viernes, 23 de septiembre de 2016

El día que odié


A mi izquierda toda la pared está recorrida por un ventanal gigante. De techo a suelo y de extremo a extremo del despacho, tres grandes cristaleras con vistas a un parking, a un abeto que recuerdo pequeño cuando lo plantaron y a un polígono industrial muy feo, muy inhóspito y muchas veces hostil. 

Las ventanas no son especialmente bonitas ni feas. Son anodinas, como el despacho. A medio metro del cristal una estructura sostiene una especie de malla de la que desconozco su utilidad. Cosas de arquitectos, supongo. Siempre pienso en si desde fuera me verán sentada, tecleando, y siempre me olvido de comprobarlo en cuanto salgo de aquí. 

Tengo suerte y dos porciones de mis ventanas se abren. En los meses del año en los que la temperatura en el exterior es compatible con la vida humana, es decir, de octubre a abril, me gusta abrir la ventana y que entre el aire fresco del exterior. Durante los meses de infierno en la tierra, de mayo a octubre, jamás hay que abrir las ventanas: podría morir asfixiada por el aire de función gratinado potente con ventilador que entraría del exterior. En esos meses, además, tengo que bajar los stores interiores porque solo con la luz que entra directamente llegada del infierno el ordenador se calienta tanto que deja de funcionar. Ni siquiera el aire acondicionado en función "criogenizar al personal" consigue que la temperatura junto a la ventana sea apta para un pc. 

Casi nunca miro por estas ventanas. Llevo 16 años aquí y ya sé lo que se ve. No hay nada que ver, nada que mirar. Por la calle más allá del parking pasa algún coche de vez en cuando y mucha gente mayor caminando, sobre todo por las mañanas. Solos, en parejas o en grupos de tres caminan a buen ritmo arriba y abajo de los kms de avenida inhóspita. 

Hace unos años, mirando a esa gente y a un tipo que cruzaba el parking hacia su coche, fui consciente de lo que era odiar a alguien. Odiar a alguien hasta el límite de tus fuerzas. Odiar hasta sentir la saliva amarga. 

Miré por la ventana y supe que si uno de esos vejetes caminantes caía fulminado por un infarto mientras yo lo observaba saldría corriendo a ayudarle. Dejaría lo que estuviera haciendo y correría hacia el pasillo, bajaría las escaleras de dos en dos, pasaría el control y llegaría hasta allí jadeando para intentar ayudarle o acompañarle. 

Miré por la ventana hacia aquel tipo gordo, con camisa blanca, satisfecho de sí mismo y que me estaba destrozando la vida con su sonrisa siniestra y deseé entonces que cayera fulminado antes de llegar a su coche, delante de mi vista, en aquel mismo momento. Supe que le vería caer y seguiría trabajando sin inmutarme. 

Cada vez que miro por estas ventanas pienso en ese día. El día que odié.  

miércoles, 21 de septiembre de 2016

Viviendo con los Beatles

Cada vez que alguien dice la palabra ticket, en mi cabeza salta un resorte automático que me lleva a sumar "to ride" a ese ticket, a escuchar un punteo resonando en mi interior y ver a Paul y John menear la cabeza. 

Da igual dónde esté y con quién, la palabra ticket activa en mí un reflejo pauloviano que me lleva a mis, no sé, 7 u 8 años en el Seat 131 de mi padre yendo a Los Molinos por la carretera de Colmenar y cantando a voz en grito esa canción. Siempre vuelvo a ese asiento de atrás al escucharla. 

¿Desde cuando están los Beatles en mi vida? Desde siempre, desde antes de que tuviera vida. Cuando mis padres se casaron todavía se hacían "pedidas de mano" y los novios se regalaban cosas. Mi padre regaló a mi madre una sortija, una sortija que soy incapaz de recordar mientras escribo esto, no sé si mi madre la lleva puesta, si me la ha enseñado alguna vez (supongo que sí) ni dónde está. El regalo a mi padre, sin embargo, es algo tangible en mi memoria. La colección entera de LPs de los Beatles en vinilo sé como huele, qué tacto tiene y en qué armario de la casa de Los Molinos está guardada. Sé qué discos llevan plástico y cuáles no, sé cuáles son dobles y cuáles sencillos, sé cual es el último y cuál el primero. Sé cuál es el más manoseado y el que menos veces hemos puesto. Puedo pasarme años sin verlos pero están ahí, están en mi vida antes de que yo existiera. 

Los Beatles sonaban en mi vida permanentemente cuando era pequeña. A mi padre le encantaban y llevaba las cintas en el coche y los discos en casa... yo los escuchaba con indiferencia, tan acostumbrada a ellos que casi ni los percibía. Mi talento musical y mi capacidad de apreciación de la música son muy limitados; como dice Natalia Ginzburg,  «Siempre tengo la sensación de que habría podido gustarme la música, pero que se me escapó por un trágico error». Nunca pensé si eran buenos, malos, regulares, prodigiosos, originales, creativos, diferentes. No sabía qué instrumento tocaba cada uno ni si eran buenos músicos. Era más de Paul que de John, pero más que nada porque le tenía manía a Yoko. Es decir, no tenía criterio de ningún tipo. 

Aprendí a valorar a los Beatles con Juan. En un verano adolescente me tragué con él una serie documental de varios capítulos sobre los Beatles que recorría toda su trayectoria. Sentados en los incomodísimos sofás de su casa (tiene los sofás más incompatibles con la vida humana del planeta y han resultado inmunes al paso del tiempo porque siguen vivos) aprendí que los Beatles eran prodigiosos cantantes, que sus voces "empastaban", aprendí cómo componían y que Paul es un músico espectacular que domina varios instrumentos. Aprendí sobre referencias musicales, la expresión "tocar a piñón" y que en sus seis primeros discos no hay ni un fade out. 

Después de haberlos oído toda mi vida, aquel verano aprendí a escucharlos. 

Todos estos recuerdos y mil más, como por ejemplo la vez que en un curso de inglés en Comillas escenifiqué con mis compañeros el Yellow Submarine con coreografía y todo, vinieron a mi cabeza el domingo cuando me fui a ver el documental de los Beatles Eight days a week. 




Fue una sensación muy extraña, en mi vida los Beatles siempre habían sido mayores que yo, con más vida y más experiencias... ¡eran los Beatles! El otro día yo era mucho mayor que aquellos chavales que de un día para otro se convirtieron en algo tan grande, tan inmenso que 50 años después sigue conmoviendo, a mí y muchísima más gente. Los vi jóvenes, los vi desvalidos, los vi desbordados y sorprendidos y tenía ganas de decirles "eh, hacedme caso... vengo del futuro y vais a hacer cosas increíbles".

Pensé eso y pensé que quiero una casaca como la que llevaban en el Shea Stadium cantando ante 50.000 personas y sin apenas escucharse. 


domingo, 18 de septiembre de 2016

El final del verano


En mi universo mental, septiembre es, hasta el domingo de fiestas, la prórroga del verano, el tiempo de descuento. El partido ha terminado una semana antes, cuando vuelvo a vivir a Madrid después de casi 3 meses. 

Este verano he ido nueve veces al aeropuerto. Me he comprado unos pantalones blancos de campana que no he estrenado aún. He descubierto a Lucia Berlin y, después de dos años, ando navegando por La Broma Infinita. He escrito una carta. He visitado un campo de concentración y un fuerte de la Línea Maginot. He bebido mucho vino, pero muy pocas copas. He comido salmorejo y cereales en proporciones que dudo mucho que sean saludables. He dicho que sí a dos proyectos chulos. He usado tapones para los oídos por primera vez en mi vida. He batido mi record nadando 2 km. He descubierto lo que es un hombre oblicuo y que casi debajo de cada piedra hay un hombre pequeño. He visto River yo sola y Friends con laz princezaz. He descubierto The revisionist history y sentido mono al terminar la temporada. He ido a la grabación de un podcast y he descubierto las mejores palmeras de chocolate del mundo. He dormido poco y conducido en exceso. Me he aficionado a los tacones y he olvidado. He escrito ficción o lo he intentado. 

Ayer, a las 12 de la noche, vi los fuegos artificiales desde el jardín, abrigada y tapada con una manta. Ayer encendimos la chimenea y nadie se bañará más en la piscina hasta el año que viene. No hay vuelta atrás. 

Toca desalojar el campo de juego, quitarse el uniforme de chanclas y camisetas, cambiar las sábanas y poner el edredón. Dejar de dormir con la ventana abierta y taparme con la manta en la siesta. 

Toca cerrar la puerta del vestuario del campo de juego e irse a casa a descansar. Ponerme calcetines, jersey y dedicarme a soñar despierta con tener una librería. Quizás el verano que viene. 

Este se ha terminado y estoy feliz.