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A Library by the Tyrrhenian Sea, 2018 by Ilya Milstein |
Agosto ha durado mil días, seis semanas, dos décadas, cinco lustros. Agosto ha sido eterno. Pienso en el día 1 y me parece otra vida, casi como si yo fuera otra persona. En este mes que ha durado siglos he leído bastante, me he puesto al día con el New Yorker y he descubierto tres podcasts que me han hecho compañía en horas y horas de conducción.
En la prehistoria del mes de agosto que nunca terminaba estuve de vacaciones, lo escribo y en mi cabeza suena como el comienzo de Memorias de África «yo tuve una granja en África», es casi otra vida. En esas vacaciones en Portugal,
descubriendo al vecino desconocido, empecé
La princesa prometida, de Willam Goldman. «¿No habías leído La princesa prometida con lo fan que eres de la película?» me preguntaron. No, no lo había leído, no lo he leído todo. Este invierno, alguien al que le caigo muy bien, me lo regaló y lo guardé para las vacaciones, en parte porque creía que sería una buena lectura para el verano y, en parte porque, me daba miedo que me defraudara. Ay, los prejuicios lectores.
La princesa prometida es La princesa prometida y muchísimo más. Hay partes que fueron traspasadas a las páginas del guión de la película de manera literal, diálogos completos que he podido recitar de memoria mientras leía. Hay otras partes que no aparecen en la película, algunas son graciosas y aportan a la historia y otras, como la parte final, resultan innecesarias.
Lo mejor, sin embargo, es la parte más metaliteraria, la historia que Goldman se inventa sobre el libro, el autor, un país y cómo él solo es un compendiador. Lo mejor, también, es su realidad sobre escribir de Hollywood con una mujer y un hijo, y unas anécdotas vitales que suenan un poco a los relatos de Cheever y otro poco a Mad Men.
En resumen, una maravilla de lectura que recomiendo infinito. Nunca los paréntesis y los incisos se utilizaron mejor y con tal sentido del humor.
«La madre de Buttercup vaciló, y luego dejó la cuchara del guisado. (Esto fue después de que se inventara la cuchara de guisar, aunque todo se inventó después del guisado. Cuando el primer hombre salió arrastrándose del fango y construyó su primera casa en tierra firme, esa noche, lo primero que cenó fue un guisado).»
Y está lleno de sabiduría de la que duele. Cuenta Goldman que, de niño, la madre de un amigo suyo le dijo un día «Bill, la vida no es justa. Les decimos a nuestros hijos que sí lo es, pero eso es una barbaridad. No solo es una mentira, sino que es una mentira cruel. La vida no es justa, nunca lo ha sido y nunca lo será» y me ha recordado a este texto de
Natalia Ginzburg en Las pequeñas virtudes.
Nico Rost, intelectual holandés, estuvo preso en Dachau entre junio de 1944 y mayo de 1945 cuando el campo fue liberado por los americanos. Antes había estado en otros campos. Era comunista y defendió a los intelectuales, escritores y artistas alemanes que huyeron del nazismo. Goethe en Dachau recoge las notas, a modo de diario, que escribió mientras estuvo en el campo y que consiguió escribir y guardar porque se las ingenió para permanecer siempre en los barracones pertenecientes a la enfermería.
Rost decide leer, escribir, pensar, reflexionar, aprender y hacer planes de futuro para cuando el horror en el que está viviendo termine. «Me niego» escribe en marzo de 1945. La esencia del libro la resumen muy bien la editora, Marta Martínez Carro en la introducción: «Se niega a morir pero también, y de manera más rotunda, se niega a vivir dejando de ser él.» Rost no podía evitar los piojos, el tifus, el hambre, la injusticia, el frío, la crueldad, la injusticia. Ni siquiera podía evitar ser asesinado cualquier día pero sí podía, y es lo que hace con estas notas, evitar vivir solo para ese horror. Se concentra en poner por escrito sus ideas sobre arte, literatura, política, incluso religión. Se entrega con una disciplina asombrosa a poner por escrito todo lo que consigue leer, las ideas que esas lecturas le provocan, las relaciones que establece entre autores, las reflexiones para libros futuros. Su actividad intelectual es tan intensa que, a ratos, el lector olvida que está en un campo de concentración, en Dachau, y que escribe rodeado de muerte, entre cadáveres. Poco a poco, según avanza el final de la guerra y llega el tifus, aunque Rost no quiera, la muerte se va colando en sus páginas: cifras de muertos, amigos que mueren y a los que no tiene tiempo de llorar porque otros mueren, más miedo, más hambre, más preocupación pensando que quizás la liberación no llegue a tiempo.
El epílogo es, sin embargo, lo más devastador. En octubre de 1955, diez años después de la liberación, Rost vuelve y escribe «Yo volví a Dachau». Una tristeza inmensa, una pena densa y escalofriante lo envuelve cuando al llegar allí se da cuenta de que todas las muertes, todos los sufrimientos, todo el horror está siendo olvidado. En los barracones donde sus amigos sufrieron horrores impensables y murieron sin que nadie pudiera velarlos, viven ahora familias, hay tiendas, espectáculos musicales. La tristeza de su relato es desgarrador, se le nota desfondado, sin fuerzas. Toda la energía empleada en seguir siendo él mientras vivía en el infierno le abandona en esas páginas, diez años después; «no sirvió de nada» parece pensar.
«Sufrir –es algo que pasa–; haber sufrido es algo que no se pasa»
Haber sufrido no se pasa nunca pero para el que no lo ha sufrido, no ha pasado nunca. Eso es lo que parece pensar Rost en el epílogo, todo el sufrimiento y el horror han sido olvidados, aplastados por la vida, ignorados, como si no hubieran ocurrido.
Goethe en Dachau no es un libro para todo el mundo, es una lectura durísima de la que uno sale devastado, desfondado y mirando el mundo con un velo de pesimismo.
«Por ello, me he propuesto que en el futuro defenderé todas las cosas que reconozca como fundamentales con todas mis fuerzas frente a las cosas secundarias, sin importancia, nocivas, y espero poder lograrlo en la práctica. Esa también será una lucha, quizá una de las luchas más complejas que todavía ha de librarse»
El tiempo es un canalla, de Jennifer Egan, fue mi última lectura de vacaciones y la tendré para siempre asociada a nuestro apartamento, a una cama grande y a un callejón con vistas al mar. Este libro también lo compré en Los editores después de leer
sobre él en el blog de Divagando. Cuando ya estaba en mis manos y a punto de empezarlo leí, sin querer, algunas opiniones bastante malas sobre él pero ya estaba lanzada.
Egan ganó el Pulitzer con esta novela en 2011 y no sé si da para tanto pero es un libro curioso y me ha gustado bastante. Leyéndolo, a veces, se me olvidaba que era una novela y lo sentía casi como si el New Yorker hubiera planteado un reto literario publicando relatos que tuvieran que ver unos con otros, que tuvieran alguna relación entre ellos pero sin que esa relación fuera obvia. De hecho, encontrar la relación, seguir el hilo, exige del lector un trabajo casi detectivesco recordando nombres, anécdotas, situaciones que, a veces, solo se han mencionado de manera muy tangencial. Leyéndolo imaginaba la construcción de esta novela como la reconstrucción de los círculos concéntricos que se forman al tirar una piedra en el agua, si tiras muchas piedras lo suficientemente cerca los círculos que se forman se tocaran y tendrán algo en común pero ninguno será más importante que otro, sin embargo, en esas conexiones está la gracia de la vida, en los momentos en que nuestras historias se tocan con las de los demás, en el espacio o en el tiempo.
No quiero destriparlo mucho porque es un libro para descubrir y si doy demasiadas pistas arruinaré el juego detectivesco a posibles lectores.
«Lo raya que separa pensar en alguien y pensar en no pensar en alguien es muy fina, pero yo tengo la paciencia y el autocontrol necesarios para caminar por esa raya durante horas, días si hace falta»
En el agosto que duró un milenio también fui a ver a James Rhodes en El Escorial y aprovechando que había una feria del libro compré
El mismo mar, de Amos Oz. Lo leí en menos de veinticuatro horas porque Oz es casa, es como un bálsamo, me calma, me arropa, me calienta y, al mismo tiempo, es la mano fresca en mi frente cuando siento que me estalla la cabeza.
El mismo mar al abrirlo me echó para atrás al ver que estaba escrito en verso. Prejuicios. No debería haber dudado de Oz. Es una novela en verso y en prosa, la historia de Albert y de su hijo y de la novia de éste y otros tantos personajes entre los que aparece, por sorpresa, el propio Oz. Los personajes se acompañan en sus soledades, pero está vez no con amargura y violencia contenida como en otros libros de Oz, aquí el cariño y la dulzura lo impregnan todo. Sus soledades se acoplan, unas con otras, en un vaivén como las olas del mar que ven desde sus casas en Telaviv. Oz escribe bonito, hay ternura en todas las páginas y por eso es un libro tranquilizador aunque sea triste, porque la tristeza no tienen porqué doler y ser angustiosa siempre, también puede ser dulce y tierna y llenar los ojos de lágrimas pero sin causar angustia.
Los capítulos son breves, algunos solo tienen una estrofa en medio de la página. Una estrofa que lo dice todo.
A través de nosotros.
Antes de perdón, está libre la silla,
antes de el color de tus ojos, antes de qué quieres tomar,
antes de soy Rico y me llamo Dita, antes del roce
de una mano en tu hombro,
eso pasó a través de nosotros
como una puerta entreabierta durante el sueño
No hay mayúsculas, ni puntuación, ni comillas. Oz juega.
Calle Este-Oeste de Philippe Sands ha sido el último libro del mes que no se acababa nunca. Llegué a él por Guillermo Altares, periodista del País, que lo recomendó en La Cultureta. Lo compré durante el invierno pero su turno llegó en las tardes de agosto. La primera sorpresa al empezarlo fue darme cuenta de que ya conocía a Sands porque hace un año y medio, más o menos, vi en Netflix su documental
What our father´s did: a nazi legacy en el que acompañaba a los hijos de dos importantes nazis, responsables de masacres atroces en Polonia, a los lugares de las matanzas. Uno de ellos, Nicklas Frank, hijo de Hans Frank que fue Gobernador General de Polonia y responsable de la matanza de judíos en esos territorios, rechazaba por completo a su padre y todo lo que hizo, le consideraba un criminal. El otro, Hors von Wätcher, hijo de otro nazi asesino, se negaba a reconocerlo, se asía a la excusa de que su padre era bueno y solo seguía órdenes.
Aunque Nicklas y Hora salen en el libro la historia no va de ellos. Sands viaja a Lviv, una ciudad que ahora es ucraniana pero que hace cien años formaba parte de la región de Galitzia en el Imperio Austrohúngaro, luego fue Polonia, luego Alemania, luego Rusia y posteriormente Ucrania. En Lviv nació León, el abuelo de Sands y allí estudiaron Raphael Limkin y Hers Lauterpach, dos abogados judíos con un papel fundamental en el derecho internacional y en los juicios de Nuremberg. Limkin creo el concepto genocidio y Lauterpacht el término crímenes contra la humanidad.
Sands reconstruye la historia de estos tres hombres a partir de fotografías, notas, cartas, recortes y mil entrevistas que realiza viajando por todo el mundo, realiza una labor de detective. Las vidas de estos tres hombres están marcadas por las dos guerras mundiales y por el antisemitismo, por la necesidad de huir, por la pérdida de todos sus orígenes, por la desaparición de sus familias en el holocausto y por haber compartido, en algún momento de su juventud, la vida en una ciudad que parecía segura, estable, que parecía su casa, Lviv, y de la que tuvieron que huir antes de que fuera demasiado tarde.
Es un ensayo estupendo que recomiendo muchísimo para todo el mundo. Y se aprende la diferencia entre genocidio y crímenes contra la humanidad que es una cuestión para nada menor.
«Yo simpatizaba instintivamente con la visión de Lauterpacht, que venía motivada por un deseo de reforzar la protección de cada individuo independientemente de a qué grupo resultaba pertenecer, de limitar la poderosa fuerza del tribalismo, no de potenciarla. Al centrarse en el individuo, y no en el grupo, Lauterpacht quería reducir la fuerza del conflicto intergrupal. Era esta una visión racional, ilustrada, y también idealista.
El principal valedor del argumento contrario era Lemkin. Este no se oponía a los derechos individuales, pero creía que concentrarse excesivamente en los individuos era ingenuo, que equivalía a ignorar la realidad del conflicto y la violencia: se atacaba a los individuos por ser miembros de un determinado grupo, no debido a su calidad como individuos. Para Lemkin, el derecho debía reflejar el verdadero motivo y la intención real, las fuerzas que explicaban por qué se mataba a determinados individuos de determinados grupos objetivos. Para él, centrarse en el grupo era el planteamiento práctico».
Y con esto y enfrentándome al reto de leer por primera vez a Bolaño, hasta los encadenados de septiembre.