jueves, 19 de agosto de 2021

Dieciséis años a distancia


«Eso es un problema de Clara del futuro. Clara del presente no tiene porqué pensar en ello» Esta ha sido tu filosofía de vida este año y, con ella, has conseguido algo impensable, que yo deje de preocuparme con anticipación. He aprendido de ti a pensar «este es un problema de Ana del futuro, ahora mismo no tengo que pensarlo». 

Tus quince años han sido una espera muy larga, un paréntesis entre el confinamiento y la gran aventura de tu vida que empieza el próximo martes. «He preparado un power point para convenceros de mandarme a Estados Unidos» Se me cayó la mandíbula al suelo. Me sorprende el difícil equilibrio que mantienes entre dormir trece horas y una siesta y tu constancia y dedicación a las cosas que te interesan: el baile, la guitarra, los anime, los manga, las curiosidades históricas, las películas de "girar la cabeza" y tu próximo curso en Puyallup.

«¿Estás escribiendo mi post?» No sé muy bien que escribir este año. Si pienso en estos doce meses la imagen que me viene a la cabeza eres tú, con tu camiseta negra enorme en la que pone RE, paseando por casa y lamentándote porque «mamá, ¿te das cuenta de que porque hace veinte años papá y tú os enamorasteis, yo ahora tengo que ir al colegio? No me parece justo». Algunas veces tienes unos argumentos que, pueden ser estúpidos, pero son tan inesperados, tan oblicuos, tan tú que me dejan fuera de juego. Otras veces haces preguntas para las que no tengo respuesta «Mamá, ¿cual es tu mayor virtud?» y trato de ganar tiempo devolviéndotelas. «¿Y la tuya?». «No sé, tengo quince años, no tengo todavía ninguna destacada». Pelota, set y partido. 

Dentro de cinco días te vas a Puyallup y vamos a pasar tus dieciséis años separadas por ocho mil quinientos treinta y cinco kilómetros. La Ana de hace unos meses estaría preocupada por cómo lo vamos (voy) a llevar, por si te pasa algo, por si estarás bien, Ana de hace cinco meses estaría agonizando pensando en todo lo que te va a echar de menos, pensando en si tú la vas a echar de menos... pero la Ana del presente está nerviosa y deseando que llegues allí y empieces tu gran sueño. Ya me preocuparé de todo lo demás cuando llegue, si es que llega. 

Tengo ganas de saber qué nos contarán nuestros yos  del futuro, de 2022, sobre tus dieciséis años en la tierra de Kurt Kobain, de Pearl Jam y de la montaña más alta de Estados Unidos (quitando Alaska). 

Feliz cumpleaños, mi princesa pequeña. Empieza tu gran año. 

miércoles, 18 de agosto de 2021

Experimento. Miércoles, 18 de agosto


Martes, 17 de agosto


El día que volvimos de Cicely, mientras hacía la mochila, escuché un episodio del podcast Today in Focus en el que hablaban de las razones por las que estamos todos enganchados a la cafeína. El tema no me interesaba especialmente pero necesitaba un contenido ligero que durará más o menos media hora que era el tiempo que iba a durar mi recogida de ropa y demás. En el episodio entrevistaban a un periodista que ha escrito un libro sobre la historia de la cafeína, como llegó a estar presente en el día a día de millones de personas en todo el mundo y sus efectos beneficiosos. El episodio no tenía más interés que ese pero su escucha coincidió con un pequeño cambio que he realizado en mi rutina diaria: he dejado el único café que me tomaba al día, ahora desayuno té negro con una nube de leche. ¿Por qué? Porque sí, porque sentía que me apetecía, que el café me daba pereza. No hay en mi decisión ningún afán saludable ni ningún pensamiento de cambio de dieta ni nada por el estilo, sencillamente me parece que me he cansado del café y me apetece el té. No ha sido un cambio traumático ni mucho menos, ni rompedor ni extraño. Hoy, mientras me preparaba el té de la mañana he recordado que mis hermanos y yo siempre hemos tomado té porque mi madre nos introdujo en él de muy pequeños. 


Algunas tardes de invierno, cuando hacía mucho frío y volvíamos del cole, mi madre decía: ¿tomamos el té? Por supuesto, la primera vez que hizo esa pregunta nosotros no sabíamos de qué hablaba o, como mucho, en mi caso conocía el té por las novelas de Los Cinco. A mi madre no se le puede decir que no porque es una opción que no se contempla y porque cuando quiere convencerte de algo lo hace muy bien. En las tardes de té, abríamos la mesa, poníamos un mantel diferente del de la comida, con servilletas diminutas y sacábamos el juego de te de porcelana blanca con dibujos azules que, por supuesto, todavía seguimos usando aunque las tazas nos parezcan ridículamente pequeñas. Mi madre hacía el te y, mientras tanto, nosotros sacábamos las galletas de vainilla (esas que venían en una caja roja con dos pisos y eran un hito gastronómico), la mantequilla, la mermelada, las cucharillas diminutas, el azucarero a juego y buscábamos el pan de molde. No se en las demás casas pero en la nuestra el pan de molde era un lujo, no se usaba a diario ni mucho menos, pero para el té las tostadas siempre eran de pan de molde. A veces si la merienda iba a convertirse en merienda-cena, poníamos quesos y jamón. 


Mi madre nos enseñó a tomar el té. A templar la tetera antes de echar el agua hirviendo, a verter solo un poco de agua primero para que las hojas se vayan al fondo y a esperar los minutos correspondientes. Ella lo toma siempre con una rodaje de limón y mucho azúcar. Mi hermana lo toma igual que ella. Mis hermanos y yo con una nube de leche. Yo sin azúcar desde mi primer año en Irlanda. 


Siempre hemos tomado el té. Durante el confinamiento mi madre y yo, las chichas de oro, lo tomábamos cada tarde a las seis y, cuando estoy sola, me gusta tomarlo mientras leo, a veces acompañado de una torta de aceite o un trozo de bizcocho. Cuando nos reunimos todos en invierno siempre merendamos tomando el té aunque ahora la única que usa las tazas minúsculas es mi madre. A mí me gusta tomarlo en una taza grande de borde grueso que en su día tenía unos barcos veleros pintados que ya han desaparecido. El mantel, las servilletas minúsculas y las bandejas con bollos y tostadas siguen siendo obligatorios. 


Ahora desayuno té y me parece un nuevo comienzo. Quién sabe, a lo mejor, con un poco de tiempo recupero el mantel de hilo y los platitos para el desayuno. 





lunes, 16 de agosto de 2021

Experimento. Lunes 16 de agosto

Leo sobre una especie de Mary Poppins mezclada con la Niñera Mágica que está haciendo furor en Inglaterra entre padres que no consiguen que sus hijos duerman. En el artículo se habla de sus métodos y de las distintas corrientes que existen sobre cómo enseñar a tus hijos a dormir. A mí todo esto me pilla ya lejísimos y, en su día, me pilló muy de refilón porque mis hijas fueron y son de buen dormir, de muy buen dormir. Son campeonas olímpicas del sueño, Premio Nobel, califas del sueño. El año pasado, en uno de nuestros viajes, jugamos a elegir un super poder cada uno. Yo elegí poder dar descargas eléctricas, como las anguilas, a la gente que me cae mal. (Tenían que ser superpoderes que existan en la naturaleza). Juan dijo que a él le gustaría tener el super poder de los perros de dormir en cualquier momento, cuando quisiera. Las niñas dijeron a la vez: nosotras ese ya lo tenemos. Y es verdad. No es solo que puedan dormir doce, trece o catorce horas del tirón, es que en cualquier momento deciden que quieren dormir,  se tumban, cierran los ojos y se duermen. Así de fácil. 


Mis hijas cuando duermen se van muy lejos. Todavía, con lo mayores que son, me gusta verlas dormir. Las envidio. Están más allá de mí, de nuestra relación, de sus vidas conscientes, de sus amigos, de sus problemas, de todo. Cuando duermen están en otro mundo del que, por otro lado, es complicadísimo sacarlas. Alarmas, despertadores, ruidos no suelen funcionar. Hay que insistir varias veces hasta conseguir que emerjan de ese lugar en el que están y cuándo, por fin, abren los ojos creo que no me reconocen. Me gusta tanto verlas dormir que en vacaciones nunca las despierto. Creo que es por eso y porque mi madre nunca nos dejó dormir a placer, a las diez y media de la mañana como muy tarde había que estar desayunando. En esta casa, en la escalera hay una campana colocada en el piso de arriba con el extremo e la  cuerda en el piso de abajo, justo pegado a la puerta de la cocina. Mi madre la hacía sonar con todas sus fuerzas para hacer que nos levantáramos. Era un sonido tan desagradable que te levantabas antes solo por ahorrarte ese suplicio. 


Dicen en el artículo que no se sabe qué consecuencias a largo plazo tiene cualquiera de esos métodos para enseñar a dormir. Si dejas que duerman cuando quieran quizás sean un caos de mayores, si eres estricto y los dejas llorar quizás piensen que no les quieres y acaben en terapia por problemas con la autoridad, quizás piensen que nadie les quiere, si los coges en brazos quizás se conviertan en pequeños tiranos. Claro que no se sabe y pretender saberlo es una majadería. Todo lo que somos y vivimos tiene alguna consecuencia a largo plazo, la que sea. Una consecuencia que puede ser la suma de varios factores o la falta de alguno de ellos. Es absurdo pretender saber cómo va a ser tu hijo en el futuro por la forma en la que le enseñes a dormir o porque decidas que no le vas a enseñar y ya veremos que pasa. No tienes ni idea de cómo será tu hijo. Y es mejor no saberlo, es mucho más divertido, mucho más reconfortante porque hace que la vida con tus hijos sea un continuo descubrimiento. Modelar a nuestros hijos es una majadería, una pérdida de tiempo y una fuente continua de frustración. Enséñales lo que tú quieras, lo que consideres mejor y siéntate a ver qué pasa sin esperar que hay un causa efecto en tus actos. 


Mi madre tocaba una campana y yo ahora dejo dormir a mis hijas hasta la hora de comer. 



domingo, 15 de agosto de 2021

Experimento. Sábado, 14 de agosto

 

Sábado 14 de agosto.

Ian Coss conoció a su novia en el último año del instituto, salieron varios años, más tarde pasaron un año separados, él en Indonesia y ella en Japón, para ver si de verdad querían estar juntos y tras esa separación decidieron casarse. Ian se dio cuenta entonces, supongo que ante el abismo del “para siempre” de que todos los matrimonios de su familia habían terminado en divorcio: sus padres, sus abuelos por ambos lados, sus tíos maternos y paternos, sus tíos abuelos. Unos se habían divorciado poco después de casarse y otros tras treinta años de convivencia pero en su familia no había ni un matrimonio que hubiera sobrevivido. Un panorama un poco aterrador si te pones a pensar en cosas como “quien a los suyos se parece, honra merece” o “de tal palo, tal astilla”. Aún así y con estos antecedentes, él y su novia decidieron casarse. 


Hace un año, supongo que después de haberlo rumiado durante mucho tiempo, Coss se embarcó en una serie de charlas con todos sus familiares para hablar de matrimonio, de pareja, de divorcio y con todas esas horas de charla ha hecho un podcast que se llama Forever is a long time, un título maravilloso que resume, para mí, la esencia del matrimonio y su dificultad. Para siempre es mucho tiempo. 


El resultado de estas conversaciones podía haber sido un espanto, un aburrimiento supremo lleno de lugares comunes o frases de autoayuda pero no lo es para nada. Cada uno de los cinco episodios recoge una charla con unos de esos familiares, unas conversaciones que son siempre sinceras, interesantes, emocionantes y con las que es imposible no identificarse, no resonar en algún momento. 


Me llama muchísimo la atención la sinceridad con la que los americanos hablan de sus relaciones. Me deja loquísima que les parezca muy inapropiado tocar a alguien en un brazo pero sean capaces de reconocer ante un público al que ni siquiera ven que “supe desde antes de casarme que me divorciaría” o “siempre pensaba que las cosas ahora no eran como tenían que ser pero que en uno o dos años llegarían a ser como yo quería”. Con estas y otras muchas frases me he sentido identificada y creo que si todos tuviéramos un acercamiento al final de las relaciones más reflexivo y sincero, esos finales serían más fáciles para todos (dentro de su dificultad) . Terminar una relación no es fácil, reconocer que desde el principio supiste que terminaría es aceptar que tú yo del pasado saltó por encima de una certeza buscando algo que pensó que estaba en el futuro. ¿Qué era ese algo? ¿Por qué lo querías? ¿Por qué en ese momento te pareció importante? Todo ese trabajo intelectual hay que hacerlo al terminar una relación porque si no lo haces no aprendes nada. 


En la familia de Ian Coss hay todo tipo de casos.  La historia de su abuela tiene un poso a Dirty Dancing porque conoció al abuelo en uno de esos lugares de vacaciones americanos pero además ella había sobrevivido al Holocausto y acabó divorciándose en México tras marcharse a Europa y escribir una serie de cartas  en las que reflexiona sobre lo que debe ser, para ella, una relación. La abuela tiene ahora más de noventa años y es un placer escucharla. Mi favorito es el primer episodio en el que habla con sus padres por separado es emocionantísimo y un prodigio de montaje. Les pregunta cómo se conocieron y monta la historia con cortes de voz superpuestos de cada uno de ellos. Ni siquiera dentro de la misma relación las sensaciones, los recuerdos o los sentimientos son las mismos. El padre habla además del día que le dijeron a Ian y a su hermano que se divorciaban y cómo es un recuerdo que no le abandona, que permanece vívido en su memoria. 


Yo también me acuerdo del momento en el que se lo dijimos a nuestras hijas. No se me olvidará nunca. 




Os recomiendo muchísimo el podcast. Son cinco episodios de media hora. 

jueves, 12 de agosto de 2021

Experimento. Jueves, 12 de agosto


Jueves 12 de agosto. 

«We believe we see the world as it is. We don’t. We see the world as we need to see it to make our existence possible» Subrayo esta frase en un artículo sobre la increíble riqueza minera de los fondos marinos y como son, sorprendente, un recurso aún sin explotar por el hombre. En lo más profundo de nuestros océanos hay seis veces más cobalto que en la superficie terrestre, se encuentran increíbles reservas de  níquel, itrio y telurio. Por supuesto que se ha intentado de alguna manera acceder a esos recursos pero no es fácil. Están a miles de metros de profundidad, en una total oscuridad en la que solo viven las criaturas más increíbles y bajar hasta allí no es ni fácil ni barato. 


La autora de la cita es Edith Widder, una científica que ha escrito un libro sobre el fondo del océano, sobre ese mundo de oscuridad total que somos incapaces de imaginar y sobre la dificultad de explorarlo. Es una experta en bioluminiscencia y se especializó en ella después de quedarse casi ciega tras unas complicaciones por una operación de espalda. 


«Creemos que vemos el mundo como es. No es verdad. Lo vemos como necesitamos verlo para hacer nuestra existencia posible». 


A mí el fondo marino me da miedo, como el espacio, me provoca vértigo existencial. No me gusta bucear, no me gusta el snorkel, ni siquiera abro los ojos cuando nado en el mar. No quiero ver lo que hay ahí debajo, la inmensidad inabarcable e incomprensible en la que me siento pequeña, perdida e ignorante. Solo quiero ver lo que me permite nadar en él sin sentir miedo, sin agobiarme, disfrutando. Supongo que eso hacemos con todo en nuestra vida. ¿Quién ve a su padre, a su madre, a sus hijos como realmente son? Nadie. Creemos que los vemos como son pero en realidad solo conocemos una parte, la que nos encaja, la que nos gusta, la que aunque no nos guste podemos tolerar. ¿Por qué nadie piensa que un ser querido es malo o ha hecho algo despreciable? Porque no queremos verlo, porque “para hacer nuestra existencia posible” necesitamos creer que conocemos a la gente que nos rodea, a los que queremos. Lo mismo ocurre con la edad de nuestros padres, (los que aún tenemos), no queremos verlos mayores porque eso nos obligaría a contemplarnos a nosotros de otra manera, a convertirnos en responsables. Y en las relaciones amorosas ¿quién no ha dicho alguna vez «vosotros no le conocéis, yo sé cómo es en realidad» cuando era justamente al contrario? ¿Cuánta gente cree que sus padres tuvieron siempre una relación idílica de amor y respeto sin tener la más mínima idea sobre eso? Necesitamos creer que lo que vemos y nos calma, nos tranquiliza, es la realidad. 


Vemos el mundo cómo necesitamos verlo para seguir viviendo. Pensadlo, se cumple con casi todo. Vamos por la vida contentándonos con lo que queremos ver hasta qué ocurre algo que nos descubre que en nuestra visión falla algo. 



miércoles, 11 de agosto de 2021

Experimento. Miércoles, 11 de agosto

 

Miércoles, 11 de agosto. 

Leo en el New Yorker, mientras desayuno, un cuento de Cynthia Ozick que se llama The Coast of New Zealand.  En el New Yorker siempre hay un cuento de ficción pero soy una lectora de cuentos muy regulera. Los empiezo todos pero hacia el cuarto o quinto párrafo, dejan de interesarme y tras un momento breve de duda, paso página. A veces, sin embargo, uno de estos relatos me engancha y lo devoro y lo que es más importante, no lo olvido, se queda conmigo. Tengo una lista en mi memoria de alguno de ellos. Sé que este va a quedarse en esa lista. 


Cuatro amigos, tres mujeres y un hombre, se conocen durante sus estudios para ser bibliotecarios. Se hacen amigos, él se acuesta con las tres antes de terminar la carrera y comparten aficiones y charlas. Cuando acaban los estudios, él,  que es el amigo central (Inciso, en los grupos de amigos siempre hay alguien o un par de alguienes que son los importantes, y cuando digo importante no me refiero a que valgan más o se les valore más, está más relacionado con que son las personas que crean el microclima que une a esos amigos. Tener una personalidad que crea microclima para la amistad es un don y normalmente es un don que el propietario no es consciente de tener.- Fin del inciso. Vuelvo al cuento) propone un pacto que consiste en reunirse cada año, a mediados de octubre, en un restaurante griego. Durante el año prometen no tener contacto y al reunirse no hablar de sus vidas, sus amores, y demás temas rutinarios. George es, obviamente, un snob pero ese no es el tema por el que se me ha quedado pegado el cuento. 


No quiero reventar el cuento porque hay que leer a Ozick pero llevo todo el día pensando en cuantas amistades aguantarían un pacto así y cuántas podrían, al juntarse una vez al año, no hablar de sus rutinas, sus problemas familiares o laborales, o de política. ¿Cuántas podrían hablar de cosas verdaderamente importantes? (El que quiera decirme que la familia es importante blablablablabla… por favor, que me ahorre la obviedad) No lo sé. Pienso en mis amigos, mis amistades más íntimas y la relación que me une con ellos y sé que nuestra amistad aguantaría un año sin vernos y sin hablar… eso sí, al reencontrarnos lo primero sería ponernos al día y de ahí pasaríamos a lo importante sembrado de referencias a Asterix. Otras muchas de mis amistades no aguantarían porque después de un año diríamos ¿y ahora para qué? Y nos daría pereza retomar. Además yo he roto amistades de años al darme cuenta de que ya no teníamos nada en común más que un pasado remoto y legendario cuyo recuerdo era lo único que nos unía. No conservo ninguna amistad del colegio por ese motivo. 


¿Cuánto dura un pacto de ese tipo? Nos aferramos a las tradiciones, a los pactos porque nos parece que dejarlos es una traición. Cuando yo tenía catorce años, mis padres decidieron hacer una gran reforma en esta casa, una obra que iba a durar diez meses. El día antes de empezar, el domingo de fiestas en Los Molinos, convocaron a todos sus amigos y a los nuestros y preparamos un gran aperitivo. Comimos, bebimos y con un gran mazo rompimos las paredes de la casa (antes de los gemelos estuvimos nosotros). Al año siguiente, ese mismo domingo, el aperitivo sirvió para estrenar la obra con el jardín todavía como un campo de minas. Durante años, muchísimos, mantuvimos esa tradición: el aperitivo fin de fiestas. Siempre cebollas rellenas y salpicón de marisco, gente sentada por todo el jardín, unos días mucho sol, otros frío, muchas resacas, muchas risas. Un año, sin embargo, mi madre dijo: no me apetece hacerlo. Lo decía con culpa, sintiendo que si no lo organizábamos fallábamos a alguien, a nosotros mismos, a nuestros yos de todos esos años anteriores que habían mantenido la tradición. 


«Pues no lo hacemos» le dijimos mis hermanos y yo. 


Y no pasó nada. El aperitivo fin de fiestas pasó de ser una tradición a un recuerdo compartido.  


El cuento se quedará conmigo y seguiré pensando en qué ocurre cuando algo se acaba, cuando se termina y no pasa nada. En lo difícil que es dejar ir una tradición, una costumbre, un pacto, una amistad. 

martes, 10 de agosto de 2021

Experimento. Martes, 10 de agosto

Martes, 10 de agosto. 

Hay una escena de Mad Men que recuerdo especialmente, siempre hablo de ella. En una de las primeras temporadas, Don Draper y su familia salen de picnic al campo. Todo es idílico, el paisaje, la manta, la comida preparada por Betty y colocada en las fiambreras metálicas, las botellas de gaseosa, las primeras latas de refresco. La familia, tumbada, charlando, fumando pitillo tras pitillo. Cuando llega el momento de volver a casa, guardan las cosas, Don se pone de pie y tira una lata al campo y Betty sacude la manta dejando toda la basura y los restos en ese paisaje idílico que dejan atrás al volver a casa. Recuerdo el shock al ver por primera vez esa escena, recuerdo pensar:  ¡cómo han cambiado las cosas! Ahora, diez o doce años después, lo que me impacta es lo inocente que era hace una década, cuando creía que todos, en esta época, habíamos aprendido, nos habían enseñado que no se tira la basura ni en el campo ni en ningún sitio. ¡Qué ingenuidad más tierna!


Estoy de vuelta en Los Molinos y hoy he ido al contenedor a tirar vidrio. He vuelto con todo el vidrio porque el contenedor estaba lleno a rebosar. Entre mi casa y la zona de contenedores no hay más de cien metros y en ese trecho he recogido cuatro latas de cerveza tiradas en la cuneta. Podía, además, haber recogido cajetillas de tabaco, mascarillas y papeles varios pero no tenía más manos. ¿Por qué la gente es tan cerda? Algunos días suspiro por el superpoder de teletransportarme del sofá a la cama, chascar los dedos y estar en la cama con los dientes limpios, la cara limpia y la crema dada. Otros días suspiro por poder con un parpadeo cambiar todas las láminas de los cuadros de mi casa. Otros días quiero simplemente que mis hijas me cojan el teléfono con algo de emoción. Hoy renuncio a todo eso. Ojalá hubiera una justicia divina, un dios mitológico, un proceso de la naturaleza por el que, cada vez que alguien tirará basura alegremente, esa basura llegara a su salón. Lata de cerveza en la cuneta, lata de cerveza que aparece en su salón. Papel higiénico de haberse limpiado en el monte y dejado allí en vez de metertelo en el bolsillo, papel que aparece en el cajón de los cubiertos del responsable, mascarilla colgando de ramita en el campo, mascarilla que cuelga de tu ducha en tu baño. 


No sé si sería justicia poética pero seguro que hacia mucho más por la conciencia medioambiental de muchos que todas las bienintencionadas campañas que se ponen en marcha pensando que el ser humano es bueno por naturaleza.


 A Don Draper le encantaría mi idea. 


domingo, 8 de agosto de 2021

Experimento. Sábado, 7 de agosto

Sábado, 7 de agosto.


«La casa donde uno vive, además de terminar convirtiéndose en un techo y un refugio contra las inclemencias y amenazas de fuera, también es una elección moral. Su amplitud o su mesura, su lujo o su austeridad, sus materiales o la altura de sus techos, terminan por reflejar lo que somos, del mismo modo que la forma de adquirirla: con el esfuerzo propio o con malas artes, con hipoteca o especulando o manipulando documentos». Leo un artículo de Eugenio Fuentes contando una visita al Pazo de Meirás. No sé si la casa donde vives es una elección moral o simplemente la consecuencia de tus posibilidades económicas. Todo el mundo quiere tener una buena casa, una casa acogedora. Unos querrán cuantos metros mejor, otros cocinas pequeñas para limpiar poco, otros vistas al mar, otros seis dormitorios y otros querrán tantos baños como personas vivan pero al final, lo que todos queremos es un sitio acogedor en el que refugiarnos. La familia Franco hizo una elección inmoral y se quedó con algo que no era suyo, lo inscribió como propiedad privada particular pero cargó al presupuesto público su mantenimiento. No sé si la elección de la casa es una opción moral pero sí se que no todos seríamos así de inmorales. 


Escribo esto en esta casa que mi madre compró hace más de veinte años. Tampoco fue una elección moral, fue un deseo de tener algo en este valle en el que había sido muy feliz con mi padre que había muerto tres años antes. Es una casa pequeña y acogedora, no queremos más. Todos los muebles vienen de algún otro sitio: la mesa de centro la hizo mi hermano con restos de madera que sobraron de la construcción del porche de Los Molinos, el aparador ya existía cuando yo nací, la mesa de comedor y las seis sillas estaban en la casa de Los Molinos cuando la compramos. Las camas han llegado todas de casas de otros familiares de los que ya he olvidado los nombres y las caras. Los sofás son nuevos, si nos vale como nuevo algo comprado hace veintidós años y ya retapizado. Todas las cortinas y las colchas las hizo mi madre.


¿Nuestra casa es una elección moral? No lo sé. Lo que sí es una elección moral es que no se parezca a ninguna otra, que sepa a ti, a tu familia, a tu historia, a lo que en ella se ha vivido, que huela a tu familia. 


«Un pueblo nómada aprende a llevarse sus hogares consigo, y los objetos familiares se despliegan o se reconstruyen de lugar en lugar. Cuando nos mudamos de casa, nos llevamos con nosotros el concepto invisible de hogar, que es un concepto muy poderoso. La salud mental y la estabilidad emocional no requieren que permanezcamos en la misma casa o en el mismo lugar, pero requieren una sólida estructura en el interior, y esa estructura se construye en parte con lo que sucede en el exterior. El interior y en el exterior de nuestras vidas son el caparazón en el que aprendemos a vivir». (¿Por qué ser feliz cuando puedes ser normal? Jeanette Winterson. 



sábado, 7 de agosto de 2021

Experimento. Viernes 6 de agosto

El verbo más bonito en castellano no es amar ni querer, es llanear. «Aquí ya llanea» o «La ruta, tras una pronunciada subida, al alcanzar el puerto, llanea el resto del recorrido» . Dice la RAE que llanear es «andar por lo llano, evitando pendientes» y mientras escalo la pendiente que lleva de Vilanova a Chía pienso en que lo bueno de la vida, lo mejor, llega cuando aprendes que evitar las pendientes es lo más inteligente. Yo nunca he sido de mucha emoción, ni de buscar aventuras, ni de ir a la caza de nuevas experiencias ni retos. Lo llano me vale. Por supuesto, en algún momento he pensado esa bobada de «la vida sin emoción no es vida», una idea que nos empuja a creer que para que algo merezca la pena debe de ser intenso, lo más intenso que se pueda, a ser posible que te deje una huella marcada a fuego que lo haga inolvidable. 


Es imposible vivir eternamente en una emoción permanente, pasar la vida en, siento lo manido de la imagen, una montaña rusa de emociones: pasión al máximo, brevísimo llaneo, tristeza o desesperación máxima y vuelta otra vez a la pasión. Una relación así, por muchas grandes obras de la literatura que deje, muchas arias de ópera que nos estremezcan o cualquier otra manifestación artística, es agotadora y, a la postre, muy poco satisfactoria aunque mientras estemos ahí queramos creer que da sentido a toda nuestra existencia.  Cuando hablo de relación, no me refiero solo a una amorosa, también estoy pensando en nuestra relación con la familia, con los hijos, con los amigos, con el trabajo. Y, por supuesto, tampoco estoy defendiendo pasar los días en una especie de abulia anímica en la que ni sientas ni padezcas, en la que nada te emocione. Quizás no me esté explicando. 


Llanear en un camino, en una ruta, en la vida, permite recuperar el aliento, dejar vagar la mente mientras el cuerpo funciona en automático. Llanear te da espacio para pensar, para recordar las cosas buenas, para apreciar el hecho de que no te duela nada, apreciar el paisaje y las vistas tanto físicas como emocionales. 



Acaba de empezar a llover, otro verbo que me encanta. 

viernes, 6 de agosto de 2021

Experimento. Jueves 5 de agosto


Jueves 5 de agosto. 

«No, no tendría una segunda cita con él porque no es mi prototipo». En Cicely no hay wifi ni apenas cobertura así que, a ratos, me sumerjo en el mundo que enseña la televisión y que mucha gente cree real. Echo un rato viendo de reojo First Dates. Lo veo de reojo no porque me avergüence de verlo sino porque no puedo soportar la idea de que todas esas personas no tengan a nadie a su alrededor que les diga: «¿A First Dates? Ni se te ocurra». Sí, ya sé que cada uno puede hacer lo que quiera y que quién soy yo para criticar al que va a ese programa. Cada uno puede hacer lo que quiera pero como alguien que lleva veintiún años trabajando en televisión, en serio, no vayáis a First Dates. «No me importa, yo voy a pasármelo bien y a conocer los presentadores. Soy como soy». No, en serio, que no. En ese programa a nadie le importa quién eres tú o si quieres pasártelo bien, la gracia está en exprimir lo peor de ti: lo que de más vergüenza, lo que resulte más repulsivo, lo que dé más pena. 


Un par de personas dicen eso de «no es mi prototipo». Dejando de lado el uso completamente erróneo de la palabra prototipo (que por supuesto ningún redactor ni directivo del programa corrige porque ¡qué gracioso!) me quedo pensando en qué idea tenemos de las personas que creemos que nos van a gustar. ¿De dónde viene la idea de mi hombre/mujer ideal?  O ¿Cuál es mi tipo? Nadie dijo nunca mi tipo es alguien feo, aburrido, con pelos largos saliéndole de las orejas, sin inquietudes y que lo único que le guste sea jugar a las chapas. Todos pensamos o creemos o queremos que las personas que nos gusten sean buenas, inteligentes, cariñosas, divertidas, compasivas y lo más atractivas posibles porque, en el fondo, nosotros queremos ser así. ¿Vienen estas aspiraciones de los libros? ¿De las pelis? ¿De los poemas amorosos? ¿De las canciones medievales? ¿De Shakespeare? 


No sabemos cuál es nuestro tipo. El que no nos hablará en el desayuno y nos dejará repetir las historias veinte veces mostrando el mismo interés. El tipo de verdad, el que va a llegar y nos va a cambiar la vida a mejor. Me pregunto si Toñito, el hombretón que tiene el huerto enfrente de nuestra casa, piensa en un prototipo. Charlo con él a través de la tapia mientras se cambia las zapatillas mugrientas que lleva por otras igual de mugrientas. Cuando se marcha, me regala una lechuga, miro mis pies y veo que yo también llevo una zapatillas mugrientas que ya tienen diez años y que, claramente, son mi “prototipo”. 



jueves, 5 de agosto de 2021

Experimento. Miércoles 4 de agosto

Miércoles 4 de agosto


«Ya entonces comprendí que los sonidos de la naturaleza podían contener un enorme y valioso cúmulo de información que se mantiene a la espera de que alguien lo descifre. No obstante, a aquellas alturas de mi vida, todavía no había tenido la oportunidad de comprobare el mundo natural estaba abarrotado de conversaciones gloriosas. ¿Cómo iba a saberlo? Muchas personas ni siquiera diferencian las acciones de escuchar y oir. Una cosa es oír de manera pasiva y otra muy distinta es ser capaz de escuchar con una actitud activa y una conexión plena» Estoy leyendo el libro de Bernie Krause, La gran orquesta animal. Lo compré después de escuchar un episodio del podcast Invisibilia en el que hablaba sobre su (apasionante) vida y cómo había aprendido a escuchar la naturaleza. 


Le doy vueltas a lo que cuenta mientras damos un paseo y, una vez más, nos perdemos. Escucho nuestras pisadas, sonidos que creo que vienen de insectos que no veo y que por supuesto no me puedo imaginar. Descifro el sonido de unas chicharras cuando aprieta el sol. El vuelo de las moscas, entontecidas por la tormenta que se acerca, suena alrededor de mis oídos. Intento escuchar el paisaje, qué escucho además del resonar cada vez más lejano, según nos adentramos en el bosque, de los coches por la carretera. El musgo de las tapias no suena, mas bien aísla. Mientras intento registrar más y más sonidos, recuerdo un día esta primavera en que mientras trabaja en casa, recibí un mensaje de un amigo bombero: “Hay dos dotaciones en tu calle”. Al leer sus palabras, mis oídos se conectaron y escuché las sirenas. Me asomé a mi terraza y saludé a un amable bombero que con una escala subía a los últimos pisos de mi casa a buscar posibles losas desprendidas. Pasado el momento espectáculo me pregunté ¿cómo no lo he oído? 


Más pisadas. El viento en los árboles. Un repiqueteo constante que parece lluvia pero que no nos moja. Mi respiración. Más repiqueteo. Más rápido. Empezamos a mojarnos. Las pisadas corriendo. El barro suena cuando lo golpean mis zapatillas. Mis pies en los escalones de madera que suben a la ermita. El sonido del pasador de la verja de la ermita. Un trueno. Arrecia la lluvia contra la pizarra de la techumbre. Ya no hay insectos ni sonido de carretera, solo la lluvia. 


Ya en casa y mientras se van las luces con el atardecer, escribo esto horas después: el zumbido de la nevera, multitud de pájaros cantan fuera, no conozco ninguno. Un par de niños pasando en bici, las pisadas del excursionista despistado qué pasa ante nuestra puerta y que resuenan en el silencio del pueblo casi desierto.  Una cucharilla golpeando una jarra de cristal en la que me están preparando un mojito. El sonido de las teclas de mi Mac, así suena un post. Escuchad.



miércoles, 4 de agosto de 2021

Experimento. Martes 3 de agosto

Martes 3 de agosto. 

«La contemplación es un arte que requiere, apártese la disposición, una sabiduría que no se adquiere de un día para otro y que necesita tiempo, ese tiempo que tanto desperdiciamos durante el año yendo de un sitio a otro y que ahora se abre ante nosotros como una página en blanco llena de luz y de sol. Llenarla con nuestros pensamientos es el mejor regalo que podemos hacernos a nosotros mismo y al mundo que pertenecemos. Aunque crean que perdemos el tiempo» Leí a Julio Llamazares en el País del domingo y recorté la columna para guardarla en mi cuaderno. He decidido volver a esa rutina, a leer el periódico en papel y a recortar lo que me guste. ¿Para qué? Pues no lo sé pero me apetece. Necesito los textos en papel, las lecturas impresas, tocar lo que leo, verlo, saber que está ahí, que tiene presencia física y que no desaparece aunque cierre una pantalla o le de al off. 


Contemplar. En el paseo de ayer pensé que este paisaje ha cambiado poco, por no decir nada, en los veintidós años que llevo contemplándolo desde el banco de la iglesia. Subiendo a la iglesia me voy fijando en la preciosa tapia construida acumulando piedras que bordea el huerto de Javier tan perfecto que me entran ganas de ser un pilluelo de película y saltar a robar tomates. Es tan perfecto que incluso me apetece ser hortelana y me imagino por las mañanas paseando entre las hileras de tomates, pimientos, calabacines, judías, cebollas, escarolas, quitando malas hierbas. Juego con ventaja con esta fantasía porque no hay ni una sola mala hierba. Es el Versailles de los huertos. Justo antes de girar y sobrepasar el ábside de la ermita, a la izquierda, hay unos matorrales de boj. Siempre están igual, nunca tapan el camino. Por primera vez en mi vida me pregunto si alguien los podará cuando yo no estoy aquí, cuando no lo veo. Al llegar al banco y asombrarme, otra vez más, por la vista del valle con el Turbón al fondo, pienso en todo lo que pasa aquí cuando yo no estoy, cuando no lo veo. La sierra de Chía justo enfrente, inmensa, maciza, siempre en sombra y casi amenazadora. Si este valle se convirtiera alguna vez en una peli de catástrofes o de superhéroes geológicos, Chía sería la villana que se levanta de su lecho y aplasta los pueblos del Solano antes de encaminarse hacia Francia. El lecho del río corre bastante seco, tienen el agua contenida en el pantano de Eriste para que los turistas hagan piragüismo. La carretera corre paralela al río pero pasan pocos coches. 


Damos un paseo al Dolmen. Mis pisadas, las ramitas pequeñas que voy pisando, hojas secas. Campánulas violeta, flores azules, flores blancas de distintos tipos, espigas, pequeñas flores rosas y unas amarillas que, cuando me agacho a coger para mi ramo, descubro que son suculentas. No sé nada de flores, se me olvidan los nombres de las que un día supe y no retengo los que intento aprender de nuevas. Pacas de paja en los prados. Sesenta, cien, doscientos, trescientos años atrás, los que pasearan por estos senderos que ya existían uniendo pueblos que ya existían, al ver las pacas de paja pensarían en ganado, en colchones, en la previsión para el invierno. Yo, hija del siglo audiovisual, veo las pacas de paja en los prados y lo primero que me viene la cabeza es Julie Trinos en Sonrisas y lágrimas. Cojo flores hasta que mi mano no puede abarcar más. No encontramos el Dolmen, es casi mágico. De cada tres veces que doy el paseo a buscarlo, dos no lo encuentro. Los que construyeron el dolmen no pensaban nada cuando veían pacas de paja, no hacían pacas pero veían el mismo paisaje que yo y quizás, a ellos también, la sierra de Chía les daba miedo. 


Escucho un podcast tumbada en el sofá mientras veo las nubes pasar y espero que llueva. Hablan sobre la falta de mano de obra en Estados Unidos, sobre la gente que no quiere volver a trabajar porque está cobrando el paro. Los empresarios se quejan. Los que desempleados dicen que se han dado cuenta de que antes no vivían, trabajaban ochenta horas a la semana en cocinas a cien grados, o sirviendo mesas sin parar, o limpiando hoteles sin tener si quiera media hora para comer. No quieren volver a eso, quieren tener tiempo para ver el sol, para ver lo que ocurre alrededor, para contemplar.