miércoles, 20 de junio de 2018

Me gustaría...

Me gustaría que no se notara tanto que realmente no sé mucho de nada. O saber mucho de algo. Ojalá supiera de qué. Me gustaría saber si los demás también creen que no saben mucho de nada y todos fingimos que no nos damos cuenta. Me gustaría que dejara de dolerme el brazo y que en el comedor de mi curro hubiera más fruta que naranjas. Me gustaría acordarme de las pelis que quiero ver cuando decido que quiero ver una película. Me gustaría ser capaz de medir el tiempo; no anticiparme a las preocupaciones y llegar pronto a las citas. Me gustaría que los fabricantes de patatas fritas no hubieran descubierto el secreto para que cuando te compras una bolsa de patatas fritas tengas, obligatoriamente, que terminártela a pesar de haberla comprado con el pensamiento de solo zamparte la mitad y guardar el resto para otro día. Me gustaría no descubrirme haciendo cosas que hacia mi madre y que a mí me sacaban de quicio. Me gustaría que la mantequilla fuera más fácil de untar y que los panes de molde en vez de venir clasificados por con corteza o sin corteza, con semillas o sin semillas, tuvieran un indicativo que dijera «soy bueno, resisto que me untes con mantequilla sin desintegrarme». Me gustaría recordar cada mañana que las ganas de hacerme bicho bola se me pasarán y que el día pasará como tiene que pasar hasta que llegue la noche. Me gustaría no sorprenderme pensando «qué mayor soy» al verme en fotos  de hace unos años y «qué monas eran» al ver a mis hijas en esas mismas fotos. Me gustaría que cuando firmo un correo con «un cordial saludo» cargado de bilis y odio profesional, el destinatario sintiera al leerlo un ligero malestar, un mareo, una breve náusea aterradora y escalofriante de origen desconocido que le sumiera en una zozobra angustiosa durante unos breves minutos, digamos veinte. O treinta. Me gustaría que me gustara hablar por teléfono. Me gustaría ser capaz de mantenerme firme en mi propósito de acompañar a mi hija María en su afición futbolera y no descubrirme pensando en cambiar los libros de sitio y renovar las fotos de los marcos mientras ella me dice «Mamá, así no me acompañas».  Me gustaría poder pedirme un mes sin sueldo y enfrentarme así a un largo verano de tedio, de aburrimiento, de horas sin nada que hacer, llenas de rutinas intrascendentes e inconscientes que ralentizaran el paso del tiempo, como cuando era pequeña y cada día hacia lo mismo y parecía que todos mis días serían siempre así, vividos sin pensarlos. 



lunes, 18 de junio de 2018

Agua con gas, ese invento del demonio


Cuando tienes mucha sed, cuando te duele la cabeza, cuando te estás mareando, cuando tienes los pies hinchados, cuando estás asqueroso de mugre o apestando a sudor, cuando no puedes más de sueño, cuando vas a parir en una película, cuando te da por tener plantas en casa porque dan alegría de vivir, cuando tienes el pelo mugriento, cuando tienes fiebre, cuando quieres escupir en el dentista, cuando quieres limpiar, cuando tu bebé ha desbordado la capacidad del pañal más eficaz del mercado, cuando quieres refrescarte después de...,  cuando quieres darte un festín de macarrones, cuando quieres ponerte una copa que te reconcilie con el día de mierda que has tenido... ¿qué necesitas? Agua. Sin sabor, sin olor, sin gas. Agua. 

Nada de todo eso se puede hacer con agua con gas. Nada. ¿Por qué? Porque el agua con gas es medicina. 

¿Quién bebe agua con gas? Y ¿por qué la bebe? La mejor y más adicta bebedora de agua con gas que conozco es mi ex suegra, una señora maravillosa a la que cuando propones cualquier plan su respuesta es siempre: «si hay vino blanco y cerveza fría, me apunto». Tiene casi ochenta años y jamás bebe agua, como mucho cuando se siente «pesada», bebe agua con gas. ¿Por qué? Ella misma lo dice «porque no es agua» 

El agua con gas es un invento del demonio creado por alguien que se creyó Dios, que quiso mejorar la perfección, cuadrar el círculo, volar a tocar el Sol pero que no quiso ser gaseosa porque le pareció vulgar. Lo alucinante es que encontró nicho de mercado y se vende. Aún hay más, conozco gente que sabe distinguir una de otra y que encuentra maravillosa un agua con gas francesa, exquisita una alemana y «francamente asquerosa» una de marca italiana. El agua con gas es una creída pero la gente que la bebe, o por lo menos la que yo conozco, es gente bastante divertida. Se saben raros, peculiares, absurdos y no lo ocultan. Parecen señoras inglesas con casas llenas de barbies con la cara de Lady Di: «ya sé que esto es una estupidez pero me encanta». Los del agua con gas son así, excéntricos divertidos con una adicción muy tonta a una medicina. 

—Tengo sed. Quiero agua.
—¿Con gas o sin gas?
—¿Cuánto tiempo llevamos juntos? Lo haces para hacerme rabiar, ¿no? 
—Ja. Por supuesto. 

El agua con gas no es agua, es medicina. Es gaseosa con ínfulas. 



miércoles, 13 de junio de 2018

Yo me ofendo, tú te ofendes, él se ofende, todos somos gilipollas.

Los veganos se ofenden porque en el emoji de la ensalada hay un huevo duro. Los ecologistas de pantalla se cabrean porque hay un emoji de un vaso de plástico. Los futboleros se ofenden porque Lopetegui anuncia que se va al Madrid. Otros futboleros se ofenden porque lo cesan dos días antes del mundial. Los de «voy a pasar el rasero de la inclusión por absolutamente toda la ficción que se hace y que se ha hecho desde los tiempos de los faraones» se ofenden porque en una película de dibujos animados un dragón chica es reconociblemente chica. Los adalides de lo políticamente correcto hasta en el ciclo del crecimiento de las uñas, claman al cielo porque un autor o una autora es idiota en sus opiniones personales y, por tanto, eso echa por tierra todo el valor de su trabajo profesional. Esos mismos adalides se cabrean y te amenazan con algo tan terrorífico como "dejar de seguirte" cuando anuncias que tú vas a seguir viendo pelis de tal director de cine o leyendo libros de aquel otro. Las madres y padres se ofenden si a sus churumbeles no los invitan a un cumpleaños, si en el colegio se ofrecen caramelos en vez de fruta recién caída del árbol y cortada en el mismo momento, si se anuncian dulces en televisión o si se crean videojuegos. Se ofenden si un profesor fuma por la calle o quizás, quién sabe, lo mismo hasta bebe cañas. 

Ofendidos por acoger inmigrantes, por un ministro presentador. Ofendidos por las procesiones de Semana Santa, por las manifestaciones del Orgullo. Ofendidos por un Consejo de Ministras. Porque la RAE dice que el plural masculino es el correcto. Ofendidos porque a otros les gusta el fútbol. Ofendidos porque se metan con el fútbol. Ofendidos porque se premia la excelencia. Ofendidos porque se ayuda a los que lo necesitan y no a los mejores. Ofendidos por las que dicen que todo es machismo. Ofendidas por los que dicen que el feminismo matará la vida en la tierra. Ofendidas porque según ellas se folla sin empatía. Ofendidas porque te dicen que lo de follar con empatía es una gilipollez. Se ofenden por el amarillo. Se ofenden por el rojo. Ofendidos con los millenial. Ofendidos con sus padres porque no les prepararon para "lo que iba a ocurrir". Ofendidos por las opiniones diferentes a las nuestras. Ofendidos por las tonterías de los demás. Ofendidos cuando otros opinan que somos nosotros los que decimos tonterías. Ofendidos cuando nos hablan. Ofendidos si nos ignoran. Ofendidos si nos tocan. Ofendidos si no nos abrazan. Ofendidos porque he ilustrado este post con la imagen de un niño. Ofendido porque los demás no son tan perfectos como yo creo que soy. 

El umbral de la ofensa pintado con tiza en el suelo.  

Bienvenidos a la era del «Pues no respiro porque la vida no es como yo quiero».  



lunes, 11 de junio de 2018

El olor de los recuerdos

El camino de baldosas amarillas que lleva al portal. No sé porqué son de ese color y si alguien, alguna vez, en los sesenta años que llevan ahí alguna vez ha intentando cambiarlas pero el caso es que resisten y yo, que ya tengo una edad para saber que las cosas cambian aunque nos parezcan perfectas, cada vez que voy temo no encontrármelas. La puerta azul del portal que hay que empujar siempre con el hombro. La foto inmensa, en blanco y negro, de esa playa antes de ser esa playa, antes de que hubiera nadie ni nada. Mar, arena, roca y palmeras. Me gusta pensar que el color amarillento que la va cubriendo cada año es la pátina que nuestros recuerdos van dejando sobre ella y no restos microscópicos de cremas bronceadoras y aftersun que se han ido pegando ella tras más de cincuenta años viendo pasar veraneantes. El ascensor y su espejo en el que siempre te ves moreno, guapo, atractivo, feliz. Es un ascensor en el que no puedes ser infeliz y en el que yo, ahora, valoraría quedarme a vivir o por lo menos robar el espejo. La puerta con relieve, la llave FAC que giras sintiendo que estás jugando a las casitas. El cuadro de la plaza mayor en el siglo XVIII con espectáculo taurino, el mueble bar con platitos de aluminio de colores para los frutos secos y la botella de Pipermint que lleva ahí cincuenta años. Los espejos con forma de sol que han completado ya una vuelta completa al ciclo de la moda; fueron super tendencia, fueron horribles, fueron horteras y ahora vuelven a ser lo más de lo más. Los muebles castellanos con aspecto renovado tras un proceso intenso de barnizado, decapado y repintado pero que en el fondo siguen siendo los mismos.  Los sofás con más de cincuenta años que nos negamos a cambiar, a pesar de que piden a gritos su eutanasia, porque sabemos que no encontraremos otros mejores. Serán más nuevos, más cómodos, más fáciles de mover y de limpiar pero no serían nuestros, no tendrían vida, ni historias que contar, ni roces que nos recordaran todas las veces que nos hemos sentado, las siestas que nos hemos echado, las noches que hemos pasado en ellos. Quizás los estamos haciendo sufrir pero no somos capaces de matarlos, los honraremos cuando llegue su momento. El papel de flores amarillas y marrones desapareció  y nadie lo echa de menos pero el panel de madera continúa, va camino de completar el mismo ciclo que los espejos de sol. Los sillones de paja con forma de huevera en los que al sentarte, te hundes hasta tener casi los ojos a la altura de las rodillas. Las tazas de desayuno de duralex transparente en las que el café sabe distinto, sabe mejor que en el más fino juego de porcelana del mundo. El mapamundi de perspectiva imposible en el que se enfrentan las costas de Italia y África nombradas como Europa y Barbaria. La tetera de aluminio con tapa granate. La mesa de tapa de piedra de la terraza. Las sábanas con el nombre del edificio y el piso bordado en el borde. Ya no las usamos porque son imposibles de planchar pero tienen que estar y las guardamos en los armarios perfectamente ordenadas, mucho más ordenadas que cuando las usábamos. El cenicero de pie y el ventilador de aspas rojas que cómo el ventilador que todos dibujaríamos si tuviéramos que hacerlo; es el prototipo de ventilador. El tétrico cuadro de un bosque invernal, con árboles desnudos, casi secos y un fondo de nubes violeta pintado por la mítica Tía Leni, familiar legendario que mi generación y que para las posteriores es alguien que pintaba y relacionado de alguna manera con nuestra familia. 

Todas esas cosas están pero hay otras que han ido desapareciendo. Los buzones que tapizaban una de las paredes del portal y en las que yo, antes de saber que para recibir cartas alguien tiene que escribírtelas, metía los dedos cada vez que pasaba, esperando encontrar las palabras de algún desconocido que quería conocerme. El mostrador del portero con su teléfono de monedas para llamar y que te llamaran. El edificio en obras justo al lado en el que una vez dejé escondida una carta de amor para el primer chico que me gustó y que inauguró la extendida tendencia a ignorarme por parte del género masculino. El minigolf misterioso con árboles, parterres, muros de arbustos y rosaleda que es para mí el mejor parque en el he estado nunca. En esta última visita ha desaparecido «Villa Moni» y la próxima vez habrán desaparecido las pistas del tenis del Hotel Delfín, nunca había nada jugando y en ese desuso radicaba todo su encanto. Ya nunca podré soñar con aprender a jugar al tenis en ellas. 

Cada vez que vuelvo temo que algo más haya desaparecido, que se haya esfumado para siempre, que otro trocito de mis recuerdos haya dejado de tener anclaje físico y pase a ser solo una sensación, una imagen, que se vaya borrando con el paso de los años. Pero, lo que más temo es que desaparezca el olor, porque allí huele a recuerdos, a los míos y a los de toda mi familia. Un olor compuesto por las historias que llevamos más de cincuenta años construyendo alrededor de todos esos objetos que para los demás, para los que llevamos allí por primera vez,  pueden ser trastos feos, absurdos o rídiculos pero que, para nosotros, La Familia, son preciosos porque acumulan capas y capas de nuestras vidas. 

Bueno, temo que desaparezca el olor y la botella de Pippermint. 


miércoles, 6 de junio de 2018

Lecturas encadenadas. Mayo

Paco Roca 
En este mayo «marzeado»  he leído cinco libros. En realidad, y para ser exacta, debería decir que hasta el 29 de mayo habían caído tres libros y pensé que éste iba a ser la entrega más breve de los encadenados. Pero, desde que el día 29 dejé de dormir por un fenomenal dolor de garganta, que me llevó primero a ser Lee Marvin, luego a ser el Perro Pulgoso y después a ser una espantosa compañera de cama, la falta de sueño y la desesperación consiguieron que sacara tiempo para leer otro par de libros.

Al lío.

Ahora que lo pienso los dos primeros libros de este mes los leí concentrados en un solo día, el primero del mes, el día del trabajo. El 1 de mayo lo pasé en un sofá devorando un par de cómics. El primero de ellos fue Lulu, mujer desnuda de Étienne Davodeau.  En enero, leí Los ignorantes del mismo autor y me encantó así que me apetecía seguir con este autor. Lulú es una mujer normal, podría ser yo, o mi hermana o mi vecina de descansillo o la mujer que atiende en la tintorería de mi barrio, podríamos ser cualquiera. Lo que hace diferente a Lulú o por lo menos, la hace distinta durante unos momentos de su vida, es que un buen día decide seguir el impulso que todos tenemos alguna vez de marcharnos de nuestra vida. Casi nadie lo sigue, pero creo que todos, en algún momento, pensamos en cómo sería nuestra vida si nos fuéramos, si dejáramos todo atrás. No lo sentimos o lo pensamos porque seamos infelices (o no tremendamente infelices) sino porque sí, porque fantaseamos con asomarnos a lo que hay más allá de nuestra vida. Lulú, al contrario que casi todos, decide seguir ese impulso. No lo hace con maldad, ni por venganza. Es más, llama a su familia y les dice «No os preocupéis, estoy bien, pero necesito un tiempo para mí, necesito descansar, necesito pensar y ser». Sé que hubo un tiempo en mi vida en que yo pensé que ese tipo de impulsos, de necesidades, eran egoístas e infantiles pero ahora sé que no lo son.

Lulú escapa, pasea, conoce gente, se siente bien. Por primera vez habla por si misma siendo ella, no la madre ni la mujer de nadie. Lulú es normal, sus hijos son como como los de todos y su marido, tras el cabreo inicial, entiende que algo debe cambiar. Sus amigos no la crucifican ni la juzgan, se reúnen para intentar saber qué ha ocurrido y como ayudar. Lulú, una mujer al desnudo es un cómic que deja un poso de tristeza, de amargura aunque acabe bien. No sé si esto es así porque el lector desea que Lulú no vuelva, porque queremos creer que siempre se está a tiempo de empezar una nueva vida.


Tras esta historia cotidiana, lenta y pausada me sumergí en Haarman. El Carnicero de Hannover de Peer Meter e Isabel Kreitz. De golpe pasé de los paisajes franceses y las reuniones de amigos a las callejuelas del centro de Hannover en los años veinte. Este tebeo cuenta la historia del mayor asesino en serie de la historia de Alemania, Fritz Haarman que fue condenado a muerte por el asesinato y descuartizamiento de veintitrés jóvenes pero que probablemente mató a más de cien. Haarman era confidente de la policía y se le consideraba un tipo raro pero sin problemas. Captaba a sus víctimas en las estaciones y con la promesa de una comida y de compañía los llevaba a su casa dónde tras intentar mantener relaciones sexuales con ellos (era homosexual y siempre eran hombres jóvenes) los asesinaba, descuartizaba y se cree que luego vendía su carne en el vecindario. La historia fue un escándalo en su época, por los asesinatos y también porque Haarman había estado actuando en las narices de la policía y contando, en cierta manera, con su apoyo al ser considerado un confidente.

La historia de Haarman es terrible pero lo más alucinante de este tebeo son los dibujos de Isabel Kreitz. Dibujados con lápices de carboncillo recrean perfectamente el ambiente social, las calles, las texturas de la Alemania de principios del siglo XX. Son dibujos elegantes, minuciosos, parecen casi grabados pero consiguen transmitir toda la sordidez y el horror de la historia.

Ada o el ardor de Nabokov fue la siguiente parada. Lo compré en Urueña, en la Librería Primera Página, en el mes de febrero y le llegó su momento en este mes de mayo. Quería leer algo más de Nabokov porque, en su día, Lolita me encantó y porque ¿qué mejor momento para volver a él que cuando se ha levantado toda esa polémica absurda sobre la ficción moralizante?

Lo primero que tengo que decir es que desde la primera página el libro me impactó porque, de repente, no sabía si lo que estaba leyendo era Nabokov o David Foster Wallace. Ada o el ardor se publicó en 1968, casi treinta años antes de la publicación de La Broma Infinita que claramente bebe de esta obra tanto en el planteamiento como en la manera de escribir y en la presentación de personajes. En ninguna reseña de La Broma Infinita de las mil que he leído he visto referencia a esta clara inspiración y es espectacular porque hay párrafos que podrían estar en La Broma infinita sin desentonar nada.

Nabokov se inventa un mundo, Antiterra, plagado de referencias reales pero puestas del revés, o entremezcladas con fantasía, con magia, con saltos temporales, con disfraces y locuras. Cuando leí La Broma Infinita escribí que el Estados Unidos que DFW presentaba era como estar en una habitación que conoces perfectamente pero con todos los muebles puestos al revés. Aquí ocurre lo mismo, todo te suena, todo es reconocible y al mismo tiempo es extraño, incómodo. Nabokov nos cuenta la historia de amor entre Van y Ada, dos primos hermanos que resultan ser hermanos.  Nabokov es aquí muy explícito en el sexo, en el deseo sexual entre dos niños de catorce y doce años, en la pulsión sexual de los hombres, en el gusto por las jóvenes y las niñas, en la fantasía de uno de los personajes secundarios por crear los burdeles perfectos, todo está contando sin tapujos y sin melindres.  Su romance es un excusa para jugar con el lenguaje, cruzar referencias, recrear de manera irónica pasajes de novelas decimonónicas y supongo que, en su día, escandalizar. Ahora mismo también escandalizaría, mucho más que Lolita pero no hay peligro de que eso pase porque dudo mucho que toda esa gente que habla de Lolita, probablemente sin haberla leído, se plantee leer estas seiscientas páginas.

Para mí, esta novela es una historia con la que Nabokov simplemente quiso divertirse, jugar, escribiendo lo que que le salía sin preocuparse de resultar complicado, sórdido o de no ser entendido. Para mí, la historia es perfecta en su delirio hasta la página trescientos, luego comienza a decaer y a hacerse más ardua aunque manteniendo algunos pasajes fabulosos hasta despeñarse para llegar al final. No la recomiendo pero me ha gustado leer algo más de Nabokov y comprobar que era un magnífico escritor.

«¿Qué son los sueños? Una azarosa sucesión de escenas triviales o trágicas, estáticas o itinerantes, fantásticas o familiares, que nos muestras acontecimientos más o menos verosímiles, remendados con detalles grotescos y que resucitan a los muertos para instalarlos en nuevos escenarios».

Y así llegamos a la noche del 29 de mayo, la noche en la que me convertí en un hombre de voz grave y tos de beber carajillos a las siete de la mañana en un bar. Mi insomnio de esa noche lo acompañé con la lectura de la nueva novela de Verity Bargate, Con la misma moneda, publicada por Alba Editorial. Hace justo un año leí, de la misma autora, No, mamá, no que me impresionó muchísimo y por eso me apetecía seguir con ella. (La portada, además, es preciosa)

Verity Bargate tiene un estilo de escritura que, como dije hace un año, recuerda a Lucia Berlin pero además, da escalofríos. Lo cuenta todo muy bien, tan bien que tienes miedo, vas leyendo y estás alerta porque sus palabras cortan, las situaciones acojonan y contienes el aliento para que todo salga bien, para el mundo sea bonito y nadie salga muy dañado pero sabes que vas directo a la tragedia.

Con la misma moneda es la historia de Sadie Thompson, una joven inglesa que pasa toda su infancia y juventud interna en colegios para comenzar una nueva vida cuando su madre muere y ella hereda un piso, dinero y una vida. Descubre quién era su madre e intenta saber quién es ella, construirse una vida. Sadie no sabe quién es y no sabe qué quiere hacer con su vida, quiere ser querida, sentirse amada y, a la vez, no se atreve a querer a nadie. Es como un cachorrillo maltratado, que no confía en nadie. Verity consigue que el lector conecte con ella desde el principio, primero con compasión, luego con afecto, con esperanza, alegrándose por su nueva vida y luego, poco a poco con terror y asco. Verity Bargate construye casi una historia de miedo, cargada de ese miedo cotidiano que es el más terrible porque está en lo que nos rodea, en los demás, en nosotros mismos. Con la misma moneda fue la tercera y última novela de Verity Bargate que murió de cáncer, con cuarenta años, en 1981. Os la recomiendo muchísimo. No os va a dejar indiferente y, además, necesito comentarla con alguien.

«Está bien tener integridad. Para mí la integridad solo es molesta cuando se confunde con el esnobismo o con la superioridad moral, o cuando se ve como lo contrario de la codicia. La integridad es una cosa muy rara. A todo el mundo se le puede comprar» 

Y esto sobre la enfermedad.

«–Escucha. Creo que lo estás llevando muy bien, pero no tienes por qué hacer este esfuerzo ahora. Es mejor que te lo ahorres para cuando vuelvas a casa, para cuando no te quede más remedio. En cierta medida, los hospitales son el peor lugar del mundo para aceptar una cosa como la que te ha pasado: aquí estás completamente protegida y resguardada, y todo parece irreal. Además, os esforzáis siempre un montón por ser valientes. A veces pienso que las cosas tendrían que ser al revés: las operaciones os las tendrían que hacer en casa y os tendrían que traer aquí después, cuando pudierais veros las cicatrices y todo empezara a ser real. Entonces es cuando de verdad necesitáis comprensión y cariño y a gente que os cuide y os ayude. Ahora no, porque ahora os parece que la única razón por la que habéis venido aquí es el dolor físico».

Algunas veces, muy pocas, lees un libro en el momento justo, exacto para leerlo. A mí me había pasado con algunos libros en relación a mi vida, a mis circunstancias personales. Esta vez ha sido con las circunstancias políticas y sociales del país y Salvaje Oeste, de Juan Tallón.

Salvaje Oeste es una novela de corrupción. Corrupción política, económica, periodística, cultural y de todo tipo. Es España y no lo es, somos nosotros y no lo somos. Juan dice que se ha inventado un país pero yo creo que lo que ha hecho ha sido dibujar lo que no vemos pero todos intuímos, se ha imaginado en el backstage de la corrupción y nos lo cuenta sin tapujos. Y sí, es mucho peor de lo que todos pensamos. No hay nadie bueno, ni íntegro, ni leal, ni con principios. Todo lo que nos pasa y nos ha pasado está ahí, contado como en un buen best seller, atrapándote con su ritmo cada vez más frenético en el que no hay descanso. Al terminar, al llegar a la última página en la que nada acaba porque la corrupción es imparable, al cerrar sus páginas, todo lo que venía a mi cabeza eran imágenes de trenes. La corrupción, la política rastrera y torticera, los entresijos asquerosos del poder funcionan como una máquina de tren imparable. Pensaba en los Hermanos Marx gritando «¡Es la guerra! Más madera, más madera» porque es así, la corrupción no se para, no se acaba nunca, los que dirigen la máquina solo quieren más combustible para continuar dónde están, haciendo lo que hacen y, además,
creen que es una guerra en la que ellos son los buenos y todo vale: más madera. Y vamos directos al abismo.  Tallón dice que su historia pasa en un país imaginario, lástima que se parezca tanto al nuestro y que el lector no encuentre nada que no le recuerde a algo que esa misma mañana ha leído en twitter, en un periódico o ha escuchado en la radio. Leer Salvaje Oeste es descorazonador porque uno no puede quitarse de encima la idea de que los que nos gobiernan, los que nos informan, los que nos controlan son malos sin interés, la corrupción no es un asunto de malos con clase, de malos con estilo, es la manera de actuar de lo peor.

«Después de peregrinar de habitación en habitación en busca de una camisa limpia, volvió a ser consciente de que llevaba veinte años usando camisas que no le gustaban. Así como un pantalón o unos zapatos sí, una camisa nunca lo había hecho feliz. Las usaba, sin más, pues servían para vestirse según cierto estilo. Una de sus parejas de la facultad lo persuadió, con una estadística seguramente inventada, de que los hombres con camisa estarían siempre un escalón por encima, en clase, de los que usaban camisetas o jerséis. Saber llevar camisa, según ella, exigía años, y no tenía menos mérito que obtener un título, saber negociar un aumento de sueldo o peinarse de memoria, sin espejo.»

Y con esta acertada reflexión sobre los hombres que saben llevar camisa y un bizcocho, hasta los encadenados de junio. 










lunes, 4 de junio de 2018

Los días iguales de promoción: Valencia y la Feria del Libro de Madrid

Están siendo días de mucho ir y venir y de ajetreo. Firmas, presentaciones, fotos. Lo mejor de todo, sin embargo, es conocer a los lectores anónimos que vienen a verme, que me sonríen cuando estoy presentando el libro y que cuando se acercan a hablar conmigo me dicen que llevan años leyéndome. Todos esos lectores anónimos, todos vosotros, hacéis que este libro tenga sentido.

Soy una chica con suerte y vosotros sois los mejores lectores del mundo.

El jueves presenté en Valencia. Pinchando en este collage tan chulo que me colado podréis ver alguna fotillo más de esa tarde tan chula con Anna Juan ejerciendo de lectora-presentadora del evento.



Ayer, la cita fue en la Feria del Libro de Madrid, en la maravillosa caseta 57 de Los Editores. Lo pasamos genial y fue un gustazo. También me he currando un collage.




Hay más cosas en el horizonte y ya os las iré contando. También escribiré cosas que no tengan que ver con el libro, no empecéis a refunfuñar.



martes, 29 de mayo de 2018

Cuidaremos de ellos

No puedo escribir tonterías cuando la muerte llega a mi entorno. Y no puedo hacerlo no porque crea que es frívolo o inadecuado o inapropiado, sino porque hoy, durante las horas que paso esperando a poder ir a abrazar a mis amigos, a los hijos de Coca, solo pienso en finales, en la vida cuando se termina y en lo incongruente que es que yo me haya levantado, desayunado y preocupado por la ropa interior que llevo mientras ella ya no está. No puedo escribir porque no puedo dejar de pensar en mi amiga Guada y en sus cuatro hermanos, todos entrelazados por vínculos de amistad, amor, familia y noviazgos más o menos largos con toda mi familia hasta quedarnos sin palabras para definir las relaciones que nos unen. No puedo escribir nada sobre el duelo, la pena, la ausencia porque hoy toca ser de corcho. No tiene sentido hablar del vacío que se abre, del consuelo que buscarán, de la calma analgésica que encontraran en algunos recuerdos y el dolor punzante con que otros, mínimos, casi insignificantes les causarán. No puedo escribir nada que sirva para aliviar el dolor de mis amigos ni para tratar de explicarles la perplejidad que sienten ante el encontronazo con la muerte. No puedo escribir nada y tampoco sabré que decirles, cuando vaya a verles, que les reconforte porque todavía no saben que necesitan consuelo. No puedo escribir nada porque hoy la muerte se ha tragado el aire a nuestro alrededor. 

Hoy tenía pensando escribir sobre todas las cosas que no puedo. Había redactado mentalmente las diez primeras líneas. En mi cabeza el sonido del encadenamiento de los sucesivos «no puedo» tenía ritmo, armonía y gracia. Creo. No puedo recordarlos  porque ya no importan. Hoy solo puedo escribir que ya no escucharé su voz diciéndome: «¡Hola riberita!» y que la muerte es eso, las cosas que ya no serán nunca más. 

Hoy solo quiero escribir: Adiós Coca, cuidaremos de ellos. ¡Qué putada es morirse! 


viernes, 25 de mayo de 2018

Ensayo sobre la ropa

Hay gente que ordena la ropa por colores, por tejidos o por funcionalidad. Yo la clasifico en grupos que no tienen nada que ver ni con colores, ni con  los tejidos, ni siquiera con que sea de verano o de invierno, de fiesta o de diario. Mi ropa se organiza por sensaciones. 

Para empezar tengo la ropa de arropar. En mi segundo año en el campamento de Comillas mi madre me compró una sudadera azul marino con un pequeño dibujo de un gatito y la leyenda Cool Cat. Tenía trece años y me la compró crecedera. En el segundo lavado en el campamento dejó de ser crecedera y pasó a ser enana pero ha crecido conmigo porque a pesar de que sus mangas apenas me llegan a los codos y casi casi me queda ombliguero, la sudadera de Cool Cat sigue conmigo. Tiene agujeros  hermanados con manchas que ya han pasado a ser un estampado más, la goma  hace tiempo que dejó de ser elástica y hay un par de hilos en los puños de las mangas que me cuido muy mucho de tocar porque creo que si tiro de ellos el delicado equilibrio que mantiene la sudadera de Cool Cat viva se vendrá abajo y desaparecerá. La tengo en Los Molinos y me la pongo cuando tengo frío aunque haga cuarenta grados, para dormir cuando tengo pesadillas y me la pongo para escribir cuando no se me ocurre nada. De arropar son también unos vaqueros anchos, heredados de mi cuñado, que me puedo poner y quitar sin desabrocharlos. Están desgatados, los bolsillos están llenos de agujeros y los bajos se están poblando de hilos. Me los pongo cuando me siento libre, traviesa y con ganas de hundir las manos en los bolsillos.  

Tengo también ropa con historia, con más años que yo. Un traje fucsia de mi abuela, la famosa camisa de leñador de mi abuelo, un esmoquin de mi abuelo arreglado para mí que no me he puesto jamás, un abrigo de paño negro con botones como mi puño y con el que me gusta dar vueltas por la calle solo para ver como sus faldones giran a mi alrededor. Un par de faldas hippies de mi madre antes de ser mi madre que llevo guardando años y que, por fin, este año han vuelto a estar de moda. Es ropa recordatorio, me recuerda quién estuvo en mi vida antes de que yo llegara a ella.  

También tengo, como casi todo el mundo, ropa absurda, ropa ridícula que no tiene nada que ver conmigo pero que de alguna manera llegó a mi armario y se resiste a ser eliminada. Llegó cuando intenté ser otra persona y me salió regular. La mantengo por si acaso, en un rapto de valor o por un ictus como el de mi padre, me convierto en otra persona y me atrevo a llevar una falda de leopardo de mujer fatal y un jersey negro de cuello vuelto que a mí me parece demasiado ajustado. Tengo también un abrigo verde de lana de pelos que pica y que me hace parecer un melón gigante fuera de temporada. No lo tiro porque me costó una cantidad absurda de dinero. A lo mejor estoy esperando a ser vieja y espigada y parecer un espárrago cuando me lo ponga. 

En otra categoría está la ropa que no me gusta pero que me han regalado. Nuestras trayectoria vitales se cruzan poco tiempo porque solo se mantienen conmigo el tiempo suficiente para que el regalador me vea con ella puesta... para después desaparecer misteriosamente. (Mi hermana tiene la teoría de que si le regalas algo a alguien y la siguiente vez que le ves lo lleva puesto, es que no le gusta y se lo ha puesto solo para que tú lo veas. He comprobado esa teoría y es cierta). Tengo también ropa de disfrazarse, de parecer respetable, de ir a reuniones, de aparentar profesionalidad.  Ropa de explicar cual es mi trabajo y ropa de ir a fiestas a las que no quiero ir. Tengo ropa de Los Molinos que no resiste la vida de ciudad ni estar lejos de las montañas, es el abuelo de Heidi en mi armario, su sitio es allí y cuando por error la traigo a Madrid  está incómoda, desubicada, como un pulpo en un garaje. Hay pijamas viejos, desfondados, hartos de dar vueltas y ropa de estar en casa con la que, a veces, salgo a la calle para airearla, para que no crea que me avergüenzo de ella, que no confío en su aspecto. 

Y luego está la ropa de ser feliz. No es ropa que me haga feliz porque eso no existe o, por lo menos, no existe para mí. La ropa de ser feliz tiene una historia, sé cuándo, cómo y con quién la compre y cada vez que me la pongo recuerdo todo aquello. Era feliz y esa ropa estaba allí  para que yo la comprara, para ser para siempre un recordatorio de aquel momento feliz. El otro día entré en una tienda casi por casualidad, en una percha colgaba una falda de rayas de colores. La vi y me gustó, pero fue al probármela cuando supe que tenía que comprarla. Ahora cuelga en mi armario esperando el día para estrenarla.Va a ser una falda de ser feliz, igual que el vestido blanco de la tienda de Toulousse o la chupa verde de Normandía. ¿Por qué lo se? Porque sí, porque es lo que le pega. Porque hay ropa que es para ser feliz. 

Quizás mi armario no sea el más ordenado del mundo, quizás sólo parezca ordenado pero en mi cabeza todo tiene sentido. 


jueves, 24 de mayo de 2018

La depresión te borra: Los días iguales en televisión



«La esperanza de curarte es una visión que cuando estás en la depresión no tienes porque la depresión te borra. Eres incapaz de acordarte de cómo eras antes y eres incapaz de pensar que esto que te está pasando, que estás sufriendo vaya a a tener un fin»





Hablar de lo que escribes es siempre complicado, hacerlo en televisión lo es aún más pero creo que lo hice medianamente bien.



lunes, 21 de mayo de 2018

Cómo sobrevivir a la vergüenza adolescente

Vas por la vida tan contenta y, un buen día, al cruzarte con una de tus hijas por la calle, por tu calle, justo delante de tu portal recibes un golpe de nueva realidad maternal entre las cejas que te deja conmocionada. 

«¿Ha ignorado mi saludo? ¿Ha girado la cara para no verme? ¿Ha hecho como que no me conocía?» 

No puedes creerlo y te auto engañas porque, al fin y al cabo, ya tienes una trayectoria como padre y sabes que el auto engaño es una de las herramientas más útiles en  la crianza. «No me habrá visto, es tan despistada» El auto engaño expande su efecto tranquilizante sobre ti, haces un triple carpado sobre cualquier preocupación y subes a casa. Al cabo de un rato, tu hija entra por la puerta. 

—Hola cariño, ¿Qué tal el cole?
—Mamá, por favor, no vuelvas a saludarme si nos encontramos por la calle. 

La maravillosa campana de autoengaño se resquebraja y cae hecha añicos a tus pies. 

—¿Qué? ¿Qué tontería es esa?
—Es que me avergüenzas. 
—¿Qué yo te qué? ¿Por saludarte? 
—Sí. 
—Cariño, una cosita. ¿No crees que es mucho más ridículo que nos crucemos por la calle y nos ignoremos teniendo en cuenta que todo el mundo en este barrio y en esta calle sabe que eres mi hija?
—No, y sí ya lo saben no hace falta que se lo recordemos. 

Tu hija sale de la cocina y mientras barres los trocitos de autoengaño piensas que ya has llegado a la etapa en la que tus hijos se avergüenzan de ti. Se avergüenzan de tener padres. Tú recuerdas perfectamente esa etapa de tu adolescencia. Todo lo que decían tus padres te daba vergüenza, ¿por qué? No lo sabes, no lo recuerdas, quizás no lo supiste  entonces. Seguro que no lo sabías. No era una decisión consciente, sencillamente de la noche a la mañana te daban vergüenza. Era una sensación, un sentimiento. «Mamá, por favor, qué vergüenza». Eso es. Eso les pasa tus hijas. 

Repasas tu imagen, tu porte, tus palabras. Jo. Tú no eres tu madre, no las avergüenzas delante de las dependientas ni las regañas en público. Tú molas ¿por qué se avergüenzan? Sabes que no hay un motivo, una causa justificada pero algo tienes que hacer. Destruido el escudo protector del auto engaño, la inseguridad y la inquietud recorren tu personalidad  maternal. Y si ¿se avergüenzan de ti porque te comparan con otros padres que les molan más? A ver, que tú ya has pasado la etapa esa de "los demás lo hacen mejor que yo", sabes de sobra que cada uno lo hace como puede y que incluso el que parece merecer el Premio Nobel de la Paternidad tiene sus ratos de ¿En qué estaría yo pensando cuando decidí tener hijos? y se desespera cuando sus hijos dejan todo tirado por el suelo. Sabes que tú lo haces igual que otros padres pero quizás, el truco para que tus hijas superen esa absurda vergüenza con respecto a ti, sea molarles muy fuerte a sus amigos. Sí, lo sabes, es rastrero, infantil y muy de instituto americano pero parece más accesible que conseguir que tus hijas vuelvan a saludarte por la calle por decisión propia. 

Por supuesto que no se trata de cambiarte el peinado, vestirte de adolescente ni empezar a cantar las canciones del momento pero te esfuerzas en ser la perfecta madre para los amigos de tus hijas. Esto es: eres el mayordomo de Downton Abbey, invisible cuando no se le necesita pero siempre alerta para suplir de bebidas, pizza o un buen desayuno cuando hace falta. También, como el mayordomo, eres una esfinge y eres capaz de permanecer callada y sin hacer ningún gesto malinterpretable cuando escuchas conversaciones en las que querrías entrar a saco para dejar las cosas claras, para decirle a tus hijas: «no, no, no digas eso» o, por el contrario, para aplaudirlas como una hooligan enloquecida llevándolas a hombros y gritando: «esa es mi niña, la más lista». Permaneces en la sombra, al otro lado de la puerta, atenta pero sin intervenir hasta que llega el momento de salir, saludar, agradecer a los visitantes su visita y despedirles en  rogando que vuelvan cuanto antes a vuestra humilde morada. 

—¿Lo he hecho bien, chicas?
—Muy bien. Nosotros no nos hemos creído nada pero ellos dicen que molas mucho porque no eres nada pesada. La próxima vez, igual. 

Reto conseguido. 


miércoles, 16 de mayo de 2018

A veces los extraños son casa


«Hace diez meses perdí un hijo» 

El aire de la librería se congeló y todo empezó a girar a nuestro alrededor. De pronto, una agradable conversación sobre libros, entre tres completas desconocidas, se había abierto como un agujero negro y nos había engullido. Los lomos de colores de los libros giraban a mi alrededor, me sentí engullida por un tornado que estrechándose me empujaba a abrazar a la desconocida de dulces ojos azules que había dicho «Hace diez meses perdí un hijo».

No dijo murió o se mató, dijo «perdí un hijo» mientras acariciaba la portada de mi libro. Luego, levantó la mirada, nos sonrío y consiguió parar el torbellino y que el aire recuperara su temperatura. La librera y yo volvimos a respirar. Ella corrió a la estantería, cogió un libro y se lo enseñó: «no te va a ayudar, nada te va a ayudar pero...» Yo seguía mirando como acariciaba la portada de Los Días iguales que tenía entre las manos. «Creo que hoy no, pero volveré otro día y me llevaré estos dos libros, el tuyo y el que me has recomendado» 

Quise abrazarla. Lo pensé. Lo sentí. No lo hice, solo le rocé el brazo. «Lo siento»

«No sé porqué os lo he dicho. Es la primera vez que lo digo en alto. Yo misma estoy sorprendida» 

A veces, los desconocidos se convierten en un lugar seguro porque son  folios en blanco que no te juzgan, ni esperan nada de ti. Con los desconocidos no tienes que fingir. En ellos puedes  escribir algo desde cero, expresar con ellos algo sin historia, sin pasado. «Hace diez meses perdí un hijo» No sintió la necesidad de decir que su hijo estaba muerto porque eso ya ocurrió, ya pasó, su hijo ya no está... no va de él, de su muerte. Va de ella, lo perdió y continúa perdido, lo está para siempre, perdido para ella. 

Quiero pensar que decirlo en voz alta la ayudó, fue soltar un poco de peso, dejar escapar la presión, abrir la válvula. Quiero pensar que algo en aquella librería, en nuestra conversación sobre leer y escribir le pareció acogedor, le pareció adecuado, le pareció un lugar seguro pero ojalá la hubiera abrazado. 


lunes, 14 de mayo de 2018

Y volví a mi colegio

La matière de rêves. Nino Migliori
El sábado volví a mi colegio. Han pasado veinte años desde la última vez que entré en su capilla. Está exactamente igual. «Mamá, es enorme» me dijo María. Y sí, es enorme. La última vez que estuve allí me senté en el primer banco y cuando me atreví a mirar hacia atrás, recuerdo sentir miedo por la cantidad de gente que había apiñada en los bancos, de pie en los pasillos, al fondo en varias filas. Me abrumó pensar que toda aquella gente fuera a venir a saludarme. Era el funeral de mi padre. 

Les enseñé a mis hijas la galería, la portería, el comedor en el que sí había cambiado algo, las sillas y el pasillo en el que hacíamos fila para coger las bandejas y pasar por el autoservicio. Les conté que me encantaban las croquetas y que odiaba el ragú y el pollo con aspecto de sufrir alguna enfermedad hepática flotando en una gelatina repugnante. Les conté que en mi colegio las lentejas se comían con tenedor y que en casa no comemos melocotón en almíbar porque ya lo comí todo allí. 

Les hablé de la sala rosa. «¿Era rosa?» El suelo era de falso mármol rosa y de ahí tomaba su nombre. En las sillas de aquella sala comprendí que jamás superaría un test psicotécnico con buena nota porque cuando llegaba a los ejercicios de «Gire usted la figura para saber con cual de las propuestas encaja» perdía rápidamente el interés y empezaba a contestar al tun tun. Sigo ocurriéndome cuando me enfrento a esos tests, al llegar a esas preguntas me desconecto por completo y me limito a poner cruces sin ningún tipo de criterio. Supongo que por ahí hay gente preguntándose cómo es posible que conduzca o sepa atarme los cordones.  (Había escrito condones, quizás esos tests sí nos dicen cosas) 

Cruzamos el pasillo del comedor. Les conté el día en el que durante una reunión de padres, creo que era la copa de Navidad,  en ese comedor, una amiga mía vino y me dijo «he visto un padre guapísimo, tienes que conocerlo». Con dieciséis años que haya un padre guapísimo te parece algo tan irreal que, por supuesto, la seguí para echar una ojeada a ese padre guapísimo que sin duda alguna se había colado en aquella reunión. Era mi padre. Fue un shock descubrir que era guapísimo. 

Después me sometí a la gran prueba de amor maternal y ridículo vital que es enseñar a tus hijas adolescentes tu foto en la orla de COU. Dieciocho años, tupé, hombreras, pañuelito al cuello, cara de pan. Un espectáculo. Por supuesto y cómo quería que de este viaje al pasado extrajeran una enseñanza vital, les enseñé las fotos de mis hermanos que también están en aquel pasillo. «Tened cuidado con las fotos que os hacéis que luego quedan para siempre» (A mis hermanos les pareció regular ese astuta maniobra para compartir el ridículo)

Al bajar la cuesta para volver al coche pensé que me da igual mi colegio, que es uno de esos lugares de mi infancia que me son totalmente indiferentes. No sentí nostalgia volviendo allí, ni emoción, ni curiosidad. Es curioso como lugares en los que has pasado muchísimo tiempo caen en el barranco de la indiferencia y otros en los que quizás solo has estado una temporada corta permanecen siempre llenos de significado. 


jueves, 10 de mayo de 2018

Los Días Iguales y la ballena

«En 1970, en un pequeño pueblo de Estados Unidos, una enorme ballena, más grande que esta sala, apareció muerta y varada en la orilla de una de sus playas.  Los lugareños, no sabiendo cómo deshacerse de aquello,  decidieron colocar cargas de dinamita debajo. En el vídeo, disponible en YouTube, se puede ver cómo un presentador bastante parecido a Donald Trump retransmite toda la situación. Él sujeta el micrófono, detrás al fondo se ve la ballena y a una serie de obreros colocando las cargas y al resto de los lugareños contemplando el espectáculo, haciendo picnic, esperando el resultado. Mientras ves el vídeo tienes la sensación de que no es buena idea, parece molona, parece chula pero el resultado no está claro que vaya a ser el esperado. Todo transcurre según el plan de los expertos, tras colocar las cargas, los técnicos se apartaron a la distancia que ellos creyeron prudencial y con las cámaras en marcha y el presentador retransmitiendo muy emocionado procedieron a explotarla. El resultado fue que una lluvia de trozos de ballena destrozó coches, hirió a varios espectadores, acabó en las barbacoas de los que hacían picnic y los bañó a todos en sangre y restos orgánicos. Un completo despropósito.

¿Por qué hablo de esta ballena? Porque fue en lo más duro de mi depresión cuando yo vi aquel vídeo. Era agosto de 2014 y estaba en el Perigord francés con Juan y con Paloma. Estábamos alojados en el apartamento Jocelyn Baker y cada noche, al volver de recorrer la zona Juan me ponía vídeos o me contaba anécdotas para distraerme. Unos días antes del viaje yo había ido llorando a pedir el alta de mi primera baja y la víspera del viaje no había podido levantarme de la cama de miedo y ansiedad. A pesar de todo, nos fuimos de viaje y fue un buen viaje, estuve bastante bien. 

Bastante bien quiere decir que no me dolía la vida, que comía un poco y que dormía unas cuatro horas del tirón toda la noche. Pensé que me estaba curando o, mejor dicho, pensé que no estaba enferma, que ese viaje era justo lo que necesitaba. Un cambio de aires, despejarme, salir de mi rutina, ver las cosas desde otro punto de vista, cambiar la dieta. Nada de eso era real y al volver caí en lo más duro. 

Cuando me senté a escribir Los días iguales, ni se llamaba Los días iguales ni sabía que estaba haciendo. Cuando pensé en esta presentación se me vino a la cabeza aquel viaje, el precioso vestido blanco de ser feliz que me compré en una tienda de ropa antigua de Touluse y la ballena. Sentarme a escribir sobre mi depresión creo que ha sido como colocar las cargas explosivas bajo la ballena. Mi depresión estaba muerta ya, creo, pero seguía en mi orilla. Cada mañana podía verla, tocarla, olerla, estaba ahí. Sentarme a escribir era describirla cuando todavía estaba viva, cuando me dolía, me aplastaba y no me dejaba vivir. Terminar el libro fue hacerla estallar. Y ahora, llegado el momento de que otros lean lo escrito, es el momento de ver si esos trozos, van a aplastaros, heriros, mancharos o simplemente van a haceros pensar que efectivamente escribir sobre ella, dinamitarla, ha sido malísima idea, pero la ballena ya no está, desapareció. Ahora es el momento de saber si dinamitar la ballena fue buena idea. Lo que tengo claro es que es algo que hice en el momento correcto, ahora ya no podría hacerlo porque se me está olvidando, porque cada vez que me he releído en el proceso de editar todo aquello me ha parecido más lejano, menos yo. Ahora ya no podría escribirlo. 

Pensando en esta presentación he tenido dos pesadillas; en una aparecía en pijama y con unos calcetines rojos llenos de agujeros y en la otra hilaba un maravilloso discurso pero acababa llorando. Ninguna de las dos se ha cumplido. Y ahora ya solo me falta decir: ¡comprad, comprad, mis hermosos jabalíes!» 

Esto es, más o menos, lo que dije ayer en la presentación de Los Días Iguales. Antes y en una sala abarrotada de familia, amigos y encantadores lectores desconocidos, Oihan y Luis habían hablado del libro y de mí elogiosamente, demasiado elogiosamente desde mi punto de vista. 

Ya está hecho. Escrito, publicado y presentado. Solo falta que lo leáis porque como me dijo mi sobrino de siete años al terminar la presentación: Ana, no has contado el cuento que has escrito. 

Tenéis que leerlo si queréis y veremos si explotar la ballena ha sido buena idea.    

Muchísimas gracias a todos los que estuvisteis allí, los que me mandasteis mensajes y los que me leéis por aquí. 

jueves, 3 de mayo de 2018

Oda al queso

«No me gusta el queso» Pero, vamos a ver alma de cántaro, ¿cómo no te va a gustar el queso? El queso es una inmensidad que encierra en su interior tantas y tan buenas cosas que no se puede despachar con esa simpleza:«no me gusta». Decir que no te gusta el queso es como decir que no te gusta el campo o ninguna ciudad o la ropa en general. Una simpleza, una estupidez, una tontería. 

El queso es la cumbre de los alimentos. Es tu mejor amigo, tu amante, tu comodín, tu payaso y tu pañuelo de lágrimas. El queso nunca te abandona, siempre está contigo. El queso llega a nuestras vidas pronto, quiere seducirnos, conquistarnos, abrirnos las puertas a su inmenso mundo de color, sabor y texturas pero como sabe que somos memos y que no tenemos criterio lo hace de una forma que no nos asuste, en forma de juguete: quesitos triangulares, bolas de minibabibel de colores brillantes. Llamar queso  a lo que hay dentro es casi un insulto pero eso no lo sabes hasta que creces, te enriqueces y te enamoras del queso.  ¿Por qué el queso, con todo su mundo y su savoir fair hace esta absurda presentación en nuestra vida? Porque el queso nos conoce, sabe que los humanos somos bobos y que de críos no somos capaces de valorar los sabores  ni las sorpresas. Queremos comer todos los días lo mismo y que todo sepa exactamente igual a cómo sabía la última vez. De canijos la variabilidad gustativa no es una cualidad que apreciemos. Y hay gente que se queda ahí, son los de «no me gusta el queso» y «nada como la comida de mi madre»

Después, el queso empieza a seducirnos poco a poco haciendo cosas divertidas: se deja rallar para que hagas aludes de queso sobre tus spaghettis, se deja fundir para ponerle una deliciosa costra a la lasaña o los canelones al horno y si encuentra el entorno adecuado se presenta en su forma más divertida del mundo mundial: la fondi de queso. Si de niño tienes la suerte de tener acceso a esta cumbre de la diversión gastronómica serás para siempre devoto fiel de la cofradía del queso. ¿Qué puede haber mejor que mojar trocitos de pan o de patata pinchados en un palito en un líquido amarillo que al estirarlo hace hilos? NADA. Por favor, si hasta sale en Asterix que es una cumbre de sabiduría. 

El queso es generoso. Es una cumbre gastronómica pero no por eso va de chulito por la vida, el queso es tan guay que se junta con los sosos, con los marginados, con los tristes: la ensalada y la tortilla francesa. Pones taquitos o lascas de queso en una ensalada y mágicamente pasa de ser algo sano y sin gracia a ser algo resultón. Echas queso en una tortilla francesa y por arte de birli birloque, pasas de sentirte una solterona sin propósito vital a ser alguien con gracia y estilo.  Y eso por no hablar de cuando el queso se hace salsa....o helado.  

Cuando el queso te ve con posibilidades de ser una persona con criterio empieza a mostrarse en todo su esplendor. Te ve preparado y te da la oportunidad de probar quesos con personalidad, los quesos que huelen. En esta etapa ya está claro quien se ha quedado atrás, quien permanecerá para siempre fuera del paraíso quesil, son todos esos que dicen: a mí los quesos que huelen me dan asco. Esos se quedan atrás, abandonados en el mundo de las comidas sin olor, sin personalidad. Abandonados en la cuneta sin capacidad para apreciar el rótulo "quesos caseros". 

Los quesos que huelen son los quesos de los elegidos. Exigen entrenamiento, paladar, capacidad para la adaptación y gusto por la novedad. Todos huelen pero son todos distintos, la experiencia que proporcionan cada uno de ellos es diferente pero todas son buenas, todas merecen la pena. Si te gustan los quesos que huelen eres un privilegiado, la vida jamás terminará de darte sorpresas y el queso será tu aliado para siempre. Ya estarás preparado para decir "El queso es mi pastor y nada me falta" porque sí, porque los que hemos sido agraciados con el sentido del gusto sabemos que podríamos vivir comiendo solo queso. De desayuno, comida y cena. Sabemos que el queso no nos dejará solos. Es tan inmensa su disposición a ayudarte que  incluso el que no sabe cocinar, el que no ha encendido un fuego en su vida, el que no tiene cocina pueda montar una cena y quedar como un rey. ¡Prueba a hacer eso con las judías verdes o con la quinoa! Si no sabes cocinar y tienes que montar una cena, quien sabe si incluso una cena romántica, el queso y sus infinitas variedades está ahí para ayudarte. Compras los quesos, los cortas sintiéndote imaginativo y los colocas en un plato con uvas, frutos rojos o pan. ¡TACHÁN! Ya pareces algo. El queso te hace mejor, te hace sofisticado. Y si la cena es romántica y va muy bien, extremadamente bien y en la madrugada es necesario reponer fuerzas... puedes comerte lo que haya sobrado. Prueba a que te apetezca comer brecol a las cuatro de la mañana. Prueba a que sea sexy, prueba a comerlo a dos.  

Pero el queso no está solo para el jolgorio y las risas. Si llegas a casa con el corazón roto y no quieres  comer nada porque la vida ya no tiene sentido el queso estará ahí para pasarte la mano por el lomo y abrazarte. Quizá lo haga en forma de queso de tetilla que puedas mal cortar  o incluso comer a bocados entre lágrimas o quizá lo haga en forma de loncha de queso que puedas comer de pie delante de la nevera o quizá, si nos ve muy desesperados nos deje meter directamente el dedo en la tarrina de untar y chuparnoslo porque estamos tan tristes que sabe que no podemos hacer más.  Ni siquiera el jamón serrano, Dios lo guarde en todo su esplendor, es capaz de acompañar tanto. 

El queso no se acaba nunca. ¡Dios salve al queso!