domingo, 8 de octubre de 2023

Lecturas encadenadas. Septiembre

¿Otra vez libros? Desde que, además de escribir el
blog, he convertido estos textos en cartas que llegan directamente a lo buzones de los lectores me preocupan cosas como si el título es lo suficientemente atractivo, si el tema tendrá interés, si alguien me dejará sin leer solo porque sabe que Lecturas encadenadas va de libros o si lo abrirá, se le marcará como leído y quedará relegado al puesto treinta dos del buzón de entrada, arrumbado entre el último correo de ofertas de Vente Privée, la renovación del seguro que este año has decidido que cambias seguro y un correo que te escribiste a ti mismo con cosas que no querías olvidar. Ha cambiado también el cómo me imagino al lector. Antes pensaba en alguien que, en un rato en la oficina, abría el navegador y buscaba el blog para leer un rato. Ahora, como publico los domingos, sé que mucha gente me lee al levantarse, nada más abrir los ojos o mientras desayuna o a lo largo del día mientras vaguea*. Es más responsabilidad porque en el aburrimiento laboral cualquier cosita vale para entretenerse, pero llegar a llenar el precioso tiempo libre de alguien... a veces me paraliza un poco. 


A lo que iba: imagino a mi lector tipo, tú, despertándose hoy*, mirando su buzón de entrada y pensando: «¿otra vez libros?»; y sí, si has llegado hasta aquí tengo que decirte que hoy toca otra vez porque septiembre se ha terminado y no quiero que se me olviden las cosas buenas que han caído este mes. No son muchas, así que acabaré pronto. 


Compré Idaho, de Emily Ruskovich, por recomendación de Juan Tallón. Tras el «sin más» de Intimidades y el fiasco total de Fortuna, temía lo peor, pero por el bien de nuestra amistad y, sobre todo, de mi ánimo lector, quería que me gustara. Sin ser perfecto, y cuanto más lo pienso más fallos le veo, me gustó bastante. Lo leí casi del tirón en las vacaciones en Francia, así que siempre lo tendré asociado a esa maravillosa casa en la Provenza, igual que asocio La broma infinita con Colmar o Los días perfectos, de Jacobo Bergareche, con Belmonte o ¿Qué hago yo aquí?, de Bruce Chatwin, con mi roadtrip por Washington. 


Idaho es la historia de Ann y Jenny, dos mujeres unidas por una tragedia. Ese hecho trágico separará a Jenny de Wade y al mismo tiempo la unirá a Ann. Si vas a leerlo NO SIGAS, que va spoiler. Una tarde de agosto, calurosa y pegajosa, mientras la pareja que forman Jenny y Wade recoge leña en un monte junto con sus dos hijas, Jenny en un arranque de algo mata de un hachazo a una de sus hijas mientras la otra sale corriendo y acaba desapareciendo en la montaña para siempre. ¿Qué le ha pasado a Jenny? No lo sabemos nunca y yo sospecho que Emily tampoco tiene ni idea y por eso lo deja ahí, sin resolver, como si fuera algo que al lector se le va a olvidar. Se confiesa culpable y acaba en la cárcel. Wade, claro, se divorcia y está destrozado. A ver cómo vas a estar si de la noche a la mañana eres un padre de familia feliz, sales a por leña y cuando vuelves estas casado con una asesina y tienes una hija muerta y otra desaparecida. Está destrozado pero se casa con Ann, que es su profesora de piano y bastante más joven que él. Él había empezado a tocar el piano antes de la tragedia intentando que ese ejercicio, esa distracción, le salvara de desarrollar la demencia prematura que cree haber heredado de su padre y de su abuelo. 


Como he dicho antes, según la recuerdo voy viendo todos los flecos pendientes que en la novela quedan sin explicar. No es que todo tenga que estar cerrado en una historia de ficción, ni mucho menos, pero la sensación que tengo en Idaho es que Emily tenía una muy buena idea: la relación entre Ann y Wade, cómo se construye y cómo se deshace cuando se enfrentan a esa demencia terrible, a la consciencia de que está llegando, a su inevitabilidad y a aprender a vivir con ella. Emily tenía la idea y la manera de contarla, con saltos temporales que maneja muy bien. Pero, pero, pero… en algún lugar le entró el pánico y empezó a añadir capas innecesarias a la historia. No sé si pensaba que el lector se iba a aburrir o no sabía cómo ahondar aún más en el conflicto principal. Algunas de esas capas son tolerables, pero otras… otras piensas ¿y esto? A pesar de todo, la novela funciona muy bien hasta la muerte de Wade. Ahí Emily se enreda y hay unas cuarenta páginas innecesarias que hay que atravesar para llegar a un final bastante redondo, que tiene sentido. 


¿La recomiendo o no la recomiendo? Pues dadle una oportunidad porque entretiene bastante y tiene cosas brillantes. No es fácil escribir una novela redonda.  


«Porque la frialdad era mejor que la vulnerabilidad y la crueldad preferible a la cobardía».


Salir de la noche, de Mario Calabresi, lo compré porque por un tema de trabajo iba a conocer a su autor y pensé que estaría bien haberlo leído, conocerle un poco mejor. Al final ese encuentro no se produjo, pero ahora conozco mejor a Calabresi, del que apenas sabía nada. 


Salir de la noche es un libro de no ficción: si leísteis en su día Libro de familia, de Galder Reguera, éste es un poco el mismo estilo. El padre de Galder se mató en un accidente de coche antes de que él naciera y al padre de Mario, Luigi Calabresi, lo asesinaron en la puerta de su casa cuando él tenía tres años. Aquí reconstruye de manera fragmentaria la vida de su padre, la de su madre, la suya y la de sus hermanos (uno de ellos nacido póstumamente) y también la de otros muchos asesinados durante los llamados años de plomo y sus familias. 


Hay muchas referencias que para el lector español son desconocidas y en algún momento, por ese motivo, puede resultar confuso, pero no importa. Lo fundamental es lo que transmite: la tristeza inmensa, el vacío y el luto hacia delante por las vidas sesgadas sin razón y el desamparo de las víctimas cuando, por ejemplo, algunos de los asesinos acaban siendo diputados o senadores y cómo las familias se enfrentan a esa situación. Es estremecedor cómo Calabresi retrata la vida de sus padres, de su familia, antes del asesinato y el esfuerzo sobrehumano que su madre (tenía 25 años) realizó después para que ellos no vivieran anclados en el odio y la venganza. Es bonito cómo esta mujer, años después, empezó otra relación con un hombre, Tonino, que hizo de padre para los tres hijos. Me conmovió el poema que Calabresi transcribe y que Tonino les escribió a ellos: 


Padre

día

tras día, 

por el amor 

elegido

no por el pan. 


Amados 

de inmediato

misteriosamente míos



Y con esta carta que Aldo Moro escribió, cuando ya sabía que iban a asesinarle, a su mujer: 


«Mi dulcísima Noretta, creo que he llegado al extremo de mis posibilidades y que, salvo milagro, estoy a punto de cerrar esta experiencia humana mía… Siento ahora tantos deseos de abrazarte y explicarte toda la dulzura que me embarga, aunque mezclada con cosas muy amargas, por haber recibido el regalo de mi vida contigo, tan llena de amor y profunda comprensión. Cuídate y trata de mantenerte tan serena como te sea posible. Volveremos a vernos. Volveremos a estar juntos. Volveremos a amarnos».


La última lectura del mes llevaba cinco años en mi estantería. He leído Olive Kitteridge, de Elizabeth Strout.


Me ha gustado muchísimo. Aparte de ser entretenido y leerse como una peli (ya sé que hay serie y la veré en cualquier momento, lo mismo dentro de otros cinco años) la descripción de personajes, la creación de un pueblo, el olor a mar, el retrato de las sensaciones, preocupaciones y sentimientos de todos y cada uno de los que aparecen en la novela es excepcional. Es magistral la decisión de Strout de empezar la novela retratando a Henry: de cualquier otra manera la presencia de Olive lo hubiera opacado, ensombrecido, pero dedicarle las primeras treinta páginas fija el tono para el resto de la narración. Estoy hablando de novela, pero quizás debería decir que Olive Kitteridge es un trampantojo; parece una novela pero es una colección de relatos cortos que construyen una tela de araña o, mejor dicho, una especie de cuadro de Escher, en la que el tiempo y el espacio cambian y podrían no tener sentido pero lo tienen. Paseas por ese pueblo y ves a los vecinos caminar, conducir, enamorarse, sufrir, llorar, encontrarse, comprar donuts, cuidar sus jardines, atender mesas, dar clases, cuidar a sus hijos, enfermar, morir, desesperarse. Los ves envejecer y también ser jóvenes enamorados, los entiendes cuando tenían 35 años y cuando se acercan a los ochenta. Todos ellos aparecen y desaparecen continuando con sus vidas; y cuando salen de la página y se pierden en el horizonte tienes la misma sensación que cuando prestas atención a una familia o a una pareja en un restaurante, en la cola de embarque, en un parque… y les imaginas una vida que sabes que continuará adelante cuando ya no los tengas a la vista. Es un retrato coral impresionante que entiendo perfectamente que ganara el Pulitzer y no la basura de Fortuna, que ganó este año y que al lado de esta novela parece una redacción de un ChatGPT desganado. 


Las descripciones son fascinantes: 


“If she suffered from anything more, it was considered nobody's business. It was the case with Angie that people knew very little about her, assuming at the same time that other people knew her moderately well. She lived in a rented room on Wood Street and did not own a car». 


Lees estas cuatro líneas y la soledad de Angie te golpea entre ceja y ceja. 


El personaje de Olive, que recorre el libro pero solo se adueña de él al final, es muy real y por eso no te cae bien. Es despiadada, poco empática, muy crítica, solitaria,  jamás admite un error y con sus seres queridos no es capaz de mostrar amor hasta que ya es demasiado tarde. También me gusta que se toca un tema que no es muy habitual y que es el amor entre parejas mayores. El retrato de ese amor tranquilo y calmo, a salvo de grandes gestos y sufrimientos, con su poso de tristeza y realidad, está muy bien reflejado y acaba con el brillo del enamoramiento que es posible a cualquier edad aunque nunca sea igual.  


«What young people didn´t know, she thought, lying down beside this man, his hand on her shoulder, her arm; oh, what young people did not know. They did not know that lumpy, aged, and wrinkled bodies were as needy as their young, firm ones, that love was not to be tossed away carelessly, as if it were a tort on a platter with others that got passed around again. No, if love was available, one chose it, or didn´t chose it»


Leed Olive Kitteridge, que os va a hacer felices. 


Septiembre ha sido un buen mes. A ver qué pasa en octubre. 


Te sigo imaginando en pijama: que tengas un gran domingo de vagueo, indulgencia y siesta a deshora. 


*Yo estaré durmiendo y, si nada lo remedia, cuando me despierte estaré arrepentidísima de todo el vino bebido ayer y todas las copas degustadas pensando «son cortitas y no importa» en el cumpleaños de un amigo que ha durado todo el fin de semana. Creo que si yo te imagino en pijama mereces saber cómo imaginarme: con resaca. 


domingo, 1 de octubre de 2023

No sé desordenarme

 No sé desordenarme. No me sale, me cuesta la vida. Hace unos meses, cuando leí No me acuerdo de nada, de Nora Ephron, me hizo mucha gracia un pasaje en el que contaba que en su casa, de su madre, había aprendido:

«Aprendimos a creer en Lucy Stone, el New Deal, Norman Thomas y Edward R. Morrow. Nos enseñaron que la religión organizada era la raíz de todos los males y que Adlai Stevenson era Dios. Nos adoctrinaron en las normas de mi madre: No comprar nunca un abrigo rojo. La carne roja evita las canas. Puedes levantarte de la mesa pero mejor no te levantes de la mesa. Las fajas te destrozan los músculos abdominales. El fin y los medios son lo mismo».

Yo tuve una vez un abrigo rojo al que dediqué un post y soy la prueba viviente de que la carne roja no evita las canas, pero eso da igual. De mi madre, en mi casa, yo aprendí otras cosas como que el arroz siempre tiene que ser Sos, que uno nunca tiene que compararse con otro y, sobre todo, aprendí a ordenar el día. ¿Quizás demasiado? Puede ser. 


No sé desordenarme. Y me da cierta envidia la gente que lo consigue. Levantarse a la una y media y desayunar como si fueran las nueve de la mañana, sin preocuparse porque se le está echando encima la hora de comer. Les da igual. Ya comerán a las seis de la tarde un cocido madrileño y cenarán tortitas a las doce. ¿Qué más da? No pasa nada. Y tienen razón: no pasa nada. No es algo para hacer todos los días y no lo hacen a diario, pero son capaces de soltarse de las rutinas, los horarios y las costumbres sin problema para volver a agarrarse a la liana de la vida ordenada cuando llegue el día siguiente o el lunes. Yo no. No sé por qué. ¿Acaso me da miedo que, si descarrilo de mi ordenamiento vital, no seré capaz de volver a engancharme y terminaré vestida como Stevie Nicks en una feria medieval vendiendo almizcle para las contracturas musculares? Bueno, eso me daría terror (con el debido respeto a todas las imitadoras de Stevie Nicks) pero no, no es el miedo lo que me impide desordenarme. No sé lo que es. O sí: siempre me importa qué pasará después, cuáles serán las consecuencias de dejarme ir. ¿Me arrepentiré? ¿sufriré? ¿Me volveré adicta al desorden? Cuando era niña me dolía tanto la cabeza cada tarde que mi madre, que con cuatro hijos obviamente no nos hacía mucho caso cuando nos quejábamos, acabó llevándome al médico, y allí acabaron derivándome a Psiquiatría. Resultó que me dolía la cabeza de pura preocupación por lo que pudiera ocurrir al día siguiente en el colegio. Ahora no me duele la cabeza, no me preocupo tanto, pero dejarme ir no me sale. 


Nunca he sido de llegar a casa a las ocho de la mañana después de una juerga ni de levantarme a las dos de la tarde, ni de salir a buscar helado a las cuatro de la mañana porque no podía dormir o porque tenía antojo. Nunca me echo la siesta a las ocho de la tarde ni me levanto a las cinco aunque esté en la cama con los ojos como platos. No llevo ropa de verano en invierno ni tengo los jerseys de lana a mano por si en verano hay una noche fresca. ¿Por qué? No lo sé. Algo en mi interior me tiene atada a un orden mental, físico y organizativo que no me deja desordenarme, dispersarme, descolocarme. Cuando alguna vez lo he conseguido, no ha pasado nada, ni lo de Stevie Nicks, ni me he dado a las drogas, ni me ha fulminado un rayo divino. Me he desordenado y vuelto a mi ser sin mayores problemas. 


Escribo esto en viernes. Lo escribo ahora porque sé que mañana no tendré tiempo. La frase con la que empieza se me ocurrió la semana pasada. ¿Es este el texto de una mujer de mediana edad, aburrida y plana, que sueña con ser alternativa y hippie? ¿Lo borro todo? Decido entonces ir a mis notas de cosas que en algún momento podrían inspirarme y resulta que me encuentro con esto: 


”An adventure is a crisis that you accept,” he said. “A crisis is a possible adventure that you refuse, for fear of losing control”. 


Saqué esta cota de un perfil de Bertrand Piccard, un aventurero de esos que están forrados y que, en su caso, se ha dedicado a hacer cosas como vueltas al mundo en globo y a sumergirse en el océano a profundidades absurdas. Piccard sabe desordenarse muy requetebién y, además, está forrado, que es algo que ayuda muchísimo a recuperar el orden tan pronto como te has aburrido de ser aventurero. En fin, eso da igual. ¿Me retrata la cita de Piccard? ¿Trato de no desordenarme para no perder el control? Sí, seguro que sí. 


Mientras escucho a mi vecino disfrutando de la relación casi pornográfica que tiene con su soplahojas, la parte de atrás de mi cerebro está pensando en que mañana me toca mudarme a Madrid y está jugando al Tetris colocando todas las piezas necesarias para ese movimiento: tienes que hacer la maleta, recoger el ordenador y los trastos de trabajar, las pesas, la bolsa del táper. Además tienes que ir a comprar fruta y verdura y ternera y pollo. Luego irte a Madrid, descargar todo en casa, organizarla y probablemente ir a la compra de cosas como leche, mantequilla y gel de baño para luego volver a organizar todo, hacer el planning de comidas de la semana y pasarte el domingo cocinando. Veo caer las piezas de colores una sobre otra intentando que encaje todo. ¿Encajar para qué? Me paro a pensar. Para nada. ¿Qué más da si llego y no hay nada en la nevera? Algo habrá, algo comeremos. Puedo ir a la compra el lunes o incluso el martes. ¿Sería capaz de llegar al miércoles? No, seguro que cortocircuito. Así me paso los días, pensando con antelación en encajar las piezas, como si en algún momento fuera a terminar el puzzle y, entonces, solo entonces, fuera a ser capaz de relajarme, desordenarme y olvidarme de todo. 


No sé desordenarme y eso no es sexy ni atractivo. 

No sé desordenarme y no sé cómo arreglarlo. 

No sé desordenarme, ni dejarme ir, ni relajarme tanto como para que todo me de igual.


A lo mejor necesito algo drástico, como llevar prendas de ganchillo, vender aceites esenciales y tener un puesto de esas piedras que venden ahora para masajearte la cara. 


Son las seis de la tarde. ¿Y si desayuno? 


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domingo, 24 de septiembre de 2023

Decir adiós a tus perros

«Seguro que me preocupó que escribir acerca de ello fuese un error. Escribes algo porque esperas controlarlo. Escribes acerca de experiencias en parte para comprender lo que significan, en parte para no olvidarlas con el tiempo. En el olvido. Pero siempre está el peligro de que suceda lo contrario. Perder el recuerdo de la experiencia en sí en el recuerdo de escribir sobre ello. Como la gente cuyos recuerdos de lugares a los que ha viajado son de hecho solo recuerdos de las fotografías que tomaron allí. Al final, la escritura y la fotografía probablemente destruyen más del pasado de lo que sin duda lo conservan. Así que podría suceder: al escribir sobre alguien a quien has perdido —o incluso nada más que hablar demasiado sobre ese alguien— puede que lo estés enterrando para bien» (El amigo, de Sigrid Nunez)


El jueves volví a casa en el 688 que pasa por delante de la clínica veterinaria donde llevamos a Tuca y a Turbón el 30 de julio. Pasé por delante y se me saltaron las lágrimas. No sé por qué. No era la primera vez que pasaba por delante desde aquel día, de hecho había pasado esa misma mañana por delante de camino al trabajo. ¿Por qué se me saltaron las lágrimas en ese momento? Por los detalles. Hace muchos años escribí que, antes de que nos pase, creemos que la ausencia de alguien querido estará en los grandes momentos: la primera Navidad, el primer cumpleaños sin esa persona, la ocasión especial que siempre celebraba. Cuando te pasa, cuando se muere alguien cercano, te preparas para esas ocasiones, planeas dónde estarás, qué harás, si prefieres despejar el día para pasarlo llorando o eres más de llenarlo de actividades que te distraigan. Después descubres que el mayor vacío no está en esos grandes momentos: está en los detalles, en las pequeñas ocasiones para las que no te puedes preparar y que, cuando te asaltan, te dejan noqueado. Eso me pasó el otro día.

Pasar por delante de la clínica donde tuvimos que dormirlos, los petardos en fiestas y los truenos de las tormentas de las últimas semanas que ya no asustan a Tuca, los restos de comida con los que ya no podemos hacer «comida para los perros», el jersey que saqué del armario y está lleno de sus pelos blancos, abrir la puerta de casa y no verlos tumbados en el jardín mirándome con cara de «ya era hora de que vinieras», no verlos nada más levantarme mientras me preparo el desayuno pero seguir buscándolos con la mirada como si fueran a aparecer. Esos detalles delimitan el hueco que han dejado en casa. 

Los echamos mucho de menos. María pidió quedarse con el collar de Turbón. Es ancho, de cuero marrón y con una gran hebilla y lo tiene colocado en la mesilla, al lado de su cama. Le da miedo que se le olviden. Al día siguiente de dormirlos me mandó un mensaje y me pidió que escribiera algo, que contara todo lo que recuerdo de ellos porque «mamá, tengo miedo de que se me olviden». Le dije que no se preocupara, que no iba a olvidarlos, que los recordaría siempre y cuando menos lo esperara. Le dije también que le escribiría algo. No lo he hecho hasta ahora. 

Siempre hemos tenido perro. Siempre he convivido con perros, más o menos intensamente. Morris, Don, Fergus, Dunia, Otto, Capo, Bronco, Patas, Peter y Tuca y Turbón. De todos recuerdo algo y por unos más que por otros sentí pena cuando murieron. A pesar de esto, y de no comparar jamás la muerte de un perro con la de un ser humano querido, sé que Turbón y Tuca eran especiales. Son los perros con los que mis hijas han crecido. Son ellas las que hace casi doce años los sostuvieron por primera vez en brazos, cuando no eran más que unas bolas de pelo blanco. Para ellas han sido sus compañeros de juegos y de mimos. María, que es alérgica a los perros, se ha rebozado con ellos, se ha dejado lamer, los ha acariciado hasta tener un ataque de asma y correr a lavarse las manos y tomarse una pastilla. Han jugado juntos, han paseado y los han consolado cuando se asustaban con los truenos. Lo que más les gustaba a los cuatro era el ritual de la mañana: Tuca y Turbón en la puerta de la cocina esperando su desayuno; las niñas, en pijama, con un trozo de pan duro en la mano diciéndoles: «sentados, despacio… » y dándole primero a Tuca y luego a Turbón. Los perros, como los niños, aman las rutinas. Ahora no sabemos qué hacer con el pan duro. La bolsa donde lo guardábamos cuelga en su gancho llenándose cada día porque ya no repartimos mendrugos cada mañana. Otro detalle.

Eran los perros de todos. Mi madre decía que eran suyos porque la casa es suya, pero eran de todos nosotros. A cada uno nos hacían compañía de una manera diferente y aunque jugábamos a «¿De qué equipo eres? ¿Eres team Tuca o team Turbón?», éramos de los dos. Estaban siempre con nosotros para que los acariciáramos sin fin, nunca se cansaban de los mimos. No eran sutiles ni delicados pidiendo mimos: te metían la cabeza bajo el brazo mientras leías en el jardín o te daban con su pataza para que, en el supuesto de que no los hubieras visto echándote el aliento, te percataras de que estaban ahí y querían sus mimos. Por Borja sentían devoción y él por ellos. 

Alguna vez fueron jóvenes y corrían por el jardín al anochecer persiguiéndose el uno al otro, o acechando ardillas o ladrando a los gatos que intentaban colarse en sus dominios. Corrían también cuando los sacábamos de paseo, iban y venían de un lado a otro, adelantándose y retrocediendo para no perdernos de vista. Les gustaban los charcos, el frío y la nieve. La nieve los volvía perros amarillos. Otro detalle. Al final se hicieron mayores, muy mayores, y ya no corrían al anochecer, ni acechaban ardillas ni podían perseguir gatos. Tampoco podían correr en los paseos que cada vez se fueron haciendo más cortos y si hacía mucho frío agradecían entrar un rato en casa y tumbarse en la alfombra a dormitar. Otro detalle que echaremos de menos cuando llegue lo más crudo del invierno.

Murieron el 30 de julio. De alguna manera estábamos preparados para Turbón. Llevaba un par de años renqueando, con dolores, problemillas y las rodillas cada vez peor. Se hizo viejito y, aunque seguía teniendo ganas, el cuerpo no le respondía. Se quedó sordo, pero eso le procuró muchísima felicidad y menos preocupaciones. De los paseos, cada vez más cortos, volvía agotado. Estábamos preparados para que él se apagara en cualquier momento. Y ese momento llegó el 29 de julio, sábado, cuando dejó de moverse. Se tumbó cerca de la mesa de la cocina y solo nos miraba con los ojos cubiertos por una veladura blanca: «No puedo más». Llamé a las niñas y les dije: «venid, porque Turbón se está yendo». «Seguro que cuando nos vea se anima», dijo Clara con ese optimismo que lleva por bandera. Cuando llegaron no se animó, ni se levantó, y ellas se derrumbaron a llorar. No querían despegarse de él, le llevaban agua y le acercaban comida pero él sólo nos miraba. Por la tarde consiguió levantarse con sus últimas fuerzas, dar la vuelta a la casa y tumbarse en el porche. Seguimos a su lado hasta que nos fuimos a dormir, con la loca esperanza de que al día siguiente estuviera mejor, que volviera a ser el mismo: un perro viejito. Tuca, mientras tanto, que hasta ese día estaba bien, se había tumbado y tampoco quería moverse, ni comer, ni beber. Nada. No se acercaron. Eso nos rompió el corazón. Siempre estaban juntos, pegados, lamiéndose… y cuando llegó el momento se separaron. 

A la mañana siguiente, domingo, estaba claro que no había nada que hacer, así que, los lavamos, los cargamos en unas mantas y los metimos en el coche para llevarlos al veterinario. Sabíamos que íbamos a despedir a Turbón, pero con Tuca íbamos pensando en que la revisaran y vieran qué le pasaba («hasta ayer estaba perfecta»). Resultó que no, que no estaba perfecta, que tenía un tumor enorme en el hígado y que tampoco se podía hacer nada por ella más allá de operarla, ingresarla y que tuviera unos días más. «No, eso no vamos a hacerlo».

«Tomaos todo el tiempo que necesitéis». 


Necesitamos mucho tiempo. No sé cuánto. Íbamos de una sala a otra, despidiéndonos, decidiendo a cual dejábamos ir primero. Fue durísimo y a la vez bonito. Les dijimos que les queríamos, que eran los mejores perros del mundo, los más guapos, los más listos, los más bonitos, los más amorosos. Les dimos besos, les abrazamos y a María le dió asma. Les quitamos los collares y nos los llevamos de recuerdo. 

Y nos fuimos a casa sin ellos, con su olor en el maletero del coche y su ausencia al abrir la puerta de casa. Ha pasado un mes y medio y van llegando los detalles. Llegarán más y su recuerdo dejará de doler para ser solo alegría de haber compartido con ellos estos doce años. «Nunca tendremos unos perros como éstos». No, no serán como éstos, serán otros y todo será distinto pero igual de bueno. Perder un perro no es como perder una persona querida. Sólo puedes tener un padre, ese hermano, esa madre... pero perros puedes tener muchos y todos te darán algo. 

María no lo sabe todavía, pero será así: tendrá más perros en su vida, todos le darán alergia y todos le dejarán huella. Pero nunca olvidará a Tuca y a Turbón, estarán siempre en los detalles, en los que cree tener y en los que la asaltarán, cualquier día, mañana, dentro de una semana, seis meses o cinco años, cuando menos lo espere y piense “os echo de menos, perros guapos”. 

Ella no lo sabe pero los detalles no dejarán que llegue el olvido.


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domingo, 17 de septiembre de 2023

Lecturas encadenadas agosto.

Agosto queda ya casi tan lejos como mi quincuagésimo cumpleaños. Tan lejos que he estado tentada a no escribir este post de lecturas para hacer doblete con octubre, pero luego he pensado que no, que no era buena idea. Cuando escribo sobre mis lecturas no solo vuelvo a los libros, sino también a los lugares donde los he leído, a las cosas que pensé cuando andaba con ellos entre manos o los recuerdos que me trajeron; y si sigo postergándolo puede que todo se me olvide. Últimamente he andado preocupada por tener lagunas mentales, pero ahora ya estoy más animada porque he descubierto que soy capaz de memorizar algunos teléfonos móviles. No nos volvamos locas: puedo memorizarlos un par de minutos o algo así, pero ya es más de lo que conseguía antes. El otro día, además, leí que para la memoria es terrible la multitarea, así que voy a concentrarme muchísimo en estas líneas y a no ceder a la tentación de pinchar en las otras pestañas que tengo abiertas o bajar a la cocina a picar algo o revisar el extracto del banco. A ver si lo consigo.* 

Que no te quiten la corona, de Yannick Haenel, llevaba en mi estantería por lo menos tres o cuatro años. Fue una recomendación de Gonzalo, de Tipos Infames, en una de las últimas veces que fui a la Feria del Libro de Madrid. Nunca encontraba el momento pero, como siempre, esperé a que llegara y eso fue al principio de las vacaciones. Lo leí los primeros días de estancia en Cicely, por las tardes y noches, cuando volvíamos de trepar por las montañas y hartarnos de comida rica. 


Que no te quiten la corona es un libro raro, extraño, al que entras confiado para luego empezar a desconfiar porque no sabes bien lo que está pasando. Hay que seguir adelante, continuar a pesar de la desazón, no desistir y llegar al final. Ahora que escribo esto, y mientras lo recuerdo, caigo en la cuenta de que Haenel aliña su novela con unas gotitas de David Foster Wallace. Sin llegar, por supuesto, a la maravillosa locura del escritor americano, ciertamente toda esta novela está regada con algo de eso, con esos polvos mágicos. (Dejo aquí mi reseña de La broma infinita, por si alguien está pensando en atreverse).


El protagonista, Jean, es un escritor de cincuenta años que malvive en un piso del que están a punto de echarle. Lo de que es cincuentón es algo que, como lector, olvidas enseguida, porque él actúa más bien como si tuviera treinta o treinta cinco. ¿Cómo? Pues pasando de todo, drogándose bastante y bebiendo como si no hubiera un mañana, que es algo que con más de cuarenta y cinco nadie hace porque sabes de sobra que habrá un mañana y que te dolerá todo si sigues bebiendo así. El caso es que Jean está obsesionado con Michael Cimino y con su película El cazador y también con Apocalypse Now, de Coppola. Se pasa los días viendo esas dos pelis en un reproductor de vídeo (todo ocurre antes de internet y los móviles) mientras bebe y fantasea con conocer a Cimino y presentarle un guión que él ha escrito sobre Moby Dick. La parte de su obsesión con Cimino es un poco tostón: parece que el que está obsesionado es Haenel y, como lector, temes que se vaya metiendo cada vez más en una de esas digresiones de señor obnubilado con algo que cree haber entendido mejor que nadie y que, evidentemente, no interesan a nadie. Cuando estás a punto de dejarlo llega el cumpleaños de Jean, que celebra con una cena en un restaurante con un amigo suyo que, en su día, le dió el contacto de Cimino. A partir de la cena la novela se transforma en una road movie: se convierte en Jó que noche, de Scorsese. Empiezan a aparecer personajes secundarios extravagantes y estrafalarios: hay un galgo, una mujer, una portera, una noche en un museo, unos malos que le persiguen y todo se vuelve divertido y loco hasta llegar a un final que funciona. 


¿Me gustó Que no te quiten la corona? Pues sí, cuando más lo pienso más convencida estoy. Es una novela diferente, no se parece a todo lo que se escribe ahora, que tiene un tufo a intensidad y misterio. El libro de Haenel es ligero en el sentido de que quiere contar la historia de un personaje, no hay «vida real», ni mensaje, ni moralina, ni intención de hacerte pensar en la fugacidad de la vida, las dificultades de las relaciones o la injusticia. Es otra cosa y me gustó. 


«La soledad más fulgurante proporciona una dicha lenta: en casos así, procuro alargar la noche; pero no resulta fácil saber si la vida se nos hace añicos o si nos encaminamos hacia lo más vivo».


Además, a este libro, y conectando con lo que comentaba al principio, le debo el  haber creado en mi memoria el recuerdo, que espero permanezca para siempre, de una noche en el sofá viendo por primera vez en mi vida El cazador, de Cimino, una película maravillosa e inolvidable que me dejó sin palabras. Sigo dándole vueltas casi dos meses después, tengo escenas y diálogos en la cabeza rondando cuando menos me lo espero. Después de verla, además, entiendo que alguien se obsesione con ella. Merece cualquier obsesión.


Releer Crimen y castigo, de Fedor Dostoyevski, era uno de los planes del verano, de este y de los tres o cuatro anteriores pero, por fin, lo conseguí. Justo antes de irme de vacaciones cogí de la estantería el ejemplar que iba a leer, exactamente el mismo libro que leí por primera vez con 18 años, cuando estaba en COU. Recuerdo ese año por muchas cosas: entre otras, porque descubrí a Dostoyevski; porque vi por primera vez mi cuadro favorito, Vista de Delft, de Vermeer; y porque aprobé Matemáticas sin tener ni idea. Lo que no recordaba, y me dejó un poco impresionada, es que había puesto mi nombre en ese ejemplar de Crimen y Castigo. Abrí la primera página y ahí estaba mi nombre, Ana Ribera, con perfecta letra de colegio de monjas: redonda, casi dulce, inocente. Ya no tengo esa letra aunque mucha gente alaba mi escritura: creo que es porque ya casi nadie escribe a mano y sorprende ver mis cuadernos llenos de renglones rectos. «¡Hala, no te tuerces!»

Hace la friolera de 32 años que me enfrenté por primera vez a la historia de Raskólnikov. ¿Qué recordaba? Tenía una vaga idea del crimen y alguna sombra de los remordimientos pero poco más. Del crimen recordaba mi sensación, la primera vez, de sorpresa, de incredulidad. Volviendo ahora a él y pensando en mi primera lectura puede que aquella sorpresa viniera del hecho de que era la primera ocasión en que me enfrentaba a la lectura de un crimen cometido a sangre fría, sin motivo, solo por el simple hecho de ser capaz de cometerlo. 


Del castigo no recordaba nada. Es más: pensaba que el castigo que el protagonista sufría era la culpa y el remordimiento, pero resulta que Raskolnikov no se arrepiente casi en ningún momento; y cuando lo hace es más por los inconvenientes que sufre porque le van a descubrir que por haber cometido el crimen, por haber asesinado a la usurera a la que llama «piojo insignificante».


Leer Crimen y castigo con 18 años y con 50 es muy diferente. Con 18 yo apenas había salido de las lecturas infantiles y juveniles y no tenía ni referencias ni referentes ni vida para entender mucho de lo que Dostoyevski plantea. Ahora, por ejemplo, he visto que en las novelas de Agatha Christie o Patricia Highsmith y en las pelis de Hitchcock hay mucho de Crimen y castigo. Es una gran novela de la literatura rusa, una obra maestra, pero es también una novela policíaca publicada por entregas con la intención de mantener a los lectores de 1866-1867 enganchados a una trama en la que hay un malo al que lector quiere, unos buenos a los que el lector odia, personajes aborrecibles, amor, dinero, corrupción, un mejor amigo del protagonista, bueno e inteligente, que le ayuda en todo, y hasta tiene un final esperanzador y bonito. Es además un retrato costumbrista y realista del San Petersburgo de la época: la pobreza en las calles, el problema del alojamiento, la clase media, los bares y las tabernas, los mercadillos, la prostitución, la mendicidad… un dibujo que para los lectores contemporáneos era totalmente reconocible. 


No pude dejar de pensar en Ripley mientras leía sobre Raskólnikov. Los dos parten de un crimen evitable, innecesario; ninguno de los dos asesina llevado de un ataque de furia, de pasión o de ira. Ambos ejecutan su plan porque pueden y sin pestañear. Desde ahí, sin embargo, su evolución es diferente. Raskólnikov vuelve continuamente al crimen, no cesa de darle vueltas, mientras que Ripley lo deja atrás, continua impertérrito sin que el asesinato le perturbe. La sensación que provocan en el lector, sin embargo, es parecida. Te pones de su lado, vas con ellos. Han hecho  mal, han matado a alguien, son asesinos, pero quieres que se libren, que no les pillen, que no importe lo que han hecho. Con Raskólnikov casi te enfadas cuando acaba confesando. ¿Qué necesidad había de hacer eso? Dándole vueltas a esta sensación, a saber que vas con «el malo», he pensado que quizá, en el fondo, todos sabemos que seríamos capaces de hacer algo así, que podríamos hacerlo; y queremos saber, aunque sea a través de la ficción, que podríamos vivir con ello, seguir adelante y, a lo mejor, llevar vidas estupendas, como Ripley. Es una idea perturbadora a la que asomarse, pero para eso leemos. 


Hay que leer Crimen y castigo. No hace falta que sea dos veces pero una, por lo menos, sí. 


«Nada hay en el mundo tan difícil como decir francamente lo que se siente: nada tan fácil como la lisonja. Si en la sinceridad entra, aunque solo sea una centésima parte de nota falsa, se produce enseguida una disonancia y a ella sigue el escándalo. En cambio, la lisonja resulta agradable, y se escucha con complacencia, aunque sea plasta hasta la última nota; se escucha, si quiere usted, con burda complacencia, pero, al fin y al cabo, con complacencia. Por burda que sea la lisonja, por lo menos la mitad parece legítima. Y ello es así para las personas de todas las capas sociales, independientemente de su desarrollo. Incluso a una vestal cabe seducir por la lisonja. Nada digamos de las personas ordinarias».


Para terminar por hoy voy a recomendar La forja de un rebelde, de Arturo Barea. Hace muchos años mi querido y añorado tío Ramón me regaló esta trilogía formada por La forja, La ruta y La llama. Cuando la leí, hace trece años, me encantó y desde entonces no he parado de recomendársela a toda mi familia que, como en todo, me hace bastante poco caso. Este año recurrí a un método más drástico y regalé la trilogía a mi hermano pequeño. Como las familias funcionan así, tras su entusiasta recomendación, los tres tomos han pasado de mano en mano entre todos mis hermanos y mi madre y, por fin, trece años después lo han leído. Más vale tarde que nunca. Corred a leer a Barea. 

Y con esto y mientras espero la tormenta, hasta los encadenados de septiembre. 


*No lo he conseguido. Durante la escritura de este post me he comprado unas zapatillas de montaña, he buscado un terreno para construir una cabaña y me he enterado de que Hugh Jackman y su mujer, Deborah, se divorcian después de 27 años de matrimonio. También me he levantado a ponerme un jersey. 

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