lunes, 16 de enero de 2023

Plazos, plazos, plazos

Recibo un mail, otro más, en el que alguien que se había puesto a sí mismo un plazo para enviarme determinado material me cuenta que no va a poder ser, que sabe que va retrasado, para pasar después a enumerarme cómo, a pesar de su intención y su deseo irrefrenable de cumplir con ese plazo, la realidad se ha puesto en su contra y no va a poder hacerlo. Es un “mi perro se ha comido los deberes” de manual pero con más literatura. El mail acaba, por supuesto, con un «en diez días lo tienes». Leo el correo, contesto que lo entiendo y luego, mientras me giro, miro por la ventana y fantaseo con subir los pies a la mesa, me fumo un puro imaginario. Mientras echo perfectas volutas de humo imaginario pienso: ni de coña me lo envía en diez días. Iremos apretados y con prisas, como siempre. ¿Puedo hacer algo? No. ¿Voy a proceder ahora a despotricar a todos aquellos que no cumplen plazos? Para nada, este post de hoy viene de la inspiración que ese humo del puro imaginario me creó: los plazos son algo misterioso para los humanos. 

Los plazos son algo imprescindible para funcionar en la vida. No solo en esta que llevamos ahora, llena de prisa y urgencia. La vida tranquila, apegada a la tierra, a las estaciones y de cara a la naturaleza también necesita plazos, todo tiene un tiempo. Lo curioso es cómo a pesar de llevar milenios conviviendo con los plazos, éstos siguen siendo algo misterioso e inescrutable. Para mis hijas, por ejemplo, un plazo es algo que está siempre en un futuro lejanísimo al que creen que no llegarán nunca aunque sea esa misma tarde, mañana o el lunes. «Chicas, he dejado la cortina de la ducha en remojo, sacadla esta tarde». «¿La habéis sacado?». «Uy, no. Mañana» No quiero aburrir con cuitas familiares pero «mañana» acabó siendo diez días después. Mis queridas hijas hacen un uso de los plazos que va más allá de lo temporal: lo suyo roza el realismo mágico. La extensión de sus plazos hacia el futuro va unida a la idea de que si consiguen alargarlo lo suficiente yo acabaré haciendo lo que sea que es su tarea. Un uso muy inteligente por mi parte de la indiferencia está consiguiendo que sus plazos de actuación se acorten. Lo mismo pasa cuando, con cualquier oficio del gremio chapuzas de casa, talleres y demás, su extensión de los plazos juega con la idea de que tú acabarás cansándote y lo que sea que ocurre se solucionará solo. En este caso, y lo sé por experiencia propia, las amenazas con quejas en la OCU, al defensor del cliente o, como hago yo, programar un mail diario a su departamento de reclamaciones consigue que lo que iba a llevar una semana, dos, o tres meses, se reduzca de una manera casi mágica. 


Los plazos también juegan con nuestras ilusiones. Nos ponemos a nosotros mismos plazos para no sufrir y plazos para disfrutar. «Vamos a ver, yo creo que este informe, si me pongo a muerte con él, lo termino en un par de días». No es verdad. La voluntad de acabar con el tedio laboral nos hace creer que seremos más rápidos, que nos liberaremos antes, que podremos escapar de él antes. No ocurre nunca. Por experiencia sé que es mejor pensar que vas a estar enfangado en esto mucho más de lo que te gustaría… y así, con suerte, sobrevives al tedio y a la frustración. Los plazos para disfrutar funcionan igual: haces obras en el piso, te construyes una casa, compras un mueble, emprendes un viaje y piensas: en seis meses estará terminado, en año y medio estará listo, me llegará en quince días, seis horas y empiezo a disfrutar. Es jugar con fuego, es hacer algo que llevo años advirtiendo que no hay que hacer nunca: spaghetti + lechuga


Inciso de anécdota.- Hace muchísimos años, a una compañera de trabajo la recogió su novio en el trabajo para marcharse de fin de semana a la playa. Ella le preguntó si no tenían que hacer compra para la cena de esa noche. «No, no hace falta. Ya he ido yo a comprar para una cena rica». Ella imaginó solomillo, imaginó jamón del bueno, unos langostinos, queso, algo que sonara a cena rica. Cuando llegaron y descargaron la compra, él le dijo: «vamos a cenar ensalada de pasta». No era lo que ella había imaginado pero reajustó su pensamiento a esa nueva realidad. «Genial, ¿qué has comprado?». Spaghetti y lechuga. Sobrevive a esa decepción y a esa ensalada de pasta. (Ya no son novios) - Fin de la anécdota.

No hay que tener expectativas con nada en la vida pero con los plazos hay que ser especialmente cuidadoso.

Para los plazos que te pones a ti mismo: no te los pongas. Si te los pones, que sean laxos. Si aún así no llegas: sé firme y sufre. Cumple el plazo que te has puesto y que alegremente comentaste a la contraparte y agoniza para cumplirlo. Hazlo. Piensa que si lo alargas, si mandas un mail ridículo con una excusa muy elaborada, lo único que harás será extender la agonía. 


  • Para los plazos de los demás: no confíes en ellos, no te los creas. Añade siempre un factor corrector de + 2 semanas la primera vez que interactúes con esa persona, al que deberás añadir una semana por cada incumplimiento. «Pero Ana, si haces eso, a lo mejor llega un momento en que son seis meses esperando». Correctísimo. Aprovecha ese tiempo para hacer otras cosas

  • Para los plazos que establecen los jefes: intenta alargarlos lo más posible. Los jefes viven en una realidad en la que el espacio y el tiempo son elásticos, significando esto que creen que tú eres todopoderoso y en un plazo ridículo de tiempo puedes sacar el trabajo de media docena de personas durante un mes de trabajo. Si el jefe, como buen jefe, se resiste a aceptar que lo que está pidiendo es imposible, haz lo que puedas o, mejor aún, confía en que se le olvide. Pasa mucho. Es curioso cómo en la mente de un jefe el hecho de marcar una tarea y un plazo la convierte automáticamente en algo hecho, algo que se marca con el check verde y pasa a estar completada sin haberse empezado siquiera. 

  • Si eres jefe y pones plazos: confía en lo que te dice la gente que va a hacer el trabajo.

  • Si eres el fontanero/constructor/carpintero/pintor/electricista y le das un plazo al cliente: no seas cabrón y cuando se cumpla y el cliente te llame no le digas: «Uy, estoy de vacaciones en Lanzarote, a ver dentro de diez días». (Si eres el cliente, recuerda sumarle dos semanas a este nuevo plazo, o tres o cuatro… ah, y tardar en pagarle cuando consigas que haga lo que sea. Págale con la misma moneda: un buen plazo)


Bajo los pies de la mesa, apago el puro, echo la última voluta de humo y pienso: A Dios pongo por testigo que dentro de dos semanas no tendré lo que me han prometido. 



Os recuerdo que si queréis recibir Cosas que (me) pasan en el correo os podéis suscribir aquí.

4 comentarios:

Tita dijo...

Porfa, desarrolla lo de la indiferencia con el adolescentismo para acortar los plazos, que estoy muy necesitada!

el chico de la consuelo dijo...

Puffffff soy impuntual, hago las cosas en el ultimo segundo del plazo, me pego el día haciendo funanbulismo en los deadline, nadie me cree cuando pongo fecha, y los papeles se amontonan en la mesa de mi despacho como cuchillas de afeitar q decía esclarecidos.
Debo dejar de leer este blog.
Llooooooooro

El Meeple Gamer dijo...

jjaja la anecdota de tu amiga es real como la vida misma!

andandos dijo...

Sí te han pasado cosas, claro. La gracia está en cómo las cuentas. La invisibilidad también afecta a los hombres, en mi caso al menos. Uno se acostumbra y también tiene ventajas.

Un abrazo