miércoles, 1 de junio de 2016

La chica de amarillo

Reconozco que nada más despertar, odio a mi yo de hace una semana que decidió sacar un billete de Ave para ir a Valencia a pasar el día. ¿En qué momento me pareció buena idea salir de casa pudiendo pasarme el día en la cama leyendo? 

Ahora ya se me ha pasado. Estreno mi nuevo jersey amarillo y en la estación en un impulso consumista muy raro en mí me he comprado un pañuelo amarillo. Debo parecer Piolín pero me da igual. 

Soy la chica de amarillo y voy en tren, otra vez. 

Coche 10, 7D. Ventanilla. Oteo a los pasajeros. He tenido mala suerte. Dos hombres con resaca incipiente, esto es, todavía borrachos, están sentados justo detrás de mi asiento. Charlan y comen, con esa hambre que te da la borrachera y esos modales que hacen que un orangután parezca un Lord inglés. Deseo muy fuerte que caigan dormidos nada más salir de la estación. 

Soy la chica de amarillo, voy en tren y nadie se sienta a mi lado. 

Llevo un libro para corregir y otro para leer. Mi cuaderno para escribir, no se me ocurre nada pero lo he traído por si un rayo inspirador, por casualidad, me alcanza y consigo escribir algo. Me debato entre dormitar mirando por la ventanilla, corregir o leer. El campo saliendo de Madrid está bonito, es de colores, todavía no ha hecho el suficiente calor para que todo se ponga amarillo, pero no amarillo vivaz, sino amarillo muerte por asfixia. Ese amarillo que cae sobre Madrid con la primera oleada de calor y hace que todos los demás colores parezcan vivir sin ganas. 

En tren todo es más bonito, todo es mejor. Incluso yo. 

Me sumerjo en la corrección del libro, las páginas y mi lápiz de "prepare to die". Es un lápiz genial para hacer de falsa editora. 

"Llegaré tarde a recogerte"
"Lo sabía, te espero leyendo". 
"Ja. Lo sabía". 

En tren siempre llego demasiado pronto, me da pena llegar y que se acabe ese tiempo. Hoy me da menos pena porque necesito ir al baño. 

Pero, pero, pero ¿cómo que cuesta 60 céntimos entrar en el baño? Por supuesto no tengo 60 céntimos, tengo 50. 

¿De verdad voy a tener que sacar dinero para ir a hacer pis? Busco un cajero, meto la tarjeta. 

"Le informamos que su banco le cobrará 1,85 por esta operación". 

Cancelar. 

Busco otro cajero. 

"Le informamos que su banco le cobrará 2 € por esta operación". 

"¿Te queda mucho?"
"Me he equivocado de estación. Sigue esperando." 

Vuelvo al cajero del 1,85 jurando en arameo. 

"Le informamos que su banco le cobrará 1,85 por esta operación ¿desea continuar?"

Aprieto el ok, deseando que hubiera una opción. "No, no deseo continuar, lo que deseo es arrancaros las orejas hasta dejároslas colgando de una tira muy fina de piel y deciros luego "le informo de que estoy a punto de arrancársela del todo ¿desea que continúe?"

Bien, soy la chica de amarillo y ya tengo 50 euros. Puedo hacer pis. 

No. No puedo. La máquina del baño no cambia billetes de 50 euros. 

De las profundidades del baño sale un elegante hombrecillo con delantal. Me sonríe y me dice "Yo le cambio" y desaparece con mis 50 €.

Esto no hace más que mejorar. Soy la chica de amarillo y soy imbécil. ¿A quién le he dado el dinero? Cuando ya estoy a punto de desesperarme y valorando si salir a hacer pis entre dos coches, el amable hombrecillo sale con mi dinero. 

Pase. 

No doy crédito. Esto no son unos baños, es Hollywood. Hay lavabos con bombillas que me dan ganas de ser estrella del cine y unos lavabos tan grandes que me hacen desear (una vez más) que un hombre que me guste me lave el pelo. No puedo entretenerme en inspeccionar más, mis necesidades son urgentes. Me abalanzo sobre una puerta enorme de madera oscura y, de repente, me encuentro inmersa en un jardín japonés con pagodas y árboles de flores rosas con el color tan saturado que decido no quitarme las gafas de sol. La taza del váter se pone en marcha sola, hay un láser de colores en la pared ¡y perchas de las que las cosas no resbalan! Si no fuera por el shock cromático de rosa chicle podría quedarme a vivir aquí. 

"Estoy fuera. Sal y cruza". 

Mierda. Casi no he aprovechado mis 60 céntimos. 

Hola bicho, bonito jersey. 
–Chaval, me debes 2,45 €
–Pero si te acabas de bajar del tren ¿de qué te debo ese dinero?
–Es lo que me ha costado hacer pis por tu culpa. 
–Jajajaja, anda sube. 

Soy la chica de amarillo que monta en moto después de 25 años. 

miércoles, 25 de mayo de 2016

Aventuras en el parking


Soy la Indiana Jones de los parkings de Madrid: a fuerza de ir de uno a otro y tiro porque me toca, he conseguido desarrollar una sabiduría suprema sobre su tipología, problemática y manera de resolver sus trampas que me convierten, ¡qué digo en Indiana!, en Indi, Harry Potter, Han Solo y Catwoman. 

Lo primero que hay que hacer, como en Indi y la última cruzada, es encontrar el parking. Esto no siempre es tan fácil como la X en el suelo de la iglesia de Venecia. Dependiendo de la zona de Madrid el parking puede salir a tu encuentro con grandes neones de colores prometiendo estar siempre disponible para ti, 24 horas, y lavarte el coche y ascensor e hilo musical, o puede estar atrincherado, escondido a la vuelta de una esquina, identificado sólo por una P garabateada en un cartón o en un antiguo cartel metálico que probablemente presta servicio desde los años 30. 

Una vez encontrada la P hay que enfrentarse a la entrada. No todas son iguales. Y no todas son para todo tipo de conductores. Las hay fáciles y sencillas, como carriles de una autopista. Las hay empinadas y las hay como la ladera del Everest. Estas últimas requieren pericia conductora, calma y no llevar el coche cargado como si hubieras desvalijado una fábrica de lavadoras, porque entonces rozarás los bajos y de tu coche saldrán chispas como del Delorean de Marty. 

Adentrados ya en la cueva, hay que encontrar el HUECO. Para esto hay muchas estrategias. Hay muchos, la mayoría de ellos tíos, que "por sus huevos" tienen que aparcar en la primera planta del parking. Sospecho que tienen miedo a la oscuridad y no quieren ir más abajo, pero el caso es que transitan por la primera planta del parking como si fuera un rally, acechando para pillar el primer hueco libre que encuentren. Otros optan por la aventura y la exploración, y deciden que quieren saber cómo de profundo es el parking y si pueden llegar a tocar el magma del núcleo terrestre. Doy fe de que en algunos de Madrid se llega a sentir ese calor... y casi se funden los neumáticos. 

Sobre el hueco, además de la planta hay que encontrar el tamaño adecuado. Y en esto, como en "otras cosas", también hay para todos los gustos. Algunos quieren hueco al lado de una columna, otros quieren el de en medio, otros con una pared detrás, con una pared delante. ¿Y la postura? Como en "otras cosas", también la gente tiene sus querencias. Los hay que quieren de espaldas, de frente... o de lado; perdón, en batería. 

Una vez encontrado el hueco, el tesoro, y depositado allí el coche hay que intentar que la alegría y la euforia del triunfo no nos obnubile y nos haga salir del coche cantando y bailando y sintiendo que la vida es bella. ¿Por qué? Porque te adentrarás por el camino de baldosas amarillas que lleva a la salida sin echar miguitas de pan y perderás tu coche. 

Nada más aparcar hay que mirar a derecha e izquierda, fijar unas coordenadas inamovibles (no valen los coches aparcados al lado, que pueden cambiar), una columna, un cartel, un desconchón negro en la pared, una antigua cabina de lavado de coches, una momia... lo que sea y memorizarlas. Antes de subir por las escaleras hacia la luz hay que comprobar tres veces en qué planta se está y al salir a la luz hay que hacer una marca en el muro para saber porqué puerta has conseguido salir de la ruta. Todo esto parece excesivo... pero NO LO ES. 

¿Acaban las pruebas cuando la luz del sol da en nuestra cara tras emerger sanos y salvos de las profundidades terrestres? 

No. 

Lo peor, la prueba más dura, llega en el momento de recoger nuestro coche. Si hemos sido avispados o si, experimentados tras haber pasado días vagando por plazas y calles buscando la entrada a nuestro parking, somos capaces de encontrar la puerta... llega la peor de las pruebas. 

Hay que encontrar el cajero. Y para empezar, ni siquiera sabes qué pinta tiene.

¿Estará en la primera planta? ¿En la segunda? ¿En la planta séptima al lado de la sección de microondas del centro comercial que acoge el parking? ¿Estará al lado de la escalera o en un absurdo recoveco parapetado detrás de una columna, una reja y un par de papeleras? ¿Será amarillo, verde, azul? ¿Será de este siglo o de hace tres? ¿Un ordenador o un ábaco?

Una vez localizado el objetivo, hay que ser capaz de encontrar la ofrenda necesaria: el ticket. ¿Dónde lo guardaste? Ellas meten la mano en el bolso, tantean, tocan, buscan y cuando, efectivamente, comprueban que no encuentran el ticket, abren el bolso todo lo que pueden y empiezan a, rebuscar y rebuscar de manera cada vez más frenética. He visto casos extremos de bolsos vaciados en rellanos de escaleras mugrientos y mujeres de rodillas diciendo "estaba aquí, juro que lo guardé, no me devores". 

Ellos parecen que van a bailar algún tipo de coreografía de animador de crucero. Las manitas a los bolsillos de la chaqueta, las manitas a los bolsillos del pantalón, las manitas a los bolsillos del culo si llevan vaqueros, las manitas a la cartera... ahí las manitas se convierten en garras cuando abren la cartera y empiezan a buscar... he visto a hombres decir "yo te lo di a ti", "¡la culpa es tuya!", culpando a sus incautos descendientes.  

Superada esta fase de muchísima tensión, llega el momento cumbre de la experiencia satánica en el parking. ¿Cómo tendrás que pagar por esos breves minutos de descanso de tu automóvil? ¿Podrás hacerlo con tarjeta? ¿Sólo con alguna tarjeta en concreto? ¿Tendrá que ser en efectivo? ¿En efectivo pero solo con monedas? ¿En efectivo sólo con monedas de 1, 2 y 5 cm? ¿Aceptará billetes o sólo serán billetes impresos en la fábrica de moneda y timbre de la República Checa los días pares de un año bisiesto? ¿Aceptará la máquina que metas los billetes despreocupadamente o necesitará que eches mano del cursillo de papiroflexia por correspondencia que has hecho para meterlos convertidos en rana? 

Un paso más allá de esto, está el cajero humano. El cajero humano es como el viejo cruzado que espera a Indi y a su padre al final de la peli. Está hasta los huevos de estar ahí pero no puede ir a ninguna otra parte porque si le diera el sol se descompondría. Vive en el parking, viendo la tele en blanco y negro,  contando los días de su eternidad en un calendario de Galerías Preciados y comiendo bocadillos sin quitarle el papel de aluminio. 

El cajero humano en un parking significa dos cosas: no se admite el pago con tarjetas y la tarifa para poder sacar tu coche probablemente incluirá donar un riñón, la córnea y comprometerte a entregar a tu primogénito cuando cumpla 18 para relevar al cajero en su misión sagrada. 

Superada esta fase, un breve momento de relax antes de la tensión final. ¿Dónde está mi coche? ¿En qué planta lo dejé? ¿En qué fila? ¿Por delante o por detrás? 

Suponiendo que hayas sido avispado... tampoco puedes relajarte. ¿Cómo salgo? ¿Cuál es mi salida? Mi experimentado consejo es no seguir jamás las señales pintadas en el suelo. Mirada al frente, orejas de perro perdiguero en celo y sigue tu instinto... las señales están hechas para engañarte, para mandarte al fondo, para hacerte dar vueltas y que se te pasen los 10 minutos de gracia que tienes para huir hacia la luz. Para que te atrapen las sirenas, el minotauro y los bandoleros y desvalijarte. 

Ya está ahí, lo ves, la luz al final del túnel, de la rampa, solo queda una última trampa. Conseguir meter el ticket desde el coche. Ni muy lejos, ni muy cerca, ni muy fuerte, ni muy flojo, ni boca arriba, ni boca abajo, ni con el código hacia ti, ni con el código hacia allí... tira los dados y que Dios reparta suerte. 

La barrera se levanta, el coche parece calarse por la pendiente. Pisa fuerte, acelera... y no mires atrás. 

El grial es tuyo. 

lunes, 23 de mayo de 2016

En mi habitación

Cuatro pasos (pequeños) de largo por 3 pasos (pequeños) de ancho. 74 baldosas. Las medidas de mi madriguera. Una espejo que, por alguna razón que no consigo recordar, está colgado demasiado alto para mí. Una cama de 1,35. Una mesa de cristal delante de la ventana por la que veo La Peñota, el puerto de Los Leones y un abeto que cuando se plantó nos dijeron que era de "crecimiento lento" y, ahora, 20 años después, se ha hecho enorme. Una silla de director roja. Una estantería hecha de palés de madera; y otras sobre la ventana. Una mesilla restaurada donde guardo las cosas que me importan mucho y también las cosas que no quiero ver. ¿Por qué guardo cosas si no quiero verlas? Supongo que porque es parte del proceso: primero las atesoras, luego las miras, luego duelen y hay que esconderlas, y después, cuando se vuelven inofensivas, se tiran. Me quedan cosas por tirar ahí dentro. 

No he tenido siempre este refugio. Recuerdo los primeros días, con 18 años, ordenando mis cosas, colocando, organizando y disfrutando de tener mi propio espacio, que no tenía que compartir con nadie. De aquella época recuerdo querer hacerlo "bonito" o algo así. Recuerdo noches llorando sin parar, días de no poder levantarme de la cama de resaca, tardes estudiando y alguna noche loca. No lo sentía especial ni diferente al resto de la casa, era un sitio para estar a solas pero nada más. 

"Creo que una persona impregna un sitio" leí en la expo de los Wyeth. Ahora, con 43 años, creo que por fin he impregnado este cuarto, cueva, madriguera o rincón con lo que soy. La persona que soy, que he llegado a ser, está en todas y cada una de las cosas que hay en este cuarto y yo soy más esa persona cuando estoy aquí.

En los primeros tiempos era una adolescente con un cuarto... después, mi vida ha ido pasando por aquí. Lo he compartido unos años con El Ingeniero y lo que fui estando con él también está en estas paredes, mi maternidad desbordada también ha impregnado mis cosas a la vez que me impregnaba a mí. 

Ahora ya no soy adolescente, ni lo comparto (ni creo que vuelva a compartirlo nunca) y la maternidad ha encontrado su sitio en estas paredes en las fotografías que cuelgan en la pared encima de mi cama.

La cama está pegada a la pared porque solo estoy yo, porque ya no la comparto ni creo que vuelva a compartirla. Una cama grande pegada a una pared es un lugar seguro, la esquina en la que confluyen las dos paredes y la cama es el refugio perfecto. (Por el contrario, una cama en isla en medio de una habitación siempre es sexo... por lo menos en mi imaginario particular).

Mi cama, mi mesa, mi silla, mis cuadernos de lecturas, mis fotografías, mis cuadros. Cada cosa que significa algo de verdad para mí encuentra un hueco en este cuarto. 

Me gusta el sonido de lluvia en el tejado inclinado, identifico los pájaros que escucho por la ventana, reconozco el tacto del suelo cuando lo piso descalza, conozco cada ruido de la puerta de los armarios y sé cómo cerrar la ventana para que cuando llueve del norte no entre mucha agua. Me gusta mirar los libros desde la cama y las fotografías de la pared. Y no hay mejor momento que despertar por la mañana temprano, abrir la ventana y volver a meterme en la cama a ver amanecer. 

Me gusta mi madriguera porque, como dice Andrew Wyeth, en ella no tengo que ser consciente, ni estar alerta, ni pensar; solo ser. 


jueves, 19 de mayo de 2016

Los americanos del tren

Coche 4 8D. Ventanilla, sentido de la marcha con mesita para escribir y leer. Hubiera preferido sin mesita pero no quedaba otra ventanilla libre. Tengo sudores fríos y espasmos musculares y como soy absurda me visualizo como el protagonista de Aterriza como puedas y creo que todo el mundo me ve sudar. 

Una pareja de americanos ocupan mi sitio. Compruebo mi billete tres veces antes de decirles "Ejem, creo que es mi sitio". Él se levanta y se marcha. Ella se queda a mi lado, en el 8C. 

Me acurruco contra la ventana y me siento culpable por no haberle dejado mi sitio al americano pero no me veo con fuerzas para charlar en inglés y sé que no sería capaz de ir a contramarcha y sin ventanilla. 

Pongo un mensaje:

"No te lo vas a creer. En el tren van una pareja de americanos"  

Contestación:

"¿De los que se quieren o de los que no?"

Me concentro en el paisaje y la música que voy escuchando. La americana lee una novela horrible y frente a mi un hombre y una mujer van trabajando. Claramente tienen otra actitud, van en tensión, con la necesidad de aprovechar el tiempo de tren, el viaje. Yo solo dejo pasar el tiempo, el viaje, pensar en las cinco horas que tengo por delante para no hacer nada me relaja tanto que consigo dormir algo.  

En Valladolid los trabajadores se bajan y el americano aparece por el pasillo. Se sienta frente a mi, al otro lado de la mesita. Le miro parapetada detrás de mis gafas de sol. Es delgado, muy delgado. Huesudo. Tiene esa edad indefinida en los hombres que va de los 45 a los 60 y en la que me siento completamente incapaz de saber cuántos años tiene. Por otro lado, ¿qué más da? Lleva barba de unos cuantos días, rala y canosa a trozos, gris en otros. Gafas pequeñas y justo entonces se quita la gorra y veo que todavía tiene pelo, gris. Un hombre interesante, el tipo de hombre que se vuelve más atractivo con la edad. Lo único que no me gusta es que lleva un grueso anillo en uno de los dedos de su mano derecha. 

Le miro e intento pensar a qué se dedica, de dónde será. Sé que van a Hendaya porque él ha dejado el billete encima de la mesa y lo he mirado. Cuando estoy imaginándoles una vida, él se inclina hacia ella y le dice: No te lo vas a creer pero me he cruzado con 5 personas con camisetas de Bruce Springsteen. 

-Es que hoy toca Springsteen en San Sebastián. Yo llevo mi camiseta en la bolsa- me escucho decir. 

No doy crédito a mi misma. Tengo tanta curiosidad por ellos que me he lanzado a tener una conversación. Es curioso como soy fatal para las relaciones sociales obligadas y convencionales y, sin embargo, cada vez me gustan más las conversaciones con perfectos desconocidos. 

Me cuentan que son de Austin, Texas y que han pasado dos días en Madrid en un hotel precioso de la calle Valencia que solo tiene 17 habitaciones. Van a Hendaya para, desde allí, hacer durante 10 días el Camino de Santiago hasta Bilbao. 

Me preguntan si es bonito, les digo que es precioso.
Me preguntan si se come bien, les digo que se come de llorar de bien.
Me preguntan si tendrán problema de alojamiento, les digo que no, que en esta época del año no. 

Él me mira ahora muy inquisitvamente, tiene los ojos pequeños o las gafas se los hacen más pequeños. Me pregunta dónde fui a la Universidad y, después, dónde aprendí inglés. Cuando le respondo me pregunta si tengo ascendencia irlandesa. 

Ella es rubia pero tiene la piel morena. En Austin debe pegar un sol de justicia. Es dulce y lleva los dedos plagados de anillos. Mientras su marido parece rumiar todas mis respuestas ella me interroga sobre la cantidad de pan que como al día. Madrid les ha sorprendido por lo bien vestida que va la gente, la poca pobreza que se ve y lo delgadísimos que somos. 

Después de contarle el pan que como al día, les cuento que la semana pasada vi un documental sobre un cura español que desde un pueblo de Texas había reclutado a doce hombres y se los había traído a hacer el Camino de Santiago. Les cuento como empiezan con ganas, luego sufren, piensan en abandonar y al final le encuentran el sentido. 

Él me sigue mirando fijamente. 

¿Tú lo has hecho?
No, no lo he hecho. Por ahora no tengo ganas. 

Ella me señala la rejilla de los equipajes. Llevan unas minimochilas del tamaño de la que llevo yo a la piscina. 

¿Será suficiente?-me pregunta con un leve deje de pánico en la voz.
Sí, claro que sí. Cuantas menos cosas mejor-le contesto mintiendo como una bellaca. 

Charlamos sobre infraestructuras, sobre el paisaje que va cambiando, sobre Madrid, sobre mis hijas, sobre las suyas que ya son mayores, sobre como empezaron su viaje conduciendo desde Texas hasta Nueva York. 

Al llegar a Burgos, él tiene que cambiarse de sitio. Cuatro francesas se suben al tren y empiezan a parlotear como loros. Han terminado el trozo del camino francés que acaba en Burgos y ahora vuelven a Francia. Se lo susurro a los americanos.

¿Las conoces? ¿Cómo lo sabes?
Las he mirado. Es cuestión de los detalles. 

Mike y Janet. Me dicen sus nombres cuando al bajarme en San Sebastian les doy mis datos en un papel por si necesitan algo cuando vuelvan a Madrid.  

Nice to meet you. 

Cuarenta años juntos y todavía tienen ganas de hacer cosas juntos, cosas locas, arriesgadas y que les saquen de su rutina. Cosas más allá de la colada del día, las vacaciones de agosto y el arreglo del calentador. 

"Eran de los que se quieren"