viernes, 20 de enero de 2017

Philippe Halsman, una exposición feliz

Aparco. Justo delante está el pivote para sacar el ticket de la ORA. Pulso un botón para que se encienda y el pivote se tambalea. Por favor, por favor, por favor, cruzo los dedos para que no esté completamente desarraigado y funcione, porque no quiero peregrinar por todo el Paseo del Prado buscando otro. La pantalla se ilumina ¡funciona! Me tengo que quitar las gafas, reniego del hecho, ya irrefutable, de que me he convertido en una de esas personas que pasa más tiempo con las gafas en la mano que puestas. Necesito gafas para ver de lejos pero con ellas puestas no veo de cerca. 

Hace frío de abrigarse bien y me encanta. Hace frío para poder llevar gorro y bufanda. Y guantes, si no fueran un engorro ahora con el tema de las gafas. Me paso la vida perdiendo el móvil o las gafas, si tuviera que manejar unos guantes necesitaría aprender habilidades malabarísticas para no perder nada. Miro a la gente con la que me cruzo y pienso una maldad, como casi siempre. Por fin ha llegado el momento en el que los modernos con gorro de lana encasquetado no parecen ridículos. 

Me espera dentro, nada más pasar la puerta. Está apoyado contra la pared metálica de esa escalera también metálica en la que siempre me siento inestable. Es una escalera que parece decir "no sé si me caes bien o no", "no sé si voy a dejarte subir o te haré tropezar". Con cuidado, con tacto, pongo el pie en el primer escalón y espero a su veredicto.  Es una escalera que no se sube, se surfea. Casi puedo ver mi relejo en su metal extendiendo los brazos como buscando el equilibrio. 

La otra escalera, la blanca infinita, me encanta. Subiendo por ella, mientras charlamos, pienso en Woody Allen  con Billy Cristal en Desmontando a Harry mientras pasean por el infierno. No sé porqué esa escalera me recuerda a esa escena. Quizás porque creo que la escalera al infierno sería algo así, algo blanco impoluto sin nada en lo que enganchar la vista más que el fondo oscuro que al final te atrapará. 

Philippe Halsman ¡Sorpréndeme! es una exposición feliz, una exposición para sonreír y reír, para creer que hay muchas cosas chulas en la vida, pueden ser tontas, innecesarias y nada trascendentes pero te hacen feliz. Hay poca gente y todos sonreímos. Paseamos entre las fotografías reconociendo caras, personajes y sacando parecidos. 

Nos paramos un buen rato frente a una pared con un montón de portadas de la revista Life. Me recuerdan a las revistas que había en casa de mis abuelos. Tiraban 8 millones de ejemplares a la semana. 8 millones. ¿Cuántas de esas revistas estarán en armarios o estanterías de viejas casas sin que nadie las mire? A lo mejor ninguna. No puedo tocarlas ni olerlas porque están detrás de un cristal pero sé que huelen y tienen el mismo tacto que las novelitas rosas de aquella colección con tapas verdes que llenaban una estantería del cuarto de servicio de mis abuelos. Todas tenían títulos extraños que no logró recordar. Pienso en ellos al leer un titular de una de las revistas expuestas «El mayor rescate animal desde Noé». Todo parece tan naif. 

Acercamiento. Movimiento de cadera hacia el enemigo. Toma de posiciones. Trabajo de pecho. Ataque. Conquista. 

Esas palabras, o unas parecidas, están garabateadas en rojo sobre una serie de fotografías de Marilyn acercándose a un hombre de espaldas a nosotros. The interview se llama la serie. Definen perfectamente lo que vemos, lo que hace Marilyn, utilizar sus armas para conquistar. Antes de perderme en absurdas consideraciones sobre machismo y feminismo mi cabeza se lanza a un tema mucho más interesante. ¡Qué afortunada soy porque los sujetadores que sacaban punta a las tetas convirtiéndolas en ridículos arietes sean algo del pasado!

¿Qué piensas?
—Nada, tonterías.  

Gente saltando. Se nos olvida la alegría que da saltar. Da vértigo, miedo, nos preocupamos por nuestras rodillas, por caernos, por no saltar demasiado, pero saltar es volar un poco. Recorremos las paredes reconociendo a artistas, políticos, escritores, actores. 

Nos reflejamos en una foto de Steinbeck saltando. Nos veo. Los tres en el mismo plano, nosotros sonreímos y Steinbeck se concentra en separar sus pies del suelo en una vertical perfecta. Seguro que el bueno de John jamás pensó que algún día esa foto estaría colgada en una exposición en Madrid y una pareja cualquiera, nosotros, nos reflejaríamos en él. Es un pensamiento raro. 

Más raro es Dali trabajando con  Halsman «Lo repetimos todo veintiséis veces. Veintiséis veces tiramos los gatos, veintiséis tiramos la silla, veintiséis tiramos el agua, veintiséis veces fregamos todo». Me río a carcajadas imaginándolo. 

Resbalamos por la escalera blanca todavía sonriendo. Surfeamos la ola metálica. Salimos. Sopla viento de abrazarse y respirar. 

Tenemos que volver.


  


martes, 17 de enero de 2017

Una casa de Hopper

Hasta aquella noche no pensó que la casa dónde había vivido 4 años se parecía a las que aparecían en las  vistas ¿furtivas? ¿Imaginarias? de los cuadros de Hopper. 

Deseo poder volver a vivir allí. Se sintió extraña de sí misma, una sensación que nunca había tenido. Quería volver a esa casa, sintiéndose como cuando tenía veintiocho años pero sabiendo lo que sabe ahora.  

Desde la calle hay que recorrer un pequeño pasillo para llegar al portal, el edifico está retranqueado para poder tener un espacio que no llega a ser un jardín pero en el que cuando ella vivía allí había un gran árbol cuyas ramas llegaban hasta su piso. Ahora hay uno más pequeño, mucho más pequeño, que quizás tarde los ochenta años que su antecesor necesitó para alcanzar las alturas. 

El portal es pequeño y en el angosto hueco hexagonal de la escalera, en algún momento, se encajó un ascensor tan minúsculo que empujaba a abrazarse, a tocarse, a besarse.  En el descansillo de su piso, el cuarto, los suelos eran de losas hidráulicas y había dos enormes puertas verdes exactamente iguales. La suya era la izquierda. 

Su casa era gris. No un gris de tristeza y amargura, ni un gris de suciedad y paso del tiempo. No era un gris que desdibujara sino un gris que hacía reír, bailar y sentirse elegante. Así se sentía ella: elegante, feliz y con mucha suerte porque aquella casa le encantaba. Tenía un gran dormitorio con paredes, moqueta y ventanas grises. El gran ventanal de madera que se asomaba al árbol del jardín,  tenía delante un banco de madera en el que puso cojines para sentarse a leer. No lo hizo muchas veces porque aquella madera antigua ya no encajaba bien y dejaba pasar un viento helador. Pintaron el cabecero de su cama de amarillo violento y llenaron la estantería que tenía encima de libros que fueron comprando y regalándose mutuamente. Ella necesitaba subirse encima del cabecero para alcanzar el último hueco, allí solo guardaba libros que ya había leído pero por alguna razón siempre parecía tener motivo para trepar a buscarlos. Los techos altos era otra de las cosas que le encantaban de aquel piso, tumbarse en la cama y ver el techo tan lejos, dejándole espacio para pensar sin interrumpirla, espacio para mirar sin tropezar. Le gustaba el tono de luz que con las cortinas, también amarillas, se filtraba en la habitación cuando estaban en la cama. Lo hacía todo fácil. 

El pasillo era largo y atravesaba la casa haciendo medianera con los inquilinos de la derecha, marcaba el límite de su espacio y terminaba en un salón también  grande y gris, con una viga metálica atravesándolo por la mitad, como si estuviera ensartado. Aquel pilar metálico parecía ser lo único que lo mantenía unido con el resto del edificio. A veces pensaba que podría hacerlo girar sobre esa viga y desplazarlo hacia fuera, sobrevolando el enorme patio de manzana al que se asomaban las ventanas del salón. 

Al fondo estaban el baño y la cocina. El suelo resplandecía con baldosas de un color rojo brillante contra el que chocaban los baldosines negros del baño y los blancos de la cocina. Todo tenía enormes ventanas al patio. 

Cuando desayunaba de pie, su tazón de cereales y su café con leche, antes de irse a trabajar veía la vida empezar en ese patio: los coches llegando al taller, las luces de las oficinas en el edificio lejano que ocupaba la otra punta del patio y las cuerdas de la ropa de tender ocupándose y desocupándose. 

En aquel patio había una academia de baile de salón. Cada mañana pensaba que debería fijarse por la noche, cuando estuviera preparando la cena, para ver qué tipo de gente acudía a ella.  Se acordó de aquella academia once años después, mirando su casa desde la calle, una noche cualquiera en la que volvió a pasar por delante y pensó en Hopper.   

Nunca vio a nadie entrar en aquella academia.


miércoles, 11 de enero de 2017

Breve y desesperado manual de adolescencia

Llega un momento en el que dudas si todo lo que has  tratado de enseñar a tus hijos durante un montón de años se ha esfumado por completo. De repente, te das cuenta de que en tu comunicación con tus hijos, te pasas la mayor parte del tiempo teniendo problemas de cobertura, hay interferencias en la línea y ruidos extraños que parecen impedir cualquier tipo de comunicación fluida. 

A fuerza de escuchar, observar, interpretar y anotar he conseguido una, por ahora, una breve guía de interpretación de frases, actitudes y miradas. 

Ya voy, ya voy. 

Con toda probabilidad bolas del desierto y el séptimo de caballería aparecerán por tu pasillo, antes de que tus hijos adolescentes encaminen sus pasos a tu encuentro. 

Si, en un ejercicio de paciencia suprema, decides quedarte quieto esperando a que vengan porque quieres creer que en algún momento se darán cuenta de que les estás esperando, buena suerte. La parte buena es que serás consciente de cómo te crece el pelo y las uñas.  

Un momento

Significa no pienso prestar atención a lo que me has pedido hasta que no hagas una imitación perfecta de la niña del exorcista y parezcas poseída. Es entonces y ni un segundo antes cuando te prestaré atención y te miraré en plan: pero ¿estás loca? 

A veces va seguido de un "tranquilízate" o un "cómo te pones". Descubres que estas dos expresiones en boca de tus hijos consiguen que entres en combustión.   

-¿Qué?

Este interrogante suele venir acompañado de un leve giro de cabeza con o sin subida de cejas y con o sin aleteo de pestañas que te deja vislumbrar esos ojos que conoces tan bien, los ojos de tu hija. Esa mirada puede distraerte del verdadero significado de esa palabra y qué es "Sé que has estado contándome algo y crees que te he escuchado pero no es así, no tengo ni idea de qué estabas diciendo". 

Solo me lo has dicho una vez.

Esta frase se activa cuando has pedido/preguntado algo una media de seis veces pero solo la última de ellas ha conseguido alcanzar su tímpano, activar el nervio auditivo y conseguir que su cerebro responda por que ha encontrado una ventana de disponibilidad para atender gracias a un leve despiste de sus hormonas. Por supuesto, les parece que escuchar una sola vez cualquier cosa no significa para nada que haya que reaccionar, para eso necesitas encontrar otra ventana de disponibilidad cerebral. 

Ya. Sí, claro.

Estás tres palabras las pronuncia la sabiduría suprema que tu hijo adolescente cree haber alcanzado por arte de magia y son la expresión de su opinión sobre lo que tú sabes. Resumiendo, "Ya, sí, claro" significa: "No tienes ni idea de lo que estás hablando".  

No.

Respuesta refleja a cualquier pregunta, sugerencia o petición. 

Es injusto.

Respuesta refleja a cualquier negativa adulta a toda pregunta, sugerencia o petición por su parte.  

Se han documentado casos de adolescentes que han sido capaces de sobrevivir a meses de conversación utilizando sólo "No" y "Es injusto". Algunos han batido incluso records de legendarios espías. 


Consejos:

Recuerda cómo eras con esa edad. Tu hijo es tan  irritante como lo eras  tú con esa edad. 

El No es poderoso. Es agotador y generador de tensiones en un primer momento pero hay que mantenerlo. No te rindas.

Busca paciencia en cualquier cajón, armario o bolsillo de unos pantalones que no te pones desde hace años. Compra paciencia en Amazon, en las rebajas y cuando se te agote recurre a la de tu pareja y tómate un descanso. 

Habla, habla y habla con ellos... aunque creas que no te escuchan, que no sirve. 

Mira fijamente fotos de cuando tenían 7 años. Desde ahí te miran sin dientes, despeinados y sonriendo sin perdonarte la vida y recuerda que ese niño sigue viviendo contigo pero está entregado a surfear su tobogán de hormonas y quiere hacerlo solo. Debes quedarte al lado, como cuando se tiraba en el tobogán, dejar que se lance y tener la mano al lado para cuando se caiga de bruces, porque se empeñará en tirarse de cabeza. 

Procura no decir: te lo dije.  

Grita mientras conduces para liberar tensión. 

Y en los buenos momentos, que los hay, disfruta todo lo que puedas, hazlos durar como sea. Con un poco de suerte y paciencia cada vez serán más numerosos... pero tomatelo con calma.

Ya, sí, claro.