Me despierto a las 6:58, 2 minutos antes de que suene la alarma. No sé porqué me empeño en ponerla, jamás estoy dormida cuando suena. Abro los ojos y hago recuento como todas las mañanas. ¿Cómo he dormido? Sé que apagué la luz a las 12 porque me dormía leyendo "No digas noche" de Amos Oz, sé que me desperté a la 1:30 y otra vez a las 4:23 porque había un par de tipos gritando en la calle. Una vez más, abrí los ojos a las 5:17. Vuelvo a hacer recuento, en total, 6 y 58 minutos de sueño. He dormido como un lirón, pienso. ¿Un lirón careto? ¿De qué extraño compartimento mental ha salido ese pensamiento? No sé cómo es un lirón careto. ¿Todos son caretos? A lo mejor no existen.
He dormido bien, del tirón. Es posible que alguien piense "madre mía, ¿eso es dormir del tirón?, para mí eso sería una mala noche".
Para mí es una buenísima noche. Dormir así, sabiendo que si me despierto volveré a dormirme me parece un tesoro. Los escasos días en los que las siete horas son sin ninguna interrupción, me despierto como una loca de los anuncios de la tele. Abro los ojos, parpadeo, me estiro con una sonrisa en la boca y solo un ejercicio supremo de contención me impide ponerme a saltar en la cama y hacer mortales.
Estuve tanto tiempo sin dormir, tantos meses sin conseguir cerrar los ojos más de dos horas que el agradecimiento, que siento ahora, a los dioses del sueño, a la mosca Tse-tse o a los duendes de los sueños, al tener siete horas de descanso, es tal que construiría un altar con flores de plástico en la esquina de mi dormitorio y les haría ofrendas con tal de saber que jamás volveré a no dormir.
"Ángel de la guarda,
dulce compañía
pide lo que quieras
yo te lo daré"
Durante meses la ansiedad me comía al despertarme por la noche. Me quedaba paralizada, sin moverme, esperando que el insomnio pasara de largo si no respiraba, si no me movía. Lo imaginaba como una especie de Nazgûl que sobrevolaba mi cama y al que podría despistar si permanecía muy quieta. Nunca funcionó, siempre me encontraba. Noches y noches de no dormir, de saber que cuando abriera los ojos ya no habría vuelta atrás. Durante aquellas horas interminables fantaseaba con un pasado idílico en el que me dormía nada más apagar la luz y me despertaba a la mañana siguiente. Me parecía algo tan imposible, tan fuera de mi alcance que incluso dudaba de haber dormido jamás así. Eso no podía haberme pasado a mí.
Creí que nunca más volvería a dormir, que jamás volvería a tener sueños completos, con historias increíbles de las que despertar sorprendida, asustada, feliz, excitada o confusa. Creí que el resto de mi vida sería una sucesión de noches de insomnio de las que me levantaría permanentemente agotada. Creí que, para siempre, mis horas de sueño serían horas inducidas químicamente en las que lo que haces es sumergirte en una nada gris que no aterroriza como la ansiedad del insomnio pero que tampoco se parece al verdadero sueño. No es dormir, es no estar.
Creí todas esas cosas y por eso, ahora, cuando me despierto por la mañana y compruebo que he dormido seis o siete horas sin sentir pánico, pienso que todo va bien.