lunes, 4 de diciembre de 2017

Lecturas encadenadas. Noviembre

Noviembre ha sido un fraude. Nos ha escatimado el otoño. Poco frío, nada de lluvia, mucho trabajo y lectura a trompicones entre una casa y otra, entre una cama y otra, entre una corrección y otra corrección. Tres franceses, una joven inglesa y un periodista español enfurruñadísimo contra los franceses ha sido la cosecha del mes.  

Empecé el mes con Los colores de nuestros recuerdos de Michel Pastoureau, recomendado por Guillermo Altares en La Cultureta y comprado como auto regalo porque sí. 

Pastoureau es francés, gordito según dice él, medievalista y debió de ser un empollón en su época de colegio. Además de todo eso es historiador de los colores y un estupendo narrador de historietas. En este libro recorre los colores a través de sus recuerdos: el traje beige de Miterrand, el maillot amarillo del “Tour”, el verde administrativo de unas aulas que nunca se construyeron, el verde como su color favorito, las banderas, su odio por el oro y el dorado por el recuerdo de la abuela de un compañero. A través de anécdotas de su infancia y juventud enlaza historias y curiosidades sobre los colores haciendo que el lector reflexione sobre su propia experiencia al respecto, su percepción sobre ellos, sus gustos o su total indiferencia hacia el mundo cromático. Leyendo a Pastoureau te paras a pensar en los colores que te rodean en tu casa, los colores de la ropa en tu armario, los colores que jamás te has atrevido a ponerte, tu vocabulario para hablar sobre colores y la limitación lingüística que existe para ser capaces de expresar cómo es un color en realidad y qué nos transmite. Nos hace reflexionar sobre cómo es completamente imposible conocer, entender o incluso aproximarse a la percepción que otra persona tiene de un color.
Pastoureau es muy francés y muy digno, casi snob, pero tiene un sentido del humor muy inteligente y, sobre todo, no le da ningún miedo decir todo lo que piensa. En la época de la corrección y de "mejor me callo que seguro que me caen por todos lados" se agradece leer a alguien que sencillamente dice lo que piensa siendo lo que piensa muy interesante.

«Pero ¿siguen existiendo en nuestros días, en campo alguno, colores seductores? ¿Colores eróticos? ¿Colores que guarden algo de su misterio o de su simbología y que hayan conseguido escapar a las tretas y minucias del mercantilismo? Lo dudo mucho».

«Entre el quizá y el no del todo -¿no es ese el color de la vida misma?».

«Tienes que leer Portugal de
Cyril Pedrosa», «Tienes que leer Portugal, te va a encantar», «Toma, lee Portugal». Y a la tercera y dejando caer este tebeo enorme sobre mis rodillas, lo consiguió.


Portugal es un tebeo enorme, por tamaño, por sus dibujos, por los colores y porque se te queda dentro según vas leyendo. Quizá no lo notas conforme te introduces en la historia pero, poco a poco, el tempo, la nostalgia, el ritmo te entra por los dedos y va invadiéndote. No me gusta hablar de lo que cuentan los tebeos porque, aparte de destripar la historia, parecen dar más importancia a lo que se cuenta que a los dibujos y casi siempre, el cómo se cuenta, cómo está dibujado, los colores que se eligen, son igual de importantes. En el caso de Pedrosa son fundamentales. Pedrosa es envolvente, redondo, hipnotizador y acogedor. En mi cuaderno de lecturas he escrito sobre este tebeo: «los dibujos de Pedrosa son como mantas que te dan calor, que alegran una habitación aunque el día, en este caso la historia, sea triste. Son dibujos que hacen que las cosas duelan menos».


Mi siguiente lectura fue un clásico pendiente, un libro que no sé por qué no había leído aún. Bueno, sí lo sé: porque pensé que ya conocía la historia y que no merecía la pena. Por supuesto, estaba equivocada, muy equivocada. La novela que escribió Mary Shelley no se parece en nada a la idea preconcebida que todos tenemos de Frankenstein, nada. Comparten un monstruo creado por un hombre pero nada más.
Frankestein es una historia de venganza desesperada. Cuando no te queda nada bueno por lo que vivir, la ira, la venganza es un buen motor para seguir vivo incluso aunque no quieras. Si te quitan todo, hasta la esperanza, y te quedas solo, ¿qué te queda?

Me gusta esto que dice Mary Shelley en el prólogo:

«Pensé y medité mucho en vano. Sentí esa desoladora incapacidad de invención que es la mayor desgracia de un escritor, cuando la triste Nada es la respuesta a todas nuestras vehementes invocaciones».

Y aunque he copiado muchísimos párrafos me quedo con este poema que Mary transcribe y que es de su marido, Percy B. Shelley. Para mí, transmite perfectamente cómo la alegría y la tristeza son estados vitales increíblemente frágiles y cómo se nos olvida continuamente.

«Dormimos, y un sueño es capaz de envenenar nuestro descanso.

Nos levantamos, y un pensamiento pasajero nos amarga el día.

Sentimos, imaginamos o razonamos; reímos , o lloramos, abrazamos pesares amados,

o apartamos nuestras cuitas;

no importa; porque sea alegría o pena,

el camino de su partida siempre está abierto.

El ayer del hombre jamás puede ser como su mañana;

¡nada puede durar, salvo la mutabilidad!»

Leed Frankestein porque os va a sorprender muchísimo, porque es una obra maestra, porque lo vais a disfrutar. De nada. 

El tercer autor francés del mes ha sido Guy de Maupassant y su cuento La pequeña Roque, editado exquisitamente  por Yacaré Libros y con ilustraciones de  Yolanda Mosquera.  Lo primero que tengo que decir es que, probablemente, si Maupassant quisiera escribir este cuento hoy en día, se lo pensaría muy mucho. Es una historia terrible que tiene como punto de partida la violación y asesinato de una niña de doce o trece años en un bosque. Es un relato terrible, un retrato del mal, de la impunidad, del abuso de poder y de los remordimientos. Y, además, sale un cartero. Todo es mejor con un cartero. Las ilustraciones en blanco y negro y grisalla crean, además, el ambiente adecuado para meterse en la historia, para horrorizarse y emocionarse. 

«Y sin mujer. Como no disponía de buena cena, ni de buen alojamiento, se ha procurado lo demás. Nadie se imagina la cantidad de hombres que andan por el mundo capaces de acometer, en un momento dado, un crimen». 

El último libro del mes lo compré en la Feria del Libro Viejo y de Ocasión en octubre. Meses oyendo hablar de Chaves Nogales en La Cultureta y meses de leer sobre lo buenísimo que era Chaves Nogales me llevaron a comprar La agonía de Francia. 

Chaves Nogales huye de España a causa de la Guerra Civil y se instala en Francia. En 1940 sabe que la Gestapo lo tiene fichado y huye de París. Primero a Burdeos y después a Inglaterra, donde morirá en 1944. En 1941 se publicó esta colección de ensayos o este pequeño librito en el que Chaves Nogales se despacha a gusto contra Francia y los franceses. Está muy cabreado con su país de acogida, enfurruñado hasta el infinito y el libro consiste en una retahíla de reproches: reparte para todo el mundo. Está enfadado con todos: con el gobierno, el ejército, los comunistas, los conservadores, los sindicatos, los pobres, los ricos, los que hacen como que no pasa nada, los que son alarmistas, las mujeres, los burgueses, los campesinos, los parisinos, los habitantes de las ciudades de provincias, la aristocracia, la policía... No deja títere con cabeza y se repite infinito.  Para él, la culpa de todo es de Francia. Es fascinante cómo apenas nombra a Hitler o a los nazis como culpables de la guerra que se ha declarado: todo lo que está ocurriendo, el desastre, la debacle es culpa de Francia. No conozco tanto a Chaves Nogales como para saber si esta inquina se debe a algo más que al terror que el desmoronamiento de todo lo que había conocido le provoca. 

Además, me ha gustado ver cómo Chaves Nogales como periodista cometía errores, grandes errores de apreciación. No lo digo con alegría, pero me gusta comprobar que no es el dios del periodismo y la verdad que aparece retratado en muchas de las crónicas y reseñas que he leído sobre él. Se equivocaba como todos. 


«Si algo se demostraba era precisamente que la potencia destructora de la aviación es infinitamente menor de lo que se supone. Cuando se habla a tontas y locas, de la destrucción de París, Berlín o Londres por los bombardeos aéreos ¿se piensa seriamente en los miles y miles de aviones y de toneladas de explosivos que sería necesario emplear para conseguir resultados apreciables? Hoy por hoy, las masas de aviación que se pueden emplear, aún teniendo en cuenta el grado de intensificación de la producción a que últimamente se ha llegado, no permiten todavía aceptar que los efectos de sus destrucciones puedan ser decisivos en las grandes aglomeraciones».

Escribió esto en 1940 y Varsovia ya había sido arrasada por la aviación alemana en 1939. O no quería verlo o Polonia le pillaba muy lejos. En cualquier caso, si algo demostró la II Guerra Mundial fue la capacidad de la aviación para arrasar una ciudad.

Puede que le
otra oportunidad a Chaves Nogales, puede que busque otro de sus libros, uno en el que no esté tan enfadado, pero desde luego éste no se lo recomiendo a nadie. Todo lo demás que he leído este mes, lo recomiendo mucho y muy fuerte.

Y con esto y un bizcocho y otro tebeo de Pedrosa esperándome en la mesilla, hasta los encadenados de diciembre. 


jueves, 30 de noviembre de 2017

Pulse o diga uno


Marco. 

Pulse o diga los dígitos de su DNI omitiendo la letra. 

Pulso. 

Si llama usted por algo, pulse o diga uno. Si llama para que le hagamos perder el tiempo, pulse o diga dos.

Si aquello por lo que llama tiene que ver con esta lista infinita de cosas que vamos a enumerarle de manera confusa y con términos muy parecidos, pulse o diga uno. Si por el contrario aquello por lo que llama tiene que ver con esta otra lista infinita de opciones parecidísima a la anterior, diga o pulse dos. 

Si en este tercer "si" ya hemos conseguido que esté pensando en colgar porque es usted un blando, diga o pulse uno. Si, por el contrario, aquello por lo que llama le tiene tan indignado que ha decidido que va usted a aguantar como un campeón porque solo puede quedar uno como en los Inmortales y ha decidido ser usted, diga pulse o diga dos. 

Si se ha dado cuenta de que cambiamos aleatoriamente la combinación diga o pulse o pulse o diga, pulse o diga uno. Si ni siquiera nos escucha y está usted pulsando o diciendo sin pensar, diga o pulse dos. 

Si ya se ha aprendido de memoria la cuña de publicidad con la que le estamos taladrando el cerebro para que se descargue nuestra app, pulse o diga dos. Si está pensando en que si alguna vez tiene que hacer carrera como torturador está usted aprendiendo mucho de esta llamada, pulse o diga dos. 

Si se nota crecer el pelo, diga o pulse dos.
Si se ve crecer las uñas, diga o pulse uno. 

Si se ha dado cuenta del cambio de numeración anterior, diga o pulse uno.
Si está pensando que pasará si pulsa o dice cinco (por el culo te la...), diga o pulse dos. 

Si ya hemos conseguido que la cancioncita que tan cruelmente hemos versionado le vaya a provocar reflejos hostiles el resto de su vida como vulgar perro de Paulov, pulse o diga uno. Si involutariamente está moviendo el pie al compás en este mismo momento, diga o pulse dos.

Si tiene una contractura en el cuello/las manos o el hombro por sujetar el teléfono, diga o pulse uno. Si se está arrepintiendo de haber hecho esta llamada desde el fijo con cable y sueña con una cuña, diga o pulse dos. 

Si ya sospecha que no tenemos ninguna intención de atenderle, pulse o diga uno. Si está visualizando una sala enorme de teléfonos sonando, nadie atendiéndolos y una legión de personas como usted al otro lado, pulse o diga 2. 

Si su indignación ha llegado a provocarle, arcadas diga o pulse uno. Si quiere llorar de frustración, diga o pulse dos. 

Si, por fin, ha entendido el eufemismo "unos segundos", pulse o diga uno. Si ya no recuerda como era su vida antes de empezar esta llamada, pulse o diga dos. 

Soy Fulano Zutanez, ¿en qué puedo atenderle?

Si usted quiere, presa de un intenso síndrome de Estocolmo,  irse a vivir con el teleoperador que le está atendiendo porque por fin siente de nuevo el contacto humano, pulse o diga uno. Si no se fía y sospecha que es un androide, pulse o diga cuatro.  

Si usted pulsó o dijo dos en la opción anterior, ha perdido. No existía esa opción. Game over.  

miércoles, 29 de noviembre de 2017

No os salgáis de la ruta 66

Hoy hay tanta niebla que está justificado encender el antiniebla trasero. Apenas veo los pocos vehículos, casi todos furgonetas, que voy adelantando. Es la ruta 66 de La Mancha. Nadie para, nadie coge las salidas, nadie viene, no venimos aquí, solo atravesamos este paisaje que hoy está escondido. La niebla lo cubre todo pero yo sé que está ahí, al otro lado. Una inmensa llanura en la que no hay nada más que tierra seca, vides tronchadas y desolación. Es un paisaje por el que podría viajar el padre de La Carretera de Cormac McCarthy. No hay nada. He contado diez o doce casas, cortijos, caseríos abandonados. De algunos solo quedan un par de muros de adobe rojo profundo que parecen estar derritiéndose poco a poco. Otros, hechos de ladrillos, aguantan un poco más. En uno, ha crecido un árbol entre sus paredes. Algunos son enormes, y es probable que perdidos dónde no alcanza mi vista haya muchos más. Escucho City of Stars, de la banda sonora de Lalaland (Sí, a mí me gustó la peli), una canción dedicada a una ciudad llena de supuestas oportunidades. La Mancha no engaña, te deja claro que aquí no hay ninguna oportunidad ni la hubo nunca o esos cortijos, algunos enormes, estarían todavía habitados. 

De repente, la niebla se despega un poco del asfalto y una luz extraña permite ver unos cuantos metros de la carretera. Esta mañana parece un cuadro de Rothko: marrón oscuro, amarillo desesperante y blanco sucio de las nubes que corren paralelas al suelo. Aquí las nubes nunca se quedan, siempre pasan, "paralelas, vienen siguiéndome". Se me ocurre que esta autopista, con sus kilómetros y kilómetros de recta infinita le da un sentido a este inmenso espacio, una dirección, una salida de emergencia. Si permaneces en ella, si no te sales del camino conseguirás salir de aquí, llegar a algún sitio. Pienso en Griffin Dune en Un hombre lobo americano en Londres. No sé que hay a unos cientos de metros del asfalto pero soy capaz de imaginar amenazas tan aterradoras como un hombre lobo. ¿Cuánto tendría que caminar para dejar de ver la carretera y perder toda referencia de la salida de emergencia de este paisaje? 

De noche es también una ruta aterradora. Menos coches, oscuridad absoluta. La carretera iluminada es una cremallera, tengo que ir cerrándola a mi espalda para conseguir llegar a mi destino, ponerme a salvo, llegar a las luces, mientras a mi paso la oscuridad lo engulle todo. 

La niebla, la noche, la oscuridad hacen soportable esta desolación. Cruzar la ruta 66 manchega en verano es solo para valientes. Quieres llorar de tristeza, frunces el ceño detrás de las gafas de sol porque la luz es tan intensa que no quieres verla. No hay escapatoria, cae a plomo y no hay donde esconderse. Hoy, con la niebla, casi parecía querer acogerme, pero sé que es una trampa. 

No crucéis la ruta 66 y, si tenéis que hacerlo, no os salgáis nunca de ella.


lunes, 27 de noviembre de 2017

Algunos días somos felices

Paso por delante cargada con las bolsas del fin de semana y una punzada de nostalgia profunda y certera me atraviesa. No es la primera vez que lo veo, he pasado mil veces por delante pero hoy, hoy es domingo,  es la hora a la que solíamos venir aquí para terminar el fin de semana. Me paro y miro los colores dar vueltas iluminando la noche en este trocito de calle. La taza que gira, el coche de policía, el jeep, la moto, el león y, por supuesto, los caballitos. Casi espero vernos, a nosotros, esperando a que las niñas acaben los tres viajes que les dejábamos cada tarde de domingo. 

¡Qué jóvenes éramos y qué mayores nos sentíamos! Éramos jóvenes comparados con los padres de ahora, teníamos treinta y pocos y dos niñas y una casa con una hipoteca que pagaremos hasta que nos jubilemos.  Recuerdo el día que en el pasillo de nuestra nueva casa, a punto de terminar la reforma, me dijiste «Ana, ven, mira». Mirabas el pasillo embelesado y yo pensé que estabas loco, «¿Qué miras?» «Mira lo focos, ¿ha quedado bien, eh? Y es nuestra casa» Éramos jóvenes y nos sentíamos muy adultos, muy mayores, con la vida hecha. Cada domingo por la tarde, en invierno, cuando no habíamos ido a pasar el fin de semana fuera, salíamos al tiovivo. Ese paseo, atravesando las calles de chalets al lado de casa, era la manera de dar por finalizada la tarde, de hacerles ver a las niñas que cuando volviéramos tocaba baño, cena, cuento y a dormir. 

Al principio, cuando eran muy pequeñas subíamos con ellas, uno con cada una. Nos mareábamos y nos reíamos. Después, podían subir solas y tú y yo nos sentábamos y las saludábamos a cada vuelta, las seguíamos con la vista. Una vuelta y otra vuelta y otra vuelta y una más, y en todas les sonreíamos y ellas a nosotros. Hasta que no nos curtimos en mil y un tiovivos y ferias no aprendimos a valorar la ausencia de música en el nuestro. Ni chunda chunda, ni grandes éxitos, solo el sonido de los engranajes girando y girando. Y sus sonrisas. 

¿Éramos felices? Unos días sí y otros días no. En algún momento, no recuerdo cuando, no nos dimos cuenta, dejamos de ir al tiovivo, las niñas empezaron a ducharse solas y nos hicimos mayores de verdad. Descubrimos que la vida no era como la habíamos pensado mirando en aquel pasillo. 

Hoy me hubiera gustado viajar en el tiempo y decirnos a nosotros mismos, sentados saludando a nuestras hijas vuelta tras vuelta, que vamos a estar bien  aunque no será como creemos. Me hubiera gustado susurrarnos que dentro de diez años seguiremos teniendo dos hijas y compartiendo un pasillo. Y que unos días somos felices y otros no. 


viernes, 24 de noviembre de 2017

No se me ocurre nada o, quizás, sí

Duy Huynh
No se me ocurre nada mientras miro este simulacro de otoño en el que las hojas solo amarillean y no acaban nunca de caer para alfombrar el suelo. El olmo en la mediana de la carretera, casi llegando a Toledo, ni siquiera ha empezado a amarillear. Quizás está esperando a que no mire, a sorprenderme. Llevamos diecisiete años mirándonos. 

No se me ocurre nada mientras pienso en qué quizás este año no vea nieve ni pueda llevar guantes ni vea vaho salir de mi boca por las mañanas. Quizás vaya siendo hora de vender el rasca hielos que llevo en el maletero. 

No se me ocurre nada mientras pienso que, a lo mejor, no es que no vaya a haber otoño. Quizás las estaciones se han cansado de sus meses y están corriendo turno. Quizás el otoño haya decidido que le gustan más las navidades y, a partir de ahora, se asiente entre diciembre y abril, luego vendría el invierno que ha decidido que quiere más horas de sol y a partir de agosto el verano. Sin primavera. Las otras estaciones la han asesinado por cursi y pesada. 

No se me ocurre nada mientras voy a la tintorería de mi barrio. Todos los años cuando me toca llevar alguna prenda me da miedo que la hayan cerrado. Quizás pase de moda aunque creo que ha sobrevivido con mucha dignidad a la avalancha de franquicias de hace unos años. Quizás la gente deje de comprar ropa que hay que llevar a la tintorería igual que dejaron de comprar sombreros y libros y pajaritas y almácigas. Es una tintorería que huele a eso, a tintorería. Un olor característico que te garantiza que tu ropa volverá limpia. Esta tintorería es como un balneario para la ropa. Llevo allí mi trenca para que se haga un tratamiento, se relaje y luego me espere tranquilamente colgada de la percha. 

No se me ocurre nada mientras charlo con la dueña de la tintorería. Su ¿marido? está al fondo, entre la gran máquina que da vueltas y la plancha gigante que maneja como si no pesara. Quizás no pesa. No está el calvo atractivo que plancha por las mañanas. Quizás, pienso mientras estoy pagando, sea una tapadera. ¿Qué habrá al fondo del local? ¿Más prendas relajándose y empezando a sentir el pánico del abandono? 

No se me ocurre nada mientras dormito en el asiento del copiloto de un taxi entre Gijón y el aeropuerto. Intento calcular si haciendo dos viajes diarios entre esos dos puntos podría ganarme la vida. Quizás, a 55 € el trayecto, se gana dinero suficiente. 

No se me ocurre nada mientras hablo delante de un auditorio sobre ayudas al cine y siento que todos me odian un poco. Yo tengo frío y lo que me gustaría decirles es que hago lo que puedo, pero no se lo digo o se lo digo mal.  No se me ocurre nada mientras me aterro pensando que quizás no me odien y se acerquen ahora a hablarme. Ahora, cuando es posible que mi aliento apeste porque estoy comiendo cabrales en la espicha que nos han dado. 

No se me ocurre nada mientras descubro que mis hijas son unas brujas y han descubierto una nueva manera de utilizar el amor maternal como arma arrojadiza. No reclaman para ellas mismas la posesión absoluta del amor por mí, son más retorcidas. No dicen  "Mamá, yo te quiero más", dicen "mamá, ella te quiere menos". No se me ocurre nada mientras intento valorar el nivel de maldad e ingenio que hay en esa acusación. 

No se me ocurre nada mientras pienso que no se me ocurre nada. Quizás es porque estoy demasiado. Los estados absolutos no son buenos para la creatividad. Cuando estoy demasiado cansada, demasiado contenta, demasiado triste, demasiado ocupada, demasiado entusiasmada, demasiado sobrexcitada, demasiado agotada, demasiado no se me viene nada a la cabeza. 

No se me ocurre nada mientras pienso que, a quizás, el mejor momento para la creatividad es la nada. Cuando no estás nada, o estás un poco de todo. O quizás no. 


viernes, 17 de noviembre de 2017

Ni MILF ni WHIP, yo soy MFHMM

MILF, mother I´d like to fuck.
WHIP Women who are hot, intelligent, and in their prime.

Con casi cuarenta y cinco años he llegado a la sabiduría suprema. Es cierto que hubo un tiempo, los catorce años, en los que pensaba que ya lo sabía todo pero no, lo sé todo ahora. O por lo menos sé lo más importante, quién soy. Y lo que soy no viene definido por lo que otros piensen de mí, ni siquiera por lo que yo les haga sentir a otros. Estas definiciones absolutamente idiotas me sacan de quicio porque están enunciadas desde la posición de "eh, tú, mujer... ¿qué eres tú para la sociedad?" y me parecen una majadería, un insulto y sobre todo una falta de respeto.

Si vamos a vivir con acrónimos que por lo menos sean acrónimos que nos representen.

 MAC. Mujeres Asqueadas de Categorías.

MVMAH. Madres con Vida Más Allá de sus Hijos.

MCDGR. Mujeres con Casa Decorada según sus Gustos y no por lo que dicen las Revistas.

MSB. Mujeres que lleva siempre el mismo bolso.

MLRECRECNHW. Mujeres que llaman a la ropa de estar en casa, ropa de estar en casa y no Homewear.

MSUC. Mujeres que solo usan una crema.

MAS. Mujeres que se sienten Atractivas porque Sí.

MPRA. Mujeres que pasan de revistas absurdas.

MAFE. Mujeres Asombrosas Fabulosas y Estupendas

MID. Mujeres Inteligentemente Divertidas.

MIF. Mujeres Inspiradas y Felices.

MQL. Mujeres que Leen.

MASPB. Mujeres Alucinantes y sin apego a su bolso

MEI. Mujeres Espectacularmente Inteligentes

MCG. Mujeres que Comen lo que les Gusta.

MSTP. Mujeres sin tiempo que perder.

MHEHMM. Mujeres Harta de Etiquetas y Hasta el Moño de Memeces

MQHTRR.  Mujeres que hacen tururú.

MFHMM. Mujeres Fabulosas Hasta el Moño de Memeces.



miércoles, 15 de noviembre de 2017

Me gustaría

Me gustaría que la tristeza oliera, como las lentejas quemadas o el rastro de una vela apagada. Me gustaría ser capaz de olerlo y poder airear la casa, abrir las ventanas y librarme de esa sensación, que no me pillara por sorpresa. Me gustaría que las persianas de todas las ventanas estuvieran siempre levantadas y que nadie viviera bajo la luz de la lámpara de techo. Me gustaría que todo el mundo supiera que la vida con lámparas de ambiente es siempre más bonita. Y más acogedora. Me gustaría que las voces de las emisoras locales que escucho cuando viajo fueran, en realidad, de locutores de los años 50 que viven encerrados en una especie de cápsula temporal. Me gustaría que no me dieran miedo los planes a largo plazo y que los podcasts que escucho tuvieran episodios todos los días. O que la semana laboral acabara el miércoles. Me gustaría tener unos zapatos rojos y tres pares de zapatos de tacón que me encantaran. Me gustaría librarme de este miedo a morir que me ha entrado últimamente y que en el Ahorra Más vendieran tortas de aceite de Inés Rosales. Me gustaría, en el trabajo, discutir con gente que sabe y no solo con gente que trata de escaquearse. Me gustaría saber escribir ficción. Me gustaría que mi jefe me dijera "qué buena idea" en vez de "no es mala idea". Me gustaría no tener que encabronarme con él para que entienda la diferencia. Me gustaría no equivocarme con las preposiciones cuando escribo en inglés. Y que la luz que aparece en mi cabeza marcando la opción correcta cuando corrijo el texto se encendiera cuando lo escribo por primera vez. Me gustaría ir al cine una vez por semana. Y que no me diera pereza ir al ginecólogo. Me gustaría que mi móvil no me avisara continuamente de que me quedo sin espacio, sin batería, sin cobertura. Me gustaría que me dejara en paz. Me gustaría que todas las casas tuvieran suelo de madera y que el hule no se hubiera inventado. Ni los cubiertos de pescado. Me gustaría comer todos los días con la vajilla de porcelana que tengo guardada en un armario. Y saber quitar las manchas de los manteles. Me gustaría que los detergentes que dejan la ropa blanca de verdad dejaran la ropa blanca. Me gustaría ir a trabajar con mi guerrera de la II Guerra Mundial y poder decirle al tío que nada a mi lado en la piscina que mete mal el brazo derecho. Me gustaría consolar a la señora mayor que siempre llora mientras se viste en el vestuario para volver a casa. Me gustaría recuperar un forro polar azul que Clara ha perdido aunque ella dice que lo que pasa es que no sabe dónde lo ha dejado. Me gustaría ser Katherine Hepburn y comer con Juan Tallón. Me gustaría saber hacer repostería y que las naranjas se pelaran con cremallera. 


viernes, 10 de noviembre de 2017

Borrar la vida

Eraserhead, Lisa Congdon
El otro día encontré por internet una fotografía de un montón de gomas de borrar. Mi primer pensamiento fue: ya no usamos gomas de borrar porque ya no escribimos a mano. Sé que muchos, todavía, escribimos a mano y sé que algunos lo hacemos, a veces, a lápiz pero ¿cuánto borramos? 

Borrar deja un rastro. No lo ves, puedes no poder descifrarlo, solo intuir que es lo que hubo allí pero sabes que algo existió, que allí hubo algo. Las gomas de borrar, aunque fueran nuevas, aunque fuera la favorita, aquella que definíamos con un solo adjetivo que la identificaba como la escogida "la buena", decíamos. Incluso esa, al borrar, dejaba un rastro. Las líneas de la cuadrícula se volvían más tenues, el blanco se volvía eso tan cursi que luego se llamó blanco roto y que en realidad solo quiere decir "blanco más sucio" y los rastros de lo escrito mezclado con las virutas de la goma rodaban por la página. A veces, si no tenías cuidado, esos restos de goma y escritura quedaban pegados a la página y escribías sobre ellos, dando entonces a tu escrito relieve... Era bonito, era casi como ver el proceso de construcción de tu redacción.  O el de destrozo de tu dibujo, en mi caso. 


Hace unos años leí un ensayo sobre las diferencias que existen entre escribir en un teclado, en una pantalla y en un cuaderno, en papel. Aparte de las obvias, la que más me llamó la atención porque jamás había pensado en ella fue la de que cuando en una pantalla corriges, borras, le das al delete, lo que sea que hubieras escrito antes: una mala idea, una frase mal formulada, un error gramatical, una palabra mal escrita, desaparecía, dejaba de existir. Se perdía, para bien y para mal. No puedes volver a reformularlo, a retomar esa idea, a recogerla, releerla, ni siquiera puedes aprender de lo que hiciste mal porque ha desaparecido. En un cuaderno, en un papel, tachas pero sigue estando ahí. Debajo de las rayas, de la X, del NO gigante escrito con un rotulador de otro color, la idea, la mala idea permanece para recordarte qué hiciste mal o esperando el momento en que se vuelva una buena idea.  

No se puede hacer desaparecer lo que has hecho mal en la vida, o lo que no te apetece recordar. Permanece para siempre y eso está bien. Lo que sea que has hecho, dicho, pensado, amado, rechazado o sentido es lo que te hace quien eres. Está bien no poder eliminar lo que no nos gusta de nuestro pasado pero quizás, pensando en gomas, esta semana, estaría bien poder borrarlo. Que no despareciera, que dejara un rastro, las líneas de tu vida en aquellos momentos más tenues, cierto relieve en aquel recuerdo, pero sin ver aquel error, aquella estupidez, aquella majadería. Estaría bien saber que fuiste gilipollas pero sólo por su rastro, como las migajas de la goma Milán sobre el cuaderno.

miércoles, 8 de noviembre de 2017

Luchando contra el adolescentismo

En mi lucha contra el adolescentismo que está llegando a mi vida, estoy desarrollando una serie de mecanismos de defensa para conseguir llegar a la siguiente etapa de la vida, la adultez de mis hijas, sin haber muerto de una subida de tensión, un ataque al corazón y, a ser posible, con todo el pelo que tengo ahora mismo. He dicho mecanismos de defensa porque por ahora es a  lo que llego. Confieso que estoy desbordada por el adolescentismo de mis hijas y por ahora, todo lo que puedo hacer es defenderme para que no acaben conmigo. Confío en que llegue una etapa más ofensiva en la que las que tengan que defenderse sean ellas pero por ahora me conformo con replegarme a mis cuarteles para no volverme loca. 

El primer mecanismo que he aprendido es no acercarme a su armario. Ni mirarlo, aunque esté casi siempre con las puertas abiertas. Ni acercarme, ni tocarlo, ni asomarme. ¿Qué tienen ahí dentro? Pues para mí, como si hubiera un pasaje a Narnia.

El segundo mecanismo es asumir imperturbable que lo que no son capaces de encontrar, no existe. No, no es que no busquen bien. No, no es que no sepan mirar. No, no es que busquen como hombres esperando que lo que sea que están intentando encontrar salga a su encuentro. No. Si no encuentran algo, lástima, ese algo ha desaparecido. ¿Quizás está camino de Narnia a través del armario? Quizás pero, como ya he dicho, yo a Narnia, no voy. 

—Mamá, ¿dónde están mis pantalones blancos?
—Están en el cesto de la plancha. 
—No hace falta plancharlos.
—Me alegro. Eso que te ahorras.
—Pues no están. 
—Pues eso que te ahorras también. 

Es importante recordar que cuando, por casualidad, encuentro lo que sea que ellas han dado por perdido, no cogerlo y decir "¿Veis como si estaba?". Ese algo, lo que sea, es invisible para mí. (Advierto que esto cuesta) 

El tercer mecanismo es reajustar expectativas combinándolo con una sabia y necesaria regresión a los primeros momentos de la maternidad, cuando descubrí que nada es cómo te han contado. Cada vez que vuelvo a casa, en vez de imaginar una entrada triunfal en la que mis hijas, según oigan el delicioso tintineo de mis llaves en la puerta, aparecerán por el pasillo dispuestas a saludarme y contarme su día, tengo que bajar esas expectativas a la realidad: el eco de mis pasos por el salón a oscuras mientras grito: ¡Hola! ¿Hay alguien en casa? Un poco después, según avanzo por el pasillo y veo luz salir de su cuarto, me tranquilizo porque sé que no estoy sola y, entonces, tengo que controlar el miedo desenfrenado pensando que quizás me las voy a encontrar desmayadas, muertas, despedazadas por lo que sea que ha salido de su armario. 

—¡Ah! Hola, mamá. 

Así me gusta, la efusividad supurando por todos sus poros. No me extraña que nadie de Narnia quiera devorarlas, seguro que no saben a nada.  

Mi cuarto mecanismo de defensa es que he desarrollado el superpoder de no ver qué llevan puesto. Para mí, mis hijas siempre llevan el traje nuevo del emperador. Hasta hace poco, era como el famoso listillo del cuento que le gritaba al rey "¡va desnudo!", pero he descubierto que es mucho mejor la opción contraria. 

—¿Qué tal voy?
—Perfecta. 
—No te gusta.
—Perfecta. Estupenda. 
—Pues no me voy a cambiar. 
—Me parece muy bien. 
—Valeee, me cambio.
—Como quieras.


La última herramienta defensiva es adoptar el silencio como manta protectora. Nada de pensar en el silencio como algo incómodo. Nada de obsesionarse con que el silencio es un problema de comunicación. Hay que olvidar todas esas cosas que has leído sobre la importancia de la conversación, de charlar con tus hijos, de compartir temas. Todo eso es importante pero si para conseguirlo tienes que sacar el sacacorchos del cajón de la cocina y embutírselo en la garganta, quizás no sea tan buena idea. Si las respuestas a todas tus preguntas son: sí, no, no sé, me da igual, no me acuerdo, es muchísimo mejor usar el sacacorchos para abrirte una botellita de vino y sentarte a esperar que les apetezca hablar contigo. 

Hay que disfrutar el silencio para leer, dormir o, simplemente, para concentrarte en no abrir el armario y ordenar Narnia al grito de ¡no vuelvo a compraros ropa hasta que no sepáis tener esto ordenado!


viernes, 3 de noviembre de 2017

Lecturas encadenadas. Octubre

Octubre ha sido muy poco octubre y muy junio y eso no me sienta bien pero, por fin, se ha terminado, ha llegado el cambio de hora y cuando cae la noche temprana me lleno de energía. Quizás, con un poco de suerte, pueda ponerme abrigo un día de estos y leer en el sofá tapada con un manta, pero en lo que llega ese día, vamos con el repaso a lo que leí en el octubre que fue junio, casi mayo.

Empecé con Planeta Exilio, de Úrsula K. Le Guin. Ya comenté en el post de lecturas de febrero, descubrí a Úrsula en el New Yorker y estoy decidida a conocer su literatura. Este librito breve, fue un regalo de un amigo este verano pero todavía no le había llegado el turno. Me ha recordado bastante a algunos de los relatos de Crónicas Marcianas de Bradbury aunque también tiene un toque al Señor de los Anillos. Es una historia de amor y de luchas, de supervivencia. El regusto "marciano" viene de la intensa sensación de extrañeza que consigue transmitir a pesar de que todo lo que cuenta es cotidiano. Son hombres viviendo con costumbres reconocibles pero el lector percibe algo raro, extraño, ajeno que le incomoda y le hace ser consciente de la fragilidad de lo rutinario y conocido. Todo además, parece visto bajo una luz especial, personal. Una luz extrañamente confortable, tanto que provoca inquietud. Es además, una historia muy romántica. 

«Tenía la sensación de que este pequeño alivio, esta ligereza de espíritu, era debido a la presencia de ella. Él había sido responsable de todo durante mucho tiempo. Ella, la extraña, la extrajera, de sangre y mentalidad ajenas, no compartía su poder o su conciencia o su conocimiento o su exilio. Ella no compartía nada con él, sino lo que había conocido y se había a él total e inmediatamente por encima del abismo de sus grandes diferencias: como si fuera tal diferencia, la disparidad entre ellos, lo que les había hecho conocerse y, al vivirlas, los había liberado».

El libro más bonito del mes ha sido El poli y el himno y El regalo de reyes de O. Henry  con ilustraciones de Mikel Casal, de Yacaré Libros.   Si alguien se pregunta qué tengo con los de Yacaré Libros, os diré que son amigos pero es que además los libros que editan son alucinantes, un placer absoluto.

Este volumen lleva dos cuentos y una breve nota del editor, Juan Gorostidi, en la que nos presenta a O.Henry, un personaje cuando menos curioso. Le ocurrieron mil aventuras, fue farmacéutico, peón y cajero de banco. En 1896 huyó  a Honduras  porque fue acusado de desfalco en Estados Unidos. Allí conoció a un ladrón de trenes, Al Jenning y, además, y por eso todos deberíamos conocerle, acuñó el término "república bananera".  O. Henry escribió más de 380 relatos inspirados en la vida cotidiana, los rateros, las familias, las parejas, la ciudad. Estos dos relatos transcurren en Nueva York, son cuentos sencillos y tranquilos pero cargados de sensaciones. En la primera línea estás enganchado a la historia de esos personajes cercanos, tan cotidianos que hacen que roces la compasión al acercarte a ellos. No quiero destriparos los cuentos pero os los recomiendo infinito. Las ilustraciones de Mikel Casal son fabulosas, consiguen transmitir el ambiente y el tono, muy diferentes entre ambos cuentos. Sé que es un libro que voy a regalar muchísimo.

El siguiente libro del mes lo compré en la Feria del Libro Viejo anteriormente conocida como Feria de Otoño y en la que siempre llovía. Llegué a él porque lo recomendaron en La Cultureta y se llama Usos amorosos de la posguerra española, de Carmen Martín Gaite.  Hacía veinte años que no leía a Martín Gaite y se me había olvidado la espectacular escritora que fue. Este libro deja claro desde el título de qué va, es un ensayo sobre lo complicadísimo, frustrante y limitador que era ser mujer joven en los años 40 y 50 en España. Debo decir que esperaba un poco más de sexo y con sexo me refiero a conocer cómo se enfrentaban las mujeres de hace setenta años a la realidad del sexo. Despojadas del noviazgo y alcanzada la supuesta tierra prometida del matrimonio ¿Cómo vivían la realidad de la cama? Pero de eso no hay nada en el libro. Martín Gaite escribe maravillosamente bien, consultó un millón de fuentes para componer este ensayo y, además, tiene un sentido del humor ingenioso y fino que hace que la realidad de lo que cuenta parezca menos trágica, pero lo era.

Leyéndolo me he dado cuenta de que a pesar de todo lo que tenemos que mejorar ahora mismo, estos días, con respecto a la situación de la mujer en nuestra sociedad, estamos a años luz de lo que soportaron nuestras madres o nuestras abuelas. Las mujeres hace setenta años eran tratadas de una manera ridícula y muy restrictiva. Consideradas poco menos que tontas útiles y utilizadas siempre a mayor gloria de los supuesto valores masculinos que siempre eran, por supuesto, absolutos y completos. Podemos creer que nada ha cambiado pero leyendo a Martín Gaite te das cuenta de que sí hemos avanzado.

Me encanta la dedicatoria, es tierna, certera e intemporal.

«Para todas las mujeres españolas, entre cincuenta y sesenta años, que no entienden a sus hijos. Y para sus hijos, que no las entienden a ellas».

Y me alegra comprobar que, menos mal, que no nací en los años treinta.

«Analizar las cosas con crudeza o satíricamente no parecía muy aconsejable para la chica que quisiera sacar novio. Se les pedía ingenuidad, credulidad, fe ciega». 

La casa de la colina de Erskine Caldwell  dormía el sueño de los justos en mi estantería de libros pendientes desde que el año pasado me hice con él en la Feria del Libro de Otoño en un día en el que llovía y hacía frío y mis hijas protestaban porque "mamá, no tienes vida para todo lo que quieres leer". Dormía tranquilamente convencido de que le llegaría el turno y,  le llegó. Descubrí a Caldwell hace ya seis años y la impresión que me causó no se me ha olvidado. El camino del tabaco fue la primera novela suya que leí y recuerdo la sensación que me provocó su lectura, la aridez, la dureza, la historia, el carácter de los personajes. Recuerdo la historia pero recuerdo con más nitidez, el calor, la luz,  la aspereza en el tono. Desde entonces he leído un par de ellas más y todas me han dejado una profunda impresión. 

La casa de la colina es una historia de Caldwell, creo que la reconocería en cualquier sitio, por lo que cuenta y por cómo lo cuenta. No hay ni una concesión a la belleza ni a la bondad y no porque rehuya contarlo sino porque, muchas veces, en la vida no hay ni belleza ni bondad. Otra vez encontramos familias ricas venidas a menos en el sur de Estados Unidos que se aferran a una vida que ya sólo existe en sus cabezas y sus recuerdos. Sus casas, su estilo de vida, sus convicciones se desmoronan pero ellos se niegan a aceptarlo. La evidencia de la desaparición de su mundo les abruma y se vuelven crueles, vengativos, o quizás siempre lo fueron y es, la desesperación la que acentúa esa maldad. Esta novela es, además, muy cinematográfica, me sorprende que no se haya hecho una película de ella, de hecho podría hacerse ahora mismo y tendría vigencia. 

La edición que he leído es de 1960, y leyendo el perfil biográfico que redacto el editor tuve una sensación muy rara porque en aquel año, Caldwell estaba vivo, no era alguien del pasado, era actual. Caldwell, además, es todo un personaje. Estuvo casado cuatro veces, una de ellas con Margaret Bourke White que, a lo mejor no sabéis quién es, pero es una mujer que fue la primera en casi todo. Fue fotógrafa y una de sus imágenes fue la primera portada de la revista LIFE en  1936. En 1930 fue la primera persona autorizada a fotografiar la industria de la Unión Soviética y en 1941, cuando Alemania invadió la URSS fue la única periodista en territorio soviético, allí estaba con Caldwell con el que que se había casado en 1939.



El último libro del mes ha sido un cómic: Crónicas de Jerusalén de Guy Delisle.   El dibujante canadiense pasó un año en Jerusalén porque su mujer, que trabaja para Médicos sin fronteras, fue destinada allí. Delisle realiza una especie de diario de esos doce meses en los que mezcla sus problemas familiares y de logística con sus hijos, el coche, los vecinos, la guardería, la niñera y demás con sus paseos por la ciudad y sus alrededores y sus encuentros con distintos personajes. Delisle intenta, a través de sus dibujos, entender lo que ve, lo que vive y cómo se ha llegado a esa situación. ¿Qué es Jerusalén? ¿Por qué el muro que divide Israel? ¿Qué diferencia y qué une a palestinos e israelíes? ¿Cómo viven? ¿Cristianos, judíos, musulmanes, cómo conviven? Delisle tiene un estilo muy reconocible, sencillo, muy lineal pero muy evocador. Además, tiene un sentido del humor muy negro que hace que me identifique mucho con él. Creo que me gustó más el de Pyongang pero quizás fue porque Corea me era  desconocida y, sin embargo, sobre Jerusalén he leído mucho más. En cualquier caso, os recomiendo mucho a Delisle.

Mi última recomendación del mes no es un libro, es el documental sobre Joan Didion que se acaba de estrenar en Netflix.

Y con esto,  un fin de semana por delante para leer y haraganear y un bizcocho, hasta los encadenados de noviembre. 


miércoles, 1 de noviembre de 2017

Veinte años después


«El dolor por la pérdida nos resulta un lugar desconocido hasta que llegamos a él» (Joan Didion)

Hoy hace veinte años que murió mi padre. Es mucho tiempo y no ha pasado rápido. Si hace veinte años hubiera intentado imaginar cómo iba a sentirme a lo largo de estos años, probablemente hubiera creído que un día como hoy, tanto tiempo después, no sentiría nada, el tiempo todo lo cura, dicen. O quizás, hubiera imaginado sentir una pena nostálgica, casi analgésica, tranquilizadora, una pena bonita como de película. No es así para nada. Estos días atrás, he descubierto que, veinte años después, sigo aprendiendo cosas sobre su pérdida y que hoy, lo que siento es rabia. 

Mi padre tenía cincuenta y tres años cuando murió y estaba en lo mejor de la vida. Yo no lo sabía cuando murió ni lo he sabido durante estos veinte años, lo sé ahora que tengo cuarenta y cuatro. Cuando murió, de repente, sin avisar, sin que ninguno, ni tan siquiera él, pudiéramos esperarlo, me invadió la incredulidad, «no puede ser» me susurraba a mí misma. Después, mientras la tristeza inmensa lo nublaba todo y el desorden se convertía en el nuevo orden me parecía que aunque obviamente había muerto antes de tiempo, ya había vivido. Era pronto, pero no demasiado pronto. Con mis veintipocos años, creía que él ya había vivido suficiente. ¡Qué listillos somos cuando no hemos hecho nada más que empezar a vivir! 

Durante todos estos años le he echado de menos hacia detrás y hacia delante. He recordado, guardado, mimado y tratado de conservar, en parte escribiendo, todos sus momentos conmigo, juntos. También le he echado de menos con ese luto hacia delante que es infinito por lo que ya nunca podrá ser, por alejarme de él cada día más. He sentido nostalgia por el  pasado y tristeza por la pérdida de lo que fue y el anhelo de lo que no podrá ser. Pero hoy, veinte años después, lo que me invade es rabia. No por mí sino por él, rabia sorda y amarga por la vida que se ha perdido. Este año, el próximo veinticinco de diciembre cumpliría setenta y cuatro años y la muerte le quitó los años mejores. Creo, además, que él había alcanzado la sabiduría suprema por la que disfrutas de la vida, con cuarenta y nueve años, y sólo estaba empezando a saborearlo. Estaba feliz, contento, disfrutando de la sensación de haber reconocido la vida, de ser intensamente consciente de vivir y, cuando mejor estaba, en el momento álgido de la fiesta vital, murió.  La paradoja es que él tuviera que morir y  perdérselo para que yo lo haya aprendido a tiempo y lo esté disfrutando ahora. 

Cuando muere alguien nos hundimos en nuestro dolor, en nuestra pena, en nuestra pérdida, en el hueco que sentimos, el vacío que nos ahoga y en nuestras lágrimas. Y es normal, quizás tengan que pasar veinte años para que seamos capaces de valorar la pérdida del otro, del que murió, lo que dejó por vivir. 

¡Qué cabrona es la vida y qué rabia me da que se la esté perdiendo! 


lunes, 30 de octubre de 2017

La caja de los tesoros

Hay cajas por todas partes, cajas con ropa de bebé, cajas con trastos, una bolsa con pilas usadas, un albornoz azul que no es de nadie pero que, por alguna razón que escapa a mi comprensión, no se puede tirar, un moisés de bebé, una lavadora, un horno, más cajas.  Intento encontrar algo al alcance de mis capacidades organizativas cuando veo una caja con libros. 

—Voy a organizar esta caja de libros. A ver qué tiramos y qué nos quedamos.
—Estupendo. 

Los hijos del héroe es lo primero que me encuentro. Un libro que ni me suena, que juraría no haber visto en mi vida. Una ilustración muy de "A dónde vas Alfonso XIII" ilumina la portada. En la primera página nos informan de que son cuentos para niños con "ilustraciones en color y en negro" y descubro que la edición es de 1935. ¿De quién sería este libro? ¿De mi abuela? 

«Noche era aquella de tristeza en casa de Doña Paquita. Sus dos hijos, Carlos y José, partían al amanecer para lugares lejanos. Gran salto iban a dar: desde Tudela, en Navarra, a las colonias del Perú, en América» 

Me muero de la risa con este comienzo de cuento infantil de hace casi cien años. Según paso las páginas y veo las ilustraciones, me doy cuenta de que no tengo ni idea de cómo eran los niños de hace cien años, quizás esto les resultara emocionante. Y truculento, en las ilustraciones siguientes que nos cuentan la historia de Carlos y José, aparecen muertos a mansalva y hasta un general rebanándole el cráneo a un "insurgento". ¿Cuántos niños de ahora mismo saben lo que es un insurgento? 

Descubro que Los hijos del héroe es un libro de relatos. El siguiente se llama Un corazón como hay pocos con el que me echo unas risas tremendas. La protagonista es una huérfana rica que vive "rodeada de sus criados" y que se llama María del Carmen. Imagino a Harry Potter y a su amiga Mari Carmen en Griffindor y es obvio que los nombres pasan de moda. Descubro que Mari Carmen es condesita y tiene tierras así que su primo la engatusa, la engaña y Mari Carmen al enterarse cae "tronchada como un lirio" y muere. No me lo invento, la última frase del cuento es «María del Carmen había muerto». El siguiente cuento se llama El consejo del mendigo y no entiendo muy bien de qué va, sale un ex banquero y luego una chica que lleva un velo que se parece muy sospechosamente a un pañuelo palestino y que dice que va a Calatayud «con diez mil duros en valores». En la última ilustración se postra ante ella un tal Bautista que resulta ser su hermano. 

Decididamente este libro tengo que guardarlo y leerlo con calma, intuyo que me va a dar grandes alegrías. Sigo rebuscando y encuentro una edición, de 1933, de La vuelta al mundo en ochenta días, de Julio Verne, y una de El viaje de Gulliver al país de los gigantes de 1942 con una rana gigante y muy asquerosa en la portada acosando al pobre Gulliver que lleva pelucón blanco. No tengo ni idea de quién serían estos libros. 

Historia moderna y contemporánea. Parece muy antiguo pero en la portada, en una combinación un poco kitsch aparecen galeones medievales y un avión a propulsión. Busco el año, la edición y lo que me encuentro es, en la última página, la firma de mi padre niño: Jesús Ribera. Ya tenía la letra que yo reconozco. Éste a guardar, por supuesto. 


Sigo rebuscando y, de repente, tengo otra vez 10 años y todas mis lecturas están ahí. Casi me puedo ver con el pelo cortado como un tazón, sin dientes y leyendo sin parar aquellos libros. La princesita, en la preciosa edición verde loro de la colección juvenil Cadete de la editorial Mateu de Barcelona. En la portada aparece la protagonista oriental (y no la rubia de la película) que llegaba al colegio de ricas y a la que desterraban a la buhardilla cuando su padre dejaba de enviar dinero. Las páginas están beige, reconozco el olor, la tipografía. Es curioso como hace treinta y cinco años esos libros me parecían ya antiguos porque lo eran, son de los años cuarenta, y ahora siguen igual, no han envejecido más, permanecen  congelados en el tiempo. De la misma colección aparece una cumbre de cursilismo que también me encantó de pequeña: Bajo las lilas. Tengo una niebla de recuerdos en torno a esas páginas. Descubro, además, en la primera página el registro de mi madre M.G.R.G nº 2. Fue su segundo libro. Me encantaba el registro de mi madre, recuerdo cuando lo descubrí y le supliqué que me dejara ayudarla a organizar su biblioteca, a ordenar los libros, a anotarlo todo. Sigo sacando más títulos de la colección Cadete Los Primitos y Los muchachos de Jo de Louis May Alcott, por algún sitio aparecerá Hombrecitos. Todos a guardar.

Shirley, azafata del aire. No me puedo creer que este libro este aquí. Me quedo paralizada. Este es el único libro que jamás devolví a una biblioteca. Recuerdo con claridad el día que, con diez u once años, entré en la biblioteca de mi colegio y le confesé a la monja encargada que no encontraba el libro y no podía devolverlo. Me moría de la vergüenza y de la pena porque me castigaron a no sacar libros en un mes ¡un mes! Salí de allí llorando amargamente por la injusticia. Jamás olvidé ese libro pero ni en mis sueños más locos pensé que volvería a encontrarme con él. Decido que tengo que volver a leerlo y me río con su portada como de novela Pulp. Shirley se contonea con su uniforme y sobre sus zapatos de tacón alejándose del jet. Ay, mi yo de diez años, que inocente era. 

El Corcel Negro. No me lo puedo creer, no sé las veces que leí este libro. La portada con el abuelo abrazando al niño, el caballo negro. Me gustó tanto que cuando hice un intento de escribir un diario, lo llamé así "El corcel negro". Mi hermana lo encontró, lo leyó porque eso es lo que hacen las hermanas pequeñas y luego vino con toda su mala leche a reírse de mí. «Así que el corcel negro». Arranqué todas las hojas y las tiré; del diario no del libro. Encuentro una edición de Heidi de Bruguera. Me río a carcajadas al encontrarme a una Heidi rubia, con pecas que corre a los brazos del abuelo que lleva una elegante chaqueta cruzada de color rojo intenso. ¡cuanto daño han hecho los dibujos japoneses!  

Cuando la gente dice Julio Verne, en mi cabeza salta un resorte que contesta El rayo verde. Y aquí está, en mi manos ahora mismo, Famosas novelas de Bruguera. En la portada está la Heidi rubia y el abuelo y Pedro y un oso pero ahí, entre el resto de las famosas novelas sé que está "El rayo verde". Busco la página y ahí está, tal cual, la ilustración que me persigue desde hace treinta años en la que el protagonista patilludo besa a la chica en el momento justo en que el rayo verde ilumina el horizonte. Todavía, hoy, con cuarenta y cuatro años cuando veo una puesta de sol busco el rayo verde. 


Canguro para todo y El hada acaramelada de Gloria Fuertes, Los niños más encantadores del mundo y La abuelita en el manzano. En las primeras páginas mi letra, mi nombre, Ana Ribera. Puff, creo que me voy a ahogar en nostalgia, esto es lo más cerca que voy a estar nunca de reencontrarme con mi yo de hace treinta años, el yo que me hizo la lectora que soy.  


—¿Cuántos han salido para tirar?
—Ninguno. 


viernes, 27 de octubre de 2017

Haraganead, haraganead, malditos

¿Cómo te sientes si pasas todo un día sin hacer nada? 
a) Bien
b) Mal

Desconfío de todo aquel que elige la respuesta b. ¿Cómo puedes sentirte mal después de no hacer nada en todo el día? ¿Que tara tienes? Sospecho que a los que eligen la opción incorrecta nadie nunca les ha enseñado a no hacer nada bien.  

Haraganear es un arte y, como tal, requiere dedicación, empeño y fuerza de voluntad. La maestría no se adquiere de la noche a la mañana ni se perfecciona en un instante. Es necesario dedicarle tiempo, encontrar el hueco y el espacio e insistir hasta que se le coge el truco. Solo entonces, te vuelves adicto, te enganchas, lo conviertes en un arte.  

No hacer nada es revolucionario. Nos pasamos la vida corriendo, sujetos a un horario, al despertador. Nos persigue la hora de comer, la hora de cenar, la de ir a trabajar y la de salir corriendo a hacer gestiones. Además, tenemos tareas pendientes, una montaña enorme que no acaba nunca y que va desde limpiar la casa a llevar la aspiradora a arreglar, recoger la ropa de invierno, planchar, poner la lavadora, ir a comprar bombillas, llamar a tu  madre, escribir a tu amiga que vive fuera, pedir cita para el DNI, para la peluquería, para el oculista, llamar al banco, mirar tus gastos mensuales, emparejar calcetines, ordenar tuppers, lavar a mano la ropa de lavar a mano que languidece al fondo del cesto de la ropa sucia esperando que llegue su momento, ir a un museo, dar un paseo, ir a conocer un nuevo restaurante, quedar con alguien, cortarte las uñas... un millón de cosas que hay que hacer. Para no hacer nada hay que desarrollar el superpoder de dejarlas todas en "mañana". No es fácil, la inercia del "tengo que" o "podría hacer" es  es un tsunami muy violento que hay que aprender a surfear. 

No hacer nada significa ir a contracorriente, despegarse del "aprovecha tu tiempo libre" y del "saca  provecho del fin de semana". No, no y no. El verbo aprovechar implica exprimir el tiempo, apurarlo, llenarlo de cosas, de actividades que te reporten un beneficio, un algo, lo que sea. No hacer nada, haraganear, es justo lo contrario. Consiste en aprender a dejar pasar el tiempo languideciendo. Haraganear implica disfrutar viendo como los minutos y las horas se escurren entre tus dedos, resbalando por las sombras de la luz en tu cama, en tu pared, en el suelo. Abrir los ojos y pensar «podría levantarme» y no hacerlo, darte la vuelta y seguir tumbada, sin dormir, sin leer, simplemente no haciendo nada. No hacer nada significa empezar a desayunar a la hora que sea, sin mirar el reloj, sin pensar que es casi la hora de comer, te apetece desayunar y desayunas, ya te preocuparás o no de lo que ocurra en las horas que están por llegar. Al principio de no hacer nada, la perspectiva de las horas por llenar puede agobiar un poco pero hay que tomárselo con calma y dejarse ir. Poco a poco, tu cuerpo se adapta, tu cerebro se pone cómodo y ves como el tiempo se estira y el haraganeo se expande ocupando todos esos minutos con una maravillosa sensación de bienestar. La expansión del placer del haraganeo es algo maravilloso, crece hasta ocupar el tiempo y el espacio llenándolo todo de un olor, de un sonido, de un tacto dulce, pacífico y gustoso. 

Haraganear es ir, un poco, contra nuestra propia naturaleza. Los niños, por ejemplo, llevan mal no hacer nada, dicen me aburro y exigen hacer cosas, entretenerse, estar activos. Hay que enseñarles a disfrutar del haraganeo consciente para no privarles de ese placer. Hay mucha gente a la que no le ensañaron nunca, les privaron de ese conocimiento y viven su vida en una continua carrera de obligaciones, tareas y ocio auto impuesto muy parecido a vivir permanentemente en un crucero organizado.  

Haraganear es maravilloso y, como todas las cosas buenas de la vida, hay que manejarlo con cuidado. Es importante no abusar de ello porque entonces su placer se anula y se convierte en un vicio. Haraganear es un placer íntimo, para realizar en una compañía de confianza y siempre con moderación. 

¡Ah! Casi lo olvido y esto es fundamental:  no se haraganea en pijama. Cuando uno no va a hacer nada en plan profesional, lo hace con ropa cómoda, de estar en casa pero nunca en pijama. ¿Por qué? Por lo mismo que no se corre sin sujetador. No hay más que explicar.  

Haraganead, malditos. No os hurtéis ese placer y sed gente de confianza que elige, siempre, la opción a. 


miércoles, 25 de octubre de 2017

Caer bien no es lo mismo que querer

Dan Gluibizz
—Mamá, a mi amigo Pedro su madre no le cae bien.
—¿Cómo lo sabes?
—Hoy hemos estado hablando de eso. 
—Ajá. 
—¿Te parece bien que no le caiga bien su madre?
—Bueno, no lo sé, sus razones tendrá. A lo mejor le cae bien a ratos, o a lo mejor no es que le caiga mal, sino que simplemente le cae mejor su padre y, por comparación, él tiene la sensación de que su madre no le cae bien.
—No lo había pensado así. 

Ella no lo había pensado así y yo, la verdad, es que no lo había pensado nada, pero me quedé dándole vueltas. ¿Te puede no caer bien tu padre, tu madre, tus hijos? Ya veo las caras horrorizadas de muchos, pensando "por supuesto que tus padres te caen bien y, también, tus hijos porque los quieres más que a nada y blablablabla". 

—Mama, a mí tú me caes bien. 
—Me alegro.
—¿Yo te caigo bien?
—Si, casi todo el tiempo sí.
—Pero ¿caer bien no es lo mismo que querer eh?
—Lo sé.

Exacto. Caer bien no es lo mismo que querer. Es completamente distinto o, quizás, sólo complementario. Por supuesto está horriblemente mal visto decir que tus hijos o uno de ellos o tus padres o uno de ellos no te caen especialmente bien, pero es así. Todos, o casi todos,de adultos sabemos cuál de nuestros progenitores nos llevamos mejor, con cual tenemos una relación más fluida, más cercana, una relación en la que es más fácil acoplarse por el motivo que sea: cercanía, sentido del humor, intereses comunes, odios compartidos, afinidades de carácter, pueden ser un millón de cosas. Nos caemos bien, nos caemos mejor. 

Pocos, sin embargo, estamos dispuestos a aceptar que quizás, a lo mejor, que es posible que no les caigamos bien a nuestros hijos. Mejor dicho, como le dije a María, que seamos el progenitor con el que nuestros hijos congenian menos. ¿Por qué? Pues porque nos hemos confundido y creemos que el amor y caer bien es lo mismo y no lo es. Bueno, por eso y porque a nadie le gusta no caer bien (que no es lo mismo que caer mal).

¿Por qué nos pasa esto? Pues dándole vueltas en la cabeza creo que es porque tenemos grabado a fuego en nuestro interior que el amor de padres a hijos y viceversa es incondicional, es una especie de fuerza suprema que lo puedo todo y en la que todo, salvo en momentos excepcionales siempre provocados por una causa externa maligna sin la cual el mundo sería de color de rosa, es armonía, buen rollo y empatía. Y yo creo que no es así. 

El amor entre padres e hijos cae. Es de arriba hacia abajo, sale solo, no brota en el momento del parto como un manantial (de esto ya hemos hablado) pero cada día que pasas con tus hijos acumulas un poco más. Es un amor que te hace sobreponerte a todo lo malo (que lo hay) de tener hijos. Es un amor que no hay que cuidar, no va a secarse (sé que esto es cursilísimo pero me sirve para la idea), ni se va a ir, ni va a desaparecer. (Vale, hay casos en los que ni surge, ni crece y sí desaparece pero son pocas veces). 

El amor de hijos a padres funciona de abajo arriba. Este sí surge, es un chorro a propulsión que brota de pronto y que a nosotros, los padres, muchas veces nos sorprende por su fuerza y nos golpea en toda la cara. El bebé que se calla cuando tú lo coges, tus hijos abrazándote sin venir a cuento, tu hijo enfermo que se siente mejor nada más verte. No es nada que hagas tú, es el amor que ellos sienten y que es como un surtidor a presión descontrolado. Ese surtidor sí pierde presión, según crecen nuestros hijos empiezan a poder controlar su caudal, aprenden a manejarlo y, a veces, creemos que se ha secado. Se enfadan con nosotros, nos odian, nos castigan con su silencio, piensan que somos los peores padres del mundo. Sí, nuestros hijos harán eso porque nosotros lo hicimos, lo hacemos, lo hemos hecho. En los amores en vertical nos cuesta admitir que el destinatario de nuestro amor no nos caiga bien, nos caiga regular, aunque sea por épocas, nos parece que rebaja la calidad de nuestro amor, que no es cariño del bueno, sea lo que sea eso. 

Luego hay otro tipo de amores, los horizontales, de igual a igual: a tu pareja, a tus amigos, a tus hermanos. Esos amores hay que empujarlos para que se muevan, evolucionen y no cojan polvo y olvides que están ahí. En estos amores no tenemos ningún problema en aceptar que un objeto de nuestro afecto nos cae menos bien que otro. Todo el mundo, absolutamente todo el mundo dice: me llevo mejor con mi hermano X que con mi hermano Y, o con mi amigo Paquito que con mi amiga Marta. No tenemos problema con eso. ¿Por qué? No lo sé pero es así. Admitimos que en los amores trabajados haya categorías pero en los amores incontrolables nos cuesta creerlo. 

Caer bien es distinto de querer. A lo largo de nuestra vida nos cruzamos con muchísima gente, con algunos sientes una afinidad instantánea o no tan instantánea que hace que esa persona te resulte más simpática, más llevadera, más cercana y, eso, pasa también con nuestros padres y con nuestros hijos... aunque nos cueste pensarlo, creerlo, aceptarlo y mucho más verbalizarlo.