lunes, 16 de enero de 2023

Plazos, plazos, plazos

Recibo un mail, otro más, en el que alguien que se había puesto a sí mismo un plazo para enviarme determinado material me cuenta que no va a poder ser, que sabe que va retrasado, para pasar después a enumerarme cómo, a pesar de su intención y su deseo irrefrenable de cumplir con ese plazo, la realidad se ha puesto en su contra y no va a poder hacerlo. Es un “mi perro se ha comido los deberes” de manual pero con más literatura. El mail acaba, por supuesto, con un «en diez días lo tienes». Leo el correo, contesto que lo entiendo y luego, mientras me giro, miro por la ventana y fantaseo con subir los pies a la mesa, me fumo un puro imaginario. Mientras echo perfectas volutas de humo imaginario pienso: ni de coña me lo envía en diez días. Iremos apretados y con prisas, como siempre. ¿Puedo hacer algo? No. ¿Voy a proceder ahora a despotricar a todos aquellos que no cumplen plazos? Para nada, este post de hoy viene de la inspiración que ese humo del puro imaginario me creó: los plazos son algo misterioso para los humanos. 

Los plazos son algo imprescindible para funcionar en la vida. No solo en esta que llevamos ahora, llena de prisa y urgencia. La vida tranquila, apegada a la tierra, a las estaciones y de cara a la naturaleza también necesita plazos, todo tiene un tiempo. Lo curioso es cómo a pesar de llevar milenios conviviendo con los plazos, éstos siguen siendo algo misterioso e inescrutable. Para mis hijas, por ejemplo, un plazo es algo que está siempre en un futuro lejanísimo al que creen que no llegarán nunca aunque sea esa misma tarde, mañana o el lunes. «Chicas, he dejado la cortina de la ducha en remojo, sacadla esta tarde». «¿La habéis sacado?». «Uy, no. Mañana» No quiero aburrir con cuitas familiares pero «mañana» acabó siendo diez días después. Mis queridas hijas hacen un uso de los plazos que va más allá de lo temporal: lo suyo roza el realismo mágico. La extensión de sus plazos hacia el futuro va unida a la idea de que si consiguen alargarlo lo suficiente yo acabaré haciendo lo que sea que es su tarea. Un uso muy inteligente por mi parte de la indiferencia está consiguiendo que sus plazos de actuación se acorten. Lo mismo pasa cuando, con cualquier oficio del gremio chapuzas de casa, talleres y demás, su extensión de los plazos juega con la idea de que tú acabarás cansándote y lo que sea que ocurre se solucionará solo. En este caso, y lo sé por experiencia propia, las amenazas con quejas en la OCU, al defensor del cliente o, como hago yo, programar un mail diario a su departamento de reclamaciones consigue que lo que iba a llevar una semana, dos, o tres meses, se reduzca de una manera casi mágica. 


Los plazos también juegan con nuestras ilusiones. Nos ponemos a nosotros mismos plazos para no sufrir y plazos para disfrutar. «Vamos a ver, yo creo que este informe, si me pongo a muerte con él, lo termino en un par de días». No es verdad. La voluntad de acabar con el tedio laboral nos hace creer que seremos más rápidos, que nos liberaremos antes, que podremos escapar de él antes. No ocurre nunca. Por experiencia sé que es mejor pensar que vas a estar enfangado en esto mucho más de lo que te gustaría… y así, con suerte, sobrevives al tedio y a la frustración. Los plazos para disfrutar funcionan igual: haces obras en el piso, te construyes una casa, compras un mueble, emprendes un viaje y piensas: en seis meses estará terminado, en año y medio estará listo, me llegará en quince días, seis horas y empiezo a disfrutar. Es jugar con fuego, es hacer algo que llevo años advirtiendo que no hay que hacer nunca: spaghetti + lechuga


Inciso de anécdota.- Hace muchísimos años, a una compañera de trabajo la recogió su novio en el trabajo para marcharse de fin de semana a la playa. Ella le preguntó si no tenían que hacer compra para la cena de esa noche. «No, no hace falta. Ya he ido yo a comprar para una cena rica». Ella imaginó solomillo, imaginó jamón del bueno, unos langostinos, queso, algo que sonara a cena rica. Cuando llegaron y descargaron la compra, él le dijo: «vamos a cenar ensalada de pasta». No era lo que ella había imaginado pero reajustó su pensamiento a esa nueva realidad. «Genial, ¿qué has comprado?». Spaghetti y lechuga. Sobrevive a esa decepción y a esa ensalada de pasta. (Ya no son novios) - Fin de la anécdota.

No hay que tener expectativas con nada en la vida pero con los plazos hay que ser especialmente cuidadoso.

Para los plazos que te pones a ti mismo: no te los pongas. Si te los pones, que sean laxos. Si aún así no llegas: sé firme y sufre. Cumple el plazo que te has puesto y que alegremente comentaste a la contraparte y agoniza para cumplirlo. Hazlo. Piensa que si lo alargas, si mandas un mail ridículo con una excusa muy elaborada, lo único que harás será extender la agonía. 


  • Para los plazos de los demás: no confíes en ellos, no te los creas. Añade siempre un factor corrector de + 2 semanas la primera vez que interactúes con esa persona, al que deberás añadir una semana por cada incumplimiento. «Pero Ana, si haces eso, a lo mejor llega un momento en que son seis meses esperando». Correctísimo. Aprovecha ese tiempo para hacer otras cosas

  • Para los plazos que establecen los jefes: intenta alargarlos lo más posible. Los jefes viven en una realidad en la que el espacio y el tiempo son elásticos, significando esto que creen que tú eres todopoderoso y en un plazo ridículo de tiempo puedes sacar el trabajo de media docena de personas durante un mes de trabajo. Si el jefe, como buen jefe, se resiste a aceptar que lo que está pidiendo es imposible, haz lo que puedas o, mejor aún, confía en que se le olvide. Pasa mucho. Es curioso cómo en la mente de un jefe el hecho de marcar una tarea y un plazo la convierte automáticamente en algo hecho, algo que se marca con el check verde y pasa a estar completada sin haberse empezado siquiera. 

  • Si eres jefe y pones plazos: confía en lo que te dice la gente que va a hacer el trabajo.

  • Si eres el fontanero/constructor/carpintero/pintor/electricista y le das un plazo al cliente: no seas cabrón y cuando se cumpla y el cliente te llame no le digas: «Uy, estoy de vacaciones en Lanzarote, a ver dentro de diez días». (Si eres el cliente, recuerda sumarle dos semanas a este nuevo plazo, o tres o cuatro… ah, y tardar en pagarle cuando consigas que haga lo que sea. Págale con la misma moneda: un buen plazo)


Bajo los pies de la mesa, apago el puro, echo la última voluta de humo y pienso: A Dios pongo por testigo que dentro de dos semanas no tendré lo que me han prometido. 



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lunes, 9 de enero de 2023

Lecturas encadenadas. Diciembre

 

Esta entrega de las lecturas encadenadas llega un poco tarde, 9 días tarde, y además, en teoría, tenía que haberla publicado antes de mi canto de amor a Winter, de Rick Bass pero ¿quién pone las reglas aquí? Yo. Así que puedo saltármelas y escribir de lo que me apetezca cuando me apetezca. Aprovecho para dar las gracias a los que me han recomendado libros sobre el invierno que iré leyendo a su debido tiempo.

Al lío.

«Tengo una crisis de lectura. No encuentro nada que me guste», le dije a Tallón. «Leíste Los extraños, de Jon Bilbao? Creo que te reconciliaría con la lectura». De Bilbao ya leí en su día Basilisco, que me gustó muchísimo y que, sin duda, recomiendo. Los extraños me entretuvo bastante, lo cogía con ganas al acostarme y recuperé un poco la sensación de encontrar refugio del día a día en la lectura.

Los extraños es la típica novela que veo convertirse en película según la voy leyendo y estoy segura de que acabará siéndolo. Me juego una mano, y no la pierdo, a que Bilbao ya habrá recibido ofertas por los derechos de adaptación. El futuro dirá si me tengo que quedar manca. ¿De qué trata Los extraños? De una pareja, basada levemente en la propia pareja de Bilbao, que vive en Ribadesella y en la que ambos escriben. Él cosas de geología, creo recordar, y ella traducciones del alemán. Su existencia transcurre sin grandes emociones, ocupan la casa de los padres de él que están en algún sitio más cálido pasando el invierno y cada uno por su lado da vueltas a «¿qué coño estoy haciendo con mi vida?». Un buen día, una noche, desde la ventana de su salón que da a la ría de Ribadesella, ven unos extraños objetos geométricos de colores volar por el cielo nocturno, unos ovnis de toda la vida. Al día siguiente de ese avistamiento aparecen por sorpresa unos visitantes, unos primos lejanos. No puedo contar más sin reventar la novela, pero por si acaso alguien no va a leerla o ya la ha leído y quiere saber mi opinión, creo que a pesar de que lo que va a ocurrir es obvio desde el minuto uno y el lector está pensando «no les dejes entrar», «ese tío no es tu primo», «son unos timadores», «no te fíes» y «¿pero sois bobos o qué os pasa?», Bilbao construye muy bien la tensión, la inquietud y la incomodidad, haciendo que no puedas dejar de mirar, de leer, de contemplar cómo los personajes se encaminan hacia la calamidad más absoluta. ¿Lo más decepcionante? El final. No pasa nada. Lo entiendo: era complicado terminar la historia de una manera más o menos convincente y, bueno, Bilbao hace lo que puede para dejarla en todo lo alto.

¿Recomiendo Los extraños? Claro que sí, es una lectura sencilla, entretenida y podréis decir, cuando se estrene la película: «yo ya leí el libro hace unos años».

Tallón también me recomendó Un verdor terrible de Benjamin Labatut. «Este libro, este libro, este libro», me mandó en un audio. Y le hice caso, claro. Debo decir que yo jamás leo las contraportadas de los libros que me recomiendan ni de los libros que compro. Normalmente llego a ellos por recomendaciones de amigos, de blogs que sigo, o aparecen en otros libros que me han gustado y quiero zambullirme en ellos sin tener ideas preconcebidas ni expectativas ni, sobre todo, saber nada de lo que me van a contar. Llego a ellos, a sus primeras páginas, desde el más absoluto desconocimiento del contenido. Con Un verdor terrible la sorpresa fue mayúscula porque esperaba una novela (Juan es un lector, sobre todo, de novelas) y me encontré con un libro de divulgación científica. Novelada, contada como una historia, como una sucesión de historias, pero no ficción.

Benjamin Labatut nació en Rotterdam pero se crio en Buenos Aires y Santiago de Chile. ¿Qué nos cuenta en Un verdor terrible? Historias de ciencia partiendo de los pies y las manos de Göring teñidas de un rojo intenso durante los Juicios de Nuremberg. Labatut nos lleva por un viaje de ciencia y científicos. Un poco de química, bastantes matemáticas y muchísima física en un viaje lleno de seres extraordinarios por su inteligencia, su extravagancia, su cabezonería y su perseverancia. Hombres, porque no aparecen mujeres, que se empeñaron en una idea o la idea de una idea y perseveraron hasta desentrañarla dejando todo por el camino. Algunos la familia, la pareja, la vida o la cordura. Sé que este libro ha gustado mucho, recibí varios comentarios cuando lo enseñé en Instagram, ha estado nominado a varios premios y es interesante, pero a mí me ha dejado un poco indiferente. Es posible que esto haya sido porque más de la mitad del libro está dedicado a la física, concretamente a la física cuántica y las luchas intelectuales que, a comienzos del siglo XX, tuvieron lugar entre Heisenberg, Schrödinger, Bohr y Einstein entre otros. Todos genios absolutos, inteligencias brillantes cuyo trabajo ha cambiado la historia de la ciencia y del mundo en el que vivimos, pero a mí la física es algo que me resulta incomprensible desde su nivel más básico. Jamás he conseguido que me interese ni siquiera cuando he tenido líos amorosos con físicos: ni aun por amor he conseguido entender la física. Dicho esto, la narración de Labatut es estupenda y aunque no entienda nada de átomos, dimensiones o electrones, ni sepa cómo se comporta una onda y cómo de diferente es de una masa, las vidas de los “personajes” que nos presentan son tan apasionantes como una novela de acción. (Labatut advierte al final del libro de que hay muchos pasajes de ficción, sobre todo en la segunda mitad del libro, aunque todo está basado en hechos reales) . Cuando estaba leyéndolo y, por si alguien tiene interés en este tipo de lecturas, me acordé de uno que me gustó muchísimo y que recomiendo encarecidamente: La edad de los prodigios, terror y belleza en el romanticismo, de Richard Holmes. Además, el epílogo de Labatut, que se titula «El jardinero nocturno», me ha recordado mucho a los Cuentos de la selva de Hector Quiroga que leí hace un mes.

No leí nada más en diciembre. Empecé Winter, del que ya he dicho todo lo que puedo decir sin que la gente empiece a llamarme plasta. Sigo con mis New Yorker atrasados: ahora mismo estoy leyendo el del 15 de noviembre. Pensé que durante las vacaciones conseguiría reducir la brecha para, por lo menos, llevar solo un mes de retraso, pero no me ha dado tiempo. Lo intentaré en enero, al mismo tiempo que intento reincorporarme a la rutina laboral sin caer en la desesperación o el cinismo, pienso en cómo celebrar los quince años de Cosas que (me) pasan y leo algún que otro libro para que esta sección, «Lecturas encadenadas», no desaparezca.

Creo que peco de ambición. Hasta los encadenados de enero.


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miércoles, 4 de enero de 2023

El libro que me hubiera gustado escribir: Invierno de Rick Bass

«Love the winter. Don’t betray it. Be loyal»

El libro perfecto en el momento adecuado. Así ha sido mi encuentro con Winter, de Rick Bass, en estos primeros días del año. Tras unos meses lectores de, digamos, sufrimiento o, mejor, desencuentro entre mis lecturas y yo, llegué a Winter como el que llega a casa, abre la puerta, siente el calor del hogar y dice: «Aquí estoy a salvo». Mi enamoramiento de este libro empezó mucho antes de comenzar a leerlo; viene desde el mismo momento en el que lo vi, el pasado verano, en la estantería de Powell’s en Portland. Primera edición, tapa dura y en la cubierta una fotografía de un paisaje invernal, nevado, con luz de atardecer temprano y algunos árboles con las ramas cubiertas de nieve. Lo compré, lo acaricié y pensé: «No es el momento, no puedo leerte en agosto, en este calor asfixiante y asqueroso de verano». Aun así, no pude contenerme, y antes de dejarlo en la estantería lo abrí para hojearlo y descubrí, entonces, que había comprado un ejemplar firmado por el autor, Rick Bass. No sé cómo tuve fuerza de voluntad para contenerme y no empezarlo, pero será que me estoy haciendo mayor (esto seguro) y decidí esperar a que fuera nuestro momento, el momento correcto.

En 1987 Rick Bass y su novia Elizabeth se lanzaron a buscar un lugar al que trasladarse a vivir. Eran de Texas y sus familias nunca habían salido del estado. Ellos querían algo en las montañas, con inviernos nevados, bosques y, a poder ser, un río cerca. Recorrieron Nuevo México y Utah, subieron a Wyoming, echaron un vistazo en Idaho y no encontraron nada. ¿Cómo se busca algo así? Pues recorriendo pueblos y preguntando en inmobiliarias a las que Bass cogió muchísima manía porque los miraban como si estuvieran locos o los trataban como si fueran desarrapados a los que no querían en sus pueblos o pensaban que eran hippies ricos y les pedían precios desorbitados. Cuando ya estaban a punto de darse por vencidos llegaron  a un pueblito en el que encuentraron a un agente inmobiliario majete (alguno hay) que les comentó que en el valle del Yak, en Montana y a pocos kilómetros de la frontera con Canadá, había una propiedad que solía ser una especie de centro de caza, con varias cabañas para invitados, una casa central, una cabaña, granero e invernadero y que su dueño que vivía en Washington D.C buscaba alguien que la cuidara. Rick y Elizabeth subieron al valle, recorrieron la propiedad y decidieron quedarse.

«We knew immediately that this was where we wanted to live, where we had always wanted to live. We had never felt such magic»

El valle del Yak es agreste, profundo y estrecho, rodeado de bosques de grandes alerces y escarpados picos. El “pueblo” que da nombre al valle tiene un almacén para comprar suministros, dos cabinas de teléfono y un bar para la vida social, el Dirty Shane, donde se reúnen las veinte o treinta personas que viven en la zona. En las cabañas y propiedades de esa personas no hay electricidad, ni agua corriente, ni televisión, ni radio. No hay teléfono más allá de las cabinas ni, por supuesto, internet. Es el salvaje noroeste. En Winter, Bass escribe el diario sobre ese primer invierno que pasaron en el valle del Yak. Empieza en septiembre, cuando llega él a instalarse y preparar todo para cuando llegue Elizabeth. Bass nos cuenta cómo se establece en la casa, organiza el invernadero donde escribirá él y el estudio para Elizabeth (que es ilustradora), recorre la zona, prepara su coche para las condiciones invernales y, sobre todo, corta leña como si no hubiera un mañana. Corta, corta, corta, traslada troncos y los coloca ocupando cada espacio libre de la cabaña, del cobertizo, del invernadero. Se prepara para el frío sabiendo que su supervivencia dependerá de tener suficiente leña para calentarse. En todo ese ejercicio físico se acostumbra a la naturaleza que le rodea, la observa y se observa a sí mismo en relación a ella, aprende a mirar el cielo, se asombra del silencio, la calma y también al descubrir a los animales salvajes, liebres, alces, ciervos, zorros, conviviendo con ellos en una cercanía casi rozando la camaradería. Bass se prepara y espera el invierno, casi lo escucha llegar, el silencio especial con el cielo color plomo que se deshace luego en copos de nieve grandes y pesados que lo cubrirán todo durante meses.

«Snow’s more wonderful than rain, than anything».

Con la nieve y el invierno llega el frío y Bass descubre entonces que igual que en los bosques la vida se ralentiza, él  también se va parando. A la frenética actividad de talar, recoger, colocar y preparar que en otoño le tenía madrugando y trabajando sin parar durante todo el día, le sigue una calma vital que le hace levantarse tarde, trabajar lo justo y caer rendido pocas horas después de que caiga la noche. Con esa ralentización, esa especie de hibernación, de reposo, llega también la sensación de estar desprendiéndose de su vida anterior. Echan de menos a su familia, a sus amigos, a sus seres queridos, aquello  que, de alguna manera, había constituido su vida hasta ese momento, pero es el precio que hay que pagar por estar en el lugar en el que quieren estar.

«If happiness were cheap, it wouldn’t be worth having. I tell myself again».

Pero no echan de menos el teléfono, ni la televisión ni la radio. Sé que esto es de los años ochenta y ahora sería diferente porque probablemente puedas estar más conectado que entonces, es posible que incluso en Yak, en algunos lugares, haya ahora internet. Tras mi experiencia en USA este verano diría que es posible que esa conexión sea solo en lugares puntuales, pero la reflexión que hace Bass para vivir sin esa permanente conexión es válida:

«Neither of us misses a telephone. Listen. I’ve found out, to my great delight, that you don’t need one. Nothing happens when you don’t return calls –when you don’t even get calls. People write to you. If it is important that they truly need you –which will be the only reason for them calling you– nothing happens. They wait».

Así es.

Quiero dejar claro que no hay romantización en esta crónica de un duro invierno en las montañas. La vida en Yak es monótona y dura. Hace frío, poca gente, para poder ir a la ciudad más cercana (1500 habitantes) con todos los servicios hay una hora de camino por carreteras de montaña y, por supuesto, se hace de noche temprano. Bass no oculta nada de eso pero está feliz y se lo nota muchísimo.

«The valley shakes with mystery, with beauty, with secrets –and yet it gives up no answers. I sometimes believe this valley –so high up in the mountains and in such heavy woods– is like a step up to heaven, the last place you go before the real thing». 

Siempre que comento que a mi me gusta el invierno, que, por ejemplo, podría vivir perfectamente un invierno entero en mi Cicely particular y que lo disfrutaría, hay alguien que me dice: «Eso lo dices ahora pero no sabes lo que es vivir el frío tres meses, que se haga de noche pronto, el viento, la lluvia, la niebla». Dejando de lado que ya no estamos en los años ochenta y que puedo vivir en la montaña con calefacción (una cosa es que me guste el invierno y otra que sea gilipollas) sin necesidad de almacenar 20 toneladas de leña en mi casa, no entiendo por qué la gente no comprende que igual que a muchos les fascina el sol, el calor y disfrutar del verano aunque haga 40 grados a la sombra, a otros, entre los que me encuentro, el invierno es lo que nos sienta bien. También hay muchos que disfrutan de la ciudad y luego estamos los que preferimos algo más tranquilo. ¿Más solitario? Puede ser, pero más para nuestro carácter. Bass lo explica muy bien:

«There are two worlds for me –and for anybody, I think– and I do better in one than in the other. I used to be able to exist in both, but as I pay more and more attention to the one world, the world of woods and of this valley, I find myself, each day, less and less able to operate in the other world»

Rick y Elizabeth pasan su primer invierno allí descubriendo lo que significa vivirlo en plena naturaleza y, más importante, descubriendo cómo amarlo.

«Learn to love the cold, the winter. If you love the country, the landscape –if you really love the country– then you may find yourself able to love it in winter most of all»

Leer Winter ha sido como leer una elegía de los inviernos que ya no veré, que ya no viviré. Los inviernos que en mi infancia y juventud viví con alegría, con emoción, pero que di por supuestos, creyendo que existirían siempre, ya no volverán. Ahora me descubro cada mes de diciembre o enero o febrero añorando esos inviernos, añorando el frío, añorando abrigarme. Cada año que pasa mis prendas de abrigo, mis gorros, mis guantes, mis bufandas, ¡las camisetas interiores sin las que no podía vivir!, se vuelven cada vez más y más superfluos, cada invierno tienen una vida más corta fuera de los cajones en los que permanecen guardadas. 

Añoro, también,  la sensación de protección que el invierno me proporcionaba.

«Winter slows things down, for a fact: it can bury and protect, as well as freeze and harm».

Eso es. El invierno congela y puede hacer daño: manos heladas, pies congelados, la nariz goteando, la tiritona por las mañanas al salir a trabajar, los días en los que tenía que rascar el hielo del coche para ir a trabajar; pero también acoge y recoge. El invierno me vuelve (más) hacia dentro, me permite protegerme, encerrarme: los días cortos y las noches largas hacen que pueda recogerme en casa y vivir sin que me preocupe lo que hay fuera, sabiendo que estoy a salvo, sin que nada ni nadie más allá del frío y la nieve puedan hacerme daño.

Winter es el libro que yo hubiera querido escribir, el que me gustaría poder escribir.

«We have stumbled into the pie, Elizabeth and I, finding this valley, this life. We have fallen into heaven»

¿Cuánta gente puede decir esto?

Leed Winter de Rick Bass. Hay edición en castellano publicada por Errata Naturae.



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sábado, 31 de diciembre de 2022

Quedarme a vivir en 2022

 

«Casi siempre se tienen demasiadas razones para esperar que nuestra existencia pase lo más rápidamente posible, que el presente se convierta lo más deprisa posible en futuro, que el mañana llegue cuanto antes, porque se espera con ansia el diagnóstico del médico, el comienzo de las vacaciones, la ultimación de un libro, el resultado de una actividad o una iniciativa, y así se vivía no por vivir, sino para haber vivido ya, para estar más cerca de la muerte, para morir.» (Claudio Magris)

Está todo el mundo ansioso porque empiece el 2023, deseando que llegue mañana, el principio de algo, estrenar un año. Yo, sin embargo, quiero quedarme a vivir en el 2022, en el año en que hice, en el que mis hijas y yo hicimos, el viaje de nuestras vidas. Ellas están a punto de dejar de ser adolescentes, dentro de poco tendrán otros ritmos, otras inquietudes, otras compañías; tendrán obligaciones incompatibles con mis vacaciones y deseos de conocer lugares a los que preferirán no ir conmigo. Y estará bien.

«Ellos vienen de visita de vez en cuando. Y son, sorprendentemente, unas personas totalmente encantadoras. Te cuesta creer la suerte que tienes de conocerles. Te hacen reír. Hacen que te sientas orgullosa. Los quieres con locura. Han sobrevivido a ti. Y tú has sobrevivido a ellos. Se te pasa por la cabeza que, a ciertos niveles, pasaste horas, días, meses, años sin prestarles suficiente atención pero no le das más vueltas. No sirve de nada. Se ha acabado. Todo menos la preocupación. La preocupación dura siempre. » (Nora Ephron)

Haremos más viajes y conoceremos juntas otros lugares pero nunca volveremos a nuestro Washington Road Trip. Me da una pena inmensa que se acabe este año. Sé que cuando dentro de cinco, diez, quince o veinte años repase mi vida y otee el paisaje de mi pasado, la cumbre del viaje de mi vida será claramente visible. 

Feliz Año nuevo.

miércoles, 28 de diciembre de 2022

La semana muerta, la mejor semana del año


Ojalá se me hubiera ocurrido a mí llamar así a esta semana, pero no soy tan ingeniosa o no me había parado a pensarlo con calma. Lo he leído en un ensayo que Helena Fitzgerald publicó el año pasado por estas fechas, describiendo estos días, los que van de Navidad a Nochevieja y que son una especie de no tiempo, no lugar, constituyendo la «semana muerta». Lo he leído al terminar de trabajar porque sí, esta semana yo todavía trabajo: iba a cogerme vacaciones pero los podcasts pasan, no dejan de pasar y no ha podido ser. Aún así, pese a estar trabajando, esta semana se siente diferente. No tengo treinta y cinco mails por hora, nadie me llama, trabajo desde casa mientras mis adolescentes duermen catorce horas al día porque para ellas también es la semana muerta. 

En la semana muerta no sabes nunca qué día es. Yo llevo todo el día de hoy pensando que era jueves. Me he arreglado, de cintura para arriba, para una reunión semanal que tengo todos los jueves y han pasado más de dos horas hasta que me he dado cuenta de que es miércoles. Luego he enviado un correo sugiriendo que mañana no hagamos reunión porque hay mucha gente de vacaciones y está todo encarrilado. Eso pasa en la semana muerta, todo deja de ser urgente, nada de lo que hace una semana era importante lo es ahora. Todo puede esperar, todo está quieto, tranquilo esperando que llegue el día 9. Para los americanos esa semana muerta acaba el 1 de enero, mientras que para nosotros agoniza hasta después de Reyes, cuando termina bruscamente con una vuelta al frenesí diario en el que todo lo que era urgente el 22 de diciembre empieza, de nuevo, a brillar con un color rojo furioso porque ha de resolverse ya, ahora, sin esperar ni un minuto más. Eso pasará el día 9, eso será, como dice mi hija, «un problema de Ana del futuro, de Ana del 2023». Mientras tanto me arrastro por esta semana muerta que para mí tiene muchísimo encanto. Tendría más si lloviera, si hiciera frío, si soplara un viento invernal o si, ojalá, nevara. 

En la semana muerta todo está más silencioso. Cuando me despierto para ponerme a trabajar no escucho nada por el patio interior de mi casa, desayuno en silencio, leyendo, y no oigo el ascensor subir y bajar sacando a mis vecinos de sus casas para depositarlos en la urgencia del día a día. Baja también la intensidad del tráfico y con ello el ruido que se cuela en mi salón. Trabajo en silencio y, de pronto, es ya hora de comer. «Trabajo un rato más y lo dejo a las cinco». Al final son las seis que parecen las ocho cuando termino. En la semana muerta me ducho por la tarde y eso también contribuye a esa sensación de estar en un tiempo diferente al mío, un tiempo que transcurre en paralelo al tiempo en el que voy corriendo a todas partes. La gente parece más simpática, más agradable o, quizás, soy yo que no es que esté de mejor humor sino que ando como anestesiada, menos sensible a que la idiotez me altere. Eso es, lo tengo: la semana muerta me protege, crea un tiempo y un espacio en el que lo que predomina es la tranquilidad, tanta que adormece. Al principio, la mañana del veinticinco, es raro acostumbrarse a esa ola de calma que lo envuelve todo y me cuesta acostumbrarme pero, después de la comida de Navidad, ya estoy hecha a respirar dentro de la ola y deslizarme casi como si nadara, sin rozar con la rutina diaria y sus esquinas. Incluso las tareas de la casa (cocinar, limpiar, tender, planchar) en la semana muerta me resultan acogedoras. 


Acolchada. Eso es. En la semana muerta el tiempo, el espacio, mi casa, mis relaciones, el trabajo, todo está acolchado, mullido. Salgo de casa a hacer un recado, ir a un sitio a por algo y volver, el auténtico recado. En un taller de sellos de caucho he encargado un exlibris para una de mis hijas. El dueño, por mail, me advierte de que tengo que pagar en efectivo. Al llegar, la puerta de cristal está cerrada. Llamo y, detrás de un mostrador de madera que con seguridad lleva ahí desde antes de que yo naciera, aparece el dueño, Alejandro, vestido con un mono azul y dándome la bienvenida llamándome de usted. Todo en la tienda me hace sentir como si hubiera entrado en una peli navideña. No hay bolas ni espumillón, ni figuras, pero se respira tiempo, tiempo anclado, tiempo que dice que a Alejandro le gusta lo que hace. «Venía a recoger un sello. Me escribió usted la semana pasada, hablamos por mail». «Ah si, aquí lo tengo. Ha quedado muy bonito. ¿Qué tinta quiere?». Hacemos varias pruebas en sobres viejos extendidos por la tapa de cristal del mostrador. Elijo una violeta, queda bien. Espero que le guste. Pago en efectivo y Alejandro se va a buscar el cambio detrás de una cristalera. Vislumbro algo azul, una tela estampada con motivos azules y no sé si lo que veo es una mesa, una estantería, ¿una cama? ¿Vive aquí Alejandro? 

 «Tenga, le doy también dos calendarios por si quiere hacerme publicidad». Claro que se la hago: Alejandro hace sellos de caucho por encargo o escogidos de su catálogo y es mucho más barato que cualquiera de los que se anuncian en Instagram. Además ,su taller es como hacer un viaje en el tiempo y él te trata de usted. Al salir, con el repiqueteo de la campana de la puerta y Alejandro diciéndome adiós, pienso en José Luis López Vázquez en Atraco a las tres. Estas cosas solo pasan en la semana muerta, mi semana favorita del año.


viernes, 23 de diciembre de 2022

Domingo tarde de viernes


Caminando por Madrid he visto, a primera hora de la mañana, decenas de repartidores aparcando sus furgonetas en calles que durante el resto del día son peatonales. Llevaban chalecos sobre sus uniformes y descargaban carritos, cajas, muchas cajas, mercancía para las tiendas que empezaban a abrir sus persianas. He visto, también y como todos los días, a las cuatro personas que se colocan al comienzo de la calle con su atril para enseñar las verdaderas enseñanzas de la Biblia. El primer día que me los encontré iba dispuesta a darles esquinazo y ahora casi me ofende que nunca me asalten, que nunca quieran convencerme de seguir las enseñanzas de la Biblia. ¿No tengo aspecto de merecer esas enseñanzas? Me sorprende que siempre parecen alegres, convencidos de que les va a ir bien el día. Hoy he pensado, mientras pasaba a su lado, que casi me dan envidia: ojalá poder sonreír así a primera hora de la mañana.

Caminando por Madrid he visto casas en las que no vive nadie. Maldita nostalgia que me asalta siempre. Conozco poco el centro de Madrid, para mí no es un territorio conocido. Hasta los veintiocho años viví en la zona norte, no fuera de la M-30 pero tampoco en una zona céntrica. La Gran Vía y sus alrededores fueron para mi territorio ignoto hasta los treinta. Luego se convirtieron en una zona más habitual porque mi suegra vive ahí, pero después de casi cincuenta años sigo moviéndome por los alrededores de la Puerta del Sol como si viniera de fuera. Aun así, a pesar de no recordar la Puerta del Sol de hace treinta años, me come la nostalgia por una época en la que en los balcones bajo los que camino se sacudían sábanas, trapos o cojines. Echo de menos que haya tiendas para vivir y no tiendas para gastar. Echo de menos el barrio que nunca conocí y que ya nunca será.

Caminando por Madrid, por la tarde, he visto dos señores guapos de pelo blanco y barba más blanca aún que se reían mientras charlaban en una esquina. He visto dependientes ociosos en tiendas vacías que me han hecho pensar que esta tarde de viernes parecía un domingo. «Domingo tarde de viernes: qué buen título para una novela», he pensado. He visto un cielo gris que cubría todo Madrid y me reconcilia con la ciudad. He visto hojas amarillas de un otoño que continúa, que está ahora, el 23 de diciembre, en su máximo esplendor. ¿No sería fascinante que un efecto del calentamiento global fuera que las estaciones se movieran de meses? Que el invierno empezara en marzo, la primavera en junio, el verano en septiembre y el otoño en diciembre. Sería tan desconcertante como divertido.

Caminando por Madrid he visto una señora que parecía sacada de El crepúsculo de los dioses, pero de la película original. Mil quinientos años, el pelo rubio platino y un abrigo de piel sintética castaño claro que estuvo de moda, una tarde, en los años setenta. ¿A dónde iba? ¿De dónde venía? ¿Tiene familia? Cuando veo a alguien peculiar siempre pienso que no tiene familia, nadie que le diga que quizás ha llevado su peculiaridad un poco demasiado lejos, pero luego corrijo siempre esa idea. Quizás es la peculiar de su familia y sus muchos hijos, nietos y sobrinos presumen de ella: «Mi tía Carmen es de no creértela». ¡Bien por Carmen! 

«No me desheredes porque te he traído el chaleco». Por ir pensando en Carmen no he visto al joven que pronunciaba esta frase cuando se ha cruzado conmigo. No sé qué aspecto tenía, no he querido girarme para comprobarlo, pero creo que tenía barba. Ese dato no dice nada. Ahora todos tienen barba. Ojalá poder viajar en el tiempo al futuro en el que todos esos jóvenes que llevan barba tengan cincuenta años, vean sus fotos de juventud y piensen: «¿Por qué parezco más joven ahora?» Por la barba. A mí me encantan las barbas pero a lo mejor están demasiado de moda.

Caminando por Madrid he visto a un chico joven, gafitas de John Lennon y pelo largo, liso y lacio (LLL), con un gorro de piel rusa que ya hubiera querido Omar Shariff en Doctor Zhivago. Casi le abrazo. Un convencido del invierno, un devoto del frío, tan devoto que con 15 grados decide ponerse ese gorro pensado para las temperaturas de la estepa siberiana o, al menos, para un invierno en Huesca. En el fondo le entiendo: ha decidido ponérselo hoy por si mañana empieza la primavera.

Caminando por Madrid he visto una feria de artesanía que me ha hecho pensar en Obelix y compañía. Un puesto de bisutería, un puesto de cuero, un puesto de cerámica, un puesto de bisutería, otro de cuero, otro de cerámica. He visto artesanos con paciencia, artesanos con fe en su producto y artesanos mirando al infinito con la misma mirada con la que una vaca ve pasar el tren. Siempre me admiran estas ferias. ¿Cuántos pendientes hechos de flores de verdad hay que vender para poder vivir de esto? ¿Y paraguas pintados a mano? ¿Cuánta gente compra bolsos de ganchillos tejidos a mano? Ahí fuera, fuera de mis gustos, hay un mundo inmenso y me da un poco de miedo asomarme.

Caminando por Madrid he visto cola para entrar en el Prado y a una chica durmiendo sobre el hombro de su novio. Se parecía a mi amiga Rocío y dormía como yo nunca he sido capaz de dormir, desmadejada, tranquila, confiada y como un ceporro.

Caminando por Madrid he visto muchos tipos de luces de Navidad. Algunas me emocionan hasta las lágrimas y me llevan hasta el que, para mí, es el momento más navideño de mi vida, aquel al que siempre vuelvo con esas luces: la noche del 24, cuando arreglados y felices íbamos en coche a casa de mis abuelos, atravesando un Madrid desierto y descubriendo las luces de Navidad por primera vez. Nos esperaba el reencuentro con nuestros tíos, con nuestros primos, una gran cena y la emoción de acostarnos tarde. Hay luces de Navidad que siempre me llevan ahí, al asiento trasero del 131 de mi padre. Hay otras luces que me ponen contenta, me hacen sonreír y querer felicitar la Navidad a todo el mundo y hay otras que me provocan una tristeza enorme casi insoportable. Los árboles de Navidad que he visto encenderse en muchas ventanas según se apaga el día también me ponen contenta: ahí dentro hay alguien que no solo enciende luces de techo. Por lo que más queráis, tened luz de ambiente, muchas, en las mesas, en las estanterías.

Caminando por Madrid he llegado a casa, he encendido el ordenador y he leído esta preciosa historia del escritor Nicolas Butler. Se sentó en un bar, se puso a hacer un sudoku y se distrajo al escuchar una voz que decía: “I still dream about you. I dream about the mornings when we were lying in bed. I dream about kissing you. Can I kiss you?”. De aquello le surgió la inspiración para una novela.

Domingo tarde de viernes. He pensado que el título ya lo tengo.

Feliz Navidad


La foto del post es de John O. Holmes, un fotógrafo de Nueva York al que sigo desde hace muchos años.


Y os recuerdo que, si queréis que las entradas os lleguen al correo, podéis suscribiros aquí. 

martes, 20 de diciembre de 2022

Irte a volar la cometa


«El verdadero mal de la clase obrera viene de la extraña locura que la pierde: la moribunda pasión por el trabajo» - El derecho a la pereza, de Paul Lafargue.

Leo en el periódico que Biden cumple 80 años, el primer presidente octogenario de Estados Unidos. En el mundo, muerta la reina Isabel II, solo hay tres dirigentes octogenarios: los de Camerún, Palestina y Arabia Saudí. Después de leer el artículo y mientras remuevo el sofrito pienso que esto habría que limitarlo. No tiene ningún sentido que un presidente del gobierno tenga 80 años, que se presente a unas elecciones, que haga campaña. ¿Es edadismo? No. Es absurdo. Pretender que alguien con 80 años aguante el ritmo que exige esa responsabilidad es ridículo. Igual que creer que con 80 años, y porque tienes mucha experiencia y blablabla, conoces la realidad de tu país. No tiene sentido. Si por mí fuera, a los 70, como muy tarde, todos a casa. Como no depende de mí seguirá presentándose a las elecciones gente muy mayor que, aunque tenga buena voluntad, no tendría que presentarse. Y cuando digo gente quiero decir señores.

De esta idea llego a la siguiente: ¿Por qué la gente sigue trabajando con 70 años? ¿Por qué pudiendo estar en tu casa, tranquilamente, disfrutando de lo que te queda de vida y llevando una vida de ocio y familia, decides machacarte en un puesto de responsabilidad?

Y lo sé.

«When you make money you feel smart. It’s as simple as that. It does short of justify who you are as a person» (esto lo leí en un artículo del New Yorker )

Vivimos en un momento (a lo mejor siempre fue así pero yo no estaba aquí para verlo y, además, como soy mujer ni siquiera hubiera tenido un trabajo hace doscientos años) en el que nos han hecho creer que tu trabajo te define. De esta mentira cuesta la vida salir porque lo primero que te preguntan es en qué trabajas. A mí me interesa más saber qué es lo último que ha leído alguien pero claro, si pregunto eso, me expongo a que me miren como si fuera un bicho raro. Los trabajos me dan igual; solo me impresionan si eres astronauta, por el pánico que me da; neurocirujano, por admiración; o librero, por la idealización. Todo lo demás me da igual, me impresiona cero y se me olvida. No todo el mundo es como yo, a la gente le impresionan los trabajos y a mucha gente le impresiona el suyo, le impresiona tanto que se aferra a él como un koala y no quiere soltarlo nunca. «Es mi deber». Normalmente esos koalas están siempre en puestos de responsabilidad y mucho dinero pero también los hay a otros niveles.

¿Por qué? Porque la sensación de creerse imprescindible les obnubila, es embriagadora. Y si hay algo en esta vida que sea una mentira absoluta es la sensación, que todos hemos sentido alguna vez, de creernos imprescindibles en nuestro trabajo, en nuestra familia, con nuestros amigos, en cualquier ámbito. Si hay algo que ningún ser humano es, es ser imprescindible y sin embargo todos lo hemos creído alguna vez, todos hemos pensado «es que si no estoy yo…». Si no estás tú lo hará otro, o la circunstancia vital que sea se resolverá de otra manera y no pasará nada. (Solo en el caso de las criptomonedas y que tú solo tengas la clave de no se qué eres imprescindible para recuperarlas, pero mira: si tienes criptomonedas te mereces perderlas).

Todos somos prescindibles pero a mucha gente le cuesta verlo y por eso les cuesta irse de vacaciones, desconectar, delegar o jubilarse. Últimamente hablo mucho de mi mayor deseo en la vida. «¿Qué tal Ana?» «Pues nada, aquí, un día menos para jubilarme». Hablo con mis compañeros de trabajo, la mayoría mucho más jóvenes que yo, y les digo: «¿Sabéis qué? Dentro de 15 años estaré jubilada… Si llego hasta ahí, estaré en casa, disfrutando de mi ocio mientras que a vosotros todavía os quedarán 25 años de curro». Es un golpe bajo, lo sé, pero es así. Hay otra gente que cuando hablo de jubilarme como mi gran proyecto de vida me contesta: «¿Pero qué dices? Te vas a aburrir». Confieso que hubo un tiempo en el que era idiota y también pensaba eso, que sin trabajar te aburrías. Era idiota y joven. Concretamente tenía 24 o 25 años. Y fue cuando mi amigo Juan dejó de trabajar después de probarlo seis meses: «A mí esto no me gusta, así que lo dejo» Él no se aburre. No se ha aburrido nunca y yo sé ahora que tampoco me aburriría. Tendría, como él, mi tiempo libre muy ocupado con miles de cosas que quiero hacer o con mucho tiempo libre dedicado a no hacer nada. Sería maravilloso. Será maravilloso.

Admiro mucho a la gente que sueña con jubilarse y se marcha del trabajo, cuando le llega el momento, como si cruzara la pasarela de Lluvia de estrellas, saludando con la mano con una actitud que dice: «ahí os quedáis». Admiro a la gente que se jubila con reticencias, «no sé como lo voy a llevar», y a los dos días está feliz y te dice «es lo mejor que he hecho en la vida». Sospecho de todo aquel que no tiene este sueño, que te dice que su trabajo le encanta, que no podría vivir sin trabajar. Hay algo raro ahí; más que raro, algo que me entristece. Querer seguir trabajando es aferrarte a pensar que tu trabajo te define o al poder que ejerces (si es que eres muy jefe) o, como comentaba antes, a la sensación de sentirte imprescindible. Y es una sensación tan engañosa, tan falsa. Hay pocas cosas menos agradecidas que un trabajo: te vas y te olvidan, te jubilas y te sustituyen, te mueres y, con suerte, mandan una corona. A la semana, el hueco que creías haber dejado no es que esté ya ocupado, es que nadie se acuerda de que en algún momento existió.

Jubilarse es un verbo que no utilizas hasta que rozas los cincuenta. De repente se convierte en una meta, en un anhelo que comparte espacio mental con otros dos: que tus hijos se independicen y que te toque la lotería. Con esas tres bolas juegas a hacer malabarismos imaginarios para ver cómo podrían encajar y alcanzar la meta, el triunfo en el juego: vivir sin trabajar. Jubilarse suena a júbilo, a bullicio, a alegría, a levantarte cuando el sol ya te pega en la cara y a echarte la siesta sin remordimiento, suena a museos por la mañana y a coger aviones los martes o los jueves por la tarde, suena a ir al mercado a las 11, suena a no saberte el calendario laboral o si ese día es lunes o viernes. Suena aperitivo, merienda y hacer cola sin prisa. Suena a deber cumplido, a tocar la pared en el escondite inglés, a sonreír y descansar. Como dice el padre de G, cuando te jubilas, “te vas a volar la cometa”.

Si queréis algo que os haga feliz, y un poquito envidiosos, seguid a jubilados en redes sociales. Ellos sí que saben. 


sábado, 17 de diciembre de 2022

Diecinueve años




«Mamá, déjame ser irresponsable. Ya lloraré más adelante», me dijiste el otro día entre risas mientras cerrabas la puerta de tu cuarto para tirarte en la cama a ver TikTok hasta caerte dormida en una de tus interminables siestas. Salí de tu cuarto riéndome por la frase y decidí apuntarla, igual que hacía cuando eras pequeña, para que no se me olvidara. Pensé también que, como cuando eras pequeña, cuidarte, ser tu madre, consiste básicamente en enseñarte, darte consejos, advertirte para, después, dejar que hagas lo que quieras con esa información. Unas veces funciona y te sale bien, igual que cuando no te caías en el tobogán y, otras, sale mal y lloras como cuando perdiste el Apple Pen en el aeropuerto de Seattle. No lloraste de pena, ni por dolor, sino porque sabías que me tenías que haber hecho caso cuando te dije: «no lo abras hasta Madrid», pero tu pulsión tecnológica fue superior a ti y yo te dejé ser irresponsable. «Te lo dije» 

Confieso que dejarte ser irresponsable ahora es bastante más llevadero que cuando eras pequeña. Para empezar, ahora tus estudios son tu responsabilidad; tú te organizas, tú te lo guisas y tú te lo comes. No es que alguna vez hayan sido mi tarea, pero antes fingía que me preocupaba muchísimo que suspendieras y no te esforzaras. Ahora no sé ni qué asignaturas tienes y todo parece ir bien. Te veo estudiar, sales de casa con pinta de ir a la escuela y hasta he conocido a compañeros tuyos. Todo parece correcto y, aunque sé que así, sobre esa falsa confianza, es como se construyen las grandes historias sobre universitarios que pasan mil quinientos años estudiando sin que sus padres sepan que no aprueban nada, por ahora he decidido confiar en ti y creérmelo todo. También me he liberado del todo en cuanto a tu ropa, tu cuarto o tu caos. Sé que el poco control que ejerzo impide que te quedes sin ropa limpia en el armario, que cambies la sábanas de tu cama y que te alimentes de algo más que desayunos. Fantaseo a veces con dejarte completamente libre en ese aspecto y comprobar hasta dónde podrías llegar en esa espiral de dejadez absoluta. No todo el mundo sirve para eso ni para conseguir, como haces tú cada día, hacer la cama y que parezca siempre que sigues dentro durmiendo. Eso es un don. Me impresiona también que con diecinueve años no sepas cocinar nada. ¿Por mi culpa? No tengas la desvergüenza ni de mencionarlo. No cocinas porque eres una vaga y porque, como he dicho antes, solo comes desayunos si no te lo dan hecho. ¿Quieres que te recuerde cuando el otro día llegué a casa, te pregunté si querías comer, me dijiste que no y cuando yo estaba sentada, comiendo mis maravillosas judías pintas con arroz, viniste a husmear y acabaste comiendo directamente de mi plato? ¡Tu vaguería es tan extrema que no habías comido por la pereza de poner la comida en un plato y calentarlo en el microondas! 

Este año hemos vivido seis meses como si fueras hija única y, aunque no lo digas, sé que lo disfrutaste bastante. Fuimos a Berlín y, sin decírselo a nadie, me puse una medallita por haberte enseñado a viajar, a sentir curiosidad, a querer verlo todo y llegar a los hoteles cansada, hambrienta y con los pies destrozados pero feliz por haber aprovechado el día al máximo. Por mi cumpleaños me pusiste un caminito de chuches y me compraste regalos aunque luego te fuiste a esquiar y te perdiste mi celebración. Sigues jugando al fútbol, has empezado a jugar al rugby y has vuelto a nadar. Nos fuimos al otro lado del mundo, en el viaje de nuestras vidas, y disfrutamos como enanas. Hiciste mil quinientas fotos que TODAVÍA no has tenido tiempo de subir al álbum compartido de Google y grabaste mil vídeos porque ibas a hacer un montaje molón del viaje que ahora te da pereza hacer. “Luego”, “mañana”, “el lunes”, “la semana que viene” y “cuando acabe los exámenes” son tus respuestas para casi todo lo que te pido. “Ahora”, “ya”, “rápido”, “es urgente” y “mamaaaaaaa” son las palabras que más aparecen en los mensajes que me envías de manera espontánea, casualmente siempre para pedirme algo. Si son para responder a uno mío, lo más utilizado es: “sí”, “nada”, “bien”, “en casa” y “¿qué había de comer que no me acuerdo?” No quiero dejarme “no seas dramática”, que es lo que me dices cada vez de que me quejo por, según tú, tonterías. Tu mayor logro, aparte del de seguir acumulando records guiness en horas de sueño continuadas, ha sido sacarte el carnet de conducir. Te lo propusiste como meta para junio y ahí estabas, el 28 de junio aprobando a la primera el práctico. A pesar del respeto que te daba al principio, cuando te enseñé los rudimentos de la conducción el año pasado, te has convertido en una conductora bastante decente para llevar solo unos meses y, lo mejor, no te da miedo conducir por Madrid. Ahora solo falta que yo consiga relajarme del todo cuando voy de copiloto y dejaremos de gritarnos en el coche. 

Creo que todo va razonablemente bien.

Me exasperas a veces, yo te crispo otras, pero nos llevamos bien. El otro día me dijiste que no te conocía para nada y aunque te confieso que, en un primer momento, me sentó mal y a punto estuve de decirte «tú que sabes, niñata», más tarde pensé que, de alguna manera, podías tener razón. No es que no te conozca nada: sé como suena tu risa, como son tus pasos cuando estás cansada y sé solo con oír como metes la llave en la puerta si vienes con ganas de contarme cosas o te vas a ir directamente a la cama. Sé cuándo estás contenta y la temperatura que tienen tus manos cuando te levantas por la mañana. Sé cómo vas a colocar la comida en el plato y cuándo estás de mal humor y es mejor ni mirarte. Sé también cuándo algo que te voy a decir va a hacer que te hagas la digna y la ofendida. A pesar de todo eso hay mucho de ti que desconozco y me parece bien. Una de las cosas más absurdas de la vida es la idea de que las madres lo sabemos todo, poseemos una sabiduría ancestral, casi mágica que nos hace todopoderosas y tener respuesta para cualquier cosa. No es verdad. Como he dicho un millón de veces, en mi relación contigo todo es la primera que vez que me pasa, que nos pasa juntas y siempre estoy improvisando. Te conozco por los diecinueve años que llevamos juntas pero no sé que harás mañana, qué pensarás, qué vas a sentir, las opiniones que vas a desarrollar o las amistades que tendrás. Me parece bien no saberlo todo, saber que me queda mucho por descubrirte y que al revés funciona igual aunque tú, ahora mismo, no tengas la misma curiosidad. Todavía no, ya te llegará. 

Felices diecinueve, princesa de los ojos azules. A tus diecinueve años no les voy a pedir imposibles como que dejes de fingir que no sabes poner la lavadora y lleves al tinte ese abrigo que lleva un mes colgando en la puerta de tu armario . A tus diecinueve años y a ti solo os pido que nos hagamos más fotos juntas. A poder ser sin que hagas el tonto. Me gusta vernos juntas. 


miércoles, 14 de diciembre de 2022

Idiotas con ínfulas


Siento ser la que de este mala noticia pero alguien tiene que hacerlo. Es necesario, incluso imprescindible. Tenemos una tarea urgente que necesitamos afrontar para que nuestras vidas no se conviertan en un infierno. Tenemos que sentarnos, organizarnos y elaborar un censo de idiotas con ínfulas.

No podemos dejarlo más.

De que haya idiotas en el mundo nadie tiene la culpa. De que haya idiotas con ínfulas somos todos culpables. ¿Qué es un idiota con ínfulas? Pues un idiota que rueda por su vida teniéndolo todo fácil porque todos los demás, con tal de dejar de escucharle, de sufrirle, de aguantar su mala educación y sus faltas de respeto, le dejamos rodar y rodar hasta que se convierte en una bola insoportable de idiotez, prepotencia y mala educación.

Un idiota de cuarenta o cincuenta años ya era idiota con siete. No tengo dudas. Y lógicamente era muy querido por sus padres. Sus padres le querían, le aguantaban y le dejaban hacer porque la capacidad de resistencia de un ser humano es limitada pero la ceguera del amor por los hijos es infinita. Esto se traduce en que tu hijo es insoportable y todo el mundo lo sabe menos tú, y en que tú le aguantas y le consientes porque de otro modo tu vida se convertiría en un infierno. Con el tiempo ese niño idiota crece y se hace adulto y ese patrón de dejarle hacer para no oírle se mantiene. Todos somos culpables de haber dejado campo libre a idiotas en nuestra vida con la esperanza de que corrieran libres y, sobre todo, lejos de nosotros. El problema es que los idiotas con ínfulas no son una especie en extinción: hay sobreabundancia. Así que tu idiota con ínfulas al que dejas correr libre y lejos se cruza de vuelta con uno que pertenece a otro alguien, al que también han dejado correr para perderle de vista y que, de repente, entra en tu vida y se convierte en tu idiota con ínfulas. Y tienes que lidiar con él.

Da igual los años que tengas, el primer instinto del humano no idiota y sin ínfulas es dejar al idiota con ínfulas que haga lo que quiera, amansarlo dejándolo hacer para que, con un poco de suerte, corra libre y se pierda en el horizonte. Casi siempre funciona y por eso me imagino el mundo como una enorme mesa de ping-pong en la que todos golpeamos a nuestros idiotas esperando que se queden al otro lado de la red y sean el problema de otro. El problema es que a veces, para tu desgracia, un idiota con ínfulas concreto alcanza en tu ecosistema su máximo nivel y se enquista en tu entorno.  Es el momento de cambiar de estrategia.

La estrategia correcta y efectiva requiere plantar los pies en el suelo con firmeza, apretar los puños y, a veces, gritar. Es desagradable, como parar una pataleta de tu hijo. Es cansado como decirle a tu hijo veinticinco veces que no a algo, pero es necesario porque si dejas que el idiota con ínfulas se crezca estando en tu entorno más cercano intoxicará tu vida, tu grupo de amigos, tu trabajo, tu comunidad de vecinos, tu viaje,  lo que sea… y eso no lo puedes consentir. No se va a ir pero tú estabas antes, eres mejor y, sobre todo, cuando, alguna vez, te comportas como un idiota eres consciente de ello y no te crees  s el top de la creación, porque lo peor de un idiota con ínfulas son las ínfulas, la prepotencia, la mala educación extrema, ese creerse siempre en posesión de la verdad absoluta y estar tocado por un rayo divino que le pone a la altura de Einstein, Marie Curie, Rosalía o Picasso aunque luego no sepan ni adjuntar un archivo, ni hacer un bizum ni vestirse correctamente para acudir a una reunión, ni comportarse en un museo. No se mira a la cara a un idiota con ínfulas, no se le habla, se minimiza la interacción a lo mínimo que la cortesía obliga, es decir, a la misma relación que tendrías con alguien con quien te cruzas en el ascensor.

Necesitamos ese censo con urgencia. Imaginad que cada vez que fueras a interaccionar con alguien nuevo pudieras acudir a una lista, como las de morosos, a ver si esa persona es un idiota con ínfulas. «Ah, mira, Fulanita está en la lista». Podrías aplicar medidas preventivas desde el principio, aislarla y, además de ahorrarte tiempo y situaciones desagradables, dejaríamos de lanzarnos idiotas con ínfulas de un lado a otro como bolas de pinball. Con el tiempo y un poco de suerte ellos languidecerían, se ahogarían en sus ínfulas y se extinguirían.

Hagamos un censo.



Podcasts encadenados

Termina temporada de uno de mis podcasts favoritos, Arsénico Caviar, con Beatriz Serrano y Guillermo Alonso. La premisa del podcast es estar contra algo, una idea con la que me identifico bastante en mi día a día. Para cerrar la temporada, sin embargo, han decidido estar a favor de la Navidad que si lo piensas bien es también ir contra. Contra esa idea absurda de odiar la navidad. A mí me gusta. Y me gusta el podcast porque ellos son muy listos, nada idiotas y no tienen ínfulas. 



viernes, 9 de diciembre de 2022

Lecturas encadenadas. Noviembre

Por la presente, declaro noviembre de 2022 mi peor mes lector en quince años. Ha sido un completo desastre, una debacle, siniestro total. Ha sido tan catastrófico, tan terrible, que casi se me quitaron las ganas de leer. La última vez que me pasó algo así fue en 2005, en el otoño después de nacer Clara. Entonces elegí como lectura El siglo de las luces ,de Alejo Carpentier, y entre esa novela y yo se estableció una batalla, una lucha. La novela quería acabar con mi placer lector y yo quería acabar con la novela para sobrevivir y saltar a otra cosa. Por aquel entonces yo no abandonaba, perseveraba hasta el final. Fue un otoño agónico, me metía en la cama y en vez de encontrar placer al coger el libro y empezar a leer, encontraba trabajo, esfuerzo y tedio. Algo así me ha pasado en noviembre pero con tres libros diferentes. Esta vez no ha habido batalla, me he rendido. 

Los Apaches de Paris. Memorias de Casque d´Or , de Amélie Élie. Lo compré en la Feria del Libro. Este breve librito recoge las memorias de su autora, célebre prostituta parisina de finales del siglo XIX que fue musa de los apaches, bandas de jóvenes parisinos con el pelo largo que aterrorizaban a la ciudad. Algo así como las bandas urbanas actuales porque, como siempre se aprende cuando se lee, no hemos inventado nada. Amélie hace una enumeración ligera y frívola de su vida, desde su niñez, pasando de chulo en chulo, hasta el momento en el que es amante sucesiva de los dos líderes de las dos bandas principales de apaches de la ciudad. Lo que más llama la atención es el tono ligero y despreocupado de la escritura de Élie. Todo lo que cuenta es terrorífico, sórdido, terrible y casi escandaloso pero ella lo narra en el mismo tono con que otra mujer de la época nos contaría cómo cuida su ganado, acude a los bailes del pueblo o recoge castañas. He leído que en 1952 se hizo una película y tengo curiosidad por verla. El retrato del París de principios de siglo con sus cafés, sus calles adoquinadas, sus esquinas populosas y sus noches de canalleo es perfecto. Ahora que lo pienso, me ha recordado mucho a otro libro que leí hace poco, Mis amigos , de Emmanuel Bove, que me gustó muchísimo. 

Matadero 5 o La cruzada de los niños , de Kurt Vonnegut  en versión de Ryan North y Albert Monteys llevaba esperando en la estantería desde mi último cumpleaños. Hace muchos años, diez concretamente, leí la novela porque me la dejó mi amigo Pablo que también me regaló esta versión en cómic. Entonces escribí esto:  «Sí, más II Guerra Mundial, más muerte y más masacres. Vonnegut estaba como prisionero de guerra en Dresde la noche en que los americanos bombardearon la ciudad y mataron a cuarenta mil alemanes. Este libro es su intento por mostrar cómo toda la experiencia traumática, los recuerdos, el horror, marcaron su vida. Es un libro raro pero me ha gustado muchísimo. La historia es trágica y la manera de contarla introduciendo el elemento de ciencia ficción de la abducción extraterrestre es un intento, creo yo, de tomar distancia». Todo esto se mantiene en la versión cómic en la que, además, el dibujo de Monteys traslada de manera magistral el extrañamiento necesario para enfrentar el absurdo de la guerra, la enormidad de aquel bombardeo y el hecho de que vivir algo así te acompaña toda tu vida. La parte extraterrestre que en la novela funcionaba como un escape, en el tebeo me ha resultado más dolorosa; de una manera más visible he visto la inutilidad de ese intento de evasión de una realidad monstruosa que se acarrea toda la vida. 

El almohadón de plumas y otros relatos, de Horacio Quiroga, me lo regaló Antonio, en primavera, tras escuchar un episodio de Deforme Semanal en que le Lucía Litjmaer hablaba de este autor y de su vida. Este breve volumen de la colección Maestros del terror de El País contiene una serie de relatos a cual más desasosegante y terrorífico. En todos la muerte es un protagonista más, no como algo que ocurre inevitablemente sino como algo en lo que se vive. Se vive en la muerte bien porque se camina inexorablemente hacia ella, bien porque es ella la que va en busca de los personajes o bien porque ya están muertos y descubren en ella una nueva dimensión de angustia, tragedia o dolor. La sensación permanente mientras estaba leyendo los cuentos, una rarísima tarde de lluvia en Madrid, era de desasosiego tranquilo. Relato tras relato la muerte llega. Llegué a pensar que estos cuentos de Quiroga más que de terror son un intento por aprender a convivir con la muerte, de dejar de ignorarla, de dejar de vivir como si fuera algo que no tuviera nada que ver con nosotros. El paisaje de los cuentos también es importante, calor asfixiante, sol abrasador, selva, un paisaje en el que no hay horizonte, no hay dónde mirar, los personajes están atrapados. 

El primer cuento, El almohadón de plumas, empieza así: 

 «Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirara a la estatura de Jordan, mudo desde hacia una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer».

El vestido azul, de Michele Desbordes, fue otra compra en la Feria del Libro. Lo empecé con ganas pero a las cinco páginas sentí que no iba a funcionar, que aquello no era para mí. Perseveré porque hubo lectores que, cuando compartí en Instagram la lectura, me dijeron «me encantó», «maravilloso». Seguí intentándolo cada noche, unos días aburrida hasta quedarme dormida, otros días cabreada porque no podía más de tanta repetición, ni tanto cursilismo. Lo intenté hasta que decidí que no podía más, que no podía seguir sufriendo, y en la página 140 no pude más, tiré el libro al suelo y apagué la luz.  Lo único que me reprocho es no haberlo dejado antes. Además, creo que es una historia maravillosa muy mal contada, con un exceso de lirismo y artificio que solo consigue aburrir. Es un poco Seda de Baricco. 

El último fracaso del mes fue Provocación, de Stanislaw Lem. Otro que llevaba en mi estantería un año. No pasé de la página 30. Esta vez la culpa ha sido mía. No lo elegí bien, no era el momento. Decidí dejarlo pronto para no ensuciar nuestra relación por culpa de un mal comienzo. Volveré a él en otro momento y creo que funcionará. No hay prisa. 

Un mal mes lector. Pasa en las mejores casas, entre los mejores lectores. Podría no haberlo contado, haber obviado el desastre pero, como le dije una vez a Lorena, cuando comentas libros y tus habichuelas no dependen de ello, creo que lo más honesto es decir: esto me aburrió, esto no me gustó, esto es una basura que no debería haberse publicado nunca o esto me venció. 

En noviembre elegí mal, espero que los encadenados de diciembre vayan mejor.