domingo, 3 de abril de 2016

Una carta desde Matera

Querido desconocido: 

Te escribo desde mi habitación en Matera, una habitación con vistas. Tan especial que siento la necesidad de sentarme a escribir(te). 

Llegué ya de noche cerrada tras un viaje agotador y, aunque todo apuntaba que la vista sería buena, de noche todos los gatos son pardos y no estaba preparada para la increíble sensación, al despertarme a las 7 de la mañana con las campanas de las mil iglesias conversando entre ellas, y ver Matera trepando ante mi ventana. 

El hotel se desperdiga, y créeme que ésta es la palabra correcta, por la ladera de la colina. Cada habitación ocupa una cueva o, como en mi caso, una construcción adosada al muro de la colina. No hay pasillos y el único espacio común es el salón del desayuno, también en una cueva, y la terraza. Por la recepción no he vuelto a pasar desde el primer día. 

Mi habitación es para quedarme a vivir. Te encantaría. Es enorme y tiene dos pisos. Absurdamente grande para mi sola, pero acogedora a pesar de todo. Podría quedarme a vivir aquí una temporada. Fantaseo con esa posibilidad ahora, mientras te escribo sentada delante del escritorio antiguo de madera que hay en una esquina del salón. Como fresas que me han dejado de cortesía y pienso que hay veces que parece que vivo en una peli. Me distraigo a cada rato de estas líneas mirando por la ventana que tengo a mi izquierda. Un gran ventanal por el que entra la luz (por la izquierda como debe ser) y por el que veo la catedral ahí arriba, en la plaza del Duomo, y la cascada de casitas, escaleras y cuevas que rueda por la ladera de la colina de enfrente.  Ojalá fuera capaz de describirte el color de Matera, pero no lo soy. Es amarillo, gris, blanco. Es tejas y rocas. Es musgo de años. Cambia de color pero no brilla ni deslumbra. Es piedra con historia y al tocarla, y lo he hecho porque cuando paseo voy, como los niños, rozando la piedra con los dedos, parece cálida. Sassi de Matera, piedra de Matera, es su nombre y algo tiene de especial. Ese calor que parece tener dentro, desprendiéndolo poco a poco y que a mi me hace pensar en el calor de toda una vida, como si fuera el rescoldo de todo lo que ha pasado por esas piedras, las cenizas aún calientes que quedan, la memoria que permanece cuando ya nada está vivo. Como si la historia latiera dentro de esas piedras. Lo sé, lo sé, suena cursilísimo pero no puedo explicarlo mejor y, además, tú no has estado aquí. 

Todo esto lo he pensado paseando, más bien trepando, por sus calles; dos semanas aquí y se me pondría un culo increíble. La piedra de Sassi lleva aquí miles de años, las cuevas de las colinas del otro lado del río ya estaban habitadas en el paleolítico y en muchas de ellas hubo familias enteras viviendo hasta los años 50. 

Si me quedara aquí dos semanas o tres, bien para escribir o bien para ejercitar mis glúteos, lo que cambiaría de esta habitación es la silla de metacrilato. ¿Por qué Dios creó el metacrilato? ¿Por qué no fulminó con un rayo al que pensó "Oh, voy a hacer un material transparente y muy feo que inmediatamente atraiga todas las miradas y voy a hacer con él muebles"? Empiezo a sospechar que era alguien de Matera. En todos los restaurantes, salas de reuniones y tiendas en los que he entrado había algo de metacrilato arruinando la experiencia estética. Quizás hay una mafia del metacrilato en la región de Basilicata. 

"Matera es especial" me dijo mi amigo El Italiano. No le creí, no me creo nada de lo que me dice. No es que desconfíe de él, o no es que sólo desconfíe de él, es que especial en palabras de un tío puede significar cualquier cosa. Ahora que lo pienso, no me creo nada de lo que me dice él ni casi ningún hombre... pero eso es otro tema y, en cualquier caso Matera, no es especial: es inesperada. 

Esta ciudad no se parece a nada de lo que he conocido ni a nada que hubiera podido imaginar. Es bonita como lo son los sitios mágicos y es humilde. Eso, eso es, humilde es la palabra que mejor se le ajusta. En la era de las ciudades encantadas de conocerte y que se anuncian con neones y luces de colores "ven a conocerme", "nunca has visto nada igual", "qué hermosa soy", Matera parece decir: "Esta soy yo, aquí estoy, ven a conocerme, nos tomamos algo y vemos si nos gustamos". Enamora sin prisa. 

Me disperso y me pongo mística. Te estaba contando cómo es la habitación. Además de la mesa y la pesadilla de metacrilato, tengo un sofá verde bastante cómodo y una cama enorme. Muy enorme. Y un armario pequeño, muy pequeño. Hace un rato, mientras tumbada en la cama remoloneando decidía si leer o escribirte esta carta, pensaba que el primer adjetivo que me venía a la cabeza para describir las paredes blancas desnudas, excepto por un par de fotografías de Matera en los años 20 y la bóveda blanca sobre mi cabeza, era monacal... pero monacal casa mal con la gran cama pensada para actividades poco ascéticas. Quizás sobriedad o sencillez se ajusten mejor. 

En el piso de abajo, sí la habitación tiene dos pisos, ya te he dicho que podría vivir aquí, hay un baño recién llegado de los años 60 y una terraza espectacular. Antes de que te cuente lo de la terraza, tengo que confesarte que ya soy oficialmente una señora mayor. Cuando entré la primera vez en la habitación y vi la escalera estrecha y de escalones altos, lo primero que pensé fue "seguro que me caigo". Le he estado dando vueltas y el momento en que las escaleras, cualquier tipo de escalera, se convierten en un peligro marca el comienzo de la "mediana edad". 

Por ahora no me he caído; y eso que tiene mérito. A pesar de lo que me cuesta madrugar y salir de la cama, aquí en cuanto empiezan las campanas a las 7 de la mañana salto de la cama y, sujetándome los pantalones del pijama, bajo las escaleras a la carrera, atravieso el pasillo y salgo a la terraza. El primer día no podía creer la suerte que había tenido con la habitación. Es una terraza para quedarme a vivir (llega el wifi), con dos butacas, una mesa y Matera rodeándome por todos lados. En el enjambre de piedras, escaleras, pendientes y callejones, esta terraza es una especie de balsa. Me quedo de pie y veo las cubiertas de teja a mis pies mientras las campanas siguen sonando, ¿sabías que los campanarios se contestan?. Hay millones de pájaros volando enloquecidos, no sé si contentos o a punto de convertirse en maniacos como en la peli porque enloquecen con tanta campana. 

Sé que estás pensando que había venido a trabajar y ¡lo he hecho! He trabajado hasta que me dolían los ojos y me estallaba la cabeza, he charlado de trabajo y de otras cosas con mis (maravillosos) compañeros de viaje, he puesto motes a un montón de desconocidos extranjeros con los que he compartido meetings, comidas, cenas y paseos. "Richard Gere abotargado", "Pajarito", "El Alcalde", "Catherine venida a menos". He visto un rodaje de bollywood y que sepas que los pectorales del galán son de cartón piedra y los lleva por debajo de la camiseta y he visto cómo construían un decorado para la peli de Wonder Woman. 

También he comido por encima de mis posibilidades, he bebido dentro de mis posibilidades (larga vida al vino Teodosio), he paseado hasta perderme y he comprobado que los italianos del norte son más guapos. 

Esto está quedando muy largo y no tengo tiempo para más. Tengo que cerrar la maleta y volver a casa. 

Besos

Molinos.

PS: no te he comprado nada pero una carta vale muchísimo más. 

miércoles, 30 de marzo de 2016

En los museos

El último museo en el que he estado ha sido la Pinacoteca de Brera, en Milán. Pululeé por las salas, dando vueltas. Encontré cuadros de los que había oído hablar por primera vez en las clases de Covadonga, como el Cristo Muerto, de Mantegna, y me topé de bruces con El beso de Francisco Hayez. Me quedé allí plantada, pensando... es el beso de “por fin sé a qué sabe tu boca”.
Este es el que más mola de todos. No es fácil de encontrar. Nunca es por sorpresa, no es de sopetón. Está ahí y lo sabes, las dos partes lo saben. Te encuentras con el otro y la atracción casi se puede ver. Hablas, te ríes, te miras y la tensión va creciendo… cada vez más… y te encuentras pensando: me está diciendo algo pero soy incapaz de centrarme en lo que escucho. Miras a los labios y te descubres pensando… ¿a qué sabrán?, me muero por saberlo. Disimulas, miras a los ojos, sonríes otra vez y has perdido completamente el hilo de la conversación. El otro está igual o peor, pensando... como me siga sonriendo así no voy a poder seguir concentrándome en lo que estoy diciendo, que realmente no tengo ni idea de lo que es, ni siquiera sé en qué idioma estoy hablando y, por dios, que deje de sonreír así y de mirarme tan fijamente ¿Hay algo más en el mundo que su boca? Silencio. Encuentro de miradas y, por fin, el beso perfecto, ese que cuando se da sirve para saber a qué sabe la boca del otro…

Escribí este texto hace años, muchos años después de haber pisado por primera vez un museo, pero probablemente el tener una vida llena de momentos en museos me hizo escribirlo. O quizás no. No lo sé. 

Covadonga se llamaba la profesora que me llevó por primera vez al Museo del Prado. Era menuda, con el pelo corto y blanco. El arte no era una actividad muy popular entre las adolescentes de mediados de los 80, y supongo que tampoco lo es ahora. He pensado mil veces qué le llevó a organizar esa visita a la que solo fuimos 3.  ¿Se sintió decepcionada? ¿Le dio igual porque ya estaba curtida? ¿Lo agradeció porque le permitió disfrutar la visita? Probablemente  yo fui porque en aquella época era una niña responsable y programada para hacer las cosas que se deben hacer pero salí enamorada y transformada. Recuerdo vivamente aquellas horas en el museo. He repetido un millón de veces aquellas salas de mi primera visita y he pasado horas delante del Descendimiento, de Rogier van der Weyden. Ese azul. 

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A una visita al Museo Picasso de Barcelona una  mañana de junio de 1998 le debo haber entendido por fin su pintura.  Para algunas cosas, muy pocas, con 25 años seguía siendo la niña programada para hacer cosas que se deben hacer y por eso estaba ahí esa mañana. Creo que al salir, después de horas, dejé a esa niña allí. Creo. 

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A un Museo le debo también haberme sentido cerca de ser  protagonista de una peli de acción. Como una energúmena descontrolada, en julio de 1999, entré en la sala de seguridad del Museo de América gritando que había que revisar las grabaciones de la sala en la que estábamos desmontando una exposición sobre indios americanos de las praderas. Un par de mocasines habían desaparecido y cual heroína ridícula fui a hablar con los guardas. Lo más alucinante es que me hicieron caso. Menos alucinante fue que los mocasines aparecieron poco después traspapelados (¿se pueden traspapelar unos mocasines?) en una caja que no era. 

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Al Thyssen le debo el póster que cuelga en el pasillo de mi casa. Rue St Honoré de Pisarro. Fui al Thyssen con un amigo admirador... y salí con un regalo. El amigo lo perdí. O nos perdimos. 

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En el 2003 lloré a mares sentada en unos escalones del Museo del Louvre. Estaba agotada, exhausta, cabreada y aterrorizada. Y muy embarazada. La fatiga museística en su máximo esplendor. Esa sensación de no poder más, de no ser capaz de absorber más, de estar saturada, que sólo te dan los grandes museos inabarcables. 

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En 2004 llevé a M al Prado. Con menos de un mes de vida no se enteraba y, por supuesto, no recuerda nada; pero le gusta que se lo cuente. Colgada de la mochila, dormitaba tranquilamente mientras yo paseaba por la exposición de Manet. La última a la que hemos ido juntas fue Kandinsky. 

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Redescubrir Picasso con laz princezaz porque una princeza de 7 años te dice:  

"Necesito ver el Guernica otra vez,  pero de verdad. No en el ordenador o en un folleto porque no es lo mismo".

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Estamos en la semana de los museos y pensando un poco he descubierto que tengo una vida en ellos, que  en los Museos también (me) pasan cosas. 


sábado, 26 de marzo de 2016

Hombres fantásticos (IV)

–Yo no sé escribir ficción. 
–Claro que sabes. Es lo único que haces, escribir ficción.
–Eso es mentira. Nada de lo que escribo es ficción.
–Sí que lo es. A lo mejor tiene una base real, aunque lo dudo mucho, pero todo, incluido cómo decides contarlo, cómo lo piensas y cómo lo escribes es ficción. 

Le odia mientras le escucha. Le odia muchísimo. No sabe porqué le gusta. Ni siquiera sabe si le gusta. No, no le gusta. Nada. O sí, pero de lejos. Mientras él sigue hablando, contando otra de sus historias con él de protagonista, piensa que es un hombre cuya mejor versión sería un holograma. O una aplicación para el móvil. Una especie de reto intelectual con el que retarse a sí misma, superarse, encabronarse, desesperarse y decir "esto lo desinstalo ya". 

Pero hoy no es un holograma. Allí está, tumbado a su lado, desnudo, grande, blando, suave. Grande, desnudo ha crecido. Arrullada por su discurso ella piensa que es curioso cómo los hombres desnudos parecen más grandes. En una pirueta mental absurda piensa en Hulk, en La Masa. Cuando un hombre se desnuda, de repente parece que la ropa le pica, le molesta y que su cuerpo se necesita expandirse liberándose de la tela. Hulk y La Masa ¿son el mismo superhéroe? ¿O es un villano? ¿Es Hulk cuando lleva la camisa metida por los pantalones y La Masa cuando la revienta? Piensa en preguntarle a él, pero no sabe si le molan los comics y, en cualquier caso, preguntarle algo a él es como jugar a la ouija. Jamás dice nada sincero ni directo. A pesar de ser un gran conversador, jamás responde preguntas. Tampoco las hace. Nunca pregunta nada cuya respuesta pueda no gustarle. Quizás sea que nada de lo que esté más allá de su piel le interese, o quizás es miedo. Si no preguntas estás a salvo del daño y la decepción. 

–No enciendas la luz. 

Eso le ha pedido al desnudarse. En un descuido, supone ella, se ha mostrado vulnerable, se ha bajado de su pose de hombre seguro de sí mismo y, como un niño, le ha pedido que no encendienda la luz. Ha sido tierno. Es curioso cómo los hombres al mismo tiempo pueden parecer más grandes físicamente e increíblemente pequeños. Unos más y otros menos. Este más. Mucho más. Probablemente por eso, ahora, ya relajado, no deja de hablar, para taparla a ella con una marea de palabras y tratar de distraerla. Sabe que no lo está consiguiendo, que no lo conseguirá pero, como los niños, no sabe parar. Le da más miedo ella que el silencio. Si deja de hablar la conciencia de lo que ella sabe de él será demasiado obvia como para pasarla por alto.

Ella también lo sabe, así que le deja hablar. Escucha su discurso caótico, que avanza a trompicones para luego pararse, retroceder, coger un desvío que se convierte en una ruta principal para volver a desviarse más tarde. El repite ideas que ha debido contar mil veces, frases que seguro que le han funcionado, un caminito de pensamientos que debe tener trillado y en el que se siente cómodo pero, pronto, se distrae y empieza a contar cosas que no pretendía. Se sorprende a sí mismo y de pronto sus manos, que hasta entonces reposaban en su tripa, se alzan mientras él retoma su voz de "soy guay" y suelta una frase de su personalidad de superhéroe.

–Escribirás algo como Bridget Jones. 
–Si te crees que pienso entrar a esa provocación tan burda lo llevas claro. 

No puede estar callado. Mientras despliega una historia sobre juventud y mujeres ella piensa que tiene un perfil raro. Un perfil que no reconoce. Es casi como un cuadro cubista, como una señorita de Avignon. Él es ese perfil blando y extraño pero no se corresponde con el él que ha venido por la calle a su encuentro. Encogido dentro de su abrigo de falso joven, con las manos incrustadas en los bolsillos, la cabeza hundida entre los hombros y la mirada huidiza. Ahí parecía un cable tenso. Ahora está desmadejado, relajado y parece otro. Para ella es una sensación rarísima. 

–Tengo un roto enorme en el calcetín. 
–Aha. 
–Enorme. Se me ve el dedo gordo.
–Aha.
–Eres una cabrona y me caes fatal. 
–Tú a mi peor. 

Justo antes de dormirse ella piensa, "a lo mejor sí que sé escribir ficción". 

lunes, 21 de marzo de 2016

El empotrador



Al final lo disfruté. Después de pasarme la noche anterior sin dormir, repasar la charla en mi cabeza como un mantra durante días y días,  no comer y tener el estómago encogido de los nervios lo disfruté. 

Lo disfruté a pesar de que 15 segundos antes de subir al escenario el corazón me latía tan fuerte que de verdad temí que me fuera a dar un infarto. 

No me dio un infarto y fue muy divertido. 





Mil gracias a Ignite Madrid por darme la oportunidad de lanzarme a hacer esta locura, a Susana Lluna por animarme a hacerlo, a todos los compañeros de charla. Gracias a los conocidos y a los descerebrados desconocidos que vinieron a verme.

Millones de gracias.