntos alguna vez? No lo recuerdo. Quizás un bocadillo guarrero en un bar o un trozo de pizza. No lo sé. 

Una buena mesa, una botella de vino blanco espectacular, las croquetas cuadradas que me he empeñado en pedir y todos tus nervios escurriéndose encima de la mesa y cayendo al suelo según te vas deshaciendo de ellos. 

Cualquiera que nos mire, cualquiera de nuestros vecinos de mesa o la camarera que está siendo tan amable, solo verá a dos amigos charlando pero en realidad somos cuatro.  Estamos tú y yo y a nuestro lado, de pie como espectros, nuestros yos de hace 20 años mirándonos incrédulos. 

Hablas muchísimo -me dices.
Siempre he hablado muchísimo. 
—Hace 20 años no. 
—Hace 20 años contigo no hablaba mucho porque me dabas miedo. 
—Jajajaja... eso es imposible, ¿cómo iba darte miedo yo? Eras un coquito, siempre lo fuiste. 

Me dabas miedo, claro que me lo dabas. En esta hora que llevamos juntos te has reído más que en los dos años que compartimos aula. Por aquel entonces estabas siempre enfadado, siempre ceñudo, siempre muy serio. El mundo era una mierda, todo era una mierda y nada merecía la pena. Estabas enfurruñado todo el tiempo pero me mirabas más, ahora paseas la mirada por encima de mi cabeza, por mi cara y acabas fijándola en los ladrillos que hay a mi espalda. Casi me giro a mirar qué es eso tan importante que hace que no me mires. Poco a poco vas perdiendo el miedo que ahora resulta que tienes tú y vas ganando confianza. O quizás es el vino. 

Si tu yo de hace 20 años está indignado con tu simpatía y tu sonrisa, mi yo de 20 años tiene los ojos fuera de las órbitas cuando me mira. No puede creerse que del saquito de inseguridades, con los hombros echados hacia delante y la mirada huidiza que es,  haya salido esa señora de 43 años que charla contigo sin parar, que te dice "No, no, no tienes razón" y lleva escote sin preocuparse. 

La cena avanza, tomamos postre, se nos acaba el vino y por el rabillo del ojo veo a nuestros yos veitenañeros alejarse poco a poco. Ya no los necesitamos. Nos han servido para recordarnos durante 20 años; a partir de hoy, a partir de esta botella de vino blanco y esta cena tenemos recuerdos nuevos para compartir. Recuerdos frescos y maduros. 

Ha sido estupendo.
—Si.
—Estabas acojonado.
—Eres una listilla. 
—Repitámoslo antes de que pasen otros 20 años. 
—Pero no me llames señor.  

Una cena genial, un vino fabuloso, la mejor compañía y una resaca de muerte. Y todo gracias a Facebook.