domingo, 9 de julio de 2023

And Just like that, el bochorno inenarrable

 

Esta mañana he tenido que preguntar a mi madre cómo limpiaba la brocha con la que llevaba dos horas impermeabilizando la terraza. Es esa clase de conocimiento que no tengo o, mejor dicho, no me atrevo a tener porque es algo que mi madre siempre sabe mejor que yo (o eso cree ella).  Si, por un casual, hubiera mostrado algo de iniciativa por mi parte y me hubiera puesto a limpiar la brocha sin consultarle, enseguida hubiera aparecido sobre mi hombro y me hubiera dicho: «¿vas a limpiar la brocha con agua?», frase que en realidad quiere decir «hija mía, eres un desastre, menos mal que estoy yo aquí para enseñarte a hacer las cosas». (Recordemos que tengo 50 años y mi madre, cada vez que me ve salir de casa, me dice: «¿vas a ir así, sin peinar?»). La cuestión es que andaba limpiando la brocha cuando he tenido el pensamiento de que unas que tampoco hubieran sabido qué hacer con la brocha llena de pintura impermeabilizante son las protagonistas de And Just Like That…, una serie empeñada en demostrar que las mujeres de más de 50 años son estúpidas, ñoñas, cargantes, infantiles, antipáticas, bobas, superficiales, egoístas, catetas en su peor acepción, pusilánimes, falsas, flojas, cargantes y, sobre todo, RIDÍCULAS. Ridículas hasta resultar ofensivas, ridículas hasta causar una vergüenza ajena que me dan ganas de taparme la cara con un cojín o, en un gesto que se inventó mi hermano cuando vio por primera vez Chucky, el muñeco diabólico, taparme los ojos con los pulgares mientras con los índices me tapo los oídos para no verlas, para no escucharlas, para intentar olvidar que existen, que alguien ha creado esta basura de serie. 


Yo vi Sexo en Nueva York tarde. Tenía más de treinta años y dos hijas y la vi en la colección de dvds d que me prestó una de mis tías. Era mi momento de asueto, de desconexión. A pesar de no tener absolutamente nada en común con las protagonistas (ni vivía en Nueva York, ni tenía éxito con los hombres, ni soy elegante, ni me gusta la ropa, ni me gusta salir por la noche arreglada, por aquel entonces ni escribía… ) la serie me entretenía y a lo mejor aprendí algo, no lo sé. Lo que sí sé es que no me daba vergüenza ajena ni me hacía sentir insultada como mujer de 30 años. Aquello, y esto también lo he pensado mientras limpiaba la brocha, era un poco como el Instagram de los primeros dos mil: lujo, glamour, cotilleo, brilli-brilli y vidas de mentira completamente irreales e inalcanzables. Era frivolidad con criterio. No eran mujeres como yo pero, aparte de pasearse divinas, tenían vidas, preocupaciones, intereses, sentimientos, algo. 


En And Just Like That… no hay nada de eso. ES LA NADA. De las amigas originales que continúan en la serie (Miranda, Carrie y Charlotte) no se salva ninguna. Y cuesta creerlo, pero la que peor parada sale de este intento cochambroso de ser modernas, inclusivas, naturales e independientes es Miranda. La más sensata y con más criterio de la serie original, aquella con la que te podías identificar en algo. Ahora, ll idilio forzado con Che (único personaje que se salva y que tiene algo de peso y credibilidad y sentido en todo el despropósito) es tan burdo, tan poco natural y grita tan fuerte «ey, mira, cómo molamos, somos superinclusivos y nos parecen bien todo tipo de relaciones» que es exactamente la misma actitud del que te dice «yo no soy racista porque tengo un amigo negro». Lamentable. Cada vez que Miranda aparece en pantalla me preparo para lo peor, para un bochorno mayor aún que cuando estando en Irlanda me dijeron que íbamos a ir a ver a “Queen Elizabeth” y yo dije: «qué bien, nosotros también tenemos reinas en España» y empecé a hablar de la monarquía. Luego resultó que lo que íbamos a ver era “Queen Elizabeth”, el trasatlántico que cruzaba por el puerto del pueblito donde yo estaba. Nadie se rió de mí en mi cara (supongo que todavía se están riendo), pero treinta y cinco años después aún siento el bochorno al recordarlo. Un ridículo de treinta y cinco años, sin embargo, se queda en nada comparado con lo que siento cuando veo a Miranda hablar, actuar y comportarse como si no tuviera riego cerebral, como si fuera solo uno de los sims programado para escoger la opción que la hace parecer más oligolérdica.


Charlotte fue siempre la amiga tontita que todos tenemos. Hace veinte años era graciosa en su ingenuidad y la apreciabas porque era buena, la típica amiga que nunca ve el mal, que piensa que todo el mundo es bueno y que con un poquito de esfuerzo todos podríamos vivir en un mundo de luz y de color. En And Just Like That… Charlotte es una madre del opus haciéndose pasar por moderna. En el último episodio, cuando mandan a sus hijas al campamento y corren a casa a follar como si la convivencia con adolescentes impidiera tener una vida sexual de pareja interesante, era lamentable. Pero los guionistas nos tenían planeado algo aún peor, algo que si hubieran hecho una encuesta entre los espectadores hace un mes nadie hubiera imaginado: una escena de supuesto sexo tan ridícula que hasta grité: «PERO QUÉ MIERDA ES ÉSTA». Aclaremos que en esta serie ellas siempre follan con sujetador, lo que resta por completo cualquier atisbo de credibilidad a la escena porque todo el mundo sabe que la primera prenda que vuelta fuera es el sujetador; pero en fin, suspendida nuestra credibilidad en este punto, lo que ya no se sostiene de ninguna de las maneras es que Charlotte, esa cumbre monjil, le pida a su marido que se corra en sus tetas, a lo que él responde: «pero si no es mi cumpleaños… », y la escena termine con Charlotte reclamando que donde está su semen que ella no lo ve y que eso no puede ser, que ella para darse por satisfecha quiere quedarse pegajosa en el canalillo. Esto va aún más lejos y acaban en el médico, luego el matrimonio haciendo ejercicios de Kegel y él diciéndole a ella que su vagina parece un cepo para lobos y termina en una escena en la que se supone que ella le pajea a él y acaba con la mano como si se le hubiera derretido un helado de nata. Al lado de esto, lo mío con el “Queen Elizabeth” parece hasta respetable. 


Carrie hace de Carrie pero peor, como con desgana. Cualquier ingenio o gracia que tuviera hace veinte años ha desaparecido debajo de capas y capas de incongruencia argumental y supuesta crisis existencial en la que se mezcla el duelo, el miedo a envejecer y el aburrimiento. En la serie original las tramas de los episodios tenían un sentido, algo básico: empezaban, se desarrollaban y terminaban. Ahora todo se reduce a una serie de escenas pegadas unas a otras a cual más improbable, indescriptible y bochornosa. Algunas son directamente insultantes. Por Dios Bendito, ¿cómo es posible que Gloria Steinem se haya prestado para aparecer aquí?  ¿Cómo es la escena del robo de joyas? Ni en Torrente se hubieran atrevido a algo tan chusco. 


Que Sexo en Nueva York era una serie solo de blancas ricas y que la vida real no era ni es así es algo que todos sabíamos. Igual que pasaba con Friends, Cheers, Frasier o Los problemas crecen. Hemos avanzado y ahora en las series y pelis se intenta que se parezcan más a la vida real donde, especialmente en USA, la mezcla intercultural es lo cotidiano. Correctísimo, pero de ahí al festival de inclusividad forzada de esta serie hay un salto. Es que me imagino la conversación: «Chavales, tenemos que ser inclusivos». «Vale, jefe, pásanos la lista de lo que hay que incluir», «Latinos ✓, negros ✓, lesbianas ✓, discapacitados ✓, hombres comprensivos ✓, señoras ancianas ✓, bisexuales ✓, mujeres que no quieren tener hijos ✓, negros ricos ✓». Han escrito los guiones siguiendo el mismo método que te daban a ti en el colegio para escribir las redacciones de inglés: metiendo todas las palabras que te decían aunque lo que escribieras no tuviera el más mínimo sentido. 


¿Y el sexo? ¿Cómo es posible que guionistas con experiencia, supervisados seguro por coordinadores de guión, editores, productores ejecutivos, directores y las mismas actrices hayan sido capaces de sacar a la luz una escena en la que hablando de semen una actriz diga «yo siempre fui mucho de mayonesa»? ¿Cómo es posible? O, por favor, que se hable de un tío con un gran pene como «Fulano el de las tres piernas» y que Carrie se ruborice? ¿Dónde estamos? ¿En unos ejercicios espirituales? O, por favor, ¿Miranda poniéndose un arnés y actuando como si fuera Harpo Marx? Como dice el dicho popular: «Manolete, si no sabes torear para qué te metes». ¿Qué necesidad hay de hacer escenas supuestamente de sexo si vas a tratarlas como una clase de sexualidad para teletubbies? Es todo tan increíble que parece que entre toda esa gente culpable de este horror solo tuvieran un cerebro y lo usaran por turnos. 


Sobre los estilismos y demás no puedo decir nada sesudo porque a mí, tanto ahora como en la serie original, me parece siempre que van hechas unas auténticas mamarrachas y que cualquier persona que, en la vida real, dedicara esa cantidad de tiempo, dinero y esfuerzo en pensar qué ponerse no es de la misma especie que yo. Considero, además, que todo lo que llevan a mí me parece siempre muy incómodo y muy poco práctico. En la serie original sufría por ellas, por sus pies, por sus tetas, por el frío o el calor que debían estar pasando. Ahora ya solo digo en voz alta, como la señora mayor que soy: «mamarrachas». En el episodio dos el mamarrachismo alcanzó su cumbre cuando Carrie iba con Charlotte a una tienda vestida con un mono de mecánico de Top Gun y un bolso que era una especie de pájaro disecado y que llevaba en el brazo como si lo hubiera recogido de la calle para cuidarle la patita. Cuando va a pagar unas botas que ha encontrado y que obviamente no necesita, abre una tapita en el lateral del pájaro y saca la cartera. Lo escribo y pienso: si yo leyera esto sin haberlo visto no me lo creería. 





Hay mujeres que se niegan a envejecer y hacen todo lo posible por intentar frenar lo inevitable y hay otras que, sin que necesariamente les haga feliz el proceso, que lo aceptan y viven tranquilamente sin darle más importancia de la que tiene y, sobre todo, sin perder energía luchando contra algo que no se puede parar. And Just Like That… es como una de esas mujeres que no sabe envejecer, que se autoengaña y se pone en ridículo. 


Si And Just Like That… hubiera sido una serie que quisiera retratar a mujeres que no saben envejecer, lo hubiera clavado. Si esa hubiera sido su intención la serie es perfecta.  Como me temo que su intención era justo la contraria (retratar cómo las mujeres mayores de cincuenta tienen vidas interesantes, llenas de cosas que valen la pena y de conocimiento que han adquirido en sus vidas) la serie es un fracaso absoluto. 


Es malísima, terrible, espantosa, un horror. 


La pregunta es entonces: ¿Por qué lo veo? ¿Por qué no lo dejo? Pues porque es como mirar un accidente o un programa de reformas de los gemelos. No puedo dejar de verlo, necesito comprobar a qué cumbre de vergüenza ajena son capaces de llegar y, semana tras semana, reconocer que ni en mis ensoñaciones más alocadas, drogada con ayahuasca y alcoholizada yo hubiera sido incapaz de perpetrar tal despropósito. 


Y ahí sigo. Episodio tras episodio esperando un bochorno vergonzante que contemplo con lástima e ira. Lástima porque han desperdiciado una fantástica ocasión para hacer una serie con mujeres interesantes; e ira porque, una vez más, las mujeres somos retratadas como ridículas, absurdas y memas. Como criaturas caprichosas e infantiles incapaces de hacer nada provechoso con sus vidas. Me consuelo pensando que yo, aunque no sepa distinguir un Fendi de un Birkin, sé impermeabilizar una terraza y puedo tener una conversación sobre sexo sin parecer una ursulina.

Si quieres recibir las entradas en el correo te puedes suscribir aquí.

miércoles, 5 de julio de 2023

Lecturas encadenadas. Mayo y junio

Antes de nada: una lectora me dejó un comentario diciendo que echaba de menos mis lecturas encadenadas. En primer lugar: gracias, me hizo mucha ilusión. En segundo lugar: la explicación. En mayo no hice lecturas encadenadas porque solo leí un libro, Los silencios de la libertad, de Guillermo Altares, y dediqué un post entero, Testigos silenciosos, a las reflexiones que me había provocado. Pensé entonces: no hago lecturas encadenadas y, como seguro que en junio recupero ritmo, uno los dos meses. Para sorpresa de nadie, en junio he recuperado poco porque no sé qué me está pasando, pero no me cunde el tiempo de lectura y voy más despacio. No pasa nada, no hay prisa, disfruto lo que leo; pero no tiene sentido hacer un post de lecturas encadenadas si no hay nada que encadenar. ¿Cambiará esto en el verano? No lo sé, veremos. 


El post del que hablaba antes, Testigos silenciosos, lo escribí el 28 de mayo, el día antes de las elecciones. En tres semanas tenemos otras en las que nos jugamos muchos derechos y muchos logros conquistados que los fascistas quieren eliminar. «Eso no va a pasar», a lo mejor piensa alguien. Si ese alguien está leyendo esto, que se levante y se dé contra la pared, por idiota y crédulo, y que luego coja Los silencios de la libertad y lo lea con atención, porque ahí están todos los peligros, que no es que los enfrentamos sino que ya están aquí, ahí, llamando a nuestra puerta y queriendo tirarla abajo. 


«Muchas decisiones nos superan, a veces es imposible elegir, otras no se puede encontrar el valor suficiente. Pero la lucha por la democracia se compone de millones de pequeños actos individuales. Somos cada uno de nosotros los que podemos romper los silencios de la libertad».


Lee a Guillermo y no votes a fascistas ni a gente que vota con fascistas. Haz el favor.

Después de una lectura tan política pretendía leer algo más ligero, pero los caminos de las lecturas encadenadas son inescrutables y desde la estantería de los pendientes de leer me asaltó El bosque del odio, de Roman Gary. Creo que fue justo a Altares al que oí hablar de este libro hace mucho y lo compré de segunda o tercera mano en algún sitio que no recuerdo porque no lo apunté. («The biggest lie we tell ourselves is "I don´t need to write this down because I will remember it"». Kevin Kelly)

El bosque del odio es una novela publicada en 1945, nada más terminar la II Guerra Mundial, y cuenta la historia de los partisanos polacos que viven escondidos en los bosques cerca de Wilno. Viven escondidos en cuevas, en agujeros, escapando de los alemanes que han ocupado Polonia y que están asesinando a los hombres, violando a las mujeres, arrasando con todo. El personaje principal es un chavalín de 13 años, Janek, hijo del médico del pueblo, al que sus padres esconden en un agujero en el bosque para que esté a salvo. Su padre le dice “vendré cada noche y, si un día no vengo, corre a buscar a los partisanos”.  No destripo nada porque esto ocurre en las dos primeras páginas: Janek acaba viviendo con los partisanos y aprendiendo la realidad de la guerra y la crueldad de los hombres de primera mano. Es una novela que cuenta el final de la guerra, cuando a Polonia llegan noticias del frente de Stalingrado y empiezan a creer que quizá haya esperanza, que quizá los alemanes pierdan y ellos puedan volver a sus vidas o a lo que queda de ellas. Mientras tanto conviven con la miseria tanto física como moral, con la crueldad que ven y la que se dan cuenta que ellos son capaces de infligir, con el odio al otro, al alemán, más allá de cualquier razonamiento o consideración. 

Es una novela clásica, de guerra, llena de horror cotidiano, de las vidas transformadas por el mayor de los sufrimientos: crueldad hacia los demás, traición por comida, prostitución para sobrevivir. Personas normales con vidas normales llevadas al extremo y con la supervivencia como única meta. Personas que pensaron «eso no va pasar».


«Janek le dió la espalda. Empezó a caminar, luego echó a correr. No huía: tenía prisa por llegar. Quería volver bajo tierra, hundirse en su agujero, no volver a salir nunca más. Bajó al escondrijo y se echó sobre el jergón. No se sentía cansado. No tenía miedo. No tenía sed, ni sueño, ni hambre. No sentía nada, no pensaba nada. Permanecía tumbado, con la mirada vacía, en el frío, en las tinieblas. Solo cuando la noche estuvo ya mediada pensó que iba a morir. No sabía cómo se muere uno. Probablemente un hombre se muere cuando está listo para morir, y está listo cuando es demasiado desdichado. O bien, quizá, muere cuando ya no le queda nada que hacer. Es un camino que sigue cuando ya no tiene otro sitio a donde ir. Pero él no murió. Su corazón latía, seguía latiendo. Morir no era más fácil que vivir».

El bosque del odio fue un bestseller de posguerra y su autor, Roman Gary, es todo un personaje. Nació precisamente en Wilno (Polonia Oriental) y era judío. Su padre nunca le reconoció y, tras pasar unos años en Varsovia, llegó con su madre a Niza. Durante la guerra combatió con los franceses y fue condecorado cuando terminó. Intelectual, hablando varios idiomas, tuvo una carrera diplomática que le llevó a Estados Unidos donde, entre otras cosas, se casó con la actriz Jean Seberg. Escribió varias novelas con distintos pseudónimos y es el único escritor que ha ganado el Premio Goncourt dos veces, aunque con dos nombres distintos y algo de polémica. 


El bosque del odio es una buena novela. Es dura, se te agarra a las tripas y crees que no podrás soportarlo más y cuando la terminas, no te suelta. Es una historia que no olvidas. 


En un tiempo que parece muy lejano, pero que en realidad fue en marzo, estuve en París y en la librería Shakespeare & Co a la que llevé a mis hijas porque son devotas de la trilogía de Linklater Antes de (lo estoy haciendo fenomenal en cuanto a referencias culturales de mi descendencia). Allí compré el libro autobiográfico de Shirley Jackson que ya recomendé y mi siguiente lectura de estos meses: The Lonely City. Adventures in the art of being alone, de Olivia Laing. (Está traducida por Capitán Swing) ¿Dónde leí sobre este libro por primera vez? No lo sé, como no lo apunté («The biggest lie we tell ourselves is "I don´t need to write this down because I will remember it"» Kevin Kelly) lo olvidé. La cuestión es que tenía interés en él y, como me encantan las ediciones americanas en tapa blanda, lo compré en París. 


Es un texto de no ficción que mezcla las experiencias personales de la autora con la divulgación artística. Ahora que lo pienso, quizá se parezca en forma a El nervio óptico, de la argentina María Gainza (que estás tardando en leer y que recomendé aquí hace mil quinientos años). Olivia Laing llega a Nueva York por una relación amorosa que parece que va a concretarse en algo más tangible en la ciudad pero que se desvanece, sin que ella nos dé muchos detalles, poco tiempo después de su llegada. Olivia, que ha dejado atrás su vida en Gran Bretaña, vive por largas temporadas en Nueva York saltando de apartamento en apartamento, dependiendo de qué amigo se lo deje una temporada o se lo subarriende a buen precio. Allí reconoce sentirse más sola que en ningún otro sitio, más sola que nunca. Está viviendo en una ciudad superpoblada y llena de actividades, pero no consigue conectar con nadie (en esto también me ha recordado a algo que contaba Will McPhail en IN., un tebeo que también he recomendado y que es maravilloso). Olivia se refugia entonces en el Arte o, mejor dicho, en determinados artistas cuya obra ella cree que refleja o expresa la soledad. En esa lista de creadores están Edward Hopper, David Wojnarowicz, Henry Darger, Andy Warhol, Nan Goldin, Klaus Nomi y alguno más. Olivia Laing traza sus biografías centrándose sobre todo en su relación con la ciudad, con Nueva York concretamente; aunque en el caso de Darger esa ciudad es Chicago, donde fue portero en un hospital, solitario y desconocido, hasta que murió y en su habitación encontraron cientos de misteriosas pinturas que todavía están tratando de interpretar. 


Henry Darger

Las reflexiones sobre la soledad de la ciudad o de estos artistas a veces me han interesado y otras me han parecido cogidas un poco por los pelos, pero he aprendido mucho de algunos de esos personajes que no conocía más que muy vagamente. Con Wojnarowicz y su obra he hecho un viaje a los años de la epidemia de SIDA, algo que yo viví como adolescente española con muchísima distancia y que sin embargo ahora, con este libro y con el podcast Resurrection (del que ya hablaré), estoy viendo con muchísimo interés y horror porque fue algo terrorífico: la enfermedad y el rechazo a los homosexuales, su trato como apestados de la sociedad. 


Otro elemento interesante del libro de Laing es la descripción de la ciudad. Madrid no es Nueva York pero puedo identificar los procesos que ella describe también aquí: la desaparición de la vida «normal» en el centro, la homogeneización de las tiendas, los bares, los restaurantes, la imposibilidad de encontrar casa, lo que viene siendo la gentrificación de nuestros barrios que convierte la ciudad en un decorado sin alma. No es que yo sea fan del alma de Madrid, pero por lo menos tenía algo diferencial. 


¿Hay que leer The lonely city? Pues sí. Es un libro que va de menos a más y que conviene leer mirando de vez en cuando en Google alguna de las imágenes de las que habla (de esto tenemos que hablar: tengo la sensación de que los escritores se curran menos ahora las descripciones porque ya cuentan con que irás a buscarlo en internet y a mí NO ME GUSTA INTERRUMPIR LA LECTURA PARA ES, cuéntame cómo es, me lo imagino y, si lo que cuentas me ha interesado suficiente, cuando luego deje de leer y esté haciendo otra cosa iré a buscarlo). Se aprende mucho de Arte, se aprende a mirar el Arte y también a ver más allá de él a la persona que está detrás y que, muchas veces cuando no siempre, vuelca en sus obras una parte de su vida que no es capaz de expresar más que como artista. (Sobre esto creo que la interpretación de Hopper es la que está más traída por los pelos y la que menos encaja con el resto de artistas, pero entiendo que hablar de soledad y Nueva York y no hablar de Nighthawks era imposible). 

“Many marvelous things have emerged from the lonely city: things forged in loneliness but also things that function to redeem it”. 

Tres libros en dos meses sería una marca lamentable si estuviera tratando de competir con alguien. 


Lee a Guillermo, lee a Gary y a Olivia para aprender, pero sobre todo no votes a fascistas. Eso es lo más importante y con esto y la esperanza de retomar mi ritmo lector, hasta los encadenados de julio. 


Si quieres recibir las entradas en el correo te puedes suscribir aquí.

domingo, 2 de julio de 2023

Tendría que haber


For years, Castaing-Taylor lived in a small house in the South of France, but he recently moved to another, in Catalonia, overlooking the Mediterranean. “I hope to die there,” he said. (New Yorker, 5 de mayo de 2023)


Castaing-Taylor es un director de películas documentales muy snob e intenso que quiere cambiar el modo en que se hacen los documentales para que no sean didácticos y las imágenes hablen por sí solas. No he visto ninguna de sus películas (la última se titula De Humani Corporis Fabrica y transcurre en hospitales de París dentro y fuera de los cuerpos de los pacientes) y no sé si las veré, pero tengo la ligera sospecha de que quizá sean un muchito intensitas y un poquito tostón. La cuestión es que da igual cómo sean sus películas o si yo estoy siendo prejuiciosa, que puede ser.  La cuestión es que, cuando leí esa frase sobre su vida, pensé: «joder, qué suerte, vive en el Sur de Francia y dice “voy a mudarme” y alehop, ahí está, queriendo morirse mirando el Mediterráneo». Seguí leyendo y el tipo, que nació en Liverpool (es decir: no es sospechoso de ser un americano con sus paparruchas del sueño americano), estudió primero Teología, pero cuando se dio cuenta de que no tenía fe saltó a la Antropología, se fue a viajar por África y acabó en Cambridge estudiando un doctorado; y cuando terminó pensó: «¿Qué hago ahora con mi vida?» Y se fue a hacer un máster en la Universidad del Sur de California. ¿A qué viene esta especie de resumen de LinkedIn de un tipo desconocido del que no me apetece ver sus películas? Pues a que cuando leo estas cosas siempre pienso: ¿Qué he hecho con mi vida? Y luego: ¿De qué pasta hay que estar hecho para tomar todas esas decisiones y esos giros radicales por los que cambias de país, de profesión, de trayectoria?


Hay que ser rico. Esa es la respuesta más obvia a esto, pero no es verdad. Obviamente, si eres rico y puedes dar esos saltos sin mucha preocupación porque sabes que siempre tendrás una red o una vuelta atrás, esos cambios son más fáciles; pero hay mucha gente rica que sencillamente nace, crece, se casa con alguien que podría ser su hermano o hermana, recrea una familia exactamente igual a la que creció, tiene un trabajo igual que el de sus padres, y se muere. Perfectamente respetable también, que conste; pero sin el más mínimo giro ni desvío. Una línea recta sin sobresaltos. 



Cuando leo la trayectoria de gente como Castaing-Taylor siempre me pregunto: ¿Qué me falta a mí para hacer algo así? ¿Valor? ¿Oportunidad? ¿Hueco? ¿Ganas? ¿Actitud? A lo mejor me falta todo eso y me sobra miedo, precaución y responsabilidades familiares. 


No es esto un texto motivacional que escribo pensando en que hay que perseguir tus sueños y creyendo que si tu no das el primer paso no hay nada que hacer para llegar a algo que anhelas; no se trata de eso. Cuando terminé de leer el perfil del director pensé en qué giro radical daría yo hoy si pudiera. Sabiendo, por supuesto, que de lo que uno imagina a la realidad la distancia que existe es similar a la que tendría que recorrer para decidirme por apostar por algo de lo que imagino. Fantaseo con comprarme una casa en un pueblo de Francia o, si eso es demasiado lejano, una casa en un pueblo del Pirineo para vivir todo el año. «Te aburrirías» es algo que mucha gente me dice cuando lo cuento. Ya me aburro en mi vida diaria, así que podría soportarlo. «La vida en un pueblo no es como te imaginas». Dejando de lado que nadie sabe cómo es aquello con lo que otro fantasea, la vida en Madrid me horroriza y creo que podría lidiar con otra que tampoco me gustara después de cincuenta años de experiencia en ello. ¿Por qué no hago nada de eso? Por pereza y acojone, claro. Tomar esa decisión implicaría vender mi casa de Madrid, probablemente cambiar de trabajo, y saltar de la comodidad de saber lo que creo que va a pasar mañana (aunque sea un conocimiento completamente falso) a la inquietud de «¿qué va a pasar ahora?» o la duda de «¿y si me he equivocado?» 


Tengo otros planes imaginarios menos radicales. Hoy se cumple un año del comienzo del viaje de mi vida: quince días en autocaravana por el estado de Washington. Escribo esto llena de nostalgia y añoranza por esos quince días, por los paisajes, por las sensaciones y por la persona que fui esas dos semanas. Recuerdo el día que llegamos a Lake Crescent y, emocionada por lo que veía, pensé: «volveré aquí, volveré aquí a pasar un mes, un verano, alquilando una casa y dedicándome a leer y a escribir». Fantaseo también con apuntarme a un curso de escritura creativa en un bosque perdido en los Adirondack o en la casa de Patrick Leigh Fermor en Kardamili. En estos planes, aparte de la decisión, me falla que creo que no sería buena estudiante de escritura creativa. Si te apuntas a algo así es para mejorar tu método, tu estilo, y porque tienes interés en aprender de lo que otros escriben. No cumplo ninguno de esos propósitos. Si hay algo que tengo aceptado de mí misma es que soy, en esencia, chapucera. Chapucera completista es mi perfecta definición. Ahora mismo escribo este texto sabiendo que si le dedicara una semana de mi tiempo seguramente sería mejor, pero en mi afán escritor pesan más las ganas de terminarlo, de sacarlo de mí, que de hacerlo mejor. Además, y sé que esto es terrible, la opinión que otros, mis supuestos compañeros de curso, pudieran tener sobre lo que escribo me daría exactamente igual y creo que mi interés por lo que ellos escribieran sería escaso. Lo estoy pensando: mejor que un curso de escritura creativa lo cambio por un curso de lectura crítica: menos trabajo y más interés. 


¿Por qué no hago nada de eso? Ni casa en Francia, ni Lake Crescent, ni cursos. 


«Más adelante», pienso. «Cuando las niñas vuelen, cuando ya no quieran pasar los veranos conmigo», me contesto a mí misma. Y cuando me visualizado veo que tendré sesenta años y quizá sea la vieja que ha alquilado una cabaña solitaria, o la más anciana del curso de literatura americana contemporánea o de diarios de viaje. Quizá mis vecinos y compañeros pensarán: «mírala, a su edad y cumpliendo sus sueños». ¿Qué pensaré yo? Pensaré que tendría que haberlo hecho antes, que por qué esperé tanto. Me bloquea saber que tener esa certeza no es suficiente como para liarme la manta a la cabeza y, por ejemplo, empezar a mirar algo así para el verano que viene.


¿Qué me falta? 

¿Por qué cuesta tanto moverse, saltar, ir a por algo que quieres?  

¿Qué puedo perder?


Ojalá tener la decisión de Castaing-Taylor. Cuando se lanzó a hacer documentales escuchó una historia sobre pastores nómadas en Montana que cada año recorren cientos de kilómetros pastoreando miles de ovejas. Cogió su cámara y se marchó a pastorear con ellos. Cuando, un año después, se estrenó Sweetgrass considerado una obra maestra, el pastoreo nómada en Montana había desaparecido. 


Suena a autoayuda, pero si no me decido, algo perderé. Lo que no sé es el qué y si me dolerá. Supongo que sí porque intuyo que será una ilusión, mi ilusión, y a cambio ganaré una certeza terrible, como son todas las que empiezan por «tendría que haber». 


Para recibir las entradas en el correo, te puedes suscribir aquí.