lunes, 22 de enero de 2018

Prisa

Ray Oranges
Prisa porque acaba el día. Prisa porque sea mañana. Y pasado mañana y la semana que viene y el mes siguiente. Prisa para ponerme a leer. Por irme a dormir. Prisa por llegar. Prisa al marcharme. Y al despedirme, hagámoslo corto. Prisa porque llegues. Prisa porque sea viernes, prisa porque llegue el lunes. Prisa porque sea día uno y después treinta y uno. Prisa por acabar la línea, terminar el párrafo. Prisa por pasar página. Prisa por saber cómo termina un libro y prisa para empezar un nuevo. Prisa por acabar un artículo del New Yorker. Prisa porque crezcan y se vayan. Prisa porque vuelvan. Prisa porque hierva el agua, se haga el café, salte la tostada. Y para untar la mantequilla antes de que se enfríe el pan. Prisa por tener todo recogido y por terminar de recoger. Prisa por saber qué hay de comer y qué cenaré. Prisa para hacer la maleta y para deshacerla. Prisa por reservar, sabiendo que puedo cancelar. Prisa porque me contesten, porque me llegue un correo. Prisa por responder. Prisa por llegar a la solución de un problema. Prisa para resolver, para dejar atrás. Prisa por olvidar, por echármelo a la espalda. Prisa por empezar y también por terminar. Prisa porque el agua de la ducha  salga caliente cuanto antes. Prisa por vestirme, por echarme la crema. Prisa al peinarme y al lavarme los dientes. Prisa por tener tiempo. Prisa en la peluquería, en el supermercado y en la gasolinera. Prisa porque termines de contarme  para que no te detengas en los detalles. Prisa porque se marchen y para que te vayas. Prisa para que termine la canción, el informativo o el capítulo. Prisa para llegar al final de la piscina, al último largo. Prisa al escribir a mano, acelerando poco a poco desde que poso la pluma en el papel y mis pensamientos, como los caballos al abrir el cajón, corren cogiendo velocidad, acelerando sin parar mientras mi mano intenta seguir el ritmo para no olvidar nada, para no dejar escapar ningún hilo. Prisa por encadenarlo todo, por construir la idea, por terminar el párrafo, por acabar el post. Prisa por comprender y prisa por terminar la partida. Prisa para apurar la copa de vino, las patatas de la bolsa y la tinta de la pluma. Prisa porque termine la lavadora y prisa porque suene el horno. Prisa por entender y porque me de igual. Prisa porque cambie el semáforo, porque llegue el día, 

cualquiera, 

el día en el que me paro

y digo

¿Dónde vas?

Para. 

Estás bien. 

Puedes parar. Dejar de correr. Estás a salvo. No tienes que escapar. 

Descansa. 


viernes, 19 de enero de 2018

Ensayo sobre la almohada


Hablemos de almohadas. 

La búsqueda de la almohada perfecta es como la del Santo Grial, algo que solo te importa cuando eres mayor, cuando te conviertes en Sean Connery. De niño puedes dormir con el cuello totalmente tronchado y conseguir horas de sueño reparador de las que te levantas sin que tus cervicales hayan decidido convertirte en una cariátide. De niño, el dolor de cuello solo se concibe si viene alguien y te decapita. Uno de los amigos imaginarios de mi hermano pequeño, el famoso Gortel bueno, solo podía girar el cuello en un mínimo ángulo porque Gortel malo se lo había cortado con un cuchillo y al volvérselo a colocar la amplitud rotatoria se había visto muy afectada. A lo que iba, de niño te da igual dormir en una almohada de los Picapiedra. Todo su interés se reduce a lo que puedes esconder debajo, a lo que puedes encontrar debajo (Hola Ratón Pérez) y a poder luchar con ellas.  

De adolescente se estila más dormir boca abajo y si es posible con los brazos descolgados. Sospecho que este nuevo contorsionismo para dormir responde a la súbita pesadez de las extremidades que hace que los adolescentes se muevan a una velocidad incompatible casi con el concepto movimiento y que no se sienten, se desplomen. La almohada pasa de ser algo que no te importa un pimiento a ser algo que molesta, que sobra. (Yo jamás he dormido boca abajo porque la adolescencia, además de dotarme de pesadez de miembros me trajo de bonus track un par de pechos incompatibles con el concepto "boca abajo"). La única utilidad de la almohada en la adolescencia está en poder hacer algo con ellas como en las películas: fiestas pijamas o guerra de almohadas que terminen en otras cosas. 

Más adelante llega el momento en el que todos nos convertimos en princesas del guisante. Todo pasa a ser fundamental para dormir: el colchón, las sábanas, optar por manta o por edredón y en el top de las exigencias está la almohada. Todavía recuerdo cuando en mis tempranos veintitantos en un hotel, en Sevilla, descubrí un menú de almohadas. Pensé "qué chorrada más grande". Mi reino por un menú de almohadas ahora. En realidad mi sueño sería un buffet libre de almohadas.  

He llegado a la conclusión de que la almohada perfecta no existe. O, mejor dicho, existe pero esa cualidad de perfección no permanece inmutable en el espacio y en el tiempo. La que es perfecta hoy es muy probable que no lo sea dentro de dos días, cuatro semanas o seis meses. Por eso cada vez tenemos más almohadas en la cama, no es por moda o porque queramos "hacer de tu casa el perfecto refugio de invierno". Tenemos superpoblación de almohadas porque las coleccionamos igual que el viejo cruzado de Indiana Jones coleccionaba griales, por si suena la flauta.  Tienes cuatro almohadas en tu cama y con suerte, con mucha suerte, cada noche una de ellas es la perfecta. Un día la necesitas casi imperceptible, otro día mullida para que te acoja, otro quieres la cervical (que llegó a tu casa de una manera que no quieres recordar) porque en algún sitio has leído que para la contractura en el cuello que te está matando es mejor una almohada que te mantenga el cuello recto, otro la quieres tan blanda que al hundir la cabeza en ella los lados esponjosos te ahoguen, otro las quieres todas en una composición conjunta que te mantenga erguido para no ahogarte en tus mocos y un día la quieres caliente y otro te encuentras en mitad de la noche reptando como un marine frotando la cabeza contra todas tus almohadas intentando encontrar una que permanezca fresca a ver si así consigues que los pensamientos que se te están haciendo bola se aireen.  

Ahora mismo ando a la caza de la almohada perfecta para mi nueva cama. En esta nueva cama, en mi nuevo cuarto de adolescente he decidido dormir en medio del colchón. Ya no soy de un lado ni del otro, toda la cama es mía y eso me ha llevado a replantearme el mundo almohadas. Mi cuerpecillo curtido en años de compartir cama y en la querencia de preferir un sitio tiende a escabullirse hacia uno de los lados (el izquierdo mirando desde los pies) y, por eso, necesito más de una almohada perfecta, un par por lo menos.  Una para apoyar la cabeza y otra para corregir mi 
postura, que me impida deslizarme hacia mi antiguo lado, que se deje abrazar, patear o que se esté quieta haciéndose la muerta ocupando cama y manteniendo la temperatura. Que sí, que eso también lo hace una pareja pero es que no quiero dormir con alguien todas las noches. Necesito una almohada bulto que no se ponga celosa cuando sí duermo con alguien. 

Cuando consiga esto, me lanzaré a la siguiente etapa, encontrar una almohada que se adapte mágicamente, encogiéndose o creciendo, a los distintos tamaños de fundas que tengo. 

Por soñar que no quede. 


miércoles, 17 de enero de 2018

Me gustaría...

Me gustaría que los días no hubieran empezado ya a alargarse y no sentir que he desaprovechado las noches eternas del invierno. Me gustaría sacudir la cabeza como hago para secarme el pelo y librarme de las gotas de nostalgia que últimamente parecen estar cubriéndome. Nostalgia de antes, de hace años, de mi infancia, de antes de ayer, del último de verano y del invierno que no aprovecho. Me gustaría dejar de imaginarme en medio de un camino mirando hacia atrás  y pensando «pues no estuvo tan mal» y mirando hacia delante y temiendo no llegar a lo que hay más allá. Me gustaría verme soñar desde fuera, sentarme en el borde mi cama y ver mis sueños crearse en un enorme bocadillo de dibujos animados por encima de mi cabeza. Me gustaría disfrutar de ellos ahora que no me torturan y que, de verdad, existiera un barrendero de sueños. Un hombre vestido como los tenderos franceses de los años 30, con gabán y gorra y azules, que barre los sueños cuando nos levantamos y nos vamos de nuestras cabezas. Me gustaría que esa idea del barrendero de sueños se me hubiera ocurrido a mí.  Me gustaría saber exactamente qué ponerme cada día y no dejar ropa "para otro día más especial" como si tuviera fiestas, cocktailes o mil citas importantes en mi vida.  Me gustaría saber ponerme un pañuelo de seda rojo que alguien me regaló y que ese alguien me explicara en qué estaba pensando al regalármelo. Me gustaría explicar a los creativos de las cuñas de radio que «desde 995 €» no es ninguna ganga y que no soy capaz de imaginarme un «Mercedes con cuatro años de garantía». De hecho, no sé porqué alguien podría ilusionarse imaginando eso. Me gustaría que me interesaran los coches un poco, o por lo menos ser capaz de distinguir el mío entre varios coches azules. Me gustaría saber porqué, a veces cuando escribo a mano, el trazo de una s o de una e me recuerda a mi padre. Y me gustaría que mi letra se pareciera a la suya. Me gustaría ser capaz de recordar el nombre de los vinos que me gustan y olvidar el del vino que bebí la vez que fui gilipollas. Me gustaría atreverme a llevar las uñas pintadas y sentirme un poco mujer fatal. Y me gustaría acordarme, la próxima vez que necesite calcetines, de comprarme también unas medias de rejilla. Me gustaría no sentir miedo al pensar en la publicación de mi libro y me gustaría también no pensar que sentir miedo es lo correcto. Me gustaría que Madrid fuera un pueblo y poder vivir en otro sitio. Y me gustaría tener uno de esos pisos señoriales de la calle Alcalá que tienen El Retiro a sus pies. Me gustaría que los hombres no contestaran «pues tampoco es para tanto, es bajito» cuando les hablo de la belleza de otros hombres. Me gustaría conocer a Neil Gaiman y a Guillermo Altares. Me gustaría decirle a Carlos Alsina que puede hacerlo mejor y que no se cabreara. Me gustaría que mi yo natatorio tomara el control de los mandos de mi cabeza nada más despertarme y no me dejara a merced de mi yo perezoso que intenta convencerme, cada día, de que no necesito ir a nadar. Me gustaría sobresaltarme, cada mañana,  por la alarma del despertador y no esperar su sonido desvelada. Me gustaría ser capaz de recrear en mi cabeza el sonido de los  pájaros en septiembre en Los Molinos y que la camisa de mi abuelo de "Centro de Moda Guijarro. Bilbao" guardara el olor de su colonia. Me gustaría conocer a alguien que fume Rex y no olvidar el nombre del suavizante que estamos usando ahora y que deja un olor en la ropa que me hace sentir que el suavizante sirve para algo. Me gustaría no tener nada en las paredes de mi casa o, mejor, que fueran como pizarras que pudiera borrar pasando la mano. Llenar mis paredes de cuadros, portadas del New Yorker, fotografías, citas manuscritas y cuando me cansara pasar la mano y que todo desapareciera para  volver a empezar. Me gustaría que la expresión «Borrón y cuenta nueva» fuera el nombre de ese superpoder.  


lunes, 15 de enero de 2018

Dorothy Parker y el metro de Madrid

—What, then, would you say is the source of most of your work?

—Need of money, dear. 

                                                                         Entrevista a Dorothy Parker. 1957 


Desde 1919, año de creación del Metro de Madrid, hasta 1984 solo las mujeres solteras podían ser taquilleras en el Metro de Madrid. Si se casaban tenían que dejar de trabajar, las echaban y sólo podían recuperar el trabajo si enviudaban. 1984 es antes de ayer. 

No sé en qué momento de mi vida decidí que iba a trabajar. Ahora puede parecer una obviedad pero cuando yo era pequeña, adolescente, la mayoría de las mujeres que conocía no trabajaban fuera de casa. Eran amas de casa, criaban a los niños, cuidaban la casa. Mi madre, licenciada en Geológicas y  profesora antes de casarse, no volvió a trabajar hasta los años noventa. Yo siempre pensé en trabajar, ese era el plan, estudiar algo que me gustara o interesara y luego buscar trabajo. Recuerdo terminar la carrera y empezar a agobiarme buscando un trabajo, el que fuera. De una carambola en otra terminé trabajando en lo que trabajo ahora y nunca jamás he pensado en dejarlo. Bueno, miento. Ahora mismo fantaseo cada semana con que me toque el euromillones, dejar de trabajar y dedicarme a tener una pequeña librería y viajar. 

Nunca pensé en casarme y que mi pareja me mantuviera o para que no suene tan mal, él diera el soporte económico a nuestra familia. Nunca lo pensé y una vez casada jamás lo consideré. ¿No lo hice porque no estuviera convencida de la solidez de mi relación? No. No lo hice porque me daba pánico la falta de independencia. Trabajar, ganar tu propio dinero, te hace independiente. Depender de otro te hace vulnerable y dependiente, aunque sea amor verdadero. 

Yo, como Dorothy Parker, trabajo por dinero y creo que las mujeres tenemos que trabajar por dinero, no por realizarnos, empoderarnos (una palabra espantosamente cursi) o conocer mundo, tenemos que trabajar porque la independencia económica, el ser capaz de cubrir tus necesidades vitales es lo que te permitirá, a lo mejor, realizarte, empoderarte, conocer mundo y quién sabe si ganar un Premio Nobel, escribir una obra maestra de la literatura o dedicarte a hacer pasteles de manzana sin lactosa. 

Pienso en esas taquilleras del metro de Madrid. Tenían un trabajo en los años veinte, treinta, cuarenta, un trabajo porque el que ganaban un sueldo por la actividad que desempeñaban y al casarse lo perdían. Pasaban de ser alguien a ser de alguien, de ser indpendientes a ser dependientes. ¿Por qué? Porque sí, por casarse. Ahora, en muchas ocasiones, ese cambio no es automático pero ¿cuántas mujeres dejan de trabajar cuando tienen hijos? Lo dejan o las invitan muy fuerte a dejarlo. Las invitan las empresas, los jefes, unos horarios absurdos, la falta de guarderías, el machismo que considera que una mujer trabaja para entretenerse hasta que tiene una familia a la que dedicarse...y también sus parejas, su entorno y esa mierda de mística maternal que pulula por ahí y que dice que si tienes que elegir, elige siempre la maternidad a tiempo completo porque no hay nada como la familia. Y que una mujer es más si tiene hijos. 

A mis hijas les digo que no se casen y que trabajen siempre. «¿Y si nos toca la lotería y somos millonarias? Entonces podéis dejar de trabajar pero, si no tenéis suerte con el azar, recordadlo siempre no dejéis de trabajar nunca» También les digo que no salgan jamás con un hombre que lleve gorra de visera plana porque nunca se ha visto nada inteligente debajo de esas gorras pero espero que si tienen que elegir un consejo para no seguir, sea el de la gorra y no el del trabajo.  


jueves, 11 de enero de 2018

La Nada adolescente

«Paso a paso, irresistible y silenciosa, la Nada iba penetrando por todas partes, a través de los altos muros negros que rodeaban la ciudad». (La historia interminable, de Michel Ende)

Cuando mis hijas eran pequeñas, sus cenas eran una auténtica tortura para mí, una prueba de supervivencia cada noche. Perdí años de vida y me salieron canas batallando con ellas para que comieran algo. Cuando ya no podía más, a la desesperada, se me ocurrió leerles mientras cenaban y, contra todo pronóstico, funcionó. Les leía historias, libros gordos de más de cuatrocientas páginas y me miraban ensimismadas engullendo la cena tranquilamente. El primero que les leí fue La Historia Interminable. Les encantó y de una noche para otra recordaban perfectamente cada escena, cada personaje, toda la trama. Era magia. 

En aquella historia aparecía un enemigo invisible, algo cuyo peligro no era ser algo sino precisamente lo contrario, no ser nada. Era la Nada. Ellas y yo imaginábamos la Nada como una sustancia gris, una nube, un charco de lodo, una sombra que tapaba la realidad, que cubría poco a poco el reino de Fantasía. Llevo días pensando que la Nada es, en realidad, la adolescencia y sus embates son olas que llegan a la orilla de mi casa, a mi puerta barriendo con su fuerza cualquier entusiasmo, interés o curiosidad que mis hijas tuvieran de niñas. No sé que ha pasado, no sé como luchar contra ello. 

—¿Queréis hacer algo?
—No, nada.
—¿Qué tal en el colegio?
—Bien, nada especial.
—¿Queréis que hablemos de algo?
—No, de nada. 
—¿Alguna novedad?
—Nada. 
—¿Te apetece leer algo?
—Puff, qué rollo.
—¿Ver una peli?
—Qué aburrimiento. 

¿Qué ha pasado con todas sus inquietudes? Todo les aburre, todo les da igual, todo les es indiferente. Languidecer horas y horas parece su mejor plan vital. Una ola les quita las ganas de viajar, otra ola les quita las ganas de leer, la siguiente hace que dejen de tener interés por actividades extra escolares que ellas mismas eligieron.  Por supuesto de vez en cuando algo parece encender una pequeña chispa de alegría, de curiosidad, de interés. Me aferro a esos momentos aunque sean cosas que no entiendo, que no me gustan, que me interesan cero. Trato de avivarlos, como una maníaca me pongo a soplar esa mínima ascua de color, de alegría, de "algo" para que prenda, para que se convierta en una llamarada pero, la mayoría de las veces, se consume rápidamente y volvemos a la gélida nada adolescente, a esa languidez fría y resbalosa que me exaspera y me entristece. Me entristece porque me doy ternurita a mí misma, me acuerdo de mi yo de hace cuatro, cinco, ocho años, llena de vitalidad y energía que llevaba a sus hijas a museos, teatros, representaciones, bibliotecas, talleres, a ese yo que les leía cuentos, les descubría pelis y las llevaba de turismo contándoles historias. Mi yo de aquel entonces pensaba que todo aquello dejaba un poso, construía un sedimento que serviría para que siempre fueran curiosas, tuvieran interés, fueran inquietas mentalmente, quisieran aprender. Ja. Qué mona era y qué inocente. Todas esas horas han sido barridas por la tempestad de la Nada que asola mi casa. Quiero pensar que debajo de todo el agua, de las olas, esos cimientos están aguantando y que resistirán, y en algún momento en el futuro, cuando la Nada adolescente pase, resurgirán erosionados, quizá quebrados pero que aguantarán. 
«—No- dijo con voz profunda y retumbante.- Quiere decir que debes hacer tu Verdadera Voluntad. Y no hay nada más difícil.
—¿Mi verdadera voluntad?- repitió Bastian impresionado ¿Qué es eso?
— Es tu secreto más profundo, que no conoces.
— ¿Cómo puedo descubrirlo entonces?
—Siguiendo el camino de los deseos, de uno a otro, hasta llegar al último. Ese camino te conducirá a tu Verdadera Voluntad.
—No me parece muy difícil- opinó Bastian.
—Es el más peligroso de todos los caminos- dijo el león.
—¿Por qué? - preguntó Bastián.- Yo no tengo miedo.
—No se trata de eso -retumbó Graógraman- Ese camino exige la mayor autenticidad y atención, porque en ningún otro es tan fácil perderse para siempre»  (La historia interminable, de Michel Ende)

Y así paso los días, esperando a que mis hijas sepan qué quieren, qué les gusta, qué les interesa. Esperando a que no les de miedo interesarse por algo por el qué dirán o que lo que quieren no dependa de la moda o de lo que le dicen sus amigos. Esperando que se atrevan a mirar más allá de su adolescencia. En el fondo sé que es cuestión de tiempo, a todos nos voltearon las olas de la Nada adolescente, todos fuimos lánguidos e hicimos de la apatía un leiv motiv y casi todos conseguimos salir y llegar a la playa. Lo que me preocupa es el casi, ¿y si ellas no lo consiguen? ¿y si se convierten en unas adultas insípidas y aburridas? ¿Y si crecen y no me gustan? 

Ten hijos, te dicen.

«Así, pues, lo peor de ser padre es mi sino: ser adulto. No hablo el lenguaje adecuado; no me enfrento a los mismos temores y contingencias y oportunidades perdidas; mi sino es saber demasiadas cosas y sin embargo tener que estar parado, como un farol con la luz encendida, esperando que mi hijo vea el resplandor y se decida a acercarse al calor y la luz que le ofrece calladamente». El día de la independencia de R. Ford.


lunes, 8 de enero de 2018

Despelleje en negro: los Globos de oro

Voy a ser sincera, a mí que todas las actrices decidieran vestir de negro en la gala de los Globos de Oro me parece regular. Más que regular completamente intrascendente, superfluo y, sobre todo, fácil. ¿Es reivindicativo ir con un vestido de alta costura negro en vez de llevarlo azul apolo (como mi coche) o verde madrina de boda? Pues no lo sé, yo no lo veo. Puestos a ser reivindicativos, lo que de verdad hubiera sido rompedor hubiera sido ir vestidas de un color que diera fatal en pantalla, algo que chirriara, que llamara muchísimo la atención. Si alguien no sabe de qué va la historia del Time´s up y el  #metoo, se pone a ver la gala y es muy posible que ni se de cuenta de que todas van de negro. 

Así como tengo dudas sobre el supuesto valor reinvindicativo del negro, no tengo ninguna sobre el plus de elegancia que el total black ha dado a la gala. Jamás podré agradecer bastante al comité reinvindicador que me haya librado, por primera vez en la historia de este blog, de ver trajes color carne y color visillo sucio de piso en alquiler en idealista. God bless you total black.  El descanso de mis ojos, sin embargo, trae como consecuencia un empobrecimiento en el nivel de despelleje porque, al fin y al cabo, todo es negro. ¿O no?

Tenemos el negro profundo a lo bruja del mar y el negro adornado. El negro recatado con su camisita y su canesú y el negro porque yo lo valgo.  El ojalá fuera negro y no este traje rojo absurdamente construído. El negro las sandalias de fiesta son dos números más grandes y el negro cuatro por cuatro, dieciséis.  


Tenemos también el negro ¡Aleluya, por fin Emma Stone ha conseguido vestirse de un color que no sea el de su piel!  y el negro "ayssss, no". El negro cariátide y el negro perifollo. El negro bañador de lycra mala del Decathlon AKA "si te mojas con eso y palmeas pareces una foca monje" y el negro "Asley Jud, hija mía, qué te has hecho". 

Por supuesto no podía falta el negro "todo MAL"  pero REQUETEMAL y el negro "te has echado quince años encima o vas disfrazada de Joane Crawford". El negro "dame una A, dame una N, dame una G...ANGELINA y muevo mis pompones"  y el negro disfraz de esqueleto. 

El negro "lo quiero todo, el retal entero, los metros que sean, todos" y el negro "soy Susan Sarandon, what else?  El negro ¿cómo es posible que vayamos las dos hechas unos trapos si se suponía que esto era fácil? dame la mano a ver si así se nos ve menos.  Y el negro diosa. 

El negro premio jaboneras y el negro "Soy Michell Pfeiffer y ya está". El negro "NO, no y no, esmoquin con brocados NO" y el negro "Dios mío que resaca tengo, si esto es una alfombra roja a lo mejor soy Jude Law o no, o ¡yo qué se!" 


El negro me has dejado sin palabras y el negro "hacerse un Pedroche". El negro Giuliana, cómo es posible que después de diez años siga sin saber quién eres y lo que es más increíble como sigues viva cuando es obvio que no has comido nada en estos diez años. Envidio tu metabolismo. No podía faltar el negro sosaina ni el negro de institutriz de película del oeste.

El negro casi sí pero no y el negro me recuerdas a unas cosas que mi abuela colgaba en los pomos de las puertas de sus armarios y que nunca entendí qué sentido tenían, como tu vestido.  


Hay que reconocer que todo esto con telas de lunares o de color amarillo limón hubiera sido muchísimo más divertido. A ver si para los Oscars se les ocurre.


domingo, 7 de enero de 2018

Romance de invierno

Soho. Joseph Holmes
«El romanticismo del invierno es posible solo cuando tenemos un interior cálido y seguro en el que refugiarnos, y el invierno se convierte en una época tanto para mirar como para vivir». (Adam Gopnick)


Cuando yo era una niña y mis padres eran treintañeros los inviernos eran fríos y en Los Molinos vivíamos con mis abuelos. La Rosaleda era un caserón de principios de siglo con grandes muros de piedra que lo mantenían siempre fresco en verano y que en invierno lo mantenía a una temperatura que lo hacía perfectamente apto como base de entrenamiento para una expedición polar. Ropa abrigada, jerseys gordos de los que picaban, pantalones de pana, encender radiadores más por fe que por efectividad, las sábanas heladas, los calientacamas, el vaho sobre la mesa de la cocina cenando al llegar los viernes. Ir a Los Molinos en invierno requería mucha logística y, sobre todo, curtía. A la sierra se iba a respirar aire puro, a huir de Madrid y a pasar frío. 

Cuando yo seguía siendo pequeña pero mis padres ya eran cuarentones compraron nuestra casa, La Creu. Una casa con paredes de ladrillo blanco, tejados de pizarra y grandes ventanales para aprovechar la luz y el calor del sol. A pesar de todo eso, a Los Molinos seguíamos yendo a curtirnos. Aterrizábamos allí los viernes, encendíamos los radiadores eléctricos que tenían el maravilloso superpoder de quemar sin calentar y nos apiñábamos en los sofás esperando que el cariño fraternal (y los pedos) nos hicieran entrar en calor. Camisetas thermolactil de las que hacían pelotillas, botas forradas, plumíferos de dos colores, seguíamos teniendo que disfrazarnos para aguantar el crudo invierno. La única mejora con respecto a La Rosaleda consistía en un sistema de ventilador que se instaló en la chimenea y que en teoría llevaba el calor del fuego al piso de arriba. Yo creo que era más fe que otra cosa pero para cuando el domingo tocaba volver a Madrid nos parecía que habíamos empezado a sentir de nuevo los dedos de los pies. 

Cuando yo ya era mayor y mis padres frisaban los cincuenta, a nuestras vidas llegó "la reforma". Entramos en ella como curtidos pobladores del invierno y salimos de ella sintiendo que el frío, las narices rojas y los pies congelados era algo que les pasaba a otros, en otra época, en otros lugares, en otro tiempo. Una caldera maravillosa, un programador, radiadores que desprendían calor con generosidad y abundancia, ventanas que cerraban herméticamente, doble cristal. Por la puerta principal y con grandes fanfarrias el confort entró en nuestras vidas y por las ventanas salieron las camisetas térmicas, las sábanas de franela, las dos mantas en cada cama, el pijama manta con pies, los jerseys gordos. Se nos olvidó el frío, olvidamos que estábamos en la sierra, a mil metros de altura y nos creímos a salvo, protegidos. ¡Qué digo protegidos! Hasta nos pavoneábamos y hacíamos alardes: dormir desnudos, caminar descalzos, camisetas de manga corta, finos edredones sintéticos, duchas tan calientes que salías de ella esperando que alguien te preguntara ¿has estado alguna vez en un baño turco? Dejamos de curtirnos, nos volvimos flojos, débiles, comodones. Olvidamos el invierno. 

"Si no recordáramos el invierno en primavera, no sería tan hermoso ... faltaría la mitad de la gracia de la vida. Estaríamos viviendo sin altos ni bajos, como si tocáramos  un piano sin teclas negras". (Adam Gopnick)

El año pasado hubo que cambiar la caldera. Le rendimos los honores correspondientes y tras un cónclave en el que la protección medioambiental, el ahorro y las nuevas tecnologías tuvieron mucha presencia, los sabios decidieron instalar una caldera de pellets: ecológica, funcional, económica y supercalifragilisticuespialidosa. La nueva caldera ha llegado a nuestras vidas para espabilarnos, para hacernos reaccionar, para dejarnos claro que la vida no es para los flojos y para hacer que nuestras narices vuelvan a gotear. Es nuestro Sargento de Hierro, calienta pero sin alardes, nos obliga a estar alerta, a percatarnos del frío, a hacer algo para calentarnos, no nos da tregua. 

De los altillos, de los rincones de los armarios, de las cajas más remotas han salido las camisetas interiores, los pijamas mantas de unicornio, de la patrulla canina, las batas forradas como si fuéramos princesas de reinas helados, las camisas de franela, el doble calcetín, los jerseys gordos, los gorros de lana, las mantas en el sofá. Las noches se iluminan ahora con las chispas de electricidad estática que las recuperadas sábanas de franela producen al chocar con nuestros pies enfundados en calcetines gordos. Apilar leña, atizar el fuego, limpiar la caldera y acabar como Bert, el deshollinador de Mary Poppins. Hasta hemos recuperado el sistema del ventilador de la chimenea que hace que toda mi ropa huela a leña y a fuego cuando vuelvo a Madrid. 

Nos habíamos acomodado y eso casi acaba con el romance invernal. Con la nueva caldera hemos recuperado el invierno y la sensación de frío. Volvemos a valorar el calor, lo que cuesta conseguirlo y mantenerlo. Hemos vuelto a vivir el invierno como si no lo conociéramos, como si fuera desconocido, lo estamos redescubriéndo y volviendo a enamorarnos de él. También hemos vuelto a ducharnos en días alternos o incluso cada tres días pero el amor es así y no ducharse curte mucho.

«En las profundidades del invierno finalmente aprendí que en mi interior habitaba un verano invencible». (Albert Camus)


miércoles, 3 de enero de 2018

Una cabalgata de camiones de basura

Los niños aplauden hasta al camión de los barrenderos que cierra las cabalgatas».

Yo adoraba el camión de la basura. Cuando era pequeña me despertaba todas y cada una de las noches para ver pasar el camión por debajo de mi ventana. Me acostaba, me dormía y con el runrun del camión me despertaba, me acodaba en el cabecero de mi litera, movía las cortinas y llegaba a tiempo de ver el giro del camión, el salto de los basureros al suelo y el lanzamiento de las bolsas a esa boca traga todo que las engullía. Por aquel entonces el reciclaje era ciencia ficción, ¡qué digo yo! hasta los contenedores con ruedas eran algo del futuro. Los cubos de basura eran redondos, negros, con tapa que se ajustaba con unos enganches y con el número del portal escrito con pintura blanca. La calle llena de cubos alineados delante de cada portal. El nuestro era el diecisete. Intento recordar si había más de uno por portal y creo que no. Quizás el reciclaje abulta o quizás tirábamos menos cosas. 

Asistía perpleja cada noche a la coreografía de los basureros, siempre la misma. Saltar, abrir, acarrear bolsas y otro salto para encaramarse al camión. ¿Hay algo más maravilloso que pasar la noche paseando por la ciudad en un camión agarrado a un asa y disfrutando del aire en la cara? Probablemente hay un millón de cosas más maravillosas pero en mi infancia no se me ocurría ninguna más mágica y al mismo tiempo más accesible. Y aquello pasaba todas las noches bajo mi ventana. 

Tras el diecisiete, llegaba el diecinueve y aguantaba hasta el veintiuno que ya solo vislumbraba por la esquina de la ventana de mi cuarto. Después, dejaba caer la cortina, me arrebujaba en la cama y escuchaba el camión alejarse. En aquella época tampoco pitaba al girar, era como un rumor sordo que se iba alejando tal y como había llegado. Se despedía al girar la calle.  Me dormía pensando cómo sería ir en ese camión aunque fuera solo una vez ver la ciudad de noche y descubrir que era lo que la gente no quería. Repetía aquella rutina, noche tras noche, aunque estuviera profundamente dormida me despertaba para mirar el camión pasar. Me encantaba. 

En algún momento abandoné aquella rutina y ahora ya no me asomo a la ventana, entre otras cosas porque da a un patio de vecinos por el que  no pasa el camión de la basura, pero si una noche cualquiera, al volver a casa en coche, al girar una esquina me encuentro con el camión de la basura no me encabrono como el noventa por ciento de la gente ni empiezo a pensar en como escapar.  No me importa, me gusta verlo, me vuelvo a sentir como cuando me acodaba en mi litera. Paro el coche, me relajo y observo a los basureros y su coreografía. Los basureros ya no abren cubos, arrastran los contenedores y los enganchan a la boda devoradora. Ya no acarrean las bolsas ni las lanzan con estilo pero siguen saltando del camión al suelo y del suelo al camión como los apaches en las películas del oeste. Y, en el fondo, me sigue pareciendo maravilloso. Y mágico. 

Ojalá todos nos quedáramos hasta el final de la cabalgata cuando llega ese camión con sus apaches y su boca devoradora. 


domingo, 31 de diciembre de 2017

Lecturas encadenadas. Diciembre

Termina el año y esta es la última entrega del post que menos se lee: lecturas encadenadas. En diciembre he leído cinco libros de los cuales tres han sido comics. El otro día alguien me pregunto si los comics cuentan en la lista de libros leídos, «claro que sí» contesté. ¿Por qué no iban a contar? 

Tres sombras de Cyril Pedrosa. «Tienes que leerlo» Y lo leí del tirón, tumbada en un sofá tapada con una manta y atrapada por una historia muy muy triste llena de poesía. En el mes de noviembre, mientras leía Portugal, mi primer contacto con Pedrosa, no pensaba que me estaba gustando tanto pero según se ha ido posando en mí, asentando su estrato en mi experiencia lectora, su estilo me ha atrapado más. Ese mismo estilo está en Tres Sombras pero sin color. Los dibujos de Pedrosa te envuelven y envuelven la historia. Las líneas son redondas, curvas, plenas de expresividad y carácter. Son acogedores, esa es la palabra que me viene la cabeza para definir lo que se siente frente a los comics de Pedrosa. En este caso la historia es muy triste y si tienes hijos aún más, casi insoportable. Pedrosa presenta la muerte como lo que es, algo de lo que no se puede huir, no puedes correr, ni esconderte, ni hacer como que no la ves. Es algo más grande que nosotros y que siempre nos alcanza. 

El rumor del oleaje de Mishima llevaba en mi estantería desde el 23 de abril de 2016. Fui con Clara a comprar libros a Cercedilla y de todos los que había en la Librería Fuenfría éste fue el que se vino conmigo. Su momento ha llegado año y medio después. Esta novela se publicó por primera vez en 1954? y cuenta la historia de amor entre dos adolescentes en una pequeña isla japonesa. 

El mar, las olas, el viento, las tormentas, la lluvia y el resto de la población de la isla son personajes tan importantes como los dos jóvenes protagonistas y su historia de amor. Ellos sienten el amor pero toda la isla lo vive, afecta a todos. Es una historia delicada, suave, casi cumple todos los estereotipos que tenemos en mente sobre los japoneses: el valor de la tradición, de la familia, el estricto cumplimiento del deber, la ausencia de rebeldía, el respeto a los padres, a los mayores. Se lee fácil, con calma, como un cuento de otra época, como ver las olas en la orilla mientras te mojan los pies.  

«Mientras permanecía sumido en estas reflexiones, el tiempo había pasado sorprendente rapidez. Aquel muchacho tan poco dado ala reflexión se sorprendió al descubrir que una de las propiedades del pensamiento era su eficacia como medio para matar el tiempo. Sin embargo, el resuelto joven refrenó con brusquedad sus pensamientos, pues, al margen de lo eficaces que fuesen, lo que había descubierto con respecto a su nuevo hábito, por encima de cualquier otra consideración, era que también entrañaba un claro peligro»

La Guerra Civil Española de Paul Preston ilustrado por José Pablo García. Este comic fue un regalo de mi hermano pequeño por mi cumpleaños. Lo primero que hay que decir es que la Guerra Civil es un conflicto aburridísimo y cuyo estudio anula cualquier atisbo de confianza en la clase política de cualquier época y tiempo. Cuando digo que es aburrida no quiero decir que una guerra tenga que ser entretenida ni divertida pero nuestro conflicto civil está tan lleno de pequeñeces, de miserias y menudencias entre los políticos que cada paso, cada etapa, cada nueva riña entre los comunistas, los anarquistas, los socialistas, los trotskistas y demás resulta desesperanzado en su pequeñez. La estrechez de miras, el egoismo, la ausencia de la más mínima solidaridad, el clasismo, la soberbia ignorante y cateta de la derecha es igualmente aterradora. En el comic, se analiza el conflicto desde los primeros años veinte, explicando como la situación se fue deteriorando. Lees y lees y te das cuenta de que aunque lo desees, aunque inconscientemente lo esperes, no va a pasar nada bueno, lo que ocurrirá será terrible. La Guerra Civil, el golpe de estado militar fue horrible, un conflicto que destrozó el país y lo que es aún peor, sus efectos duraron (si es que no duran aún) muchos años después. La victoria de Franco y el bando nacional con todo su rencor cateto e ignorante, el rencor de los que se saben injustamente poderosos arrasó la vida y las esperanzas de todo el país. El comic es árido, serio, casi académico y, a veces, complicado, pero merece la pena para intentar entender porqué nos pasó lo que nos pasó.  


Merci de Monin Zidrou. Este comic se coló entre mis lecturas como un regalo para María por su cumpleaños y lo leí antes de dárselo. Esto está muy feo pero ¿quién va a enterarse? Es un comic de adolescentes un poco rebeldes pero sin mal fondo. Una historia corta sobre una joven descolocada en esos años en los que todos nos queda grande o pequeño, en la que todo nos parece demasiado difícil o muy fácil, esos años en los que todo el mundo nos parece estúpido y nosotros nos creemos los únicos que lo sabemos todo. ¿Qué nos hace salir de esa etapa? ¿Cómo lo hacemos? Este cómic va de eso. Muy recomendable para todos y más si tenéis adolescentes languideciendo por vuestro salón esperando a que la vida sea de su talla. 

He terminado el año volviendo a Alemania con Regreso a Berlin de Verna. B. Carleton. Verna era americana, de madre inglesa y padre alemán. En esta novela recrea o, mejor dicho, se inspira en un viaje que hizo a Alemania en 1957 acompañando a su amiga Gisele Freund, fotógrafa alemana. ¿Qué pasó con los alemanes que se exiliaron, que consiguieron huir de su país antes o durante la guerra? ¿Cómo lo vivieron? ¿Cómo fue su regreso? ¿Cómo fue avergonzarse de ser alemán fuera y de haber podido escapar al volver? Vera intenta hacer un retrato que responda a todos estas preguntas siguiendo los pasos de un matrimonio inglés formado por una inglesa y un aleman de los que consiguió huir y que al volver debe enfrentarse tanto a lo que dejó como a la nueva situación en Alemania. 

¿Me ha gustado? Pues ni sí ni no que creo que es lo peor que se puede decir de algo o alguien. Pensando sobre este libro pensé que si fuera un hombre y me preguntaran por él diría algo así como “es majete, entretiene pero se te olvida. Y es solo para quedar de vez en cuando”. Se lee fácil, engancha a ratos y en otros, se lee en diagonal porque te estás aburriendo y lo que quieres es irte a casa, perdón, terminarlo para irte a buscar, a leer, algo que te emocione más. 

Y con esta novela he llegado a las sesenta lecturas (contando comics) este año. 

Como bonus track, dejo aquí el enlace a un artículo en el New Yorker espectacular en el que Kathryn Schulz reflexiona sobre cómo creemos en lo que no creemos. Es un planteamiento muy curioso que sorprende y nos obliga a reflexionar. Sabemos que no existen las sirenas, el Yeti, los vampiros, los gnomos, las hadas o los fantasmas pero, a pesar de saber que no existen si nos piden que hagamos un ranking con todas estas criaturas de fantasía en orden de “existencia real”, somos capaces de hacerlo. A partir de ahí y tirando del hilo, el artículo es maravilloso. 

«Yet, in the end, what’s most remarkable is not that our fantasies contain so much reality; it is that our reality contains so much fantasy»

Y ahora sí, con esto y doce lacasitos, hasta los encadenados del mes de enero.  



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viernes, 22 de diciembre de 2017

Se puede

Lucy Engelman y Daniel Mullen
Me gusta pensar que:

Se puede ser lector y odiar los gatos aunque al buscar imágenes de lectores en Google en el 80% aparezcan mininos.
Se puede ser aficionado al fútbol y ser civilizado, culto y educado aunque en las redes parezca que si te gusta el fútbol es porque eres un gañán. 
Se puede ser feminista y pensar y decir que una mujer es imbécil, por muy de moda que está la sororidad. 
Se puede ser machista y, a la vez, un artista maravilloso. 
Se puede juzgar la ficción por lo que es y no por lo que debería ser si quisiéramos que la ficción enseñara algo porque la la ficción que lleva moraleja se inventó hace mil años, se llama fábulas y es solo un tipo de ficción. 
Se puede mirar a tus hijos y pensar que quizás no son tan estupendos como te has empeñado en creer. Y se puede reconocerlo y no pasa nada. 
Se puede ser vegetariano y no estar todo el día dando lecciones de superioridad moral. Y se puede comer carne y huevos y adorar la leche y no ser un asesino de animales. 
Se puede ser padre y que te de la pereza de tu vida hacer cosas con tus hijos y eso no resta amor.  
Se puede ser padre y no echarles de menos y eso no te hace menos padre. 
Se puede ser un profesional como la copa de un pino y una pareja horrible. 
Se puede ser una madre maravillosa y una trabajadora nefasta.
Se puede ser padre y tener un hijo favorito. Aunque no lo reconozcas jamás.
Te puede doler una desgracia más que otra, una pérdida más que otra, una víctima más que otra. Es más, es lo lógico. 
Se puede ver una película sin mujeres y no ofenderse. Y eso no significa que no seas feminista. La ficción que consumes no determina quién eres o tus valores. O sí, pero no siempre. Te pueden gustar las obras de Picasso y pensar que era un tipo asqueroso.  
Se puede criticar al PP y no ser de Podemos.
Se puede decir que la izquierda es un desastre y no ser un facha. 
Se puede no comer pollo si parece pájaro y adorar los filetes de pollo. 

Vivimos en un momento en el que parece que lo que te define no es solo lo que eres sino lo que para los demás implican tus actitudes, tus gustos, tus preferencias o tus manías. Y me niego.  

Creo que se pueden y se deben tener miles de aristas y miles de lados, cuantos más mejor. Lo que es absurdo, aburrido, poco creíble e increíblemente falso es ir por la vida de blanco o de negro,  de un bando o del otro, de pares o nones, de bloque monolítico. Se puede ser de colores.  






miércoles, 20 de diciembre de 2017

Atravesar el luto

Isabel Miramontes
«Transcurre mucho tiempo antes de que la mente humana pueda convencerse de que la persona a quien se ve todos los días, y cuya simple existencia parece parte de la nuestra, se ha ido para siempre; pasa mucho tiempo antes de que podamos convencernos de que la mirada brillante de un ser amado se ha apagado para siempre y de que el sonido de una voz familiar y querida se ha acallado definitivamente, y nunca más volverá a escucharse. Estas son las reflexiones de los primeros días. Pero cuando el paso del tiempo demuestra que la desgracia es una realidad, entonces comienza la amargura y el dolor» Frankestein, de Mary Shelley. 

Esta noche me he desvelado pensando que la gestión del luto, la manera de llevarlo se parece a tener hijos. Para empezar nadie tiene ni idea de cómo va a ser hasta que le ocurre. Da igual lo que hayas leído, lo que te hayan contado o que hayas visto morir a los padres de tus amigos o a tus abuelos, nada te prepara para el luto que tendrás cuando muera un ser querido muy cercano: un padre, una madre, una pareja,un hermano, un hijo. Cuando te pasa, cuando te llega el momento porque en esto sí que es diferente a tener hijos, uno puede elegir no tener hijos pero no puede escapar de la muerte cercana, cuando te pasa todo lo que te ocurre te sorprende. Lo gestionas como buenamente puedes o fatal. Intentas seguir con tu vida de antes y descubres que tu vida de antes ya no existe. Cuando tienes un hijo porque has añadido algo y cuando llega la muerte porque a tu vida le falta un trozo. Te falta algo. Después, pasa el tiempo, los meses y como con los hijos, te acostumbras, aprendes a gestionarlo. 

Nadie te prepara para la incredulidad que vas a sentir, la incapacidad para aceptar lo que te ha ocurrido. Puedes pensar fríamente «Este es mi hijo» pero considerarte un padre, una madre es algo inadmisible. Del mismo modo piensas, sabes «Ha muerto, está muerto» pero el pensamiento «Nunca más. Se ha ido para siempre» es inabarcable. 

Otra cosa que no sabemos es que todos los lutos son distintos. Quieres creer que como ya has pasado por uno, sabrás llevar los que te lleguen después, pero cada luto, como cada hijo, es diferente porque nosotros también somos distintos: hemos crecido, madurado, nuestras circunstancias han cambiado, nuestra percepción de la muerte se ha vuelto más real o estamos bajos de defensas. Y es distinto porque el vacío, el hueco, la nada que deja cada ser querido en nuestra vida es diferente y no podemos saber cómo será de grande hasta que desaparezca. 

«Yo siempre había imaginado que la suya ( la muerte de su padre) sería para mí la muerte más dura, porque yo le había querido más, mientras que a lo sumo sentía un cariño irritado por mi madre. Pero sucedió al revés: lo que había esperado que fuese la muerte menor resultó más complicada, más peligrosa. La muerte de mi padre sólo fue su muerte: la de mi madre fue la muerte de ambos».  (Nada que temer de Julian Barnes)

Antes de tener un hijo crees que la paternidad es no dormir, estar muy cansado y criar un bebe. Después la enormidad de la tarea se planta ante ti y te descoloca por completo. Antes de enfrentarte a la muerte de un ser querido imaginas que el luto será algo triste, que sentirás mucha pena y que llorarás. Cuando te llega el momento, descubres que el luto es una bomba de vacío. Ojalá sintieras pena, ojalá pudieras llorar, ojalá fuera tristeza. 

El luto da miedo cuando lo has conocido. No sabes cómo será en esta nueva ocasión pero sabes qué, al contrario que con los hijos, no será más fácil y no te vale de nada todo lo que aprendiste con anteriores lutos. No pasará más rápido, no te rozará menos, ni será menos doloroso. O sí, pero quizás sea peor. 

La muerte es una putada y es inevitable. Y el luto, que suena a algo antiguo de señoras de pueblo, de plañideras, ataúdes, cementerios y llanto no tiene nada que ver con todo eso. Igual que tener hijos no tiene nada que ver con bañeras, faldones, chupetes o lactancias. El luto es un estado vital que es necesario atravesar sin atajos. El luto es el camino al que se llega después de esos primeros días de incredulidad y no se puede ignorar, ni sobrevolar, ni hacer como que no existe. 

Cuando has conocido el luto, cuando ya has transitado ese camino temes el momento en que vuelva a sucederte porque sabes que es inevitable, que no se puede escapar. Sabes que se pasa tan mal, que es un sentimiento tan enorme, que cuando alguien cercano a ti lo está pasando, te gustaría poder ayudarle, coger parte de ese luto y ocuparte de él, como harías con su bebé llorón para que tu amigo pudiera dormir y descansar. Pero no puedes, solo puedes acompañarle. Estar. Esperar a que deje de estar en carne viva y aprenda a vivir con ese agujero negro. Esperar a que recorra el camino del luto.  

El luto no se gestiona, hay que atravesarlo y que te atraviese.  



Para Olvido, ojalá pudiera hacer más. 


domingo, 17 de diciembre de 2017

Se terminó la infancia. Catorce años

2,920 kg. 49 cm. 

Lo conseguimos. Se terminó la infancia y ya te hemos criado. Creo que hemos hecho un trabajo bastante bueno. Has engordado 48 kilos y has crecido 111 cm. Sé que es absurdo pero te miro y me encuentro poseída por cierto espíritu de tratante de ganado y me dan ganas de gritar «Mirad, mirad, que buen trabajo he hecho», «Mirad, mirad que ejemplar más precioso, el mejor de la feria de la comarca, del país y del mundo mundial»

Se terminó la infancia porque ya no puedo llevarte en brazos, ni quieres que te duche, ni me dejas peinarte. Se terminó la infancia porque vas sola por la calle, entras y sales, te cocinas, te haces la cama (mal) y sabes hacer una presentación en power point sobre la economía romana. Se terminó la infancia porque ya no montas ciudades de clics (Mamá, se llaman playmobil) en el pasillo ni quieres ir disfrazada de Buzz Light Year por la calle. Se terminó la infancia porque ¡oe, oe, oe! ya comes sola y te encanta la ensalada. Se terminó porque ya no me preocupa que no comas o que no duermas o que te des con las esquinas de las mesas o te abras la cabeza montando en el patinete del demonio. Se terminó la infancia porque ahora me preocupa que la vida de te de miedo, me da miedo tu miedo, sentirlo, verlo, mascarlo y no poder ayudarte porque te crees que no sé lo que es tener miedo. Se terminó la infancia porque eres un saquito de inseguridades, de dudas, de inquietudes y yo me tengo que quedar sentada mirándote y sin poder convencerte de que todo va a ir bien y que lo que no vaya bien no será tan grave y estaremos para ayudarte. Se terminó la infancia porque ahora soy yo la que heredo tus zapatos, tú usas mis jerseys  y ya eres más alta que yo. Se acabó la infancia porque ahora te gusta ver todo en versión original, te gusta que te cuente cosas de mi trabajo y tienes opiniones políticas y sobre la vida que no sé de donde has sacado. Se terminó la infancia porque ya hemos hecho la última visita al pediatra, a partir de ahora ya vas al médico de mayores. Se terminó la infancia porque es complicadísimo levantarte de la cama antes de las doce de la mañana y vas sola en metro.   Se terminó la infancia porque en tus ojazos azules lo que se ve ahora ya no es un lago inmenso calmo y tranquilo sino un océano azotado por lo que ya has vivido y tu miedo a lo que te queda por venir. 

50,800. 160 cm.

Se terminó la infancia porque hoy cumples catorce años. Feliz cumpleaños princesa de los ojos azules.