miércoles, 28 de diciembre de 2022
viernes, 23 de diciembre de 2022
Domingo tarde de viernes
Caminando por Madrid he visto casas en las que no vive nadie. Maldita nostalgia que me asalta siempre. Conozco poco el centro de Madrid, para mí no es un territorio conocido. Hasta los veintiocho años viví en la zona norte, no fuera de la M-30 pero tampoco en una zona céntrica. La Gran Vía y sus alrededores fueron para mi territorio ignoto hasta los treinta. Luego se convirtieron en una zona más habitual porque mi suegra vive ahí, pero después de casi cincuenta años sigo moviéndome por los alrededores de la Puerta del Sol como si viniera de fuera. Aun así, a pesar de no recordar la Puerta del Sol de hace treinta años, me come la nostalgia por una época en la que en los balcones bajo los que camino se sacudían sábanas, trapos o cojines. Echo de menos que haya tiendas para vivir y no tiendas para gastar. Echo de menos el barrio que nunca conocí y que ya nunca será.
Caminando por Madrid, por la tarde, he visto dos señores guapos de pelo blanco y barba más blanca aún que se reían mientras charlaban en una esquina. He visto dependientes ociosos en tiendas vacías que me han hecho pensar que esta tarde de viernes parecía un domingo. «Domingo tarde de viernes: qué buen título para una novela», he pensado. He visto un cielo gris que cubría todo Madrid y me reconcilia con la ciudad. He visto hojas amarillas de un otoño que continúa, que está ahora, el 23 de diciembre, en su máximo esplendor. ¿No sería fascinante que un efecto del calentamiento global fuera que las estaciones se movieran de meses? Que el invierno empezara en marzo, la primavera en junio, el verano en septiembre y el otoño en diciembre. Sería tan desconcertante como divertido.
Caminando por Madrid he visto una señora que parecía sacada de El crepúsculo de los dioses, pero de la película original. Mil quinientos años, el pelo rubio platino y un abrigo de piel sintética castaño claro que estuvo de moda, una tarde, en los años setenta. ¿A dónde iba? ¿De dónde venía? ¿Tiene familia? Cuando veo a alguien peculiar siempre pienso que no tiene familia, nadie que le diga que quizás ha llevado su peculiaridad un poco demasiado lejos, pero luego corrijo siempre esa idea. Quizás es la peculiar de su familia y sus muchos hijos, nietos y sobrinos presumen de ella: «Mi tía Carmen es de no creértela». ¡Bien por Carmen!
«No me desheredes porque te he traído el chaleco». Por ir pensando en Carmen no he visto al joven que pronunciaba esta frase cuando se ha cruzado conmigo. No sé qué aspecto tenía, no he querido girarme para comprobarlo, pero creo que tenía barba. Ese dato no dice nada. Ahora todos tienen barba. Ojalá poder viajar en el tiempo al futuro en el que todos esos jóvenes que llevan barba tengan cincuenta años, vean sus fotos de juventud y piensen: «¿Por qué parezco más joven ahora?» Por la barba. A mí me encantan las barbas pero a lo mejor están demasiado de moda.
Caminando por Madrid he visto a un chico joven, gafitas de John Lennon y pelo largo, liso y lacio (LLL), con un gorro de piel rusa que ya hubiera querido Omar Shariff en Doctor Zhivago. Casi le abrazo. Un convencido del invierno, un devoto del frío, tan devoto que con 15 grados decide ponerse ese gorro pensado para las temperaturas de la estepa siberiana o, al menos, para un invierno en Huesca. En el fondo le entiendo: ha decidido ponérselo hoy por si mañana empieza la primavera.
Caminando por Madrid he visto una feria de artesanía que me ha hecho pensar en Obelix y compañía. Un puesto de bisutería, un puesto de cuero, un puesto de cerámica, un puesto de bisutería, otro de cuero, otro de cerámica. He visto artesanos con paciencia, artesanos con fe en su producto y artesanos mirando al infinito con la misma mirada con la que una vaca ve pasar el tren. Siempre me admiran estas ferias. ¿Cuántos pendientes hechos de flores de verdad hay que vender para poder vivir de esto? ¿Y paraguas pintados a mano? ¿Cuánta gente compra bolsos de ganchillos tejidos a mano? Ahí fuera, fuera de mis gustos, hay un mundo inmenso y me da un poco de miedo asomarme.
Caminando por Madrid he visto cola para entrar en el Prado y a una chica durmiendo sobre el hombro de su novio. Se parecía a mi amiga Rocío y dormía como yo nunca he sido capaz de dormir, desmadejada, tranquila, confiada y como un ceporro.
Caminando por Madrid he visto muchos tipos de luces de Navidad. Algunas me emocionan hasta las lágrimas y me llevan hasta el que, para mí, es el momento más navideño de mi vida, aquel al que siempre vuelvo con esas luces: la noche del 24, cuando arreglados y felices íbamos en coche a casa de mis abuelos, atravesando un Madrid desierto y descubriendo las luces de Navidad por primera vez. Nos esperaba el reencuentro con nuestros tíos, con nuestros primos, una gran cena y la emoción de acostarnos tarde. Hay luces de Navidad que siempre me llevan ahí, al asiento trasero del 131 de mi padre. Hay otras luces que me ponen contenta, me hacen sonreír y querer felicitar la Navidad a todo el mundo y hay otras que me provocan una tristeza enorme casi insoportable. Los árboles de Navidad que he visto encenderse en muchas ventanas según se apaga el día también me ponen contenta: ahí dentro hay alguien que no solo enciende luces de techo. Por lo que más queráis, tened luz de ambiente, muchas, en las mesas, en las estanterías.
Caminando por Madrid he llegado a casa, he encendido el ordenador y he leído esta preciosa historia del escritor Nicolas Butler. Se sentó en un bar, se puso a hacer un sudoku y se distrajo al escuchar una voz que decía: “I still dream about you. I dream about the mornings when we were lying in bed. I dream about kissing you. Can I kiss you?”. De aquello le surgió la inspiración para una novela.
Domingo tarde de viernes. He pensado que el título ya lo tengo.
Feliz Navidad
La foto del post es de John O. Holmes, un fotógrafo de Nueva York al que sigo desde hace muchos años.
Y os recuerdo que, si queréis que las entradas os lleguen al correo, podéis suscribiros aquí.
martes, 20 de diciembre de 2022
Irte a volar la cometa
Leo en el periódico que Biden cumple 80 años, el primer presidente octogenario de Estados Unidos. En el mundo, muerta la reina Isabel II, solo hay tres dirigentes octogenarios: los de Camerún, Palestina y Arabia Saudí. Después de leer el artículo y mientras remuevo el sofrito pienso que esto habría que limitarlo. No tiene ningún sentido que un presidente del gobierno tenga 80 años, que se presente a unas elecciones, que haga campaña. ¿Es edadismo? No. Es absurdo. Pretender que alguien con 80 años aguante el ritmo que exige esa responsabilidad es ridículo. Igual que creer que con 80 años, y porque tienes mucha experiencia y blablabla, conoces la realidad de tu país. No tiene sentido. Si por mí fuera, a los 70, como muy tarde, todos a casa. Como no depende de mí seguirá presentándose a las elecciones gente muy mayor que, aunque tenga buena voluntad, no tendría que presentarse. Y cuando digo gente quiero decir señores.
De esta idea llego a la siguiente: ¿Por qué la gente sigue trabajando con 70 años? ¿Por qué pudiendo estar en tu casa, tranquilamente, disfrutando de lo que te queda de vida y llevando una vida de ocio y familia, decides machacarte en un puesto de responsabilidad?
Y lo sé.
«When you make money you feel smart. It’s as simple as that. It does short of justify who you are as a person» (esto lo leí en un artículo del New Yorker )
Vivimos en un momento (a lo mejor siempre fue así pero yo no estaba aquí para verlo y, además, como soy mujer ni siquiera hubiera tenido un trabajo hace doscientos años) en el que nos han hecho creer que tu trabajo te define. De esta mentira cuesta la vida salir porque lo primero que te preguntan es en qué trabajas. A mí me interesa más saber qué es lo último que ha leído alguien pero claro, si pregunto eso, me expongo a que me miren como si fuera un bicho raro. Los trabajos me dan igual; solo me impresionan si eres astronauta, por el pánico que me da; neurocirujano, por admiración; o librero, por la idealización. Todo lo demás me da igual, me impresiona cero y se me olvida. No todo el mundo es como yo, a la gente le impresionan los trabajos y a mucha gente le impresiona el suyo, le impresiona tanto que se aferra a él como un koala y no quiere soltarlo nunca. «Es mi deber». Normalmente esos koalas están siempre en puestos de responsabilidad y mucho dinero pero también los hay a otros niveles.
¿Por qué? Porque la sensación de creerse imprescindible les obnubila, es embriagadora. Y si hay algo en esta vida que sea una mentira absoluta es la sensación, que todos hemos sentido alguna vez, de creernos imprescindibles en nuestro trabajo, en nuestra familia, con nuestros amigos, en cualquier ámbito. Si hay algo que ningún ser humano es, es ser imprescindible y sin embargo todos lo hemos creído alguna vez, todos hemos pensado «es que si no estoy yo…». Si no estás tú lo hará otro, o la circunstancia vital que sea se resolverá de otra manera y no pasará nada. (Solo en el caso de las criptomonedas y que tú solo tengas la clave de no se qué eres imprescindible para recuperarlas, pero mira: si tienes criptomonedas te mereces perderlas).
Todos somos prescindibles pero a mucha gente le cuesta verlo y por eso les cuesta irse de vacaciones, desconectar, delegar o jubilarse. Últimamente hablo mucho de mi mayor deseo en la vida. «¿Qué tal Ana?» «Pues nada, aquí, un día menos para jubilarme». Hablo con mis compañeros de trabajo, la mayoría mucho más jóvenes que yo, y les digo: «¿Sabéis qué? Dentro de 15 años estaré jubilada… Si llego hasta ahí, estaré en casa, disfrutando de mi ocio mientras que a vosotros todavía os quedarán 25 años de curro». Es un golpe bajo, lo sé, pero es así. Hay otra gente que cuando hablo de jubilarme como mi gran proyecto de vida me contesta: «¿Pero qué dices? Te vas a aburrir». Confieso que hubo un tiempo en el que era idiota y también pensaba eso, que sin trabajar te aburrías. Era idiota y joven. Concretamente tenía 24 o 25 años. Y fue cuando mi amigo Juan dejó de trabajar después de probarlo seis meses: «A mí esto no me gusta, así que lo dejo» Él no se aburre. No se ha aburrido nunca y yo sé ahora que tampoco me aburriría. Tendría, como él, mi tiempo libre muy ocupado con miles de cosas que quiero hacer o con mucho tiempo libre dedicado a no hacer nada. Sería maravilloso. Será maravilloso.
Admiro mucho a la gente que sueña con jubilarse y se marcha del trabajo, cuando le llega el momento, como si cruzara la pasarela de Lluvia de estrellas, saludando con la mano con una actitud que dice: «ahí os quedáis». Admiro a la gente que se jubila con reticencias, «no sé como lo voy a llevar», y a los dos días está feliz y te dice «es lo mejor que he hecho en la vida». Sospecho de todo aquel que no tiene este sueño, que te dice que su trabajo le encanta, que no podría vivir sin trabajar. Hay algo raro ahí; más que raro, algo que me entristece. Querer seguir trabajando es aferrarte a pensar que tu trabajo te define o al poder que ejerces (si es que eres muy jefe) o, como comentaba antes, a la sensación de sentirte imprescindible. Y es una sensación tan engañosa, tan falsa. Hay pocas cosas menos agradecidas que un trabajo: te vas y te olvidan, te jubilas y te sustituyen, te mueres y, con suerte, mandan una corona. A la semana, el hueco que creías haber dejado no es que esté ya ocupado, es que nadie se acuerda de que en algún momento existió.
Jubilarse es un verbo que no utilizas hasta que rozas los cincuenta. De repente se convierte en una meta, en un anhelo que comparte espacio mental con otros dos: que tus hijos se independicen y que te toque la lotería. Con esas tres bolas juegas a hacer malabarismos imaginarios para ver cómo podrían encajar y alcanzar la meta, el triunfo en el juego: vivir sin trabajar. Jubilarse suena a júbilo, a bullicio, a alegría, a levantarte cuando el sol ya te pega en la cara y a echarte la siesta sin remordimiento, suena a museos por la mañana y a coger aviones los martes o los jueves por la tarde, suena a ir al mercado a las 11, suena a no saberte el calendario laboral o si ese día es lunes o viernes. Suena aperitivo, merienda y hacer cola sin prisa. Suena a deber cumplido, a tocar la pared en el escondite inglés, a sonreír y descansar. Como dice el padre de G, cuando te jubilas, “te vas a volar la cometa”.
Si queréis algo que os haga feliz, y un poquito envidiosos, seguid a jubilados en redes sociales. Ellos sí que saben.
sábado, 17 de diciembre de 2022
Diecinueve años
«Mamá, déjame ser irresponsable. Ya lloraré más adelante», me dijiste el otro día entre risas mientras cerrabas la puerta de tu cuarto para tirarte en la cama a ver TikTok hasta caerte dormida en una de tus interminables siestas. Salí de tu cuarto riéndome por la frase y decidí apuntarla, igual que hacía cuando eras pequeña, para que no se me olvidara. Pensé también que, como cuando eras pequeña, cuidarte, ser tu madre, consiste básicamente en enseñarte, darte consejos, advertirte para, después, dejar que hagas lo que quieras con esa información. Unas veces funciona y te sale bien, igual que cuando no te caías en el tobogán y, otras, sale mal y lloras como cuando perdiste el Apple Pen en el aeropuerto de Seattle. No lloraste de pena, ni por dolor, sino porque sabías que me tenías que haber hecho caso cuando te dije: «no lo abras hasta Madrid», pero tu pulsión tecnológica fue superior a ti y yo te dejé ser irresponsable. «Te lo dije»
Confieso que dejarte ser irresponsable ahora es bastante más llevadero que cuando eras pequeña. Para empezar, ahora tus estudios son tu responsabilidad; tú te organizas, tú te lo guisas y tú te lo comes. No es que alguna vez hayan sido mi tarea, pero antes fingía que me preocupaba muchísimo que suspendieras y no te esforzaras. Ahora no sé ni qué asignaturas tienes y todo parece ir bien. Te veo estudiar, sales de casa con pinta de ir a la escuela y hasta he conocido a compañeros tuyos. Todo parece correcto y, aunque sé que así, sobre esa falsa confianza, es como se construyen las grandes historias sobre universitarios que pasan mil quinientos años estudiando sin que sus padres sepan que no aprueban nada, por ahora he decidido confiar en ti y creérmelo todo. También me he liberado del todo en cuanto a tu ropa, tu cuarto o tu caos. Sé que el poco control que ejerzo impide que te quedes sin ropa limpia en el armario, que cambies la sábanas de tu cama y que te alimentes de algo más que desayunos. Fantaseo a veces con dejarte completamente libre en ese aspecto y comprobar hasta dónde podrías llegar en esa espiral de dejadez absoluta. No todo el mundo sirve para eso ni para conseguir, como haces tú cada día, hacer la cama y que parezca siempre que sigues dentro durmiendo. Eso es un don. Me impresiona también que con diecinueve años no sepas cocinar nada. ¿Por mi culpa? No tengas la desvergüenza ni de mencionarlo. No cocinas porque eres una vaga y porque, como he dicho antes, solo comes desayunos si no te lo dan hecho. ¿Quieres que te recuerde cuando el otro día llegué a casa, te pregunté si querías comer, me dijiste que no y cuando yo estaba sentada, comiendo mis maravillosas judías pintas con arroz, viniste a husmear y acabaste comiendo directamente de mi plato? ¡Tu vaguería es tan extrema que no habías comido por la pereza de poner la comida en un plato y calentarlo en el microondas!
Este año hemos vivido seis meses como si fueras hija única y, aunque no lo digas, sé que lo disfrutaste bastante. Fuimos a Berlín y, sin decírselo a nadie, me puse una medallita por haberte enseñado a viajar, a sentir curiosidad, a querer verlo todo y llegar a los hoteles cansada, hambrienta y con los pies destrozados pero feliz por haber aprovechado el día al máximo. Por mi cumpleaños me pusiste un caminito de chuches y me compraste regalos aunque luego te fuiste a esquiar y te perdiste mi celebración. Sigues jugando al fútbol, has empezado a jugar al rugby y has vuelto a nadar. Nos fuimos al otro lado del mundo, en el viaje de nuestras vidas, y disfrutamos como enanas. Hiciste mil quinientas fotos que TODAVÍA no has tenido tiempo de subir al álbum compartido de Google y grabaste mil vídeos porque ibas a hacer un montaje molón del viaje que ahora te da pereza hacer. “Luego”, “mañana”, “el lunes”, “la semana que viene” y “cuando acabe los exámenes” son tus respuestas para casi todo lo que te pido. “Ahora”, “ya”, “rápido”, “es urgente” y “mamaaaaaaa” son las palabras que más aparecen en los mensajes que me envías de manera espontánea, casualmente siempre para pedirme algo. Si son para responder a uno mío, lo más utilizado es: “sí”, “nada”, “bien”, “en casa” y “¿qué había de comer que no me acuerdo?” No quiero dejarme “no seas dramática”, que es lo que me dices cada vez de que me quejo por, según tú, tonterías. Tu mayor logro, aparte del de seguir acumulando records guiness en horas de sueño continuadas, ha sido sacarte el carnet de conducir. Te lo propusiste como meta para junio y ahí estabas, el 28 de junio aprobando a la primera el práctico. A pesar del respeto que te daba al principio, cuando te enseñé los rudimentos de la conducción el año pasado, te has convertido en una conductora bastante decente para llevar solo unos meses y, lo mejor, no te da miedo conducir por Madrid. Ahora solo falta que yo consiga relajarme del todo cuando voy de copiloto y dejaremos de gritarnos en el coche.
Creo que todo va razonablemente bien.
Me exasperas a veces, yo te crispo otras, pero nos llevamos bien. El otro día me dijiste que no te conocía para nada y aunque te confieso que, en un primer momento, me sentó mal y a punto estuve de decirte «tú que sabes, niñata», más tarde pensé que, de alguna manera, podías tener razón. No es que no te conozca nada: sé como suena tu risa, como son tus pasos cuando estás cansada y sé solo con oír como metes la llave en la puerta si vienes con ganas de contarme cosas o te vas a ir directamente a la cama. Sé cuándo estás contenta y la temperatura que tienen tus manos cuando te levantas por la mañana. Sé cómo vas a colocar la comida en el plato y cuándo estás de mal humor y es mejor ni mirarte. Sé también cuándo algo que te voy a decir va a hacer que te hagas la digna y la ofendida. A pesar de todo eso hay mucho de ti que desconozco y me parece bien. Una de las cosas más absurdas de la vida es la idea de que las madres lo sabemos todo, poseemos una sabiduría ancestral, casi mágica que nos hace todopoderosas y tener respuesta para cualquier cosa. No es verdad. Como he dicho un millón de veces, en mi relación contigo todo es la primera que vez que me pasa, que nos pasa juntas y siempre estoy improvisando. Te conozco por los diecinueve años que llevamos juntas pero no sé que harás mañana, qué pensarás, qué vas a sentir, las opiniones que vas a desarrollar o las amistades que tendrás. Me parece bien no saberlo todo, saber que me queda mucho por descubrirte y que al revés funciona igual aunque tú, ahora mismo, no tengas la misma curiosidad. Todavía no, ya te llegará.
Felices diecinueve, princesa de los ojos azules. A tus diecinueve años no les voy a pedir imposibles como que dejes de fingir que no sabes poner la lavadora y lleves al tinte ese abrigo que lleva un mes colgando en la puerta de tu armario . A tus diecinueve años y a ti solo os pido que nos hagamos más fotos juntas. A poder ser sin que hagas el tonto. Me gusta vernos juntas.
miércoles, 14 de diciembre de 2022
Idiotas con ínfulas
Siento ser la que de este mala noticia pero alguien tiene que hacerlo. Es necesario, incluso imprescindible. Tenemos una tarea urgente que necesitamos afrontar para que nuestras vidas no se conviertan en un infierno. Tenemos que sentarnos, organizarnos y elaborar un censo de idiotas con ínfulas.
No podemos dejarlo más.
De que haya idiotas en el mundo nadie tiene la culpa. De que haya idiotas con ínfulas somos todos culpables. ¿Qué es un idiota con ínfulas? Pues un idiota que rueda por su vida teniéndolo todo fácil porque todos los demás, con tal de dejar de escucharle, de sufrirle, de aguantar su mala educación y sus faltas de respeto, le dejamos rodar y rodar hasta que se convierte en una bola insoportable de idiotez, prepotencia y mala educación.
Un idiota de cuarenta o cincuenta años ya era idiota con siete. No tengo dudas. Y lógicamente era muy querido por sus padres. Sus padres le querían, le aguantaban y le dejaban hacer porque la capacidad de resistencia de un ser humano es limitada pero la ceguera del amor por los hijos es infinita. Esto se traduce en que tu hijo es insoportable y todo el mundo lo sabe menos tú, y en que tú le aguantas y le consientes porque de otro modo tu vida se convertiría en un infierno. Con el tiempo ese niño idiota crece y se hace adulto y ese patrón de dejarle hacer para no oírle se mantiene. Todos somos culpables de haber dejado campo libre a idiotas en nuestra vida con la esperanza de que corrieran libres y, sobre todo, lejos de nosotros. El problema es que los idiotas con ínfulas no son una especie en extinción: hay sobreabundancia. Así que tu idiota con ínfulas al que dejas correr libre y lejos se cruza de vuelta con uno que pertenece a otro alguien, al que también han dejado correr para perderle de vista y que, de repente, entra en tu vida y se convierte en tu idiota con ínfulas. Y tienes que lidiar con él.
Da igual los años que tengas, el primer instinto del humano no idiota y sin ínfulas es dejar al idiota con ínfulas que haga lo que quiera, amansarlo dejándolo hacer para que, con un poco de suerte, corra libre y se pierda en el horizonte. Casi siempre funciona y por eso me imagino el mundo como una enorme mesa de ping-pong en la que todos golpeamos a nuestros idiotas esperando que se queden al otro lado de la red y sean el problema de otro. El problema es que a veces, para tu desgracia, un idiota con ínfulas concreto alcanza en tu ecosistema su máximo nivel y se enquista en tu entorno. Es el momento de cambiar de estrategia.
La estrategia correcta y efectiva requiere plantar los pies en el suelo con firmeza, apretar los puños y, a veces, gritar. Es desagradable, como parar una pataleta de tu hijo. Es cansado como decirle a tu hijo veinticinco veces que no a algo, pero es necesario porque si dejas que el idiota con ínfulas se crezca estando en tu entorno más cercano intoxicará tu vida, tu grupo de amigos, tu trabajo, tu comunidad de vecinos, tu viaje, lo que sea… y eso no lo puedes consentir. No se va a ir pero tú estabas antes, eres mejor y, sobre todo, cuando, alguna vez, te comportas como un idiota eres consciente de ello y no te crees s el top de la creación, porque lo peor de un idiota con ínfulas son las ínfulas, la prepotencia, la mala educación extrema, ese creerse siempre en posesión de la verdad absoluta y estar tocado por un rayo divino que le pone a la altura de Einstein, Marie Curie, Rosalía o Picasso aunque luego no sepan ni adjuntar un archivo, ni hacer un bizum ni vestirse correctamente para acudir a una reunión, ni comportarse en un museo. No se mira a la cara a un idiota con ínfulas, no se le habla, se minimiza la interacción a lo mínimo que la cortesía obliga, es decir, a la misma relación que tendrías con alguien con quien te cruzas en el ascensor.
Necesitamos ese censo con urgencia. Imaginad que cada vez que fueras a interaccionar con alguien nuevo pudieras acudir a una lista, como las de morosos, a ver si esa persona es un idiota con ínfulas. «Ah, mira, Fulanita está en la lista». Podrías aplicar medidas preventivas desde el principio, aislarla y, además de ahorrarte tiempo y situaciones desagradables, dejaríamos de lanzarnos idiotas con ínfulas de un lado a otro como bolas de pinball. Con el tiempo y un poco de suerte ellos languidecerían, se ahogarían en sus ínfulas y se extinguirían.
Hagamos un censo.
Termina temporada de uno de mis podcasts favoritos, Arsénico Caviar, con Beatriz Serrano y Guillermo Alonso. La premisa del podcast es estar contra algo, una idea con la que me identifico bastante en mi día a día. Para cerrar la temporada, sin embargo, han decidido estar a favor de la Navidad que si lo piensas bien es también ir contra. Contra esa idea absurda de odiar la navidad. A mí me gusta. Y me gusta el podcast porque ellos son muy listos, nada idiotas y no tienen ínfulas.
viernes, 9 de diciembre de 2022
Lecturas encadenadas. Noviembre
Los Apaches de Paris. Memorias de Casque d´Or , de Amélie Élie. Lo compré en la Feria del Libro. Este breve librito recoge las memorias de su autora, célebre prostituta parisina de finales del siglo XIX que fue musa de los apaches, bandas de jóvenes parisinos con el pelo largo que aterrorizaban a la ciudad. Algo así como las bandas urbanas actuales porque, como siempre se aprende cuando se lee, no hemos inventado nada. Amélie hace una enumeración ligera y frívola de su vida, desde su niñez, pasando de chulo en chulo, hasta el momento en el que es amante sucesiva de los dos líderes de las dos bandas principales de apaches de la ciudad. Lo que más llama la atención es el tono ligero y despreocupado de la escritura de Élie. Todo lo que cuenta es terrorífico, sórdido, terrible y casi escandaloso pero ella lo narra en el mismo tono con que otra mujer de la época nos contaría cómo cuida su ganado, acude a los bailes del pueblo o recoge castañas. He leído que en 1952 se hizo una película y tengo curiosidad por verla. El retrato del París de principios de siglo con sus cafés, sus calles adoquinadas, sus esquinas populosas y sus noches de canalleo es perfecto. Ahora que lo pienso, me ha recordado mucho a otro libro que leí hace poco, Mis amigos , de Emmanuel Bove, que me gustó muchísimo.
Matadero 5 o La cruzada de los niños , de Kurt Vonnegut en versión de Ryan North y Albert Monteys llevaba esperando en la estantería desde mi último cumpleaños. Hace muchos años, diez concretamente, leí la novela porque me la dejó mi amigo Pablo que también me regaló esta versión en cómic. Entonces escribí esto: «Sí, más II Guerra Mundial, más muerte y más masacres. Vonnegut estaba como prisionero de guerra en Dresde la noche en que los americanos bombardearon la ciudad y mataron a cuarenta mil alemanes. Este libro es su intento por mostrar cómo toda la experiencia traumática, los recuerdos, el horror, marcaron su vida. Es un libro raro pero me ha gustado muchísimo. La historia es trágica y la manera de contarla introduciendo el elemento de ciencia ficción de la abducción extraterrestre es un intento, creo yo, de tomar distancia». Todo esto se mantiene en la versión cómic en la que, además, el dibujo de Monteys traslada de manera magistral el extrañamiento necesario para enfrentar el absurdo de la guerra, la enormidad de aquel bombardeo y el hecho de que vivir algo así te acompaña toda tu vida. La parte extraterrestre que en la novela funcionaba como un escape, en el tebeo me ha resultado más dolorosa; de una manera más visible he visto la inutilidad de ese intento de evasión de una realidad monstruosa que se acarrea toda la vida.
El almohadón de plumas y otros relatos, de Horacio Quiroga, me lo regaló Antonio, en primavera, tras escuchar un episodio de Deforme Semanal en que le Lucía Litjmaer hablaba de este autor y de su vida. Este breve volumen de la colección Maestros del terror de El País contiene una serie de relatos a cual más desasosegante y terrorífico. En todos la muerte es un protagonista más, no como algo que ocurre inevitablemente sino como algo en lo que se vive. Se vive en la muerte bien porque se camina inexorablemente hacia ella, bien porque es ella la que va en busca de los personajes o bien porque ya están muertos y descubren en ella una nueva dimensión de angustia, tragedia o dolor. La sensación permanente mientras estaba leyendo los cuentos, una rarísima tarde de lluvia en Madrid, era de desasosiego tranquilo. Relato tras relato la muerte llega. Llegué a pensar que estos cuentos de Quiroga más que de terror son un intento por aprender a convivir con la muerte, de dejar de ignorarla, de dejar de vivir como si fuera algo que no tuviera nada que ver con nosotros. El paisaje de los cuentos también es importante, calor asfixiante, sol abrasador, selva, un paisaje en el que no hay horizonte, no hay dónde mirar, los personajes están atrapados.
El primer cuento, El almohadón de plumas, empieza así:
«Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirara a la estatura de Jordan, mudo desde hacia una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer».
El vestido azul, de Michele Desbordes, fue otra compra en la Feria del Libro. Lo empecé con ganas pero a las cinco páginas sentí que no iba a funcionar, que aquello no era para mí. Perseveré porque hubo lectores que, cuando compartí en Instagram la lectura, me dijeron «me encantó», «maravilloso». Seguí intentándolo cada noche, unos días aburrida hasta quedarme dormida, otros días cabreada porque no podía más de tanta repetición, ni tanto cursilismo. Lo intenté hasta que decidí que no podía más, que no podía seguir sufriendo, y en la página 140 no pude más, tiré el libro al suelo y apagué la luz. Lo único que me reprocho es no haberlo dejado antes. Además, creo que es una historia maravillosa muy mal contada, con un exceso de lirismo y artificio que solo consigue aburrir. Es un poco Seda de Baricco.
El último fracaso del mes fue Provocación, de Stanislaw Lem. Otro que llevaba en mi estantería un año. No pasé de la página 30. Esta vez la culpa ha sido mía. No lo elegí bien, no era el momento. Decidí dejarlo pronto para no ensuciar nuestra relación por culpa de un mal comienzo. Volveré a él en otro momento y creo que funcionará. No hay prisa.
Un mal mes lector. Pasa en las mejores casas, entre los mejores lectores. Podría no haberlo contado, haber obviado el desastre pero, como le dije una vez a Lorena, cuando comentas libros y tus habichuelas no dependen de ello, creo que lo más honesto es decir: esto me aburrió, esto no me gustó, esto es una basura que no debería haberse publicado nunca o esto me venció.
En noviembre elegí mal, espero que los encadenados de diciembre vayan mejor.
miércoles, 7 de diciembre de 2022
Cuánto hemos cambiado. O no.
«Try to remember life as you lived it years ago, on a typical day in the fall. Back then, you cared deeply about certain things (a girlfriend? Depeche Mode?) but were oblivious of others (your political commitments? your children?). Certain key events—college? war? marriage? Alcoholics Anonymous?—hadn’t yet occurred. Does the self you remember feel like you, or like a stranger? Do you seem to be remembering yesterday, or reading a novel about a fictional character?»
«Intenta recordar tu vida como la vivías hace unos años, en un típico día de otoño. Entonces, te preocupaban alguna cosas (un novio, un grupo musical) pero te eran indiferentes otras (tus ideas políticas, tus futuros hijos). Algunos eventos fundamentales en tu vida, como la universidad, una guerra, el matrimonio, entrar en Alcohólicos Anónimos no habían ocurrido todavía. ¿Lo que recuerdas te es conocido o te parece algo ajeno a ti? ¿Te parece que estás recordando o que estás leyendo una novela con un personaje de ficción?» (Traducción libre)
Leo este artículo tumbada en el sofá de Cicely en un día de invierno. Joshua Rothman reflexiona sobre si somos los mismos siempre o vamos cambiando según vamos viviendo. La respuesta obvia es que depende: para algunas cosas cambiamos y para otras no. O eso queremos creer, pero el párrafo anterior, el que he traducido libremente, lleva ese pensamiento más allá y el lugar en el que lo leo es perfecto para pensar en esto. Hace veintitrés años que vengo a Cicely y para mí eso es casi media vida. Puedo hacer el ejercicio de recordarme casi en cada ocasión que he venido y, de hecho, es algo que hago casi siempre. La primera vez que viene hicimos el viaje en el Patrol del Ingeniero, lleno hasta los topes de las cosas de la mudanza. Puedo recordarme cuando empecé a venir siendo novia de El Ingeniero; cuando venía con mis amigos y todos éramos jóvenes y no teníamos hijos; puedo recordarme cuando las niñas eran pequeñas y todo era agotador y divertidísimo; y puedo recordarme en la boda de mi hermana. Recuerdo cuando vine sola, a olvidarme de todo, a perderme y la primera Nochevieja que pasé aquí justo después de divorciarme. Recuerdo venir con A para enseñárselo todo como si fuera la primera vez; y así hasta este viaje, otra vez con mis mejores amigos. ¿Soy la misma persona que la primera vez que vine en noviembre de 1999? ¿Me preocupan las mismas cosas? ¿Se parecen mis preocupaciones a las que tenía? ¿Me reconozco en quién era o no? ¿Me reconozco en la persona que era antes de ser Molinos y escribir aquí?
Les pregunto a mis amigos y, tras mirarme con cara de «no nos hagas esto», todos nos reconocemos en algo de cuando éramos jóvenes. ¿Cuánto de jóvenes? No lo sabemos. En el artículo también se habla de los primeros recuerdos y el autor comenta algo que yo también pensé cuando mis hijas eran pequeñas. Mi recuerdo más antiguo es de cuando tenía tres años y me escondí debajo de una mesa en la boda de uno de mis tíos. Es un recuerdo aleatorio, sin mayor importancia, pero por alguna razón se quedó grabado. Cuando mis hijas eran pequeñas, cuando tenían cuatro, cinco años, a veces me sorprendía pensando que con bastante probabilidad esa gran tarde que habíamos pasado jugando, haciendo galletas, en el teatro o haciendo una excursión no dejaría ningún recuerdo en ellas. ¿Lo habían pasado bien? Sí, fenomenal, pero no lo recordarían jamás. (Por eso me hace mucha gracia la gente que dice «hay que viajar con bebés y niños pequeños, algo les queda». No, no les queda nada. Viaja con ellos porque a ti te apetece pero no te montes pelis). Por eso, porque no nos recordamos de pequeños, ¿es real lo que recordamos de nosotros mismos o es un algo que nos montamos para que ese pasado no choque con lo que somos ahora? Si nos pensamos hacia atrás, si lo hago yo que para algo esto es mi blog, pienso que siempre me gustó leer; que siempre he sido muy impulsiva para enfadarme y responder y muy poco para, digamos, ser audaz; que siempre he protestado muchísimo; que soy muy rencorosa y que soy fiel a mis amigos. Hago este ejercicio justo antes de llegar a esto que dice el autor: “Asked to describe ourselves, we might tend to talk in general terms, finding the details of our lives somehow embarrassing. But a friend delivering a eulogy would do well to note that we played guitar, collected antique telephones, and loved Agatha Christie and the Mets. Each assemblage of details is like a fingerprint. Some of us have had the same prints throughout our lives; others have had a few sets”.
«Si nos piden que nos describamos, todos tendemos a hablar en términos muy generales porque nos parece que los detalles son embarazosos. Pero si nos morimos y, en nuestro funeral, uno de nuestros amigos hace un discurso hablará de que tocábamos la guitarra, nos encantaba Agatha Christie y los Mets. Esos detalles son los que nos hacen nosotros, nuestra huella dactilar. Algunos mantienen esa huella dactilar toda la vida, otros no». (Traducción libre)
¿Es bueno ser diferente o es mejor mantenerse igual? Supongo que todos creemos que lo que se mantiene igual en nuestra personalidad o carácter es bueno: si lo hemos mantenido y nos hace ser quienes somos ahora mismo, será por algo. Pero, en realidad, todos hemos cambiado. Tiene que ser así. La vida que hemos vivido, las circunstancias que hemos atravesado, las amistades que hemos mantenido y las parejas que hemos tenido nos hacen cambiar. Es imposible no hacerlo. ¿Cuánto cambiamos? Hay gente que se reinventa todo el tiempo, todos conocemos a alguien que parece haber vivido treinta y siete vidas diferentes pero ¿y si ese rasgo es algo que mantienes siempre? Buscar el cambio permanentemente también puede ser algo que mantengas toda tu vida.
Al terminar el artículo llego a ninguna conclusión. Quiero creer, como todo el mundo, que en lo que he cambiado es porque he aprendido algo, que he mejorado. Y en lo que no, como en mi amor al invierno, es un buen rasgo, algo que es mi huella dactilar, como cuando alguien el otro día me dijo que cuando amanece un día nublado, frío y lluvioso piensa: «Hace un día muy Molinos».
Me quedo con este poema de James Fenton, “The Ideal”, que copio en mi cuaderno como recuerdo de estos días que han sido muy invierno, muy Molinos.
This is where I came from.
I passed this way.
This should not be shameful
Or hard to say.
A self is a self.
It is not a screen.
A person should respect
What he has been.
This is my past
Which I shall not discard.
This is the ideal.
This is hard.
viernes, 2 de diciembre de 2022
Yo fui repelente ¿y tú?
Voy a acotar. Creo que no era repelente todo el tiempo, solo de vez en cuando. Como hacemos todos en el pozo del olvido he ido tirando todos esos recuerdos de uno mismo de los que, de alguna manera, se arrepiente: palabras que no querrías haber pronunciado, caídas estrepitosas de hacer mucho el ridículo, equivocaciones garrafales, declaraciones de amor patéticas, borracheras vergonzantes, etc*. El pozo del olvido como todos sabemos tiene al fondo una cama elástica y cuando tiras algo ahí, rebota siempre, vuelve y te golpea en la frente en el peor momento. Pues algo así me pasó cuando solté la carcajada, un recuerdo repelente apareció en mi cabeza.
Cuando teníamos trece o catorce años, de vez en cuando, en Los Molinos conseguíamos convencer a nuestros padres para dormir varias amigas en casa de alguna. Era el planazo, cenar guarradas y hartarnos a charlar como si no nos lo hubiéramos dicho todo ya. Casi siempre dormíamos en la misma casa porque era la que tenía más espacio. Cenábamos, charlábamos y cuando nos encerrábamos en el dormitorio, en algún momento yo inventé un juego que consistía en que, por turnos, íbamos leyendo hasta que nos equivocábamos en una palabra, confundíamos una letra o algo así y entonces pasaba el turno. Ayer entre flor y flor, entre corazón y corazón, tuve un flash de ese dormitorio, de la luz, casi del olor a leonera con cuatro o cinco protoadolescentes encerradas en él y de todas amontonadas en torno a un libro mientras una de nosotras leía. Todas al acecho del error. «¡Ya! ¡Me toca! ¡Te has equivocado!». Sentí a la vez ternura y ganas de abofetear a mí yo adolescente. ¿Cómo se me ocurrió aquello? ¿Cómo demonios me inventé un juego tan horrible? ¿Cómo es posible que mis amigas aceptaran participar? Con esos años no tenía nada con lo que destacar: no era guapa, ni estilosa, ni jugaba bien al fútbol, ni corría, ni era buena al futbolín y, además de esa carencia de atractivos, tenía que estar en casa a las nueve y media de la noche. Recordemos que mi madre no me dejó ver Verano Azul cuando se puso en TVE porque «esos niños son maleducados, dicen palabrotas y faltan al respeto a sus padres» y que, a pesar de esta laguna emocional y sentimental y de no tener conversación con mis amigos durante un verano entero, conseguí llegar a la edad adulta. ¿Qué era en lo único que destacaba? En ser una friki de la lectura. Ahora que lo pienso supongo que mis amigas aceptaban jugar por amor, porque era lo único que se me daba bien y en lo que podía incluso destacar y "arrasarlas", cuando me tocaba a mí el turno, leía durante veinte páginas sin equivocarme. El juego, entonces, se acababa porque o bien se aburrían o bien se dormían. No sé porque mis amigas jugaban conmigo a eso. Puede que fuera por pena, pero hoy voy a creer que fue por amor y que se merecen que pase una tarde dibujando corazones, flores, tetas y estrellas con rotuladores de colores y recordando que tengo un pasado repelente.
Que levante la mano el que no lo tenga. Sabremos quién miente.
*Que el pozo del olvido es una fuente inagotable de recursos sobre los que escribir lo sabemos todos los que escribimos. Con el tiempo, ademas, aprendes a que escribir sobre esos momentos, los desactiva.
Podcasts encadenados
Como me arrasa la vida y no tengo tiempo para escribir un post en condiciones, he pensado en añadir una coda final con recomendaciones puntuales de podcasts. Hoy recomiendo este episodio de Death, sex and Money con Fran Lebowitz. Lo escuché ayer mientras iba por la calle, de camino al trabajo, y me iba riendo a carcajadas. De nada.
domingo, 27 de noviembre de 2022
No merece la pena
Libro de familia fue un regalo de mi hija María por mi cumpleaños. No lo eligió ella pero eso no importa; es un regalo de una hija a su madre, dato este que tampoco importa nada. En este libro autobiográfico Galder Reguera cuenta la historia de su madre, de su familia. No destripo nada al que no lo haya leído si cuento que el día que su madre le comunicó a su padre por teléfono que estaba embarazada de lo que luego sería Galder el padre murió en un accidente de coche. Era 31 de diciembre de 1974 y Galder nació en agosto de 1975. Entre otras muchas cosas que no me interesa comentar ahora, Galder habla de su incapacidad para comprender por qué la familia de su padre pasó de ellos tras su muerte. No tuvo contacto con ellos durante 32 años y cuando hubo alguno esporádico siempre fue desagradable. Incluso escribiendo el libro la situación es más o menos así. Él se pregunta cómo es posible, por qué son así.
Y esta parte me ha recordado a mi relación con mi familia paterna. Inexistente. Sé que existen, de hecho tienen una casa muy cerca de la nuestra y cuando paso por delante de su jardín veo a mis primos charlando en el porche. Antes veía a mis tíos y a mi abuela pero murieron hace años. Nadie nos avisó de sus muertes pero nos echaron en cara no haber estado aunque, cuando murió mi abuela, mi tía me dijo: “no os hemos avisado porque no sois de la misma sangre”. Ajá. Que yo sepa mi padre era su hermano, hijo de mi abuela, pero ese día, en aquella llamada le dije: “¿Qué te crees? ¿De la Mafia? No puedes ser más ruin”. Y colgué. Nunca más. Esa tía, y su marido, estuvieron sentados en la mesa de honor en mi boda y cuando lo pienso ahora (bueno, ahora no lo pienso porque es como si no existieran; de hecho no existen) creo que durante mi infancia y juventud, mi madre se pasó la vida intentando que la familia de mi padre la quisiera, la aceptara, la admitiera. Yo por entonces no lo veía, claro. Adoraba a mi abuela que me hacía montañas de patatas fritas, cocinaba maravillosamente bien, me regalaba cosas, me daba dinero y parecía quererme. No fue hasta muchos años después cuando fui consciente de los desplantes, los rechazos, la mala educación. Mi padre sí debió verlo, por supuesto. Siempre me llamó la atención que prefiriera estar con todos los hermanos de mi madre que con los suyos propios. Cualquier fiesta u ocasión prefería celebrarla con su familia política. Con la suya siempre era algo mínimo y ahora sé que era por compromiso. Cuando murió mi padre seguimos esforzándonos para no perder el contacto, para seguir unidos a esa "familia". Nos costaba, pero ahí estábamos: los invité a mi boda, los senté en mi mesa, cuando nació María me acercaba a su casa con el bebé, me esforcé hasta que un día se acabó.
Recuerdo el día. Fui con mi madre a la residencia donde estaba mi abuela. Llevábamos a María que debía de tener un año más o menos. María tiene los ojos azules de mi padre. Mi abuela, perfectamente lúcida y con toda la mala leche que con los años es capaz de saltar cualquier muro de contención, acusó a mi madre de ser la culpable de la muerte de mi padre y empezó a decir todo tipo de crueldades. Me puse de pie (no la pegué de milagro), cogí a María y le dije a mi abuela: “mira a tu bisnieta porque es la última vez que vas a verla”. Arrastré a mi madre, que no paraba de llorar, y nos marchamos.
Nunca más.
Mi madre no es tan radical como yo ni mucho menos. Ella siguió llamando a mis tíos, interesándose por ellos, manteniendo el contacto. Un buen día, un par de años después, el día de su cumpleaños (aniversario de la muerte de mi padre) la llamaron porque tenía que firmar unos papeles de algo. En la conversación, mi madre preguntó por mi abuela y le dijeron: “Ah, se murió hace 4 meses, no os avisamos porque no sabíamos si os iba a importar”. La calaña de gente que te llama para que firmes papeles que les interesa pero no para decirte que la abuela de tus cuatro hijos ha muerto.
Me llamó llorando y yo llamé a mi tía. «No eres sangre de la sangre». Lo pienso y me hierve esa misma sangre que no compartía con ella en su versión. Luego se murió esa tía y su marido (mi padrino de boda) y el otro hermano de mi padre y su mujer... nunca nos avisaron. Del hermano de mi padre sí nos enteramos porque vimos la ambulancia en la puerta de su casa y mi madre se empeñó en subir a ver qué había pasado. Nos recibieron como si fuéramos los del gas. Preguntamos por el tanatorio y nos dijeron: «no hace falta que vengáis». Con todo esto quiero contar que sí, que se puede tener una familia que no quiere nada contigo. Que puede machacarte, insultarte, despreciarte hasta que tienes que marchar por tu propia dignidad. ¿Por qué le decimos a alguien que no aguante a una pareja que la trata mal y con la familia siempre es "es que son familia"? Yo no tengo familia paterna. Me importan un pimiento. Los que quedan vivos, mis primos, siguen haciéndole feos a mi madre que sigue, como la madre de Galder, disculpándoles. De mi boca pueden salir los peores improperios sobre ellos; de la de mi madre, nunca.
Ahora entiendo a mi padre. Tenía una familia de mierda y encontró en la de mi madre a gente maravillosa que lo quiso como no lo querían ni su madre ni sus hermanos, gente que le trataba bien, que quería a sus hijos, gente generosa que no le hacía desprecios ni le dejaba de lado. Gente que lloró en su entierro como no lloró su familia. Gente que todavía, ahora, le recuerdan en el chat familiar y en las conversaciones. No hay que empeñarse en seguir al lado del que no te quiere. No hay que perder ni un segundo pensando en por qué no te quiere. No hay que desesperarse pensando en por qué no se molesta en conocerte y saber que no tienes nada contra él. No merece la pena. No hay tiempo. No hay que ponerse a su altura. No todos somos buenos, hay gente muy ruin y miserable y pueden ser tu familia por apellido pero nada más.
No merece la pena.
PS: en la foto, mi padre es el que está encima del burro. El señor con la escopeta es mi abuelo Gonzalo que murió poco después cuando mi padre tenía 14 años. Me hubiera gustado conocerle.
Recordatorio de que aquí os podéis suscribir para que las entradas os lleguen al buzón.
miércoles, 23 de noviembre de 2022
Enamorarse con 23, enamorarse con 49
No soy una gran melómana y así como soy capaz de concentrarme en una sala de cine o en un teatro, con la música me distraigo enseguida. Me gusta, a veces me emociona y otras me divierte, pero me cuesta concentrarme. Laufey fue presentando cada canción con una pequeña introducción, unas las tocaba acompañada de una guitarra y otras tocando un impresionante piano de cola: «Esta canción la compuse cuando me rompieron el corazón». « La siguiente canción la compuse cuando me enamoré de un chico muy guapo en el metro de Londres». «Esta la escribí cuando vivía en Los Ángeles y me dejaron y fue terrible». Su voz y su manera de cantar me recuerdan a Barbra Streisand aunque cuando hace standard de jazz se puede parecer a Nina Simone, salvando las distancias. Es increíble cómo esa voz cantarina se transforma en un instrumento cargado de sentimiento y profundidad.
Antes de que se apagaran las luces, antes de empezar, me dediqué con mi hija a repasar el público de la sala. Por lo que vimos, Laufey es como el monopoly: apta para público de todas las edades, allí había gente con diecisiete y también con más de setenta. ¿Son los aficionados al jazz permeables a los nuevos artistas? Ya he dicho que no soy una gran melómana, ni siquiera mediana, puede que ni pequeña, si acaso de primer curso, pero me pareció un concierto estupendo, disfrutable. El señor que estaba a mi lado, que había ido solo y tenía 15 o 20 años más que yo, aplaudió y gritó “bravo”.
Musicalmente Laufey conectó con el público pero ¿y temáticamente? Con cada presentación yo pensaba: «Pero Laufey, querida, no te han podido romper el corazón todas estas veces. ¡Solo tienes 23 años!» Me odié a mí misma por tener ese pensamiento y me obligué a recordar que, con esa edad, con 23 años lo más importante que te pasa es el amor: tenerlo, no tenerlo, desearlo, no encontrarlo, encontrarlo, no saber cómo vivirlo, que te lo quiten, dejarlo tú, creer que es el amor de tu vida, creer que no, soñar con un futuro juntos, pensar que eres ridícula, pensar que eres madura. Yo era así con veintitrés años mientras agonizaba en una relación absurda con mi primer novio. Tras reconciliarme con el monotema de Laufey pensé en que hay pocas canciones que hablen del amor a los cincuenta (cuarenta y nueve). Creo, la verdad es que no lo sé. No he hecho un estudio pero estoy bastante convencida de que esto tiene que ser así. ¿Por qué? Pues porque así como cuanto mayor eres menos pudor físico tienes, a esa edad el pudor emocional se eleva en la misma proporción. No sé si esto es bueno pero es así, nos volvemos más cínicos, más realistas, menos inocentes. ¿Sufrir por amor todo el tiempo, a todas horas? ¿Hacer grandes promesas al tercer día? ¿Soñar con "para toda la vida"? No, no y no. Hasta qué punto esto es por miedo o por conocimiento es ir demasiado lejos en un pensamiento de concierto pero ahí lo dejo.
¿Alguien conoce una canción que exalte el amor pasados los cuarenta? No hablo de canciones del tipo "oh, cariño, llevamos toda la vida juntos", sino de canciones de enamorarse cuando ya no tienes veintitrés, cuando ya no crees que por ahí haya un alma gemela, cuando de ninguna manera quieres una relación que sea un continuo sobresalto. Una canción que se parezca a este poema:
Me gusta que no estás loco por mí, por Marina Tsvetaeva
Me gusta que no estás loco por mí.
Me gusta que no estoy loca por ti.
Y que el pesado globo terráqueo
no se derrumbe bajo nuestros pies.
Me gusta que podamos ser divertidos
-licenciosos- sin jugar con las palabras,
sin sonrojarnos con esta ola sofocante
al rozar ligeramente nuestras mangas.
Me gusta además que estando frente a mí,
abraces tranquilamente a otra,
sin importarte que yo arda en el fuego
del infierno, por no besarme contigo.
Y que no pronuncies mi dulce nombre
en vano, cariño, ni de día ni de noche…
Y que nunca en el silencio de una iglesia
sonará para nosotros la marcha nupcial.
Te doy las gracias con el corazón en la mano:
Por amarme tanto -sin saberlo tú siquiera-.
Por la quietud de mis noches en calma.
Por lo escaso de nuestros encuentros.
Por los paseos que no -bajo la luna-.
Por el sol que nunca -sobre nuestras cabezas-.
Por no estar loco -¡ay!- por mí.
Por no estar loca -¡ay!- por ti.
«Esta la escribí cuando pensé que, por ahí, en el mundo está mi alma gemela. La escribí para que cuando le conozca, él sepa que llevo años esperándolo y pensando en él»
Ahí quise decir: «Laufey, querida no se te ocurra hacer eso. Jamás»