viernes, 26 de junio de 2015

La calle que mide mi mundo

La calle se llama Majalastablas. Todo junto, un nombre extraño, resonante y con muchas aes. ¿Las tablas son majas? ¿Qué tablas? ¿Pueden ser las tablas majas? Estas y otras preguntas parecidas, que nos daban muchísima risa, nos hacíamos cuando éramos pequeños y todo nuestro mundo en Los Molinos se reducía a ir de un extremo a otro de esta calle. 

Treinta años después, Majalastablas sigue casi exactamente igual. Sin asfaltar, el mismo recorrido, las mismas torrenteras cuando llueve, (casi) las mismas casas, el polvo de arena los días de verano cuando hace un calor infernal, la oscuridad de las noches cuando en las casas que la flanquean no hay gente, el cambio de rasante... y el mismo comienzo en la cuesta de la estación y el mismo final en la "calle de tu casa, Moli".

Empezando por el final que podría ser el principio, pero que es el final porque siempre ha sido así; a mano derecha hay una casa que no estaba cuando yo era pequeña. Había un prado donde el vaquero metía las vacas cuando las sacaba del pasto que había detrás de nuestra casa. A veces, la cerca se quedaba abierta y las vacas salían a la calle y los coches se las encontraban paseando tranquilamente. A mano izquierda está Piedras Grises, con un seto enorme de arizónica que no deja ver la casa. A veces hay gente, pero otras muchas veces está vacía. Hacen fiestas; o hacían. Odio las arizónicas. 

Un poco más adelante está La casa amarilla, una de mis favoritas de Los Molinos. Es una casa enorme y, obviamente, es amarilla. He estado un millón de veces dentro y es maravillosa, como de película. Siempre pienso que ya no se construyen casas así; es espectacular y con un encanto increíble. De pequeña me fascinaba el gran salón con ventanas circulares, una chimenea gigante ¡y una mesa de ping pong! ¿A quién quiero engañar? Me sigue fascinando. La casa, el porche, la gran escalinata para subir al piso de arriba, la cocina amplia y blanca restaurada con los muebles de los años 50. Mi primer amor infantil vivía en esa casa ¡Hola A, si me lees! Me parecía el colmo de la guapura y el atractivo, y su madre montaba unas fiestas increíbles en verano. ¡Tenían una piscina gigante con trampolín de tres alturas! Hace poco trepé la tapia y la piscina está rellena de tierra. Lloré del disgusto, aunque sé que era inevitable que algo así pasara con esa casa. El jardín era tan enorme, ¡pista de tenis, parterres y parterres de rosas, decenas de caminos secretos para esconderse!, que se dividió cuando llegó el momento de las herencias. 

Pasada la gran verja de la casa amarilla, donde pone "Torreglory", un nombre horrible y que nadie conoce, hay una versión reducida de la gran casa. Es la antigua vivienda de los guardeses y es una preciosidad, como si los enanitos de Blancanieves se hubieran hecho una versión a escala. Por supuesto, ya no viven guardeses y hace tiempo que es una vivienda independiente de la grande pero tiene tanto encanto como la casa madre. Jamás he estado dentro y siempre que paso intento ver quién vive. Me imagino viviendo en ella y asomándome a las ventanas del piso de arriba con dos trenzas y corpiño. 

Nada más pasar esta casa está el cambio de rasante. De pequeños nos parecía una cuesta enorme que primero nos daba miedo bajar en bici y más tarde, perdido el miedo, fue el escenario de cientos de caídas en bici, rozaduras en las rodillas y manos despellejadas al perder el control o quedarnos frenados en la arena que el ayuntamiento echaba de vez en cuando para intentar rellenar los baches. 

Cuando era pequeña empezaba ahí la "zona de miedo". A la derecha, un prado lleno de zarzas, fresnos y sin luz. A la izquierda otra gran casa, una mansión que ocupaba toda la manzana y en la que no vivía nadie. Piscina, pista de tenis, rosaleda, gran jardín y una gran casa, enorme, de piedra. Los dueños se arruinaron o algo así y la propiedad se fue deteriorando hasta que otra familia de Los Molinos de toda la vida compró todo el terreno y construyó varias casas. No están mal y gracias a ellas ahora hay luz en ese tramo, pero no es lo mismo. En el prado sigue habiendo fresnos pero ya no hay zarzas, no se pueden coger moras... se puede jugar al pádel. 

En la esquina del prado de los fresnos está Los Molinillos. También conozco a los que viven allí, son amigos de mis padres. Bueno, los dueños originales eran amigos de mis abuelos, y sus hijos amigos de mis padres...puff, tengo mil historias sobre ellos. Incluso estuvimos en México en casa de uno de ellos cuando le destinaron allí... Él estaba, está, es un poco peculiar. Me daba miedo de pequeña, ahora no le soporto... cosas buenas que tiene la edad. 

Justo enfrente de Los Molinillos, está San Huberto. Ni sé las veces que he estado en esa casa; miles. Desde los diez años que entré por primera vez hasta el verano pasado, que fue la última que volví a entrar. En ella vivía y vive mi amiga S. Ella y todos sus hermanos; y ahora todas las parejas y montones de niños. He dormido, comido, merendado, celebrado bodas, cumpleaños y bailado coreografías imposibles enfrente de toda una patulea de familiares a los que no sé como conseguíamos reunir para jalear a siete niñatas haciendo el tonto. 

El adosado en el que han vivido varios de mis amigos, San Agustín, otra gran casa con gente sólo en verano que se sentaba en tumbonas con cojines de rayas azules y blancas, Samay Huasi, víctima de algunos de mis actos de vandalismo infantiles, El Naranco, su caravana con pegatinas de escudos de todas las ciudades de Europa en las que sus dueños habían ido de camping y su tapia, en la que nos pasábamos horas comiendo pipas y viendo pasar a la gente. Y al principio de la calle, La Perla y el Buzón. 

Todo sigue ahí, todo sigue exactamente igual. O no. Hay menos gente, las casas están más tiempo vacías y ya no es una calle oscura. Majalastablas era la medida de mis paseos y de mi mundo... sigue siéndolo. 

Recorría Majalastablas lo más rápido que podía porque lo importante era llegar. 

Ahora la recorro llena de nostalgia, disfrutando de lo que queda, añorando lo que ya no está y recordándome y sintiéndome con doce años. 

Majalastablas, la medida de mi mundo. 

miércoles, 24 de junio de 2015

Un abrazo

"No me beses, abrázame fuerte". 
"Abrázame y déjame llorar hasta que me duerma".
"Dame un abrazo y deja que me haga pequeña".

"Dame un beso de verdad, con abrazo", le digo a las princezaz. 

Nada consuela como un abrazo y hay pocas cosas más íntimas y más personales que abrazar a alguien. En un abrazo te tocas mucho, aunque sea un abrazo de esos de tíos,  de palmearse la espalda como si quisieran palparle la médula ósea al otro. Entonces, si es algo tan íntimo y que hacemos con tan poca gente, ¿por qué narices firmáis los mails con "Un abrazo"? 

Recibo un mail de alguien a quién no conozco o conozco muy muy ligeramente. Correcto, simpático, amable, interesante y, al final, "Un abrazo". Me quedo clavada en esas palabras, "un abrazo", con las orejas de punta, como un perro perdiguero. Intento imaginarme abrazando al remitente y a duras penas lo consigo. Empiezo a pensar en qué pondré yo de despedida cuando conteste. Ni de broma pondré un abrazo, no me visualizo siendo acogida en los brazos de ese desconocido/a. ¿Un beso? Si el semidesconocido ha puesto un abrazo a lo mejor un beso le parece demasiado íntimo... aunque no lo sea. ¿Un saludo? Si pongo eso me siento José Luis López Vázquez en una película de los años 60. "A los pies de su señora"

Cuando yo era pequeña, se saludaba a la gente que conocías con un solo beso y a los desconocidos se les estrechaba la mano en un apretón más o menos caluroso, dependiendo del grado de conocimiento. Sólo a algunas señoras muy cursis se les daba dos besos. En algún momento, entre mi niñez y mis veintipocos, todo cambió y muchas veces me encontré en la violenta situación de darle un solo beso a alguien que se quedaba con la cara cruzada esperando el segundo. El beso único desapareció, el apretón de manos desapareció y el gesto absurdo de los dos besos se instauró para saludar a conocidos y desconocidos. 

Bien, me plegué a la nueva fórmula de cortesía de los dos besos (falsos) con choque o roce de mejillas y dejé el beso único para los de amor verdadero o para los niños. El apretón de manos quedó relegado a ocasiones muy muy oficiales y muy muy serias. Entendí el nuevo protocolo y todo iba bien. 

Pero llegó el mail y sus despedidas y me encuentro en un mar de dudas. Si el mail es de mucha confianza, lo normal es que no lleve ni despedida o ponga algo inconveniente, como "que os den" o "no te soporto". Si es de amor verdadero, pues "Un beso", "Un beso enorme", o "Besos (todos)", o cualquier otra cosa de ese estilo. Si es un mail de amistad, pues "muchos besos". Pero, ¿qué pongo si el destinatario no es un Ministro pero tampoco es mi amigo? 

Me resisto a poner "Un abrazo". Me imagino encontrándome en persona con ese semidesconocido y abrazándolo, y noto cómo mi cuerpo hace la cobra y se resbala de esos brazos. No puedo poner "Un abrazo" sin sentirme violenta o mentirosa. 

La mayoría de la gente que se despide con "un abrazo" lo hace con buena intención (y seguro que no le ha dedicado horas a meditarlo como yo) pero también sé que cuando los encuentre nos daremos los dos besos absurdos y pasaran años (si es que eso sucede) antes de que compartamos un abrazo. 

Un abrazo implica tocarse mucho, rodearse, acogerse, sentirse, sostenerse. ¿Por qué lo ponemos en los mails? ¿No lo pensamos? ¿Deseos reprimidos? 

Deberíamos instaurar el "Dos besos" como fórmula de cortesía. Tendría todo mucho más sentido y yo me sentiría muchísimo menos violenta imaginando gente a la que tengo que abrazar. Soy capaz de imaginarme dando dos besos a prácticamente todo el mundo, pero abrazo a muy poca gente. Soy de poco tocar y me da mucho pudor. 

Eso sí, si firmo un mail con "Un abrazo" eso es exactamente lo que significa, que quiero abrazarte. 

lunes, 22 de junio de 2015

Ensayo sobre los vaqueros

Yo confieso que tengo siete pares de vaqueros. Me los pongo todos, cada uno tiene una función distinta y su momento. Los tengo de "qué piernecillas tienes" y de "Moli vas como un saco". Nuevos y heredados. Oscuros y claros. 

¿Tengo demasiados? ¿Qué verdades absolutas se pueden aprender de mi experiencia? 

Primera verdad: un vaquero que te gusta no se tira hasta que literalmente se deshace y no hay manera de arreglarlo ni con parches ni con zurcidos de la Abuela Cleta. Esto se aplica a ellos y ellas. Ellas suelen ir enseñando cacha del culo y ellos los pelos de los huevos... Se aguanta hasta que se desintegra el pantalón o tu pareja/madre los tira. 

Segunda verdad: jamás hay que comprarse un vaquero si no estás absolutamente convencido de que te gusta. Un vaquero no aguanta "no me gusta mucho pero con esta camiseta disimula". O te encanta o criará polvo en tu armario por los siglos de los siglos con breves intentonas, cada vez más espaciadas en el tiempo, de ponértelo acompañado de esta frase "¿y estos vaqueros? ¿por qué no me los pongo? No pueden estar tan mal.....Vale. Al armario otra vez". 

Tercera verdad: en los vaqueros hay modas; estrechos, anchos, de tiro bajo, de tiro alto, pesqueros, arrastrados, con vuelta, sin vuelta, negros, azules oscuros, nevados (sí, sí... no os hagáis los tontos), rotos, sin romper...y mil más. En la escala que va de "cambiar mis vaqueros todos los años por los que están de moda" a "hago que me traigan mi modelo desde China por mensajería porque lo llevo usando 20 años"...cada uno ocupamos un lugar. En los de China todos son tíos y en los de cambiar creo que casi todas son ellas y tienen menos de 25 años. 

Cuarta verdad: todos tenemos manías con los vaqueros. TODOS, y el que diga lo contrario miente. Las manías de ellos se concentran en una: estos son los vaqueros que me gustan y para cambiar de modelo y/o color tiene que darme un ictus, me tienes que prometer sexo salvaje 15 días seguidos y/o me da por el running pierdo 15 kilos y descubro que los vaqueros que he estado usando toda mi vida me quedaban fatal. 

Las manías de ellas van desde tener un vaquero para cada ocasión: un vaquero mono, uno para llevar con sandalias, uno para ir al monte, otro para tacones a manías del tipo "yo no uso pantalones pitillo porque tengo los muslos/rodillas/culo/cintura gorda/flaca o lo que sea". 

Quinta verdad: todos los que tenemos 40 años en algún momento de nuestra adolescencia lloramos por unos Levis aunque nos quedaran de angustia. 

Sexta verdad: los vaqueros aguantan casi todo sin dar vergüenza ajena pero no todo. No, repito, no se puede consentir en un hombre esos vaqueritos de tela fina con el cinturón apretado y que hacen globo en el culo. NO. 

En ellas, por favor, NO se puede consentir el vaquero de cintura a la altura del tercer espacio intercostal. 

Sexta verdad: cuando no sabemos qué ponernos todos queremos ponernos vaqueros. 

Séptima verdad: los vaqueros en verano dan calor. 

Octava verdad: la limpieza de los vaqueros es algo muy subjetivo y su valoración cambia con la edad. Cuando eres pequeño no entiendes jamás que tus pantalones favoritos vayan a lavar "¡pero si están perfectos!". Después se entra en una etapa en la que lo que más molan son los vaqueros recién lavados. Es una etapa absurda en la que sólo te puedes poner los vaqueros una o dos veces antes de decidir que hay que lavarlos. Hay mucha gente que se queda en esta etapa. Conozco a alguien que tenía 7 pares de vaqueros iguales porque sólo se los ponía una sola vez antes de echarlos a lavar. 

Después llegas a una etapa en la que los vaqueros aguantan un tiempo sin lavarse. Y más allá, está la etapa en la que sólo los lavas si te tiras algo muy asqueroso encima. Pasado un determinado momento...puedes estar años sin lavarlos. 

(Si vas a un sitio donde se fume entonces hay que lavarlos, no hay nada más asqueroso que ponerse unos vaqueros que apesten a tabaco)

Novena verdad: si te quedan bien unos vaqueros, seas él o ella, no habrá nada que te quede mejor. 

Décima verdad: si encuentras tus vaqueros favoritos del mundo mundial que te quedan de lujo y decides volver a comprarte otros exactos...nunca te quedaran igual. 

Cuídalos, no los laves y aprende a zurcir. 


miércoles, 17 de junio de 2015

Candidato a peor libro del año: La dichosa importancia de la belleza

"Subversiva y surrealista". 
"Pulso cómico, inteligencia y dulzura".

Juro solemnemente que todo lo que voy a relatar es la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. 

Sé que es increíble, pero no me invento nada. 

La dichosa importancia de la belleza es el sofisticado y absolutamente vacuo título del peor libro que he leído en los últimos cuatro años y uno de los más horribles de toda mi carrera lectora. La autora de estas 260 páginas es Amanda Filipacchi y la razón por la que lo he terminado es que es tan espantoso que no daba crédito. 

"Barb es bellísima pero quiere parecer fea y se disfraza de fea" (tal cual, en la contraportada). Barb va por la vida disfraza con un traje de grasa que le hace parecer 40 kilos más gorda, una peluca canosa, unos dientes postizos, unas gafas de culo de vaso y ropa horrorosa. ¿Por qué? Porque quiere que el hombre que se enamore de ella no lo haga porque es guapa. Barb es imbécil y la autora francesa y como todas las francesas se pasa toda la novela dejando claro que si eres fea y gorda tu vida no tiene sentido. 

Aunque parezca increíble, Barb tiene amigos. Está Georgia, que es escritora. Se supone que es ingeniosa y sarcástica pero mi microondas es más agudo que ella. Está Penélope, pelín desequilibrada porque hace unos años alguien la secuestró y la tuvo 3 días metida en un ataúd hasta que su padre pagó el rescate. Hace unas cerámicas muy feas que intenta vender con poco éxito. Se le ocurre, entonces,  romper todas las piezas para que parezcan enteras y poner un cártel que dice "lo que se rompa se paga"; entonces empieza a forrarse. 

A estas tres locas las acompaña Jack, que es un ex policía que salvó a Penélope de su ataúd. Sí, lo sé, he dicho antes que el padre pagó el rescate pero yo no tengo la culpa de que la Filipacchi no recuerde su trama y su editor tampoco. El caso es que Penélope debía pesar 100 kilos porque Jack se lesionó, dejó de ser poli y trabaja en un geriátrico separando a ancianos que se pelean de mentira porque les da pena que Jack se aburra.

La última pata de este banco es Lily, que es fea hasta decir basta, pero fea fea de dar miedo. Además, está enamorada de un patán que obviamente no la hace caso porque es fea. ¿Qué tiene Lily entonces? Toca el piano maravillosamente bien. 

Estos son los 5 seres que protagonizan esta cosa. Había un sexto, pero tuvo a bien suicidarse  después de dejarle a Barb una nota confesándole su amor. Por eso es porque lo que Barb (de Barbie, supongo que alguien habrá cogido la supuesta ironía) decidió esconder su belleza bajo un disfraz de fea, para que su belleza no matara a nadie más. 

Después de una mucho menos brillante y mucho más prolija presentación de unos protagonistas menos interesantes que verte crecer la uñas, Filipacchi se lanza a la acción. Barb empieza a recibir cartas del muerto suicida, Gabriel, en el que le advierte que uno del grupo al que llamará "Leo" quiere asesinar al idiota del que está enamorada Lily, que se llama Strand.

Barb se lo cuenta a los demás, quienes por supuesto niegan ser el asesino, y durante unas 30 páginas se miran con suspicacia y hacen planes para evitar que a Strand lo mate nadie. ¿Le importa a alguien? No. ¡Ah, no!, a Lily sí le importa. 

Lily se lanza a "componer música que cambie el mundo". Lo intenta muy fuerte y entonces consigue componer música que hace que las cosas "apetezcan". Es tan buena en eso que cuando toca para sus amigos, por primera vez, consigue que éstos se "enamoren" de la correspondencia comercial que hay encima de la mesa. (Os juro que no he bebido). 

A todo esto, tienen que solucionar el tema de "Leo el asesino". Se reúnen en una de sus "Noches de genios", la noche indicada por el suicida en sus cartas como la marcada para la muerte de Strand, a quien invitan a cenar para "protegerle". Barb compra un cuco que marque las horas entre las 8 y las 12, pone cubiertos y platos de plástico, pasa a sus amigos por un detector de metales para que no lleven cuchillas metidas en el culo, revisa la comida para que no haya venenos y acabada la cena los ata a la barra de ballet que tiene en casa para que no se abalancen sobre Strand y lo maten. Se confirma que Strand no tiene cerebro, porque todo le parece perfectamente normal. 

Strand se salva del asesinato pero no de la que le viene encima. A Lily, que la gente se enamore de las cartas, los bolis o tenga un deseo irrefrenable de comprar cuadernos cuando ponen su música en un centro comercial no le sirve para enamorar a Strand. Persiste en su afán compositor hasta que consigue hilar una melodía que la convierte en guapa (os juro que no me he dado a la ayahuasca). Cuando suena la música todo el mundo cae rendido a sus pies ante su belleza; y cuando no suena se pone una máscara que le ha hecho Barb. 

No me preguntéis cómo porque, además a quién le importa, pero Strand no sólo se enamora sino que no ve que es Lily. Se enredan en una historia de amor verdadero en la que o ella lleva la máscara o suena la música. Todo muy normal, muy razonable y muy de salirse los ojos de las órbitas. A Strand todo le parece estupendo, incluso que ella no quiera dormir con él porque la máscara es incómoda y escuchar la música todo el día es un coñazo. Al final, no recuerdo cómo, Strand se cosca de que ha estado bajo el encantamiento de una fea y la deja. Y vuelve. Y hacen como que sí, pero es que no y lo dejan. 

Y Lily sufre. Y Barb hace una fiesta en su casa por algo e invita a Peter. ¿Quién es Peter? El tío que se encontró el portátil de Georgia en un taxi y que al abrirlo se encontró las fotos de Barb la guapa, antes de ser Barb la fea, y decidió que era la mujer de su vida. Están todos en la fiesta cuando el portero loco de Barb, que cada vez que se cruza con ella la insulta, "¿Por qué no jugamos a las casitas? Tú haces de puerta y yo te doy el portazo", y que es el personaje más inteligente del libro, aparece en la casa con una pistola dispuesta a matarla. 

A los amigos oligólérdicos de la protagonista no les queda claro porqué quiere matar a la falsa fea (al lector le parece que está tardando mucho en matarla, concretamente 200 páginas) y se lanzan a quitarle el disfraz de grasa para evitar que el portero  la reconozca. Espera encontrar a una fea feísima y se encuentra con un pibón en minifalda, marcando canalillo y melenón rubio al viento (Filipacchi, qué obvia eres), con lo que se queda descolocado.

¿Cómo termina este despropósito argumental, literario y con la misma calidad prosística que un prospecto de supositorios? 

En un delirio alucinógeno. Para salvar a su amiga, Lily se pone a tocar el piano. Pero como, lógicamente, está nerviosa, en vez de tocar la melodía "apaga asesinos" toca la melodía "amor al folio" y al portero le empiezan a entrar unos irrefrenables deseos de ir a comprar material de oficina. Abandona la fiesta para comprar folios, grapas y unos bolígrafos, y el resto de los  invitados se va con él. 

Lily sigue tocando pero está tan triste por el abandono de Strand que empieza a convertirse en espejitos (no tengo setas alucinógenas en casa). Barb la abraza, le pide que no se rinda, pero el "espejismo" sigue avanzando... Barb se pincha (sin clavarse nada en la cara que le deje cicatrices) al intentar ayudarla. Llena de sangre, ve cómo Lily al tocar el suelo se hace añicos y muere.  

Un flipe, ¿a que sí? 

Pues no se vayan todavía, que aún hay más. Barb va al hospital y mientras tanto sus colegas barren a Lily del suelo y Penélope se dedica en cuerpo y alma a pegar sus trocitos. Mientras ella juega a los puzzles, Barb y Peter se enamoran o algo así, Georgia termina una novela y cuando la pobre Penélope está supertriste porque no le sale el rompecabezas se plantan todos en su casa, se abrazan y Lily resucita. 

Resucita. Se había roto en trocitos de espejo y su amiga la pega y resucita. RESUCITA. 

"Amanda Filipacchi fue operada de estrabismo cuando tenía seis años, y sabe que la belleza depende del ojo que la mira". 

A mí se me ha quedado la mirada de las 1.000 yardas. Me balanceo en mi mecedora y balbuceo "subversiva y surrealista, subversiva y surrealista" mientras me abrazo las rodillas muy fuerte.