martes, 27 de noviembre de 2018

Ensayo sobre la colcha

Hablemos de colchas. No entiendo como no he tocado este tema durante todos estos años. Hay dos tipos de personas en el mundo: los que creen en las colchas y los que no. No son categorías estancas, son más bien etapas en la vida aunque, como en todo, hay gente que se queda estancada en la primera. Durante la infancia, las colchas son algo que o bien no percibimos en nuestro radar o cuando lo hacemos es algo que asociamos con una manía de nuestra madre, la colcha se pone encima de la cama porque ella quiere y a  nosotros nos parece superfluo e innecesario. Están en la misma categoría que los leotardos o el verdugo, vivimos felices sin saber qué existen hasta que nuestra madre nos lo calza.  Después, cuando uno sabe lo que puede hacerse en una cama aparte de dormir, es cuando capta que el propósito higiénico de la colcha, un propósito que hasta entonces le había pasado desapercibido. Esa súbita iluminación sobre la utilidad de la colcha puede que nos haga verlas como algo necesario fuera de nuestra cama e innecesario en la nuestra porque o bien nosotros somos muy pulcros o bien a nuestra mierda le tenemos cariño y no nos importa rebozarnos en ella con nuestras sábanas. 

Hay un tercer grupo de gente que son los de la secta de la colcha, los que les cogen tanto cariño que las ponen encima de los sofás, como manteles, o los que hacen combinaciones, en teoría decorativas, de varias colchas en sus camas. Con esta gente hay que tener mucho cuidado porque casi siempre son adictos a la limpieza y tienen manías rarunas como por ejemplo una manera concreta y particular de doblar las colchas que exige un máster en ingeniería de caminos. Huid de ellos. 

Las colchas importan porque dicen cosas de nosotros. Sé que creéis que no, que da igual, que la pasión, que la educación, que la conversación que te de, que las vistas al mar, que te den masajes en los pies, que sepa hacerte caldo cuando te duele la garganta, que esté a buen precio. Ja. Una colcha puede echar por tierra cualquier relación, cualquiera.  

Estás buscando una casa para alquilar o para comprar. El precio encaja, la localización, el número de dormitorios, está libre cuando tú lo necesitas, cerca del supermercado, la playa, la farmacia y lejos de los vecinos. Todo bien, tú solo te vas jaleando, incrédulo ante tu buena suerte hasta que llegas a la foto del dormitorio y un brillo deslumbrante te destroza las córneas: unas colchas de brillante falso raso verde limón con faldones con volantes hasta el suelo te saludan colocadas pulcramente sobre dos camitas. El embrujo se ha roto, el hechizo cae destrozado y sabes que ya no podrás estar en esa casa, que lo vuestro es imposible, no hay manera de arreglarlo. Si a plena luz del día alguien es capaz, con conocimiento de causa, de hacer una foto a esas colchas y enseñarlo en las redes ¿qué no tendrá guardado en los cajones, en los armarios, debajo de las camas? ¿Cuántos cuerpos hay emparedados en la casa? ¿Qué misteriosas fuerzas recorren esa casa obligando a sus habitantes a elegir esas colchas? Lo vuestro es imposible. 

Y en las parejas es igual. Ligas, una cita, otra cita, un hotel, otro, tu casa... la suya y ¡tachán! una colcha espantosa de fondo azul con lunares como un balón de baloncesto de colorinchis chillones. La pasión se te cae a las uñas de los pies y según ruedas entre (falsos) jadeos sobre esa colcha empiezas a dudar de la sinceridad de ese amor, de la conveniencia de esa pasión, al mismo tiempo que preguntas muy desconcertantes llenan tu cabeza  ¿Cuánto le importo si antes de invitarme no ha quitado esta colcha y le ha prendido fuego? ¿No creerá en serio que me gusta tanto como para pasar por alto esta cosa sobre la que estoy tumbada? ¿Se dará cuenta si, con disimulo, la quito y nos metemos entre las sábanas? ¿Cómo serán las sábanas? y ¿Habrá lavado esta colcha alguna vez desde sus pajas de los dieciséis años? Lo vuestro es imposible. 

Quizá haya alguien leyendo estas reflexiones totalmente innecesarias y frívolas y pensando: yo sí creo en la necesidad de una colcha y tengo una y es blanca, sencilla, elegante, discreta... estoy a salvo. Pues no, es verdad que siempre es mejor esa opción que cualquier originalidad comprada o cualquier cursilería heredada de una madre...pero las colchas blancas son como tener dos ojos, dos orejas  o dos manos, demasiado común. Y no lo digo yo, lo dice la señora de la tintorería de mi calle: «Ay, menos mal que tu colcha no es blanca, porque ahora son todas iguales, blanquitas, todas clónicas». 

Las colchas son conscientes de que su vida corre peligro, de que su mediática exposición en redes está acechando su modo de vida y los últimos ejemplares de ultrahorterez han corrido a ocultarse en las afueras: en casas de pueblo de los abuelos de donde ahora saben que nunca debieron salir porque la ciudad no es para ellas y, sobre todo, en los apartamentos de playa. Los coquetos pisos playeros surgidos durante el boom de los setenta son la reserva nacional de colchas del horror. Colchas con flores, con rasos, con lazos, colchas resbalosas incompatibles con estar tumbado en ellas, colchas con esquinas, con rebordes, con estampados de animales exóticos, imitando paisajes campestres, puestas de sol, cielos estrellados, con lunas llenas, arco iris, nubes, jardines con flores, caminos en otoño, cuadros impresionistas con colores saturados, la imagen de los Bonny M y todo el horror estilístico imaginable conviven en una alegre orgía de desenfreno esperando a que llegue una extinción que percibien cercana.  Las colchas blancas de IG ya caminan hacia la costa... y pronto arrasarán con los colorinchis.  Es el ciclo de la colcha. 

Y no, no pienso contar de qué color es mi colcha.


viernes, 23 de noviembre de 2018

Los amigos y las rachas

Isabel Miramontes, Gust of Wind 16
«Hay dos tipos de amistades, aquellas en las que las personas se animan mutuamente y aquellos en las que las personas deben ser animadas para estar juntas. En la primera categoría, uno hace un hueco para verse, en la segunda busca un hueco en la agenda». (La mujer singular y la ciudad, Vivian Gornick)

La vida es una cuestión de rachas. De buena suerte, de mala suerte, de afán deportivo, de afición por el ganchillo, las coles de bruselas, la Fórmula 1, o el té de riobos, pero también lo es porque nosotros mismos somos rachas en la vida de otros y el que seamos o no conscientes de ellos nos define un poco como personas. 

Hay gente que, en principio, es para toda la vida: tu familia y tus amigos más queridos. Después están las rachas. Llegan a nuestras vidas por cualquier circunstancia: compañeros de trabajo, padres de compañeros de colegio de tus hijos, el gimnasio, el club de ciclismo, internet en sus mil y una variantes. Por alguna extraña razón, llámalo afinidad personal o alineación de los planetas, se establece un vínculo bastante fuerte, lo suficientemente robusto como para mantener un contacto muy frecuente, ya sea diario o semanal. Uno sabe de la vida de la otra persona y viceversa. Por un momento, valoramos si esa persona es un nuevo amigo, uno de esos que, según mi teoría de la amistad, necesita que le hagas un hueco en tu grupo de amigos, lo que te obligaría a, previamente, echar a alguien de ese recinto porque mi personal teoría también sostiene que el número de amigos de verdad que uno puede tener es limitado. Yo también caí en esa sensación, varias veces, casi incontables, porque cuando estás sumido en esa racha, en ese contacto habitual es fácil confundirlo con amistad. No estoy diciendo que las rachas no puedan ser relaciones estupendas que te proporcionen risas, conocimiento y consuelo si hace falta pero creo que hay que aprender a saber que se acaban. Las rachas llegan por sorpresa, son furiosas e intensas y se acaban de manera más o menos abrupta. 

«Nos vemos», «Quedamos», «Hablamos la semana que viene», esas frases u otras parecidas, son las que suelen decirse al final de una racha. Puede que no sepas que se acaba, puede que las digas con total honestidad, creyéndolas... pero sin saber muy bien cómo los días, las semanas, los meses pasan sin darte cuenta y un buen día eres consciente de que no te has acordado ni un solo minuto de esa persona, de que no has echado de menos para nada esa comunicación, de que no sientes ninguna curiosidad por su vida. No le deseas ningún mal, ni ha dejado de importarte pero la racha se terminó, se apagó. Y entonces te das cuenta de que no sois amigos, es otra cosa, una racha. Sopló con fuerza un tiempo y luego amainó. Puede no volver  a soplar nunca  o puede reactivarse otra temporada pero nunca será algo continuado, estable, profundo. Y no pasa nada. 

Es importante saber reconocer una racha pero más importante aún es saber cuando uno mismo es una racha en la vida de alguien. 


martes, 20 de noviembre de 2018

De rutinas y de manías


Dan Gluibizzi, 
El lado de la cama. ¿Despertador o alarma en el móvil? Musiquita infernal o telepredicador mañanero. Café o té. Tostada o cereales. En casa o en el bar. La ducha primero o el café directamente. La taza que escoges. Los cereales que compras. La fruta que comes en ayunas. El aceite con el qué rocías tus tostadas o la mantequilla que untas con esmero. ¿Fresa o melocotón? Primero los calcetines o antes los calzoncillos. ¿Las bragas o el sujetador? El sentido de las perchas en el armario. Cepillo de dientes eléctrico o de los de toda la vida, aunque sea de bambú. Rasurado diario o barba de San Jerónimo. Acondicionador o champú sólido. La emisora de radio que pinchas en el coche, el podcast que aparece primero en tu lista de reproducción. El periódico que lees en el bus de camino al curro. ¿Ventanilla o pasillo? La gasolinera en la que prefieres parar a llenar el depósito. El sitio en el que aparcas en el curro. Con bolígrafo o con lápiz. Un saludo o un abrazo. Buenos días o Estimado. Revisar el correo o los datos. Marcar como "para mañana" o tratar de terminar todo. Azúcar o sacarina. Botella de plástico o de cristal. Twitter o Tweetdeck. Facebook o instagram. El ebook o el papel. Cascos con cablecito o antenitas disparadas desde las orejas. Audios de whasap o escribir aunque se la Biblia. Abrigo o cazadora. Zapatillas o zapatos. Artengo o colorinchis. La hora a la que comes. La mesa en la cantina, sentarse mirando a la puerta o de espaldas al mundo. ¿Yogur o fruta? Hacer listas o afrontar el día solucionando lo que salga. Leer varios libros a la vez o ser fiel a uno hasta el final de sus páginas. Radio fórmula o Radio 3. La peli que escoges. La serie que ves. La que no verías ni de coña. El cine al que vas. Sentarte delante o al final de la sala. Palomitas o chuches. Vino o cerveza. Botellín o caña. Dos besos o la mano. El bolso en el suelo del coche o en el asiento del copiloto. La cartera en el bolsillo de delante o en el del culo. Vaqueros siempre o vaqueros nunca. Lunares o flores. Antes muerta que con rayas. Antes muerto que con camisa. Ahorra más o Lidl. Primitiva o Euromillones. El metro o el bus. Ventanilla o pasillo. ¿Dejar la lavadora puesta al salir de casa o ser de los que ve pasar su vida esperando a que la lavadora termine? ¿Tender dentro o fuera? Planchar o la arruga ya se irá con el uso. Salir del curro de noche o de día. Leer en el metro o mirar al infinito. El primer vagón o el último. Llegar a una cama hecha o a un batiburrillo de sábanas, edredón y almohadas. Diazepan o infusión. Lo termino todo o mañana será otro día. Pijama o piel. 

Somos un saco de rutinas y manías.  


jueves, 15 de noviembre de 2018

De abuelos y nietos

No sé cómo empezó aquella rutina ni cuanto tiempo la mantuve, creo que solo un año, hasta que él murió. Tenía dieciséis años, no sabía peinarme y llevaba unas hombreras que me dejaban sin cuello, como un quaterback o como Quasimodo. Además llevaba diadema o cinta y, en general, tenía aspecto de poca cosa, de miedo con patas, de saco de inseguridad con pulso. Con esa pinta y esa falta de confianza no me explico cómo conseguí que Nikitas accediera a llevarme en su Vespino hasta Colón. Nikita era uno de los cinco niños que las monjas de mi colegio habían conseguido reclutar para poder poner que 3º de BUP era "mixto". Aquellos cinco pobres, reclutados entre los más repetidores de los repetidores de los colegios de la zona, llegaron a nuestro colegio y se vieron sobrepasados en número, hormonas y absurdez por todas nosotras. Como en las buenas pelis americanas de sobremesa, cada uno de ellos adoptó un papel: el huraño, el galán popular, el guapo inaccesible, el gay escandaloso y el normal. Nikitas era el normal. Era un completo desastre académico y un misterio en su vida fuera del colegio pero era normal, significando normal que podías hablar con él sin que eso implicara ningún tipo de interacción del tipo "nos tenemos que gustar". Y era divertido. 

Los viernes,al terminar las clases, me subía en su Vespino y abrazada a su cintura para no caerme, atravesábamos Padre Damián, Paseo de la Habana antes de adentrarnos en el terrorífico túnel de Azca para salir a la Castellana. Acabo de darme cuenta de que después de aquellos viajes en la moto de Nikita, nunca más he ido en moto por Madrid. Me dejaba en Colón y desde ahí caminaba hasta la casa de mis abuelos para comer con ellos. Todos los viernes de 3º BUP repetí esta rutina. A veces, la comida me encantaba y otras veces mi abuela hacia pato a la naranja. Nos sentábamos en la mesa del comedor, cada uno en su sitio y supongo, no lo recuerdo, que yo les contaba cosas del colegio, me quejaba de mis hermanos y escuchaba sus historias. Tras la siesta de mi abuelo, le ponía la merienda y le ayudaba en su despacho. Él tenía artritis o artrosis (nunca sé cual es) y tenía las manos agarrotadas, casi como garras, pero seguía escribiendo y anotando cosas en sus cuartillas y escribiendo a máquina utilizando solo los índices. «Ana, dame aquel tomo de allí», «Guarda estos documentos ahí, en ese armario, en el carpesaro azul». Su despacho olía a él, a años, a libros, a dignidad. A mí me parecía muy mayor pero tenía setenta y dos años. Me gustaban muchísimo aquellas tardes de viernes, comer con mis abuelos, pasar el rato con ellos, charlar, sentirme nieta. Al año siguiente él murió y mi abuela se murió de pena veinticuatro días después, Nikitas dejó el colegio y aquellas comidas terminaron. 

Mi madre y mis hijas comen juntas los martes. El año pasado eran los jueves y yo pretendía mantener ese día pero se unieron las tres, sincronizaron sus agendas y lo cambiaron a los martes. Si algo he aprendido es que  las tres unidas, mis hijas y mi madre, son indestructibles. No merece la pena enfrentarme a ellas o discutir, es mejor ser agua o bambú o directamente que me resbale lo que hacen. Si yo digo blanco, ellas dicen negro. Si yo digo Sí, ellas dicen No y si si yo escribo un blog, ellas dicen "hay que ver las tonterías que escribes" pero me gusta que coman las tres juntas, me recuerda a mis abuelos. 

Y me gusta aún más que no vayan en Vespino. Espero que lo sigan haciendo muchos años más.  


martes, 13 de noviembre de 2018

Diccionario breve de adolescente-castellano (II)


La continuada convivencia con mis adolescentes me permite elaborar una segunda entrega de este diccionario, completamente subjetivo, para el uso, disfrute y desespero de los padres con una convivencia similar.


No me renta: no me compensa mover un músculo. 

Dado que cualquier esfuerzo que no tenga como finalidad última la consecución de algo placentero para ellos no les compensa, esta expresión se puede aplicar a cualquier mínimo acto diario. Ejemplo práctico: no me renta pelar el plátano.  

Qué pereza: no quiero hacerlo, no voy a hacerlo y me encantaría que me dejaras en paz, vegetando tranquilamente y regodeándome en la sabiduría suprema que mi adolescencia me ha proporcionado. No te digo que "paso" porque eso es de viejunos.  

Ay mamá, qué pereza: no me apetece ni hablar contigo. 

Random: No sé lo que es, ni me he molestado en buscarlo en el diccionario pero sé que puedo pegarlo a un sustantivo: elige una canción random, una persona random. 

En el caso de que intentes explicarles que random significa lo mismo que "al azar" te mirarán con cara de Ay mamá, qué pereza.  

¡Ay que sí!: ¿por qué perturbas mi paz espiritual recordándome algo que sé que tendré que hacer pero que prefiero ignorar hasta el último momento? Déjame disfrutar de este momento de paz sin recordarme las asquerosas obligaciones que la sociedad ignorante me ha impuesto y que tú, madre omnipresente, no dejas de recordarme 

Que valeeeeee: Lo he entendido a la primera, ya lo sé porque yo lo sé todo y no hace falta que me lo repitas ni una vez más, aunque las veinticinco anteriores no te haya hecho ni puñetero caso.  

¿No confías en mí?: me rompes el corazón con esa falta de confianza en mí, fruto de tus entrañas, amor de tus entretelas. Me asombra que dudes de mí, ¿qué te hace ser tan desconfiada? ¿por qué me niegas la oportunidad de asombrarte con lo responsable y cuidadosa que soy? ¿Estás insinuando que porque las doce veces anteriores te haya mentido esta vez va a ser igual?

Voy, voy: evolución lógica del vocablo voy (ya analizado en la anterior entrega) y cuyo significado es:  no voy a moverme de dónde estoy, pero sigue intentándolo.  

Mamá, no seas dramática: tranquila, no pasa nada, no te pongas histérica que la vida fluye, nada es tan grave, no pasa nada, relájate que no  queremos que empieces a darnos miedo, piensa en Woodstock, en porros, relax, la vida es guay.   

Mamá, no seas dramática debe usarse con mucha mesura porque puede provocar estallidos de cólera completamente justificados y proporcionados.


viernes, 9 de noviembre de 2018

Lecturas encadenadas. Octubre

Octubre ha sido mi peor mes de lecturas en años. No sé qué ha pasado. Bueno, sí lo sé: la vida laboral y personal me ha pasado por encima y solo he leído dos libros, uno y medio en realidad. De todos modos, el uno ha merecido tanto la pena, ha sido una lectura tan impresionante que compensa todo lo demás, el abandono y la falta de horas de lectura.

El Hambre de Martín Caparrós llevaba dos años esperando en mi estantería. Lo compré porque Enric González lo recomendaba y yo por Enric tengo devoción y lo que es aún más serio, me fío de su criterio. Antes de que diga nada más, corred a comprarlo. 

Lees "hambre" y piensas en niños con vientres inflados y piernas flaquitas, piensas en We are de World, en África, en moscas sobre personas con la piel pegada a los huesos. Lees hambre y piensas en qué injusto es el mundo, en qué duro es vivir en África, en qué cabrona es la naturaleza que manda sequias, inundaciones, tifones, huracanes, que carga a países enteros de tierras estériles que no pueden producir nada. Lees hambre y piensas en lo importante que sería colaborar, educar, hacer algo. Lees hambre y se te olvida, porque como dice Caparrós en muchos de los capítulos ¿Cómo carajo seguimos viviendo sabiendo? Sabiendo ¿qué? Que 800 millones de personas en el mundo, ochocientos, pasan hambre todos los días, hoy, mañana, ayer. Ochocientos millones de personas pasan hambre y no es por la naturaleza, ni por la tierra esteril, ni están solo en África. Ochocientos millones de personas pasan hambre porque nosotros, el primer mundo, yo, tú, tu familia, tus hijos, tus compañeros, tus amigos, comemos demasiado. ¿Cómo carajo seguimos viviendo sabiendo qué pasan estas cosas? Pues seguimos viviendo porque como dice Caparrós:

«... no hay que hacerse los boludos y decir que todo te afecta igual, ay la humanidad, ay la miseria de un hombres es mi miseria, ay si una sola criatura no puedo comer yo no puedo dormir, esas pavadas que quedan muy bien lindas para levantarse una pendeja. Uno sabe que hay cosas que le importan mucho y otras que le importan mucho menos, pero el tema es que igual esas cosas te importan, aunque sea menos, y entonces vale la pena pensar qué se puede hacer. No hacer discursos increíbles ni prometerse que uno solito va a cambiar el mundo pero por lo menos poner tu granito de arena, hacer tu pequeña diferencia ¿no?» 

Este libro sirve precisamente para eso, para pensar en el problema, para quitarse la venda, para aprender qué es el hambre, porqué hay gente que ahora mismo se muere de hambre y qué tiene que ver esto con nosotros que es mucho. 

Caparrós recorre Níger y Sudán en África pero también habla del hambre en China, en India, en Madagascar, en Argentina y en Estados Unidos. Habla de cómo el Primer Mundo, nosotros, los bancos, las empresas que nos dan de comer, que nos ponen la comida "saludable" en nuestras supermercados y nuestras mesas tienen que ver con que haya gente en esos países a los que cuando Caparrós les pregunta ¿Si pudieráis pedir cualquier cosa, pedir lo que sea, qué pedirías? Y dicen: arroz, sorgo, una vaca. 

«Nada me impresionó más que la pobreza más cruel, la más extrema, es la que te roba también la posibilidad de pensarte distinto. La que te deja sin horizonte, sin siquiera deseos: condenado a lo mismo inevitable». 

Caparrós explica como para poder vivir, nosotros los que comemos, sabiendo que hay gente muriéndose de hambre en el mundo, lo primero que hacemos es hablar del hambre de manera impersonal, «de manera abstracta, un sujeto en sí mismo: el hambre., Luchar contra el hambre. Reducir el hambre. El flagelo del hambre. Pero el hambre no existe fuera de las personas que la sufren. El tema no es el hambre son las personas que la sufren». Jamás lo había pensado así y me dejó impactada darme cuenta de esto. Decir, pensar, escribir el hambre es no decir nada, decir, pensar, escribir los hambrientos, los que se mueren de hambre, es ponerle cara, ojos y cuerpo. El hambre no somos nosotros, los hambrientos sí podríamos ser nosotros.  

«El hambre mata más personas cada año, cada día, que el sida, la tuberculosis y la malaria juntos, y no existe. El hambre no participa del misterio de las sombras insondables, lo inmanejable de la enfermedad: la impotencia frente a lo incomprensible. El hambre se entiende demasiado, aunque no existe: es un invento del hombre, nuestro invento.»

He doblado muchísimas esquinas, tantas que necesité días para pasar todos los extractos a mi cuaderno. Caparrós intenta entender porqué la gente se muere de hambre, porqué no cultivan, porque no pueden comer lo qué cultivan, porqué no pueden comprar comida, porqué tienen que vivir en el barro, porqué viven de escarbar en la basura, porqué el 60% de los hambrientos del mundo son mujeres, etc. Observa el mundo, hace preguntas y se hace preguntas y nos la presenta para que el lector abra los ojos, para que mire, vea y se pregunte ¿cómo carajo seguimos viviendo sabiendo que pasan estas cosas?

«La obesidad es el hambre de los países ricos. Los obesos son los malnutridos -los más pobres- del mundo más o menos rico. En estos países la malnutrición pasó del defecto al exceso: de la falta de comida a la sobra de comida basura. La malnutrición de los pobres de los países pobres consiste en comer poco y no desarrollar sus cuerpos y sus mentes; la de los pobres de los países ricos consiste en comer mucha basura barata -grasas, azúcar, sal-y desarrollar estos cuerpos desmedidos. No son la contracara de los hambrientos: son sus pares. La forma de la desigualdad en estos pagos.» 

Entre sus observaciones, entre sus preguntas y sus viajes, Caparrós se pregunta qué culpa tenemos nosotros, los de a pié, en qué nos afecta todo esto y son esas pequeñas reflexiones las que te dejan más revuelto, porque no hay escapatoria a eso. Tú, yo, no vives en África, ni en India, ni en un basurero de Buenos Aires, lees sobre esos lugares y consigues mantenerte fuera, leer desde el otro lado, pero el periodista argentino no te deja escapar, no se deja escapar a sí mismo y te/se sacude con cosas como esta: 

«Tirar a la basura es un gesto de poder. El poder de prescindir de bienes que otros necesitarían: el poder de saber que otros se ocuparán de desaparecerlo. 

El poder de poseer es placentero; nunca más que el poder de deshacerse: el poder de no necesitar la posesión. 

El verdadero poder es desdeñarlo.»

El hambre es una lectura que te sacude por todos lados, te deja baldado, exhausto, confuso y sintiéndote una mierda, como todos los buenos libros. Corred a comprarlo. 

Los archivos de Alvise Contarini de José María Herrera ha sido la lectura que dejé a medias, o para ser más exactos al 80%.  Llegué a él a través del club de lectura y para leerlo a tiempo para su sesión (a la que finalmente no pude ir porque me pasó la vida por encima), me pusé a leerlo en mitad de la lectura de El Hambre. Quizá esta circunstancia me alejó de lo que cuenta, quizá no eran ni el momento ni las circunstancias para leerlo. En medio de la vorágine del hambre, la muerte, la injusticia y el egoísmo no conseguí que me importara lo que este libro cuenta tanto como para terminarlo. 

Los archivos de Alvise Contarini es Venecia. Me recordó a Los archivos de Aspern de Henry James, a La ciudad de los ángeles caídos de John Berendt y  a Locuras de Verano, la película de David Lean con Katherine Hepburn de protagonista haciendo de americana de mediana edad que se enamora por primera vez en Venecia.   El autor de este libro, José María Herrera, nos presenta a un enigmático anciano veneciano, miembro de una estirpe legendaria en la ciudad, Alvise Contarini al que conoce casi por casualidad. La primera parte del libro es su encuentro con él, la segunda y más extensa recoge varios ensayos supuestamente escritos por Contarini sobre música veneciana, pintura, historia, literatura. Es un libro erudito y profuso en detalles, me recordó a los libros que leía en la carrera, a mis tardes en la biblioteca de la Facultad de Historia estudiando con varios libros abiertos a mi alrededor, buscando láminas de cuadros, de esculturas. Leyéndolo me volví a sentir estudiante y quizás ese fue el problema, que no me apetecía estudiar, recrearme en el arte, en la música, en los detalles mientras andaban zumbándome en la cabeza los hambrientos del mundo. Quizá lo termine en otro momento, con otro estado de ánimo. Y con lupa porque no sé en qué estaba pensando el editor para elegir ese tipo minúsculo. 

«La leyenda de Orfeo nos enseña una cosa, y es que al pasado no deben dársele más vuelta de la cuenta. Una cosa es que lo evoquemos fugazmente y otra distinta hundirse en él como en arenas movedizas. La vida demanda corazones puros. Hay personas, sin embargo, a las que sus recuerdos no les dejan pensar, gente que en vez de una vida parece que llevan un crimen a la espalda.» 
Y con esto y galletas de lemon curd, hasta los encadenados de noviembre que espero que me cundan más.

miércoles, 7 de noviembre de 2018

En Soria y en Londres

He estado en Soria y en Londres, que es un poco Tú a Boston  y yo a California mezclado con Vente a Alemania Pepe y La ciudad no es para mí; una combinación un poco extraña.  

En Soria estuve de puente. Lo expreso ya en pasado simple, porque me parece una eternidad y no hace ni una semana. Es curioso como el tiempo se estira y se encoge dependiendo de si llevo tacones o zapatillas de montaña. De Londres llegué ayer y todavía me resuena en los oídos el zumbido de los motores del avión, la megafonía del tren en Heathrow instándome a estar atenta y no pasarme la parada de la puerta C53. A Soria iba a descansar y en Londres trabajaba pero curiosamente, he leído más en el viaje a Londres con sus interminables esperas y trayectos que lo que pude leer en el hotel de Calatañazor cuando me derrumbaba a dormir después de batir mi récord de pasos diario y cenar con una buena botella de vino. En Londres también he tomado vino pero era atroz. De hecho, no sé porqué lo bebí, supongo que estaba demasiado cansada para pensar en no beber. 

En Soria hacia frío, un poco, nada muy impresionante pero por lo menos apetecía meter las manos en los bolsillos y subirte la cremallera del abrigo. En Londres he pasado calor. Calor de ¿Qué hago con un abrigo de lana a diecisiete grados? Calor de ¿cómo no se desmayan todos en el metro con esta temperatura? Calor de me sobra el pijama y el edredón. En Soria desde el balcón con reja de mi habitación veía un paisaje de tejados y árboles otoñando. En Londres, desde mi habitación, podían verme desde unas treinta o cuarenta habitaciones a través de la ventana acristalada e imposible de abrir que daba a un patio interior como de sede de banco. En Soria dormía sin echar las cortinas, en Londres me sentía como si planeara un crimen, agazapada tras las cortinas con todo cerrado, sin ver la luz del día.  

A Soria fui en coche, relajada, sin prisas. Para ir a Londres madrugué de una manera absurda (4:45 de la mañana) pero descubrí que a veces los refranes tienen razón y a quién madruga, Dios le da premios de consolación. A mí me dio, concretamente, uno de consolación y un kinder sorpresa. Aprendí que el peaje para la T4 es gratis antes de las seis de la mañana y, después, mientras esperaba para embarcar, descubrí a una desconocida que me sonreía con lo que a mí me pareció una intensidad muy sospechosa para esa hora y ese lugar. Sonreí de vuelta pensando que me había confundido con otra persona o que llevaba la falda pillada por las medias e iba enseñando el culo.

¿Eres Ana?
Sí. 
¡No me lo puedo creer! ¡Estoy alucinada!

Sonreí con más intensidad mientras mi cerebro a mil por hora intentaba encontrar la razón de ese entusiasmo.

Ayer terminé tu libro y bueno, me ha dado miedo y pánico y he aprendido y he comprado tres más para regalar y ahora estás aquí en el aeropuerto. 

Creo que ni un billete de dorado de Willy Wonka me hubiera hecho más ilusión, gracias a la amable desconocida de sonrisa deslumbrante, se me olvidó el madrugón. 

En Soria comí garbanzos, entrecot, setas. En Londres una ensalada de pasta absurda con macarrones, lechuga y guisantes y unas palomitas de queso de cabra con pimienta negra.  En Soria y sus pueblos se venden muchísimas casas, las ventanas están apagadas cuando se hace de noche y algunos tejados amenazan ruina. "Se vende" en carteles tan desgatados por la lluvia y el sol que casi están pidiendo que ponga "Se regala". En Londres no se vende nada pero no vive nadie, pasear por el centro cuando las tiendas están cerradas y solo se iluminan sus lujosos escaparates es como hacer la ronda por un parque temático cuando todos los visitantes se han marchado. Edificios de viviendas completamente a oscuras a la hora de la cena. En Londres y en Soria quedan algunos irreductibles, los que no se han ido, los que no venden, los que aún pueden quedarse. No sé si durarán mucho, a unos los echará el dinero y a otros el no tener futuro. 

Ocio y trabajo. Paisaje y asfalto. Zapatillas y tacones. Soledad y multitudes. Dormir y madrugar. Otoño y asfalto. Olor a chimenea y olor a curry. Pasear y correr. Euros y libras. Una hora más y una hora menos. Almanzor e Idris. Pastas de las clarisas y galletas de lemon curd de Fortune & Masons. 

En Soria es otoño, en Londres ya es navidad. 

jueves, 1 de noviembre de 2018

Cuando los recuerdos se agotan


«Siento que mi padre se me escapa y que lo único que puedo hacer es coger mis recuerdos cristalizados y apretarlos muy fuerte en el puño para no olvidarlos» 


Cuando empecé, hace diez años, tenía todo por contar sobre él. Todos los recuerdos listos para ser coleccionados, repasados, revisados, ordenados y contados.  Todas las anécdotas, los momentos, las sensaciones, las imágenes estaban a mi alcance. Tenía todas las reflexiones sobre el luto, la pena, la ausencia, la rabia y el «nunca jamás en la vida» por hacer. 

Todo lo que recordaba sobre él y sobre él conmigo ya está dicho.  Ayer me puse a hojear viejos álbumes de fotos y encontré estas cuatro imágenes: dos de él antes de ser mi padre, antes de conocernos, y dos de las que recuerdo hasta el olor de su camisa y el color de las canas de su bigote. 

He agotado el camino de los recuerdos, lo he recorrido entero, de ida y de vuelta y ya no me queda nada nuevo que contar pero he decidido que mientras este blog siga vivo, este día será para él y su recuerdo, para que esté, para que siga siendo un recuerdo, para que no se extinga su rastro. 

Y más aún si sigo encontrando fotos como estas. 






lunes, 29 de octubre de 2018

Me gustaría...

Me gustaría saber qué hay en la cabeza de la gente que deja su patinete o bici de alquiler en medio de la acera, obstaculizando el paso. Me gustaría asomarme a su cerebro y gritar: ¿Hay alguien ahí? ¿De verdad no se te ha ocurrido apoyar el patinete en la pared? ¿De verdad eres tan gañán como para no saber que la calle no es tuya? Me gustaría no creer que, en realidad, su cerebro sí le dice: «eh, chaval, apoya el patinete en aquella esquina que ahí no molesta» y que son ellos con toda su estupidez los que dicen: «bah, da igual, por mis huevos toreros lo dejo aquí».  Supongo que esta gente es la misma que aparca en segunda fila «cinco minutitos» y cuando estás a punto de llamar a la grúa salen diciendo «perdona, perdona». Me gustaría poder pedirme como superpoder que cada vez que decido hacer bricolaje en casa todo lo necesario apareciera mágicamente en el cajón de las herramientas. O puede que me gustara más que con un chasqueo de mis dedos un manitas ducho en el uso del taladro, los cuelga fácil y con una increíble capacidad para calcular a ojo las distancias apareciera en mi salón. Me gustaría no tener últimamente la sensación de que no tengo tiempo para nada, me gustaría haber seguido en mi limbo de no saber qué significaba la expresión «no tener tiempo». Me siento como si me pasara el día golpeando uno de esos juegos en los que sale la cabeza de la marmota y tienes que ir evitando que salga. Golpeo y golpeo y golpeo esperando que en algún momento dejen de saltar marrones, cabezas de marmota y pueda dejar el martillo y tirarme la bartola y no hay manera. Me gustaría que no me doliera el hombro y que una operación no hubiera empezado a parecerme un horizonte deseable. Me gustaría no despertarme, todas las noches, a las tres de la mañana  y que mis hijas no dijeran «no me renta».  Me gustaría no tener sueños tan vívidos con hombres a los que conozco solo de manera fugaz pero con los que tras esos sueños me da vergüenza hablar porque creo que notarán que he soñado con ellos. Me gustaría que María se dejara cepillar el pelo y que convencerlas para ver una película clásica no costara tanto. Me gustaría que pudieran verse dormir, cuando otra vez parecen pequeñas, indefensas, cuando se quitan el disfraz de adolescentes que lo saben todo y vuelven a ser solo ellas. Me gustaría que supieran que me da muchísima pena despertarlas por las mañanas, que cada día tengo la tentación de meterme en sus camas, abrazarlas y hacer pellas del trabajo y del colegio. Me gustaría que supieran que no solo las mantenemos compartiendo cuarto porque no saben ser ordenadas. Nos gusta que sigan durmiendo en su litera porque así, por lo menos mientras duermen, siguen siendo nuestras pequeñas princesas. 


martes, 23 de octubre de 2018

Basura en los medios

Pejac Focus 
«¿Es culpa nuestra la depresión o la ansiedad?
Sí, la depresión, por ejemplo, te la provocas tú con tu diálogo interno, aunque no te des cuenta. Cuesta mucho deprimirse: solo si te esfuerzas mucho lo conseguirás.» (Rafael Santandreu)

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Este tío es un miserable, un impresentable, una ofensa para los enfermos de depresión y un jeta. No se me ocurre nada más asqueroso, nada más ruin, nada más repugnante que acusar a los enfermos de su propia depresión para así vender libros en los que supuestamente les enseñas a dejar de hacer las cosas mal y curarse. Pero no voy a dedicarle ni tres minutos más de mi tiempo a desmontar las memeces que dice porque lo que de verdad me preocupa es el altavoz que encuentra. 

Se  nos llena la boca a criticar la televisión basura, los programas en los que se da voz y eco a gente impresentable y peligrosa. Se monta un escándalo si en un programa de televisión sale alguien diciendo que para curar el cáncer hay que tomar limón, o cambiar tu dieta. Criticamos a la cadena, al programa, al presentador... a todos. «Qué vergüenza que la televisión programa estas mierdas, qué vergüenza que les dejen hablar» Todos decimos esas cosas. 

¿Por qué no decimos lo mismo de los periódicos que entrevistan a esta gentuza? «Es que vende miles de libros y es un nuevo lanzamiento.» Ajá. ¿Por qué no cargamos contra las editoriales que pagan a este señor para que escriba esas mierdas o a otros señores que hablan sobre lo malas que son las vacunas o sobre curarte el cáncer comiendo más brocoli? ¿Por qué no nos indignamos con los editores que montan increíbles campañas de marketing, llenando marquesinas, revistas y periódicos con anuncios de colorinchis con el enésimo libro que va a enseñarte a vivir? 

«Es que publicar esos libros que venden tanto les permiten publicar otros que no venden tanto» Claro, claro y yo me chupo el dedo. No, claro que no. Ni la prensa da altavoz a esa gentuza porque haya un clamor por escucharlos, ni las editoriales los publican para así conseguir pasta para editar otros libros, mejores, que venden menos. Periódicos, revistas y editoriales acogen, miman, cuidan y publicitan a esa gentuza porque les da dinero, mucho dinero. Tienen exactamente la misma motivación que las televisiones cuando programan contenido basura. No son mejores. Tampoco peores. 

Así funciona. Contenido basura hay en todas partes: televisión, radio, prensa y editoriales. No se salva ni uno. Ahora bien, igual que exigimos que las teles no den pábulo a estas mierdas... ¿cuándo vamos a empezar a pedir cuentas a las editoriales? ¿Cuándo los periódicos van a negarse a entrevistar a esta gente tan peligrosa?  

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«¿Usted podría vivir con agua y comida y nada más para ser feliz?
¡Pues claro! Y tú también. Es lo más normal del mundo.» 

Ja. No se puede ser más cínico ni más miserable. 


jueves, 18 de octubre de 2018

El timo de las experiencias interesantes

Mi maravillosa profesora de inglés me cuenta que se va a la India a hacer yoga. Es una loca del yoga y se lo toma muy en serio. Por ejemplo, me ha contado que necesita por lo menos tres horas para poder hacerlo bien. Además para practicarlo y concentrarse no puede tener ni la tripa llena ni mucha hambre porque por lo visto estar saciado o hambriento son estados incompatibles con el yoga. (Otra razón más por la que tengo mis dudas sobre el posible encaje que el yoga y yo podríamos tener como pareja). La cuestión es que se va a la India a hacer yoga y viajar por el país. Me comenta que está pensando en irse a dormir al desierto aunque hará frío y puede que  no sea la mejor época pero que, a lo mejor, es una «experiencia interesante».

¿Y esa cara?–me pregunta al ver mi expresión al otro lado del Skype. 

Ahora todo son experiencias. Experiencias gastronómicas, sensoriales, intelectuales, artísticas. Antes comíamos, sentíamos, leíamos, viajábamos, escuchábamos conciertos o veíamos una peli, sufríamos. Ahora experimentamos, hasta a las enfermedades las llamamos experiencias. «¿Fue tu depresión una experiencia que mereció la pena?» La experiencia como eufemismo supremo, como velo embellecedor de cualquier realidad de la vida.  

Voy a crear una plataforma en contra de las "experiencias". Me opongo con firmeza y determinación al uso, abuso y mal uso de la palabra “experiencia”. Yo no experimento nada, a mí las cosas me pasan, me suceden, me arrasan, me tocan de refilón, me sobrepasan, me destrozan, me cabrean, me sumen en una alegría inmensa o me causan pena infinita pero no las “experimento”. De lo que hago, como, pienso, leo, en suma de lo que escojo vivir o de lo que me cae porque sí (llámalo destino, azar o Dios con su varita mágica) aprendo o no aprendo, me arrepiento o lo disfruto, lo aborrezco o lo deseo o me deja indiferente pero no lo experimento. 

La experiencia, en singular, es un grado se decía antes. Decíamos de alguien que tenía mucha experiencia cuando había vivido mucho, cuando a base de repetir siempre lo mismo, de trabajar toda una vida en una misma tarea o estudiando un tema había adquirido una sabiduría, una maestría, un saber hacer. Ahora no. Ahora ese tipo de experiencia se desprecia porque lo que se lleva es el cambio, ser "rompedor", saltarse los esquemas, mirar/hacer/ver las cosas de manera diferente, lo que mola es la exaltación de las experiencia como fenómeno singular y único. Tener una experiencia y saltar a la siguiente. De experiencia en experiencia y tiro porque me toca.  

¿Tienes experiencia de más de veinte años dando clase? Mal. 

¿Son sus clases experiencias intelectuales interesantes? Fenomenal. 

Un paso más allá de las experiencias están las  “experiencias interesantes” que me parecen una cumbre de falsedad y engaño. Tengo la teoría, bastante comprobada,   de que cuando alguien dice de algo que ha sido una experiencia muy interesante ya sea un libro, ir a dormir en el desierto, dar una charla en un evento, hacer un viaje o asistir a una reunión, en realidad, quiere decir «antes que repetir esto me arranco las uñas a bocados pero como no quiero decir que me equivoqué te digo que es interesante» ¿Por qué creo esto? Porque la palabra interesante es tan neutra que resbala, es tan inútil que cuando de verdad algo suscita interés, curiosidad o ganas de más siempre le ponemos un calificativo “muy interesante”, “Super interesante”, “interesantísimo”.  

«Ha sido/ será una experiencia interesante” es siempre sinónimo de ojalá no tuviera que hacerlo, ojalá no lo hubiera hecho. ¿Por qué lo creo? porque se puede aplicar a cualquier tipo de tortura «en el colegio me pegaban pero fue una experiencia interesante», «el restaurante fue carísimo y un timo pero fue una experiencia interesante», «como película es un tostón pero fue una experiencia interesante sentarme durante 3 horas a ver un plano dijo de los pies del director». 

«Una experiencia interesante» es siempre una mierda pinchada en un palo, algo que si es posible es mejor evitar. Cuando alguien hace algo que le gusta mucho, cuando alguien disfruta de lo que hace, come, lee, escucha, ve o lo que sea, jamás dice que fue interesante. Decimos «no sé como explicártelo, me dejó alucinado, fue increíble» o «te lo recomiendo muchísimo, te va a encantar» o la cumbre del entusiasmo «ojalá hubieras estado allí».

Ya os contaré si mi adorable profesora durmió en el desierto o no. Stay tuned. 

lunes, 15 de octubre de 2018

El hijo que se escaquea


Siempre, siempre, siempre, en todas las familias hay un hijo que se escaquea. Si pensamos en nuestros hermanos, en nuestros primos, en familias que conocemos podemos fácilmente señalar cual de toda la ristra de hermanos, de hijos, es "el que se escaquea". Pensadlo, seguro que ya lo tenéis.

El hijo escaqueador lo es de nacimiento. Nacen con ese talento, con ese don y lo perfeccionan a lo largo de los años. Cuando son pequeños no saben que tienen ese superpodere y lo utilizan sin darse cuenta, sin pretenderlo. A la voz de «Niños a recoger», los hijos se ponen a ello, el progenitor entretenido como anda en recoger con ellos y en pretender enseñarles lo estupendo y maravilloso que es el orden, no se da cuenta de que hay uno que sí ha recogido pero poco, lo justo. Ha cogido dos playmobil y los ha guardado en la caja pero ha empleado en esa tarea sus buenos cinco o seis minutos mientras el resto de la familia deshacía un castillo de Lego, guardaba los billetes del Monopoly por colores, ordenaba los lápices de colores y preparaba la ropa para el día siguiente.

Esta época de inocente uso de su superpoder pasa rápido y pronto, muy pronto, el hijo que se escaquea toma conciencia y se profesionaliza. «Hay que poner la mesa» suele ir seguido de una necesidad imperiosa, poderosa e inevitable de visitar el baño. Una necesidad que termina justo en el momento en que se anuncia que la comida está en la mesa. La orden «por favor, quitad la ropa tendida» va seguida de una súbita conciencia de la necesidad de hacer ciertos deberes que habían sido olvidados hasta ese momento. Deberes que se terminan cuando la ropa está destendida y el momento del ocio comienza.

El primero que percibe al hijo que se escaquea es el hermano o hermanos. «Fulanito no hace nada» dicen a muy temprana edad. «Sí que hace, pero otras cosas» dice el progenitor ingenuo que se niega a creer que él también tenga un hijo se escaquea. Los progenitores se entregan entonces a ese falso discurso de «está muy feo comparar» que en realidad quiere decir: a) no me he dado cuenta o b) no quiero aceptar que mis dos hijos(tres, cinco o los que sean) no sean todos perfectos o c) ¿será posible que esté tan ciego como mis padres?

No hay que confundir al hijo que se escaquea con alguien muy vago o con alguien poco implicado en la vida familiar. Para nada. El hijo que se escaquea puede ser una cumbre de diligencia, organización y rapidez organizativa cuando algo le interesa y/o implica a su persona. Por ejemplo, el hijo que se escaquea puede montar la mejor fiesta sorpresa del mundo para uno de sus hermanos o es capaz de elaborar una manualidad increíble que le lleve muchas horas para regalar a su abuela. El hijo que se escaquea no es un inútil, simplemente usa sus talentos para lo que le interesa y, normalmente, el rutinario funcionamiento de la vivienda familiar, la limpieza, el orden, las tareas del hogar o encargarse de visitar a un familiar enfermo no están en su escala de intereses ni siquiera entre los puestos cien mil y cien mil uno.

¿Y qué hacen los padres con el hijo que se escaquea? Pues manejarlo mal. Muy mal. Con el hijo que se escaquea tenemos el síndrome del hijo pródigo, de hecho estoy convencida de que el verdadero interés de la parábola del hijo pródigo no se nos contó nunca. Lo más jugoso de la historia estaría después de que el padre acogiera al hijo que se escaquea y el hermano responsable se mosqueara. Ojalá saber la bronca que se montó después de lo del camello y la aguja y toda esa cháchara. Me imagino al hermano responsable «Pues cojonudo, a partir de ahora que el camello escaqueador éste te ponga de comer y recoja tu ropa que yo me voy a tocar el ukelele y no hacer ni el huevo que resulta ser la mejor manera de ser santo».

Los padres acogemos cualquier mínimo gesto de cooperación por parte del hijo pródigo con alborozo y alegría. ¡Fuegos artificiales! ¡Albricias! ¡Almácigas! «Hay que ver lo que ha limpiado hoy Menganito» Los otros hijos se indignan con razón y dicen: «Joder, normalmente no hace nada nunca nada, pero hace un día cualquier mierda y parece que ha ganado el Premio Nobel» y tienen razón, tenemos razón, toda la razón del mundo pero es que el hijo que se escaquea es un rey del marketing, sabe vender su producto.

El hijo que se escaquea no es idiota y sabe que no puede exprimir su superpoder sin que se le vuelva en contra así que planea dejar de usarlo en el momento justo, en el momento de mayor lucimiento y, además, lo anuncia con grandes neones: «Mamá, he ordenado el armario, lo he limpiado por dentro y he colocado la ropa por colores» ¿Cómo no vas a hacerle la ola? El padre, la madre, los progenitores se vienen arriba y presa de una especie de síndrome del "yo sabía que mi hijo era bueno", creen que este momento, este hito, marca el comienzo de una nueva era, que su hijo el que se escaquea ha dejado esa etapa atrás, igual que se dejan los pañales, el chupete, los cromos de invizimans y la adolescencia y que se ha convertido en alguien colaborador.

Ja. El futuro se ríe en su cara y el hijo que se escaquea también. Sabe que ha ganado tiempo de calma, tiempo para perfeccionar su técnica y tiempo para mejorar su cara de «Me estás ofendiendo muchísimo y me está doliendo» la próxima vez que le pilles escaqueándose de la limpieza conjunta tras el paso de los pintores por casa y le acuses de «te has entretenido en el portal hablando con tus amigas para no subir a ayudar a limpiar».

Pensadlo. ¿Quién es vuestro hijo/hermano que se escaquea? Sino se os ocurre nadie a lo mejor sois vosotros. 

miércoles, 10 de octubre de 2018

Imágenes de una depresión


Estoy en un túnel que no acaba nunca y al que no sé cómo he llegado. Cuando  recobro la conciencia estoy justo en el medio, no recuerdo nada de lo que me ha llevado hasta aquí y no tengo ni idea de cómo podré alcanzar el lejano punto de luz que creo vislumbrar al fondo. Hay días en los que estoy convencida de que ese punto no existe, que son imaginaciones mías. Es un espejismo, un fuego fatuo que juega conmigo.
Estoy en una llanura inmensa en la que no hay nadie más que yo. El cielo se une con la tierra en un horizonte continuo que me rodea. Entre mí y ese horizonte  lejano no hay nada. No hay colinas, ni árboles, ni montañas, ni arbustos y sospecho que tampoco habrá ríos, ni lagos, ni mares, ni casas, ni ciudades, ni caminos ni carreteras. Ni siquiera hay nubes. Hace frío. Tengo muchísimo frío todo el tiempo. Pienso en Napoleón y en los ejércitos alemanes marchando hacia Stalingrado. El suelo es árido, pedregoso, incómodo. No puedo arrastrarme por él ni puedo echarme a descansar, a olvidarme, a esperar. Si me siento, si me tumbo, en cuanto rozo el suelo, insectos invisibles, espinas que eran imperceptibles cuando caminaba se me clavan en el cuerpo y tengo que levantarme y seguir caminando. Sin rumbo, sin destino, avanzar por avanzar. Silencio sepulcral.
Soy una pieza de porcelana fina. Azul y blanca con un dibujo de flores y casas y campos y alegres campesinos ingleses. O soy un jarrón chino con colores planos definidos por gruesas rayas negras. Estoy rota en mil pedazos que se mantienen unidos con un pegamento muy débil, que casi no pega de puro cansancio. Desde fuera nadie ve las juntas, finas como cabellos, que surcan toda mi superficie pero yo sé qué están ahí, que pueden despegarse en cualquier momento y, entonces, me convertiré en un montón de trocitos minúsculos sin forma, sin sentido, sin valor. Inútil.
Soy el parabrisas de un coche que desde lo que parecía solo un pequeño impacto se resquebraja en millones de partículas que se mantienen unidas pero que en algún momento decidirán que ya no les merece la pena seguir estándolo y se desplomarán de golpe. No será por un impacto ni por un choque ni por un golpe, será por algo tan imprevisto e inevitable como una ráfaga de viento que sople en un sentido inesperado.
Soy una figurita blanca, sin facciones, sin pelo, sin manos ni piernas. El esquema más básico de persona abrazada sobre mi misma en una celda de castigo sin puertas sin ventanas y sin techo. Todo es blanco.
Soy un ser un ser informe en posición fetal meciéndome como una loca de película en la cama.
Soy el único habitante de la Tierra después del Apocalipsis. No queda nada de mi vida anterior a lo que aferrarme.
Soy una damisela prerrafaelita con mi larga melena imaginaria desplegada a los lados de mi cabeza mientras floto en una laguna. Un manto de agua calma me cubre dejándome ver el mundo pero sin poder asirlo, ni olerlo, ni tocarlo ni participar en él. Tengo los ojos abiertos. El mundo me mira desde el otro lado de la lámina de agua y no sabe si estoy muerta o finjo estarlo.
Soy una presencia fantasmagórica caminando entre la gente sin que nadie me vea, como en una especie de universo paralelo tipo Matrix (odio esa película).
Soy una lámina fina, de papel cebolla, en la que cualquier hecho, sensación, palabra o sentimiento deja una huella. Una lámina tan fina que cualquier tensión puede rajarla.
Soy una hoja de otoño, caída del árbol de la vida y que desde el suelo mira esa rama en la que estaba anclada sabiendo que jamás podrá volver a ella. Una hoja que vuela con cualquier ráfaga de viento sin voluntad, sin posibilidad de controlar su vida. Una hoja que no tiene ni idea de cómo ha podido caerse. Mira la rama y piensa ¿qué hago aquí?
Soy un periódico que arde.
Soy un cuerpo sin piel. Una herida en carne viva.
Soy un espía, un policía de incógnito que camina cauto, vigilando, chequeando los posibles peligros, parándose antes de doblar cualquier esquina. Soy un secreta que siempre se sienta con una pared a la espalda para tener algo en lo que apoyarse. Llevo siempre gafas de sol para que nadie vea mi mirada cansada que no ve.
Soy un perro de caza con las orejas y el rabo de punta, alerta ante cualquier peligro para que no me pille desprevenida. Si intuyo un peligro, corro o me tiro al suelo y lloro, muerta de miedo, suplicando. Soy un perro al que los petardos aterrorizan.
Soy un coche que circula por la autopista a toda velocidad y sin saber muy bien cómo ha terminado en la pista de frenado para camiones descontrolados. Avanzo hasta la grava, a duras penas consigo atravesarla, pero llego a la arena y allí me quedo anclada, parada. Cualquier movimiento que haga hundirá mis ruedas más y más en esa arena fría. No puedo salir solo, necesitaré una grúa pero sigo intentándolo porque me da vergüenza llamar pidiendo ayuda. A mi lado, la vida sigue, los coches pasan a toda velocidad por la autopista pero tú te has quedado fuera. Algunos te gritan pero ¿por qué te has metido ahí? Acelera y sal.
Soy un preso en una celda blanca, yo soy blanca, las paredes, el techo, la puerta que no veo pero que sé que está ahí, el suelo en el que me acurruco, todo es blanco infinito. Vivo las veinticuatro horas del día bajo una luz blanca que borra cualquier contorno, cualquier silueta. Es una luz que hace desaparecer todos los colores, todas las sombras, en un inmenso charco blanco del que no se ve el final. La luz no me deja ver nada. Me ciega, me taladra la cabeza y, en ella, solo puedo andar tambaleándome con los ojos entrecerrados. Querría cerrar los ojos, no ver esa luz. Necesito apagarla o hacerla desaparecer. Quiero esconderme, alejarme de ella, que no me alumbre, que no me vea, quiero que me deje descansar. Pero no hay donde cobijarse. Me persigue y no puedo esconderme. Da igual que me quede parada en esa celda o que palpe las paredes intentando encontrar la puerta que sabes que sé que está ahí, al otro lado hay un pasillo igual de blanco y en el que también me espera la luz, que no se apaga.
Soy transparente para mí misma y opaca para los demás. Si me paro y miro mis manos, mis piernas, mi tripa, mis pechos, mis pies, la luz blanca me traspasa y me obliga a verme, a ser consciente cada minuto de mi angustia. Veo mi ansiedad correr por mis venas, mis arterias, mis poros. Veo a mis órganos rechinar del esfuerzo de hacerme seguir adelante.
Soy José Luis López Vázquez gritando en la cabina.
Soy Maxwell Smart caminando por un pasillo lleno de puertas que se van cerrando a mi paso. Un pasillo cada vez más pequeño, más angosto, más estrecho y con el techo más bajo. Pronto me doy cuenta de que ya no puedo caminar erguida, tengo que encogerme y luego agacharme hasta que por fin, de rodillas, llego al final. La celda 101 donde no hay nada, donde casi no quepo y de dónde sin embargo no quiero salir.
Soy el increíble hombre menguante. Cada vez me siento más pequeña, la vida me queda grande pero nadie se da cuenta. Cada día que pasa menguo más. Si el proceso no se para acabaré desapareciendo sin que nadie me eche de menos.
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 Verme, construirme en imágenes no me ayudó ni me sirvió para nada pero de alguna manera me hacía visualizar lo que me estaba pasando. Si me imaginaba, me recogía, me daba forma más allá del agujero negro en el que sentía que me había convertido. Todo muy poético, muy absurdo y muy fácilmente rompible. Así era como me sentía.
Hoy es el Día Mundial de la Enfermedad Mental y he recordado este texto que escribí durante los días iguales.

lunes, 8 de octubre de 2018

Ellas leen, ellos escriben

El viernes estuve en un club de lectura y, como siempre, las mujeres éramos mayoría: doce mujeres y un hombre. El libro para comentar era una obra breve de Mary Shelley, Un viaje de seis semanas. Mary Shelley es una  autora clásica, con una obra clave en la literatura universal, Frankestein o el moderno Prometeo, que muchos consideran el origen de la ciencia ficción como género, quiero decir que no es una autora desconocida, ni una autora que pueda ser despachada con el clásico "escribe cosas de chicas".  Hablamos de ella de su vida, de cómo era viajar en el siglo XIX, la editora explicó el motivo por el que decidió publicar este libro, la traductora comentó los problemas y los retos a los que se había enfrentado con estos apuntes de Mary Shelley, escritos cuando tenía dieciséis años y se había fugado, por primera vez, con Shelley en busca de la aventura. Al terminar nos fuimos a tomar una caña. Yo ni había leído el libro ni conocía a nadie en ese club, solo al hombre que me acompañaba, pero fue una experiencia fantástica, divertida y entretenidamente instructiva. 

El sábado por la mañana puse este tuit. 


Cuarenta y ocho horas después estoy aún más convencida de que algo no cuadra pero estoy alucinada con algunas de las respuestas que he recibido. Algunas son tan  idiotas que no merecen comentario. Algunas de ellas, como era de esperar, son  muy paternalistas, como si yo tuviera siete años y necesitara que viniera un tipo cualquiera a explicarme obviedades del tipo: «Leer no es igual a escribir». Otras me acusan de incitar al odio «Uffff con el neosexismo... me parece que esta d moda» y, por supuesto, me llaman «feminazi».

Me dan igual todos esos comentarios, ¡alehop! doble pirueta lateral y a otra cosa mariposa, me interesa mucho más saber porqué pasa esto. ¿Por qué los hombres no van a los clubs de lectura o, en general, a las actividades culturales o si lo hacen su presencia es menor pero ¡oh sorpresa! en la mayoría de esos actos el presentador o moderador es un hombre? Los hombres leen, yo conozco a muchísimos que leen habitualmente y con los que hablo de libros. Todos ellos saben lo que es un club de lectura, al contrario que muchos de los que me comentaron el tuit con perlas del tipo «los hombres compramos libros no necesitamos intercambiarlos» o «sabemos leer solos, no nos gusta leer en alto». ¡Triple pirueta! Por supuesto me parece estupendo que no vayan a los clubs de lectura, yo no voy a cursos de cocina ni a torneos de ajedrez porque ni me gusta cocinar ni me gusta jugar al ajedrez pero a ellos les gusta leer y les gusta hablar de libros. ¿Hay una percepción errónea de lo que es un club de lectura? ¿Parece algo "de chicas"? ¿Por qué? Y voy más lejos, si opinar, comentar y hablar de libros es algo de chicas, mayoritariamente femenino, si las que más hablan de libros, las que más leen,  las que más compran libros, , son mujeres ¿por qué al abrir un suplemento cultural hay mayoría de hombres? Esta pregunta es retórica, no hace falta ni decirlo. Pensando en este tema este fin de semana he recordado cuando hace un par de años escuché a Belen Carreño contar en la radio como en los consejos de administración de las principales empresas de cosmética la presencia de mujeres era muy escasa. Se supone, las estadísticas lo demuestran, que la cosmética es algo que importa más, que consumen más, las mujeres pero los que parten la pana, los que deciden, los que mandan son hombres. ¿Deberían ser todo mujeres? No, tampoco estoy diciendo eso aunque éste es el argumento que agitan los hombres cuando nosotras decimos que hay pocas mujeres periodistas deportivas «los principales consumidores de deportes son hombres así que por mis huevos toreros, los que comenten los deportes tienen que ser hombres». ¿Por qué esto no se aplica al revés en cosmética o en el mundo del libro? 

«Los hombres tiene miedo de que las mujeres se rían de ellos» dice Margaret Atwood en un pasaje de su libro La maldición de Eva (la cita continúa «y las mujeres de que ellos las maten» pero este no es el tema ahora) y he pensado también que quizás a ellos ese miedo al ridículo les impide ir a clubs de lectura a opinar. Ajá. Pero es curioso que ese miedo a opinar por temor al ridículo nos les impida escribir una reseña, una opinión o una crítica en un medio pagado. ¿Por qué? Bueno porque ahí no hay terror escénico, no hay peligro de ridículo, de respuesta, ellos cuentan con el (supuesto) argumento de autoridad que les da el que a ellos los han elegido para que escriban, les pagan por ello ergo son mejores, saben más, ni se te ocurra chistarles. 

¿Hay hombres muy buenos haciendo crítica literaria, comentando libros? Sí, claro. Por supuesto. Unos me gustan y otros no. Unos son un coñazo y otros no. A veces estoy de acuerdo y a veces no. Y hay mujeres, algunas me gustan más y otras menos. Mi pregunta es ¿por qué no hay más mujeres escribiendo de libros si leemos más, si nos gusta más? «Las mujeres, en general, les gusta menos la confrontacion q los hombres. A los hombres no nos gusta, pero hay algo por encima de nuestra comodidad q nos hace expresarnos y a las mujeres la comodidad les puede.»

Es que me troncho. ¡Triple mortal planchado!  Me voy a leer y a escribir desde mi comodidad de mujer a la que no le gusta la confrontación.