martes, 23 de julio de 2013

LOS CUADERNOS


¿Por qué lo apunté? Pues para recordarlo, claro, pero ¿qué es exactamente lo que yo quería recordar?¿Cuánto de todo aquello sucedió realmente? ¿Acaso sucedió algo? ¿Para qué tengo un cuaderno de notas? Es fácil engañarse a uno mismo en relación con todas estas cuestiones. El impulso de apuntar cosas resulta peculiarmente compulsivo, inexplicable para quienes no lo comparten y útil solo de forma accidental, solo de forma secundaria, de esa misma forma en que todas las compulsiones intentan justificarse a sí mismas”

Joan Didion. “ Los que sueñan el sueño dorado”. 

Los primeros cuadernos que tengo guardados son de cuando iba de campamento a Comillas, a la “English House”. Son 3. Uno con tapa azul, otro con tapa negra y otro con una especie de lechera holandesa muy rara dibujada encima de un fondo azul clarito.  A partir del 20 de julio, todos nos comprábamos un cuaderno ( a partir del segundo año lo llevabas desde casa) y lo pasábamos a nuestros amigos para que nos escribieran algo, un recordatorio o una frase ingeniosa y nos dejaran su dirección porque por supuesto íbamos a escribirnos. También intentabas que el que no te caía bien no te escribiera pero a veces era inevitable. En estos cuadernos yo no escribía, no hay nada con mi letra de 12, 13, 14 años...todo son dedicatorias de gente que recuerdo vagamente. “No vayas por el sol que un bombón como tú puede derretirse”. 

En el año 92, estuve de viaje por Escocia. Un viaje muy surrealista, lleno de anécdotas y aventuras.  Me dio por escribir un diario de ese viaje, un diario bastante divertido que luego presté a una de mis compañeras de viaje y nunca volvió a mí. Es un cuaderno perdido, mi primer cuaderno escrito perdido para siempre. O no. Nunca se sabe. 

El siguiente cuaderno que empecé fue en el año 97. No era un cuaderno de notas, apuntaba los días que trabajaba, los gastos que tenía  y los libros que leía. Eran anotaciones simples “Una semana en Tarrasa”, “4 días en Granada”. Era una libreta pequeña, azul con una flecha verde en la portada y anillas blancas.  

Cuando se acabó esa libreta, compré un cuaderno feo. Muy feo. Un sencillo cuaderno de anillas blancas, con cuadrícula y unas tapas negras de cartón malo. Lo compré en septiembre de 1997, empecé a apuntar cosas de unas conferencias de arte que iba en el Museo del Prado. Cosas como “Conferencia de Bernardo Atxaga. Un auténtico coñazo. Debería darle vergüenza hablar así”. Seguía apuntando los libros que leía pero sin ninguna explicación: “Diario de Anais Nin”, “La perla”. “Matando dinosaurios con tirachinas”. Nada más. Después hay páginas llenas de anotaciones sobre exposiciones que visitaba. Había empezado un master en Museografía y cuando iba a los museos, me ponía muy profesional y anotaba lo que me parecía bien y lo que no me gustaba. 

Después, en mi año negro, 1998, empecé a escribir allí cosas personales. Muy personales. Tan personales que nunca se las he dejado leer a nadie y nunca se las dejaré leer a nadie. Letra apretujada con una pluma que me había regalado mi abuela al terminar la carrera. Páginas y páginas de patéticas experiencias y pensamientos e ideas. Algunas casi ilegibles porque las escribía al llegar a casa bastante borracha. No hay una continuidad. Entre anotaciones de ese tipo, hay nombres de tíos y teléfonos. No recuerdo a ninguno pero supongo que en su día tuvieron que importarme algo si apunté sus teléfonos, aunque puede que no les llamara nunca o que los apuntara después de una única vez sabiendo que no les llamaría nunca. Es un cuaderno escrito hasta la última página, en los márgenes, en la portada, en la cara interior de la contraportada. Tiene hojas intercaladas escritas también con letra de colegio de monjas muy pegada. Hay cosas enganchadas con clips, entre ellas un poema horroroso sobre mis “pechos enharinados” que me escribió uno de esos tíos, del que si recuerdo el nombre. La portada acabó arrancada pero la conservo. Está tan destrozado y tan lleno de cosas que lo tengo guardado en una bolsa. Para que no se pierda nada y para no verlo. 

Después dejé de escribir en cuadernos. Sé exactamente cuando fue. Julio de 1999. Sencillamente se terminó. Compré un cuaderno nuevo, de cuadros y tapas duras, supongo que intentando que no se rompiera como el anterior, pero está impoluto, nada escrito, guardado en la mesilla de mi cuarto de Los Molinos. 

Hace un año alguien me dijo:

¿Por qué no llevas un cuaderno de notas? 
No lo necesito, me acuerdo de todo. 
Deberías llevarlo. Se te ocurren mil cosas y estaría bien que las apuntaras. 
No lo necesito. 
A mí me gustaría que lo llevaras. 

Lo pensé durante unos meses y como no estaba muy convencida, cogí una libreta de publicidad que tenía en los libros de colores. No era un buena libreta. Tamaño ni pequeño, ni grande y con las anillas arriba. Una libreta de esas que sacan los periodistas o los policías para escribir tres tonterías pero que no sirve para escribir en plan torrente porque nunca sabes si tienes que escribir hacia arriba o hacia abajo. Yo me entiendo.  Ideas para posts en este blog, listas para la docena, dibujos de laz princesas. Notas sobre cosas que me ocurrían y que no eran para posts pero que terminaron siendo posts. Libros para leer. Direcciones. A pesar de mi poca fe en llevar un cuaderno de notas, la llené en un par de meses.

Y me compré otro cuaderno. En septiembre u octubre del año pasado. Es un cuaderno rojo, con anillas blancas, con cuadrícula y tiene divididas las páginas por colores. Me senté y lo organicé. Copié incluso de la libreta anterior las cosas que me habían quedado pendientes, las ideas que no había organizado, los libros que no había comprado. Lo llevo encima siempre, en el bolso si salgo de casa. En Los Molinos lo acarreo de mi cuarto al jardín cuando me levanto por la mañana y lo subo a la mesilla cuando me acuesto. Pueden pasar días sin que apunte nada, pero otros, como cuando estuve la semana pasada en el hospital se me ocurre una idea y tengo que apuntarlo. Tengo que escribirlo en ese mismo momento. Enganchar esa idea y escribir todo lo que se me ocurra. Me pasa en el curro y muchas veces en el coche, aunque normalmente no paro a escribirlo. Pienso “me acordaré cuando llegue a casa”. Pero luego no me acuerdo. Se pierde. 

En ese cuaderno fui durante meses completando el post que escribí para mi cumpleaños. En ese cuaderno tengo otra nueva lista de libros, tengo las docenas escritas a golpes de inspiración y de desesperación. Tengo citas apuntadas a las que llegué tarde. Tengo ideas de regalos para un cumpleaños. Tengo frases copiadas de internet (“You never have to change anything you got up in the middle of the night to write”. Saul Bellow) y trozos de artículos de periódicos. Tengo fragmentos de conversaciones en la pradera y conversaciones con laz princezaz. Entre sus hojas tengo postales de una exposición de Klee, unas cuantas fotos en papel que me hizo Morenaza, el parte del hospital, notas de C y algún artículo recortado del periódico. Tengo un poema que me escribió M por mi cumpleaños y hoy por sorpresa he encontrado una especie de poema escrito por mi el 17 de mayo. Jamás había escrito nada así. ¿Yo he escrito eso? 

Todos esos cuadernos están guardados en el baúl que me hace de mesilla, supongo que si hubiera un incendio en mi casa, sería lo único que me llevaría. 

“Pero nuestros cuadernos nos delatan, porque por muy diligentemente que anotemos lo que vemos a nuestro alrededor, el común denominador de todo lo que vemos es siempre, de forma transparente y desvergonzada, el implacable “yo”.

Joan Didion. 



viernes, 19 de julio de 2013

EL PINO

Es lo primero que te encuentras al entrar en casa. Bueno, lo primero son los dos perros ladrándote si eres un extraño o dándote besos de babas si eres un conocido, pero justo después, en lo primero que te fijas es en él. 

Es un pino. Grande. Enorme. Con un tronco muy grueso y ramas fuertes que se extienden dando sombra a toda esa parte del jardín. Tiene una copa redonda muy frondosa y muchas piñas. El tronco mola porque tras un primer tramo grueso se abre en horquilla a una altura que permite trepar y subir. Las ramas principales son bastante horizontales y de una de ellas, gruesa y resistente cuelga un columpio. 

No siempre fue así de grande. Cuando compramos la casa hace 31 años era una “bola de pino”, un “arbusto pinoso”. Una masa informe de ramas en medio del jardín. No lo recuerdo pero supongo que mis padres valoraron la opción de talarlo completamente. Al final decidieron hacer una poda drástica para intentar que aquella bola de ramas tuviera pinta de árbol. 

Ahora, 31 años después, no solo tiene pinta de árbol. Es mucho más que eso. Es un pino espectacular, majestuoso y digno y al mismo tiempo  es extrañamente entrañable. Es más alto que la casa y sus ramas, que en su día eran unas varitas con poca consistencia, alcanzan el porche, las ventanas del salón y el cuarto de las fieras. De hecho, desde esa ventana solo se ve pino y vagamente un poco de jardín detrás. Mola porque desde ese cuarto se escucha al pino por la ventana.  Cuando hace mucho viento, cuando llueve, cuando nieva o incluso cuando no hay nada de eso, desde esa ventana se escucha al pino: las ramas agitarse por el vendaval golpeando los cristales, el agua cayendo y resbalando por las ramas y de ahí al suelo, las ramas crujiendo cuando se acumula mucha nieve y las acículas mecidas por la brisa a la hora de la siesta en verano 

Tengo mil recuerdos de ese pino. Recuerdo el primer verano en esta casa, sin sombra y con todo un jardín para descubrir, antes de la poda drástica, nos metíamos entre sus ramas para hacer nuestra guarida pegados al endeble tronco que tenía por entonces. Recuerdo, bueno, más que recordarlo es que hay fotos, el día que Molimadre disfrazó a Molihermana de Madame Pompadour y a Pobrehermano Pequeño de M.A. y posaron debajo del pino.  Recuerdo encuentros tórridos, muy tórridos pegados al tronco en madrugadas un poco alcohólicas y bastante arriesgadas. Recuerdo siestas de verano debajo de sus ramas que se convertían en deporte de riesgo cuando empezaban a caerte piñas justo cuando te habías quedado dormido.Unas piñas muy gordas petadas de piñones. Recuerdo aperitivos fin de fiestas con 50 personas todos debajo del pino zampando sin parar. Recuerdo mirar desde la ventana del salón y ver  a Molimadre llorando abrazada a mi padre  mientras le decía que se iban a París a celebrar su 50 cumpleaños.  Recuerdo a los distintos perros que hemos tenido: Capo, Bronco, Patas y Putoperro ladrando debajo como fieras para asustar a la familia de ardillas. Lo consiguieron, ya no hay ardillas.  Recuerdo broncas entre Pobrehermano Mayor y Molimadre, él cabalgando sobre las ramas con la motosierra en la mano y ella gritándole desde abajo qué rama cortar.  Recuerdo la conversación de todos los veranos sobre la conveniencia de hacerle otra poda “drástica” para que le de el sol a la piscina y como se desestima todos los años. Mejor agua a temperatura “serrana” que tocar el pino. Recuerdo el día que en el primer verano de M colgamos un columpio que todavía sigue ahí y en el que hemos pasado horas. Recuerdo fiestas de cumpleaños de C con la mesa puesta debajo del pino para resguardarnos del sol de agosto.  Recuerdo a todos nuestros perros durmiendo a su sombra. Recuerdo piñatas colgadas de sus ramas. Recuerdo muchísima nieve a su alrededor y más nieve cayendo desde sus ramas. Recuerdo a las princezaz el verano pasado intentando convencer a Pobrehermano Mayor para que construya una casa en el árbol. Les dijo que sí, pero que para él. 

Llevo una semana pasando la mañana sentada en una mesa a la que también da sombra.       Lo veo, lo escucho y lo siento. Estoy escribiendo y cuando me atasco en algo, levanto la mirada y veo el columpio moverse ligeramente. Mientras estoy leyendo oigo las ramas que se mueven. Mientras dormito en el balancín, siento que el pino esta ahí, mirándome mientras me recupero de la operación. 

Me acompaña.

Ese pino es casa. 

miércoles, 17 de julio de 2013

EN LA HABITACIÓN

Blanca. Con un trozo de techo pintado de verde césped. Un color curioso pero que me gusta.  Muy grande. Está pensada para dos camas, pero solo estoy yo. Mi cama parece absurdamente pequeña en esta habitación tan amplia. Me río sola, bueno más bien me sonrío porque me da miedo que me duela la herida, al acordarme de la camita de 80 cm de Julie Trinos en Sonrisas y Lágrimas. Ésta es la versión modernizada con más posturas que el Kamasutra (¿qué tipo de mente enferma tengo que me asocia a una monja austriaca con sexo?), aunque por mucho que alargue el brazo no consigo llegar al mando y jugar a las mil posiciones. 

A mi derecha un ventanal enorme recorre toda la pared, es como una ventana de un edificio de oficinas. Por la franja que me deja ver el estor entrecerrado veo otro ala de este  macrohospital y descubro que mi ventana por fuera se ve azul, como las que veo yo. Justo debajo de la ventana, un sofá azul enorme. Es como de polipiel, de esas tapicerías en las que si te sientas directamente con tu piel te pegas, y si te sientas sobre tu ropa, te escurres. La butaca que hay a continuación también es azul de la misma tapicería, pero en esta me escurro menos, tiene palancas molonas para tumbarte, subir los pies y recostarte. Paso casi todo el tiempo sentada ahí aunque manejo las palancas con cuidado, vengo de serie con una aprensión genética y siempre pienso que al darle a una de esas palancas o bien el respaldo caerá a plomo, o lo de los pies se subirá de golpe o lo peor de todo se plegará en V y me atrapará dentro. Creo que leí demasiados Mortadelos, pero desde luego con el costurón de la tripa el solo pensamiento de un movimiento brusco me da pánico. 

Entre la butaca y la camita de Julie Trinos articulada está la mesilla, verde y blanca. Es una mesilla rara, el cajón se abre por delante y por detrás. No me gusta meter las cosas en los cajones porque siempre creo que las olvidaré al marcharme. 

La habitación de una hospital es un sitio muy peculiar. No es como la habitación de un hotel donde sigues siendo tú, están tus cosas, tienes tus horarios, entras y sales, puedes incluso estar de incógnito.  

La habitación de un hospital es un sitio dónde no eres tú. O eres menos tú.

Me despierto y no tengo nada mío. No tengo mi reloj, ni la cadena con la medalla que llevo desde los dos años, ni mis pendientes de la suerte, ni mi pijama. Llevo un camisón que ni siquiera es de mi talla enredado en torno al cuerpo. Ya sé que yo no soy ni mi reloj, ni mi cadena, ni mis pendientes de la suerte, ni mi medalla ni mi pijama...pero es muy raro encontrarme sin nada de eso. Subo las manos y ¡oh! sorpresa..mi móvil está en la cama, por encima de la almohada. ¡Qué ilusión me hace! Es una chorrada, pero no sé ni en que habitación estoy ni qué número nada...por lo menos con el teléfono puedo llamar a alguien. Mi móvil...mi tesoro. 

Cuando consigo que me levanten de la cama tras advertir que “yo en la cuña no puedo...o me levantan o me meo encima”, llego al baño y otra vez la sensación de no ser yo, de estar fuera de mi se acentúa. Me miro en el espejo  y me entra la risa al verme como un gremlin encorvado, con el pelo de punta, de un bonito color amarillento, con tubos saliéndome de los brazos y agarrada al gotero.  Creo que me ha entrado la risa, pero no...tengo un gesto raro. Un gesto que es una mezcla de pena, dolor y miedo porque  soy   dolorosamente consciente de que cada movimiento que hace 24 horas era mecánico e inconsciente ahora seguramente me dolerá. 

Consigo hacer pis,  de hecho el mejor pis de mi vida,  mientras la enfermera está a mi lado mirándome. Sigo sin ser yo pero en ese momento el alivio es tanto que me da igual, aunque lo pienso, es curioso como la enfermedad te hace ver como absolutamente normales cosas que el día anterior te hubieran parecido inconcebibles (como diría Vizzini). 

-No puedes estar mucho tiempo en la cama. Solo por la noche y un rato en la siesta...pero corta.
-¡Pero si solo han pasado 7 horas desde que salí del quirófano!
- No puedes estar tumbada...al sofá o la butaca. 

Por fin tengo mis cosas. Mi reloj, mis pendientes de la suerte, mi cadena, mi medalla...un pijama. Me lavo los dientes y me siento en el sofá. 

Otras cosas que hace que no te sientas tú son los horarios, el hecho de no poder elegir nada y que todo el mundo se preocupe por ti. Me descoloca que me hagan tanto caso,  cada persona que entra en la habitación me dice

Hola Moli...¿cómo estás?
Moli..¿cómo te encuentras? 
Moli, ¿de 0 a 10 cuanto dolor tienes?
Moli, ¿necesitas algo? cualquier cosa que necesites llama al timbre. 
Moli, aqui tienes la comida...come despacio. 

Abro la tapa y quiero morir. En el escalafón culinario en la vida de un ser humano el top siempre es la comida de mamá o de la abuela, un buen restaurante, jamón serrano, comida basura adecuada a la resaca, el menu del día, la cantina del curro, la comida del colegio, el club de tuper, el sandwich de gasolinera plastificado, los restos de la nevera y después, mucho después, mucho más abajo está la comida de hospital. 

La comida de hospital no es que esté mala, no es que te de ganas de vomitar, no es que prefieras comerte las uñas antes, no es que sea incomible...es que la ves y lloras. 

En mi bandeja hay sopa y pollo que parece pájaro.  

Lloro muchísimo mientras lo pruebo con cuidado. Descubro que las dos cosas saben exactamente igual, saben a nada. Lloro más. 

Tengo que pasear. Salgo al pasillo sin saber cómo va a ser, ni hacia donde tengo que ir. Camino hacia la derecha al salir de mi habitación, y llego a una sala con máquinas y unos grandes ventanales. Me acerco y miro fuera. Son las afueras de Madrid, jardines y edificios nuevos. Urbanizaciones con zonas comunes y piscina. Lo pienso y estoy en pijama, fuera de mi vida mientras ahí fuera la gente sigue viviendo como si no pasara nada. Tengo absurdas ganas de llorar. Mierda de sensibilidad postoperatoria...no es más que una raja en la tripa. 

Me he agotado con el paseo. Vuelvo arrastrando las chanclas mientras pienso que ni siquiera se que temperatura hace fuera, no sé si hace más calor que ayer o menos, si sopla viento o si se ven nubes a lo lejos. Llego a mi habitación y miro el número...F303. De repente esa habitación donde no soy yo..es “casa”. 

Salgo de allí 30 horas después arrastrando las chanclas y acompañada de Pobrehermano Mayor. 

-Joder Moli, este hospital es como un aeropuerto, vamos a tener que andar un poco hasta el coche. 
- Yo no tengo prisa y no me hagas reír. 



Un millón de gracias a todos los trabajadores del “aeropuerto”. 

lunes, 15 de julio de 2013

EN LA SALA DE ESPERA

- Pase ahí y espere que le llamen.

"Ahí" significa sala inhóspita con unas sillas que son un potro de tortura y "espere a que le llamen"significa que vas a entrar en una nueva dimensión temporal donde el paso de tiempo deja de tener ningún sentido, las horas se sucederán sin que puedas hacer un uso interesante de ellas y si la espera se prolonga mucho acabaras con risa floja o llanto incontrolado.

Las sensaciones en una sala de espera de un hospital se parecen mucho a las que se tienen en un aeropuerto. Inseguridad, ansiedad y ganas de terminar. Igual que en un aeropuerto no se tiene control de la situación, ningún control. Una mente pensante (se supone) y superior controla los destinos de los que están en la sala y decide cuando y como saldrán de allí.

Cuando uno llega a una sala de espera de un hospital todos los que están allí sentados se transforman en "rivales". Estaban allí antes que tú, tienen el territorio conquistado y ya saben como va el proceso. Tienen el poder y la sabiduría.  Tu llegas nuevo y el único superpoder que puedes usar contra su sabiduría es que tu enfermedad sea más grave que la suya, que te duela más, que sea peor. Es un superpoder muy peligroso, porque quieres usarlo para poder pasar por encima de ellos en la espera...pero tampoco quieres pasarte y que tu dolencia sea "demasiado grave". Lo quieres para ganar en la sala de espera pero te gustaría poder desactivarlo en la vida real. 

Como no te has llevado libro, no hay nada que hacer más que observar. 

Un trio de médicos. Dos hombres y una mujer. Son jóvenes, rozando los 30. Los tres llevan bata blanca, dos sobre su ropa normal y otro sobre un pijama verde de hospital. Los tres son altos. Ellos llevan barba y ella es morena con el pelo recogido en un moño. Pasan una vez y entran en un despacho. Llaman a un paciente y le reciben los tres. Sale uno de los hombres. Sale el paciente. Salen el otro hombre y la mujer. . Me apuesto una mano a que tienen algún tipo de tensión sexual no resuelta, obviamente los tios pugnan por la atención de ella. Y ella está más inclinada hacia el más alto, el bajito de pijama verde se va a quedar en la zona de amigos. Consigo leer su tarjeta identificativa: "Psiquiatría". Estos no me van a tocar a mí...

Una voz dice un nombre. Una chica a mi espalda se levanta. Es morena, guapa, con el pelo recogido en una gran coleta. Lleva unos pantalones negros bombachos y una camiseta de tirantes también negra. Tiene un buen culo. Entra en una sala con una de las auxiliares de enfermería. Sale con pinta de estar mareada y vuelve a su sitio. En la mano lleva el movil, unas pastillas y la pulsera identificativa pero sin ponérsela. ¿Qué le pasa? ¿Lo que tiene es más grave que mi apendicitis? ¿Por qué está sola? Cuando uno va a urgencias suele ser porque no se encuentra nada bien, no conviene ir solo. Esos pantalones no tienen bolsillos...¿cómo ha venido? No tiene las llaves del coche en la mano y además si te encuentras mal es mejor no conducir. Este hospital está en medio de la nada...

Llega una hija con su padre en silla de ruedas. Ella lleva el pelo recogido en un moño desaliñado, gafas, una camiseta de tirantes marrón y unos pantalones vaqueros cortos. El padre es mayor, muy mayor, tiene la tripa muy hinchada no sé si de gordura o por enfermedad, el pelo negro como el betún peinado hacia atrás, dos sortijas en los dedos y también lleva pantalones cortos. Se nota que fue presumido y todavía lo es.  Mira sin ver con la cabeza gacha. Se sientan a mi lado y la hija le coge la mano todo el rato. 

Al fondo de la sala de espera hay otra hija con su padre, les he visto cuando me han llamado para sacarme sangre y enchufarme el analgésico en la vía. Esta hija no se sienta, está de pie, pegada a su padre que está en una camilla y que obviamente está demente. Consumido hasta los huesos, con las piernas dobladas como un bebe, la mirada perdida, las manos como garras, intenta quitarse la camisa, quitarse los pantalones. Lleva pañal.  No para quieto y ella le trata con un cariño increíble, le mima e intenta tranquilizarle. Espera. De pié a su lado sin separarse de él. Ella tiene mi pinta de tener entre cuarenta y cuarenta y cinco años, lleva una blusa ligera de flores azuladas, unas bermudas negras, sandalias cómodas y una mochila grande con muchas cosas. Lleva gafas y tiene cara de estar agotada pero cada vez que se acerca a su padre sonríe. Pienso que debe ser mayor que yo porque el padre tiene pinta de tener muchos años. Intento imaginar a mi padre en esa situación y no soy capaz. 

Es terrorífico el momento en que pasas a tratar a tus padres como niños pequeños, en que los sientes vulnerables y dependientes de ti. Es terrorífico y duele que te cagas. 

Hay una chica parapetada detrás de unas gafas Jumbotron de pasta y un kindle. Me da mucha envidia. Primero no parece estar enferma y además tiene entretenimiento. Lleva unas zapatillas de lona azul con calcetines cortos y una especie de poncho de color claro. Lee, la llaman, se levanta, vuelve a su sitio y lee. ¿Qué le pasa? 

Las horas pasan. La hija con el padre en silla de ruedas ha conseguido pegársela a los de administración y ha colado a la madre  en la sala de espera, para entrar y salir se turnan el salvoconducto, la pegatina en la que pone "acompañante de urgencias". La madre es una señora mayor rubia, con un moño a lo Betty Missiego, un blusón semitransparente de colorines a través del cual se le ve el sujetador negro y lleva tacones. Entran los tres en una sala para que la auxiliar de enfermería les haga algo. Al salir, la hija llama al hermano y le cuenta que creen que el padre tiene un tumor pero que no se lo van a decir, que le han dicho que lo tienen allí porque estaba deshidratado. "No hay necesidad de asustarle, está tranquilo". 

Un señor alto. Rubio. Con pinta de gañanaco. Parece simpático y está agobiado. Más que gañán parece rural.  Lleva un vendaje en un lado de la cara, cerca de la sien izquierda y otra herida tapada con vendas en un brazo. Una vía en el otro. Lleva pantalones de montaña como los de El Ingeniero cuando trabajaba en el monte, botas de campo y un polo granate con un logo en el que pone "Parque Natural del Guadarrama". No se sienta. Pasea, pasea, pasea. De un lado a otro de la sala. De vez en cuando saca el móvil y estira el brazo para conseguir leer la pantalla. En la mano izquierda lleva un reloj digital enorme. Pasea sin parar. 

Tras 6 horas he conseguido descifrar el código de los pijamas médicos. Los especialistas los llevan verdes, los médicos de familia blanco, las enfermeras azulitos, los auxiliares de enfermería en una bonita gama de colores pastel que va del rosa al amarillo y los celadores de rayitas marrones. El del personal   de la limpieza es de rayas rojas. Me siento extrañamente complacida por haber descifrado el código...me hace tanta ilusión como a Indiana Jones cuando descubre la X gigante delante de sus narices en la iglesia de Venecia. 

Decido entretenerme entonces con otra cosa y me fijo en los zapatos del personal sanitario. Hay dos tendencias claras. Por un lado tenemos la deportiva, con médicos, enfermeras, técnicos de ecografía o limpiadores calzando unas zapatillas deportivas dignas del marathon de Boston. Por otro lado esta la tendencia "andar por casa con calzado apto para chapotear" con personal sanitario calzando crocs o sucedáneos de crocs debidamente customizados: con tacón, deportivos, con alza, etc. Ambas tendencias coinciden sin embargo en su preocupación por ser visibles si se produce un apagón y la oscuridad cubre el hospital; todo el calzado es de color fluorescente muy chillón...veo incluso unos zuecos morados fluorescentes. Espeluznantes. 

Otra chica sola. Un ejecutivo con traje. Otro hijo con su padre mayor en silla de ruedas que me recuerda muchísimo a mi suegro. La chica de negro ya no está. El trío de médicos ya no aparece. Creo que fuera se ha hecho de noche. 

Cuando por fin estoy en la camilla El Ingeniero me dice:

- Moli, para los que llegan ahora tú eres la reina de la sala de espera. 

Al salir hacia el quirófano, siento como los recién llegados me ven como una rival que consigue salir, yo los miro pensando en lo que les queda. Veo al señor del polo granate que sigue paseando.

Pasamos al lado de la hija con el padre demente, la sonrío y ella me mira agotada y me dice: Suerte. 

Espero que consiguiera salir de allí y pasara una buena noche acompañando a su padre en la residencia.   No los olvidaré nunca.