martes, 27 de marzo de 2018

A misa y al fisio

Yo iba a misa por obligación y sin fe. Iba porque no había escapatoria. Iba por obligación y a sufrir: era una pérdida de tiempo, un aburrimiento y, en algunas ocasiones (cuando aquello, a mi juicio,  se alargaba innecesariamente o hacía mucho frío o era a una hora terriblemente temprana), iba a sufrir. El mayor beneficio que saqué jamás de mi asistencia religiosa fue el alivio al salir de allí. 

Al fisio voy más o menos igual: con obligación y sin fe. Voy cuando ya no tengo escapatoria. Voy cuando las drogas ya no me funcionan o me funcionan tan bien que estoy a punto de consagrar a ellas toda mi existencia. Voy cuando  he fundido la manta eléctrica y el saco de semillas. Voy cuando ya he probado todas las aplicaciones de estiramientos de la tienda Android y cuando ya no resisto el dolor. Voy cuando ya no tengo riego sanguíneo en las puntas de los dedos de los manos, cuando mi cuello tiene menos movilidad que el de Chucky o tengo una cojera como la de Igor. Voy como última opción y sin fe. Y allí sufro, sufro muchísimo. A veces lloro y me muerdo la mano y me retuerzo y digo: «para, para, para». Voy y, mientras estoy allí, desnuda, vulnerable y dolorida, pienso: «¿Qué sentido tiene esto?», que es lo mismo que pensaba mientras me arrodillaba durante la consagración. «¿Esto sirve para algo?» 

Hoy he ido al fisio. Me duele el brazo como si no fuera mi brazo. Con esto quiero decir que el dolor es tan agudo, tan persistente, tan perseverante que me hace sentir que el brazo desde el hombro hasta la punta de los dedos y toda la parte superior derecha de mi espalda fueran de otra persona. Tengo la mano fría, casi helada y con cualquier movimiento que hago siento que la costura de piel que une mi lado derecho con mi lado izquierdo (y que mentalmente sitúo justo en mi columna vertebral) se está abriendo. Eso es: mi brazo derecho, su hombro y esa zona de mi espalda se están descosiendo de mi cuerpo. Como su conexión con el resto de mí es cada vez más debil, más endeble, no tengo fuerza en ese brazo. Tampoco puedo hacer gestos bruscos. No hablo de lanzar una bofetada con la mano abierta y todo el impulso de giro de mi cuerpo:  hablo de abrocharme el sujetador. Echar el brazo para atrás en un gesto inconsciente que llevo haciendo treinta años es, estos días, una hazaña que acometo entrecerrando los ojos y diciendo «ayy». Ni me planteo ser capaz de hacerlo lentamente, deslizando el tirante y con aspecto sexy. No se puede ser atractivo cuando tu cuerpo está desgajándose. 

Temo que se me estén abriendo las costuras. Me preocupa la inconsciencia que percibo en la parte izquierda de mi cuerpo. Ese lado izquierdo, de hecho, parece vivir completamente ajeno a lo que sea que me está atacando por la derecha. Sigue como siempre, ligero, juguetón, continúa con su vida sin percibir que a unos escasos centímetros de distancia algo se está desmoronando, que algo terrible ocurre. Casi puedo oír a mis músculos, a las fibras musculares y los pequeños nervios del lado derecho gritando «Ehhh, estamos aquí, colgando en el abismo, haced algo, tiradnos una cuerda, un cable, buscad ayuda», mientras mi lado izquierdo está tomando vinos sin darse cuenta del desastre que se la avecina. En la espalda no hay compuertas, ni cámaras estancas; todo está conectado por puentes, túneles y pasarelas... ¿y si esta sensación de que mi lado izquierdo se está descosiendo se traslada al otro lado y me siento partida en dos? 

Llevaba días buscándome el punto de máximo dolor para intentar curarme. Quería arrancar la flecha, sacar la bala, abrir la herida y que, tras alcanzar la cumbre de dolor, esa en la que en las pelis del oeste se desmayan mordiendo un palo,  el suplicio empezara a remitir y, sobre todo, cesara el hormigueo y la sensación de que mi cuerpo era de otro. Ese punto estaba en algún sitio recóndito en el que el brazo se une con la espalda, parecía encapsulado en una de esas cámaras estancas. Era tan poderoso que aun encerrado ahí, en un sitio que no tiene ni nombre, que no es ni brazo, ni hombro, ni axila, ni espalda conseguía con su sola presencia tener a todo mi  cuerpo en alerta. 

Hoy he ido al fisio por obligación, sin fe y buscando el milagro de su magia. He ido a sufrir y ojalá hubiera tenido un palo para morder. He ido como los normandos iban a ver a Asterix: «hazme dolor».

Al salir de misa solo sentía alivio y, si había ido sin desayunar, un hambre atroz. 

Del fisio he salido dolorida, impresionada con su magia, con riego sangüíneo en los dedos y el sabio consejo de abrocharme el sujetador por delante. Sin duda, prefiero esta magia.


jueves, 22 de marzo de 2018

Estar en casa

Cuando tienes hijos y no tienes ni idea del follón en el que te estás metiendo estás lleno de ideas completamente idiotas a veces increíblemente optimistas y otras veces absurdamente pesimistas sobre lo que supondrá la llegada de esos seres a tu vida. Algunas de las ingenuamente optimistas y de más arraigo mental en el imaginario social son: la hora del baño del bebé o niño pequeño como una cumbre de felicidad hogareña y doméstica; la tarde en el parque rodeada de pajaritos viendo a tus hijos mientras supuras amor hacia ellos, el momentazo de recogerlos en el colegio, etc. Todas esos momentos tan falsos, tan de cartón piedra, tan de desfile de película Disney los tenemos grabados a fuego en la mente y nos hacen creer a todos que cuando nuestros hijos son pequeños es el momento en el que hay que llegar pronto a casa. 

«Pero si tus hijas ya son mayores» me dicen, «pueden estar solas». Sí, mis hijas pueden estar solas pero en un nuevo y sorprendente  giro argumental de la vida maternal, he descubierto que, ahora, con doce y catorce años, necesitan más que nunca que o El Ingeniero o yo estemos en casa con ellas. 

«Estar con ellas» no es «Cuidarlas». No llego pronto a casa porque tenga que recogerlas del colegio, ni darles la merienda, ni cuidarlas, ni preocuparme de qué se bañen ni darles la cena. Ellas se cuidan solas, no necesitan que las cuidemos, necesitan que estemos con ellas.  A veces, solo que estemos. 

Cuando eran pequeñas llegaba corriendo a casa porque tenía que recogerlas del colegio y jugar con ellas y bañarlas y darles la cena. Llegaba corriendo porque "tenía" que hacer todas esas cosas con ellas porque parecía que si no las hacía yo ( o El Ingeniero) estábamos haciéndolo mal, en algo estábamos fallando.  Con el tiempo he descubierto que es, ahora, cuando tienen los años que tienen, cuando de verdad tenemos que ser nosotros los que estemos con ellas. Es ahora cuando se dan cuenta de que estás llegando más tarde o de que cuando les dices "en veinte minutos estoy" estás mintiendo y vas a tardar una hora. Es ahora cuando te esperan. Me esperan. 

No quiero dar la impresión de que es una espera idílica. No llego a casa y mis brujas adolescentes salen a recibirme con abrazos y besos, para nada. Llego a casa y la entrada y el salón está a oscuras. «¿Hola?» grito desde la puerta. «Holaaaaa» me contesta alguna desde su cuarto. Avanzo por el pasillo a oscuras y, al fondo, la luz de sus lámparas de estudio ilumina la lámina de Sonia Delaunay que tenemos al fondo del pasillo. Camino hasta la puerta y me asomo mientras me quito el abrigo, el bolso «¿Qué pasa? ¿Qué tal el día?» Toda su indiferencia se esfuma y las dos  se levantan de sus mesas para empezar a contarme un millón de tonterías mientras me cambio de ropa. Se atropellan, se interrumpen, discuten y yo, la mayor parte de las veces, me pierdo en los mil detalles de lo que me están contando. «Venga, volved a terminar los deberes y luego seguimos» 

No las baño, ni las persigo, ni les ordeno el cuarto, ni les plancho la ropa. No juego con ellas ni tengo que acompañarlas a los cumpleaños. No necesitan nada de eso, no necesitan que las cuide en cosas prácticas pero necesitan que yo esté en casa por las tardes. Podrían estar solas y, de hecho, algunas tardes están solas y no pasa nada... pero que su padre o yo estemos en casa les crea seguridad, un lugar seguro, un sitio dónde ser ellas. 

Cuando eran canijas cualquiera podía bañarlas o prepararles la cena. No sabían si llegábamos pronto o tarde o si esa tarde nos estábamos retrasando. Cualquiera podía leerles un cuento o jugar con ellas a los cliks. No estoy diciendo que el vínculo no sea importante pero, no hay que engañarse, puede que haya alguien que les haga mejor la cena o sea más divertido en el parque.  

Ahora que no necesitan nada de eso porque todo lo pueden hacer solas, lo que necesitan es ser hijas y eso sólo lo pueden ser  conmigo o con su padre. Solo conmigo o con su padre pueden tener determinadas conversaciones. Y no hablo de charlar sobre el sentido de la vida o problemas existenciales, hablo de charlar sobre nimiedades absurdas, sobre detalles minúsculos. Hablo de intercalar bromas familiares que solo tienen sentido para nosotras y que sé que durarán para siempre. Hablo del momento en el que desde el baño gritan que no tienen papel higiénico o que no encuentran su bañador del colegio. Hablo de mediar entre ellas porque están discutiendo por cualquier bobada. Hablo de estar en casa, de ser casa para ellas. Hablo de que ellas sientan que nos preocupamos por sus cosas, lo sienten y lo saben. Todas esas cosas que son las que dan la seguridad de tener un sitio en el que te quieren y quieres. Que estemos con ellas las hace ser hijas y, creo,  les da seguridad.  
  
Mis hijas son mayores y pueden estar solas, pero yo quiero llegar pronto a casa para estar con ellas, no para cuidarlas. Por eso, la conciliación va más allá del bebé y el niño pequeño porque ,más pronto que tarde, descubres que cuando más importa que estés con tus hijos es cuando ya no necesitan que los cuides. 

domingo, 18 de marzo de 2018

Pasear para escapar

Jean Louis Corby
Salgo de casa, como siempre, más tarde de lo previsto. Esta vez he tardado en salir porque me he cambiado tres veces de camiseta, todas me parecían demasiado elegantes, demasiado buenas, demasiado especiales un día como hoy. Cuando, por fin, he dado con la más cutre he pensando que nunca seré elegante, ni sofisticada. Ayer por la noche vi una antigua película de Billy Wilder y Marlene Dietrich era puro magnetismo, pura elegancia, rezumaba clase en cada gesto. Nunca seré Marlene Dietrich pero tampoco pretendo serlo, ni tampoco ir elegante, voy a caminar hasta el cine. No quiero que nadie me vea ni me mire y si fantaseo con «imagina que alguien se fija en ti», sé que mi mejor baza jamás es la ropa que llevo, la manera cómo camino o cómo me peino. 

Cierro la puerta y bajo andando los cuatro pisos con las bolsas de la basura en la mano. Estoy orgullosa de haberme acordado de sacarlas y aún más de haber recordado coger la llave del cuarto de basuras. Salgo a la calle y me miro en el cristal de una sucursal bancaria. En un intento de ahuyentar esta tristeza, que me acompaña desde que me he despertado, me he puesto la chupa verde que compré en Normandía este verano. Es un verde de ocasiones alegres, de buenos momentos, quizás así consiga que la tristeza que me acompaña no me invada, que solo me asedie. Sé de dónde viene o creo saberlo. Es la primavera. Ayer llovió y casi nevó,  puede que vuelva a hacerlo esta semana pero yo sé que mi tiempo se ha terminado,  que el frío que venga, la lluvia que caiga... serán ya testimoniales, serán flecos. Esos días un poco fríos y nublados que quedan por venir serán como beberte una copa a las siete de la mañana justo antes de salir del garito... puedes engañarte creyendo que queda mucha noche pero la realidad es que ya es de día. Eso me pasa a mí, puedo intentar creerme que el invierno dura aún, que quedan días de abrigarme y llevar guantes... pero no, no es verdad. Estamos a diez días del cambio de hora y entonces la fiesta habrá terminado. 

Intento no pensar en la primavera, en lo mal que me sienta y contengo las ganas de volver a casa. ¿Por qué he salido? En realidad no quería salir, lo he hecho por... no sé porqué. Quizás me siente bien, quizás esa majadería de que te de el aire y moverte me funcione esta vez. Para animarme me compro una bolsa de alpiste de personas y una botella de agua. Ser adulto es esto, comerte una bolsa de guarradas mientras paseas por El Retiro sin que nadie te regañe ni te diga que no puedes hacerlo. Voy concentrada en mis pensamientos y apenas miro a nadie. Ayer por la tarde también paseé por aquí, pero había llovido y estaba casi desierto. Solo había turistas extranjeros consultando mapas imposibles intentando encontrar el estanque y el Palacio de Cristal. Hoy camino deprisa casi sin fijarme aunque detecto una mayor presencia de familias y de jóvenes parejas con hijos de edades parecidas paseando lentamente. Hay títeres en el paseo del estanque... y por un leve momento siento una punzada de nostalgia. Recuerdo cuando nosotros éramos una joven pareja y veníamos con las niñas a ver a los titiriteros. Camino más deprisa porque no quiero entristecerme más, no necesito nostalgia edulcorada. 

«Me gustaría que la tristeza oliera, como las lentejas quemadas o el rastro de una vela apagada. Me gustaría ser capaz de olerlo y poder airear la casa, abrir las ventanas y librarme de esa sensación, que no me pillara por sorpresa». Pienso en esto que escribí hace unos meses mientras salgo del Retiro por la Puerta de Alcalá. Más y más turistas. Como no me gusta Madrid, como me sienta tan mal, durante muchísimo tiempo no entendía qué veían los turistas en ella más allá de los museos. Sigo sin entenderlo pero ya no me sorprende. Sé que el problema es mío. Los veo en El Retiro, en la Puerta del Sol, en Cibeles, me los cruzo por Malasaña. No sé qué ven pero les envidio. Envidio su capacidad para disfrutar Madrid. Intento "pensar en guiri" como me enseñó mi amiga Rosa. «Cuando no te gusta Madrid lo que tienes que hacer es pensar que eres de Wyoming, creerte que eres de allí, de una granja en mitad de la nada y entonces llegas aquí y esto te alucina. Piensa en guiri». No me funciona porque no puedo distraerme pensando que soy de Wyoming o de las Landas, tengo que ocuparme solo de que no me aplaste la ciudad, de no volver corriendo a casa a esconderme. 

Intento abstraerme de la tristeza fijándome en la ciudad. En Mejía Lequerica veo el peor escaparate de peluquería que he visto jamás en mi vida, en Sagasta me cruzo con un chaval que va hablando por el móvil mientras da ridículo saltitos como si fuera Gene Kelly o se lo creyera, sé por su cara que habla con alguien que le gusta, con alguien nuevo en su vida y que está emocionado. Me cruzo con una sofisticada con pamela y pantalones de leopardo que camina oculta detrás de unas gafas de sol y veo unos jarrones espeluznantes en el escaparate de una tienda de antigüedades. Unos chavales en chanclas... si necesitaba más señales sobre el fin del invierno, aquí las tengo. 

Llego al cine, compro la entrada y me siento. El hilo invisible. No quiero que me guste, quiero detestarla sin razón, porque sí... pero descubro que me está encantando, que me está haciendo sentir muy incómoda pero es una película buenísima. Daniel day Lewis me recuerda a mi abuelo, no debe de tener más de sesenta pero parece mayor, huele a hombre viejo, a arrugas y piernas flacas envueltas en elegancia, a piel seca. En un momento de la película mientras me revuelvo en la butaca porque la claustrofobia de la película no me deja parar quieta dice algo como «siento una inquietud que no sé de dónde viene».

Eso me pasa a mí. 


miércoles, 14 de marzo de 2018

Todas las primeras veces

Malika Favre
Me he pintado las uñas de las manos de rojo oscuro. No puedo dejar de mirarlas. De tocarlas. Las rozo con la yema de los dedos y las percibo distintas, más suaves, brillantes, casi perfectas. Huelen diferente, bueno huelen sin más, hasta ahora no había percibido jamás su olor. De vez en cuando se me olvidan pero luego, de repente, mis manos aparecen para agarrar algo, sujetando el volante, abriendo la nevera, lavándome los dientes y me sobresalto. Me siento como si  hubiera alguien más conmigo, como si mi mano no fuera mía, como si le hubiera robado la mano, los dedos a otra mujer, a una más elegante, más sofisticada, más segura que yo. 

Está siendo una primera vez bastante catártica, como la primera vez que me corté el pelo muy corto,  la primera vez que me atreví a llevar algo con tirantes finos, la primera vez que me decidí a llevar sandalias de tiras y que se me vieran los pies o la primera vez que me pinté los labios. 

A todas estas primeras veces, y a muchas más que ahora no recuerdo, llegué siguiendo el mismo proceso: 

- Yo ni de coña haré eso, no me gusta, es horrible. 

- Puede que no sea tan horrible, a lo mejor si lo miro entrecerrando los ojos y dejando de lado todos mis estúpidos prejuicios es posible que le vea algo interesante o le coja el gusto.  

- Me gusta pero no es para mí. Tengo demasiadas tetas, o los brazos gordos o los pies feos o los dedos muy cortos o no soy lo suficientemente "lo que sea" para eso. 

- Ojalá me atreviera pero no. Igual que no puedo ir a la Luna ni ser Halle Berry tampoco puedo hacer eso.   

- Un soplo de aliento en mi nuca: «Venga, prueba» que conseguía que empezara a planteármelo. 

- El empuje: venga coño, atrévete. ¿Qué vas a perder? ¿Vas a ser así de floja? El que no arriesga no gana y, además, qué más te da lo que piense la gente. Prueba y si te gusta adelante. 

- El recular: pero qué necesidad tengo yo de esto. Si estoy bien así, no lo necesito, no es algo importante, da igual. 

- El autoengaño: no es que no me atreva es que ahora no me apetece. 

- El impulso: venga, ya, ahora, hoy. Me lo corto, me lo pongo, me las pinto. 

- El cervatillo descubriendo que puede caminar. La sorpresa al verme reflejada en cualquier sitio, o al ver mis manos, como ahora, en el volante, sujetando la pluma o tecleando este post. ¿Soy yo realmente? No me lo puedo creer. 

- Intento actuar normal siendo una cumbre de naturalidad intentando que  nadie se de cuenta de que he hecho algo que considero completamente rompedor.  

- No actúo normal. Me miro en los cristales, en el retrovisor, me miro los pies, las manos, en el reflejo de las gafas de la gente y me sobresalto.

- A pesar de mi comportamiento de agente secreto de pacotilla compruebo que nadie me presta la más mínima atención.  

- Elucubraciones filosóficas: descubro que ese mínimo gesto que he hecho por primera vez me hace sentirme distinta. ¿Estaré a la altura de esta nueva versión de mí misma? ¿Es una versión nueva o soy yo disfrazada? ¿Soy un cisne o el mismo perrito con distinto collar? 

- Me confío. Me relajo. Respiro. 

El ciclo de la primera vez termina cuando olvido por completo el proceso y, cuando menos me lo espero, alguien que sí me presta atención me dice: «Eh, llevas algo distinto. Me gusta. Te favorece». 

Quizás me acostumbre a las uñas de mujer fatal. 


viernes, 9 de marzo de 2018

Ayer: la emoción que transforma


—Cariño, siempre podrás decir que a tu primera manifestación ¡chispas! fuiste con tu madre y tu abuela-
—¿Qué es chispas? 

Volvimos a casa cruzando El Retiro de noche, bordeando el estanque,  El Palacio de Cristal vacio, solitario y precioso y pasando entre las mesas de los chiringuitos cerrados. Íbamos eufóricas.

«María, cariño estás con el mismo subidón que tenías cuando te recogía en el parque de bolas en los cumpleaños». Saltaba, corría, agitaba el paraguas y se reía con esa risa suya que le desborda y que no se puede fingir. Es una risa cantarina que le sale muy de dentro y que me cambia la vida. Y ayer le cambió la vida a ella, a mi hija María, a mi madre y a mí. 

Sesenta años hay entre mi madre y mi hija, yo soy el paso intermedio entre ellas, el hilo que las une. Ayer fuimos las tres a Atocha, caminando y nos sumergimos en una marea de gente de todas las edades; miles y miles de personas: chicas jóvenes, niñas, niños, bebés, familias, señoras mayores, señoras tan mayores como mi madre y más, hombres, parejas... era increíble.  No se podía caminar, ni dar un paso. Tardamos tres horas en llegar a Cibeles. Aquello fue una fiesta para mi hija y para mi madre, iban leyendo todas las pancartas y decidiendo con cuales estaban de acuerdo y con cuales no y si coincidían en sus preferencias. Mi madre le explicó a María lo que fue la II República y María nos enseñó a hacer un boomerang para instagram con un paraguas en el que se podía leer «Juntas 8M. Paramos». Ni María ni mi madre trabajan. Yo sí pero no hice huelga. Hoy he escuchado en la radio a unos cuantos rancios que el día de ayer no fue un éxito porque no se paró el país ni se van a cambiar las leyes y las cuotas blablabla. Gente sin alma. 

No se paró el país ni falta que hizo.  No estuvimos allí contra nadie sino por algo, por nosotras. No se parecía a nada que pudieras leer en un periódico, escuchar en una radio o ver en la televisión. La emoción transmitida nunca es como la emoción vivida y por eso no transforma. ni se puede entender por completo. Se mira con escepticismo, como si fuera fingida, impostada, forzada.  La sonrisa eufórica de María cuando la dejé en casa, la cara de agotamiento feliz de mi madre esta mañana, mi insomnio brutal de esta noche son cosas que solo podían salir de un momento como el de ayer. La emoción que vivimos nos cambió la vida a mí, a mi madre y a mi hija. Y a otros miles de personas que estaban allí con nosotras. 

Para el que se niegue a verlo, se empeñe en ningunearlo o en cubrirlo de cualquier tipo de capa ideológica, solo tengo una respuesta: tú te lo pierdes y ojalá yo supiera contarlo mejor. 

¡Chispas!  

miércoles, 7 de marzo de 2018

La teoría del sábado que ya nunca escribiré

—Niñas, no pienso dejaros comer en pijama.
—Y ¿desnudas?
—No digáis tonterías.
—Mamá, ¿alguna vez has comido desnuda?
—No queréis saberlo. 

Tenía pensado escribir sobre cómo, el pasado sábado, esta conversación me obligó a levantarme del sofá, dejar el libro que estaba leyendo, preparar la comida en pijama y justo después de meter las patatas con bechamel a gratinar en el horno encaminarme a vestirme para comer. Tenía pensado escribir sobre como justo en ese momento,  el momento en el que abría la mampara de la ducha pensé que era sábado y que qué demonios podía pasar sin ducharme. Tenía pensado escribir sobre cómo decidí repetir los calcetines del día anterior y ponerme debajo del jersey una camiseta negra de propaganda de un servicio de alojamiento hosting (ni siquiera sé si se dice así) porque total, era sábado. 

Tenía pensando escribir sobre cómo al terminar de comer y recoger la cocina, le dije a las niñas, «no podemos sentarnos en el sofá porque si nos sentamos quedaremos atrapadas en el vórtice absorbente de la tv movie alemana de sobremesa y no seremos capaces de llegar al cine». Tenía pensando escribir sobre cómo en ese momento empecé a elucubrar una teoría sobre el sábado, sobre ese día que discurre y se me escurre. 

Tenía pensando escribir sobre las tiendas vacías a las cuatro de la tarde, sobre el amarillo que brilla en los escaparates porque por lo visto estará de moda en los próximos meses, sobre las taquilleras de cine que me dicen « ¿Eres María? ¿te importa esperar 5 minutos que acabo de salir a fumarme un cigarrito?» y sobre cómo no me importó nada esperar a pesar de no ser María.  

Tenía pensando escribir sobre cómo me gusta ser capaz de estirar los sábados para que me cundan al máximo no llenándolos de cosas sino intentando conseguir que el tiempo pase más despacio. Tenía pensando escribir sobre cómo al despertarme pronto, como buena señora mayor que soy, estiré el brazo, cogi el libro, me arrebujé en las sábanas y me quedé leyendohasta terminarlo. Quería escribir sobre disfrutar de la cama. Tenía pensado escribir sobre los desayunos de los sábados en los que "se vale" repetir de todo: de zumo, de café, de tostadas... y de café otra vez para seguir en pijama todo el tiempo posible... justo hasta que te das cuenta de que has dado una orden contradictoria a tus hijas y vas a tener que vestirte. 

Tenía pensado escribir sobre lo poco que pensamos en el sábado cuando estamos en él, sobre disfrutarlo y regodearnos en él,  pero hoy he tenido una reunión de tres horas que me ha robado las ganas de vivir. 

Tenía pensando escribir una teoría sobre el sábado que ya nunca escribiré porque me la ha robado un miércoles.  




lunes, 5 de marzo de 2018

Despelleje Oscars 2018

Ayer fueron los Oscars. Las buenas noticias son que no han ido todas de negro. Las malas que tampoco han ido en vaqueros y camiseta. Hemos vuelto a lo de siempre, las reivindicaciones han pasado a la historia y no me parece ni bien ni mal. Los Oscars son los que son, un escaparate para lucirse, sonreír y si ganas algo llorar mucho de emoción falsa o verdadera.

En un intenso trabajo de documentación, que jamás me agradeceréis lo suficiente,  he repasado doscientas veinte fotos y os traigo tres conclusiones: brillis, tirante fino y pelo lamido. Let´s go.

Nada como llegar a una fiesta y que te reciban con entusiasmo, alegría y en equilibro sobre unos zapatos imposibles.  Ves a Saoirse Ronan y piensas «su madre la ha obligado a ir. Le ha dicho: ve que tienes que salir de casa y hacer amigos» y claramente Saoirse (que, por otro lado, está pensando en como decirle a su madre que se quiere cambiar el nombre) se lo está pasando pirata en la fiesta.

A Betty Gabriel también la ha mandado su madre a la fiesta pero la ha tenido dos semanas practicando como entrar con naturalidad y seguridad en la alfombra roja. Le han faltado otras dos semanas de práctica  porque a mí me parece una grulla intentando llamar la atención entre una bandada de pinguinos. «mira como molo y doy zancadas largas»

Tiffany Haddish va de apropiación cultural, de mezcla de civilizaciones. Lleva una túnica parecidísima a la que lleva Meryl Streep en The Post con unos añadidos a los Black Panther. El conjunto es como de fiesta de disfraces, «¿de qué vas?» «De egipcio antiguo». 

En hombres que saben llevar traje, y contra todo pronóstico, tenemos a Kobe Bryant. 

Fijaos bien en los tirantes finos porque la mayoría de las veces son superfluos, es decir, no sujetan nada, son adorno. ¿Por qué han vuelto los tirantes finos? ¿Hemos terminado con el reinado del escote "sureño palabra de honor"? Tenemos a Jennifer Lawrence  va de brillis, tirante fino y pelo frito, con un rollo «yo aquí he venido por la barra libre». Gal Gadot también de tirante fino y pelo frito pero con cara de «yo no bebo y no me enrollo con nadie hasta la tercera cita» o «hasta que me case» o «hasta que me case y haya decorado el cuarto de los niños que se llamarán Andrea y Billy» 

Timothée y Daniel van hechos unos espantapájaros pero estoy muy a favor de que sepan llevar lo que llevan y, sobre todo, que parezcan cómodos. Eso sí, he descubierto que los botines de Timothée me encantan. El pobre Luca, sin embargo, no sabe donde meterse. Quizás sería buena idea emparejarlo con Saoirse... harían buena pareja, en una esquina, sin molestar. «Hola, ¿tú quién eres? y ¿Por qué llevas esa araña tan extraña? A mí me ha obligado mi madre a venir»

Nicole es la versión tres mil de la buena de Saoirse. ¿Os acordáis cuando iba con Tom a los saraos, le corría sangre por las venas y no era una estatua? Pues ahora ya va sola, es una cariátide paseando por la alfombra roja y elige siempre vestidos inexplicables. ¿Ese lazo por qué, Nicole?  De azul va también Jennifer Garner y me gusta todo porque tiene pinta de tener la edad que tiene.

Emma Stone lleva el look más parecido a "algo cómodo" que se ha visto nunca en los Oscars. Me desconcierta el lazo fucsia (por eso no trabajo en una revista de moda) y no entiendo lo de no llevar camisa debajo y tener que estar preocupándote de que no se te descontrole una teta pero en fin, lleva bolsillos.

Ni una fiesta sin su limpiaflautas y Mira Sorvino no puede con la vida, uno no sabe lo que pesa un visillo sucio hasta que lo descuelga.

Con Emily Blunt tenemos que hacer algo. Organicemos una "intervención" y hablemos con ella muy seriamente. No podemos consentir que la actriz que va a mancillar a Mary Poppins en una nueva versión totalmente innecesaria de la mejor película de la historia nos lleve estas pintas del demonio. EMILY ¿Qué llevas puesto? ¿Qué es eso? ¿No tienes espejos en casa? ¿Un ventanal en tu cocina open concept en el que te hayas visto reflejada aunque sea fugazmente? Te estas drogando ¿verdad? ¿Tienen a tus hijos secuestrados y te han exigido ponerte eso para devolvértelos? ¿Te estás quedando ciega? ¿Tu hermana se cree diseñadora? Emily, por dios, dame una explicación.  

Danai y Lupita. Lupita va muy a lo Donna Summer en los 80, brillis de bola de disco a todo tren pero con el pelo lamido y Danai va calcadita a Saoirse solo que ella tiene pinta de tener el culo pelado de ir a fiestas y nos mira con cara de «yo sé dónde se cuece lo bueno y, además, todavía me creo que estoy en la peli y como me calientes te doy dos leches ». 

En una sola foto: el hombre al que se la bufa como le quede el traje, el hombre que sabe llevar traje y el traje embutido en un hombre. Aquí tenemos a Tom Holland que está en otra categoria, la de hombre al que le han elegido el traje, el más feo de la tienda. 

William Dafoe, no le estamos haciendo el caso que se merece. Y está mejorando con la edad. En vez de envejecer hacia señora mayor, como tantos otros, está envejeciendo hacia Viggo Mortensen y eso es siempre bien.

Los botines de Timothée me siguen flipando y también lo contento que está. Armie, sin embargo, está descubriendo que efectivamente el terciopelo granate no era una buena idea. NI tampoco en pajarita, Matthew.  De hecho el único uso del terciopelo granate que tiene sentido es.... no se me ocurre ninguno.

Sandra de brillis y lamidos. He observado que las actrices de Hollywood evolucionan hacia máscaras sin expresión como Sandra o Ashley ¿Os acordáis cuando parecía natural? o hacia diosas con cara de «me la sopla todo y estoy divina de la muerte» como Laura Dern que además de llevar un vestido precioso, sencillo y apto con el movimiento del cuerpo tiene las arrugas de expresión que hay que tener cuando has vivido. Jane se ha operado todo y más pero es una DIOSA y con sus 80 palos es la única que he visto que llevaba un pin político. 

No sé porqué han obligado a Sally Hawkins a ir a la fiesta. Es obvio que ella quería quedarse en casa en bata y pantuflas. Podía haber invitado a su sofá a Margot que tampoco tenía muchas ganas de ir.

Drapéame otra vez, drapéame otra vez, que en tus manos yo sea una cosa envuelta en tela marrón, drapéame otra vez.

Abullóname otra vez, abullóname otra vez, que en tus manos yo sea una bola envuelta en rosa y azul.   Mira Andra, si vas a ir de flores y dando el cante... aprende de Whoopi.  

Lin-Manuel Miranda salió la noche antes "a dar una vuelta" y se le fue de las manos. A lo mejor salió con Caleb

Gary Oldman y su mujer de Chin-Chin Afflilou. 

St. Vincent de siseñor con las patas de alambre y un canta mañanas con los zapatos sucios.

Salma, Salma, Salma. Yo te agradezco el homenaje a las diosas minoicas pero creo que en Hollywood no han pillado la referencia cultureta. No sé si Rita Hayek es tu hermana pero su referencia cultureta al expresionismo abstracto tampoco le ha salido bien.

Elizabeth Moss con pin político pero equivocándose en el modelo como siempre. Empiezo a sospechar que lo hace a propósito.

Helen Mirren otra diosa, yo quiero dejarme el pelo como ella. Y Rita Moreno, por favor, todos en pie.

Vamos con las diosas de rojo:  Christine Lahti , Allison Janney que además del vestidazo lleva bolso. 

El Puma sin calcetines.

Acabo de darme cuenta de que todas las mujeres que me han parecido más elegantes y estilosas eran mayores y llevan bolso.

¿Qué le pasa a Gael? ¿Le ha crecido la cabeza? ¿Se le están descolgando los brazos? ¿Le dolía un empaste? ¿Le ha prestado la camisa Kobe Bryant?

Uy, Paz perdonándonos la vida. 

¿Os sabéis el chiste de «Cariño, ¿llevo mucho escote? ¿Tienes pelos en el pecho? No. Pues entonces, sí»? Pues Blanca Blanco tampoco. 

Pobre Mirai. Llego Adam para acompañarla al baile y se encontró con que venía directamente de la sesión de sadomaso.

¡Qué no y qué no! El terciopelo solo para... para.... sigue sin ocurrírseme nada.

Yo tuve una vez un vestido de terciopelo negro con un remate rojo brillante. Llevando ese vestido me rompieron el corazón pero esa es otra historia... para ser contada en otra ocasión.  Y con esta confesión terminamos esta nueva edición absolutamente innecesaria de los despellejes de los Oscars.

Escena extra tras los créditos... la pinta del corresponsal de Antena 3. ¡Qué campeón! 

sábado, 3 de marzo de 2018

Lecturas encadenadas. Febrero

Thomas Allen
He leído poco, no sé que hago con los días, con las noches. No tengo tiempos muertos para leer y se me pasan los días sin avanzar en mis lecturas.  Mi pila de libros por leer, de libros que quiero leer no para de crecer y siento que los desatiendo, que me esperan con ansiedad.

Al lío. 

Empecé el mes con Una librería en Berlín de Françoise Frenkel. Lo primero que hay que decir es que el título en castellano es un engaño. El título original que  Patrick Mondiano menciona en el prólogo es Ningún sitio donde descansar la cabeza y refleja muchísimo mejor lo que esta novela nos cuenta. Françoise Frenkel era judía polaca y tras casarse montó con su marido (que no aparece en la novela ni siquiera mencionado) una librería especializada en literatura francesa en el Berlin de finales de los años 20. El título en castellano da a entender que vas a leer una historia sobre libros, librerías y literatura y lo que nos encontramos es, en realidad, la huida de Frenkel desde que en 1939 sale de Berlín con destino primero a París, luego a la Francia no ocupada y más tarde a Suiza donde en 1945 publicó la novela por primera vez. 

Frenkel nos relata su huida. Correr, escapar, alejarse del peligro, en una carrera sin fin ni descanso físico o mental porque junto a la necesidad de estar permanente alerta para no ser detenida se suma el hecho de no poder pensar en otra cosa más que en la guerra, en el peligro que corre, en la muerte, en la suerte que sus seres queridos habrán sufrido.  

El problema de este libro es que al haber leído el mes anterior Charlotte de David Foenkinos a ratos sentía que lo que estaba leyendo ya lo había leído, que ya lo conocía. No es una crítica, miles de personas huyeron o intentaron huir de los nazis y muchas escribieron su historia, todas se parecen y todas son únicas y probablemente si las casualidades lectoras no hubiera unido esos dos libros en mis lecturas la historia de Frenkel no me hubiera resultado tan anodina. Los mejores pasajes son el canto a su amor a los libros, la literatura y las librerías que están en las veinte primeras páginas:

«No sé muy bien a qué edad se remonta mi vocación de librera, en realidad ya desde muy niña me podía pasar las horas muertas hojeando un libro con imágenes o un gran volumen ilustrado» 

Mi madre dice que eso hacia yo pasar las páginas de cualquier revista como si supiera leer. 

El país donde florece el limonero de Helen Atlee. Compré este libro en Tipos Infames porque lo habían recomendado Guillermo Altares en La Cultureta y Elena Rius en su blog, dos personas con un criterio en el que confío plenamente. 

El país donde florece el limonero es una frase que Goethe utilizó en su libro Viaje por Italia en el que relataba su viaje por ese país en 1787. Yo no lo sabía pero Italia estaba plagada de plantaciones de cítricos en esa época, era la meca de la producción de cítricos en Europa. Atlee es una investigadora  especialista en jardines y paisajismo, que nos lleva de viaje por Italia, por su geografía y su historia descubriéndonos ( o por lo menos descubriéndomelo a mí que no sabía nada del tema) todo tipo de datos tanto económicos como históricos sociales o botánicos sobre los cítricos y todo lo que les rodea. Limones, naranjas sanguinas, mandarinas, bergamotas, cidras y un sin fin de variedades aparecen en sus páginas. A ratos me ha recordado un poco a Bryson porque Atlee es también inglesa y tiene esa misma visión del mundo que mezcla la sorpresa y la ingenuidad con unas leves gotas de «están locos estos romanos».

Es un libro más que recomendable, entretenido, divertido, interesante y que al cerrar te deja con unas irresistibles ganas de planificar un viaje a Italia y comer naranjas a bocados (sin cáscara). 

«Cuando se habla de cidras o de cidros, la gente no sabe muy bien a qué te refieres o bien los confunden con limones. Pero no es un Citrus limon, sino un Citrus medica, algo mucho más antiguo y primitivo que un limón. La cidra recuerda la idea incipiente de un fruto, un prototipo tosco hecho en las primeras etapas del proceso de diseño, una cosa basta e indefinida, un dinosaurio que se salvó de la extinción, un Neandental arbóreo».

—¿Por qué me regalas este libro?
—Pues porque leí la historia del autor y pensé que te gustaría.
—¿Cual es la historia?
—Pues salía con una mujer y había quedado con ella para verse en Singapur o un sitio así. Antes de la cita, un día antes o el mismo día él le envío un correo diciendo que la dejaba y que terminaba con un  «Cuídese mucho». Ella hizo que un montón de mujeres leyeran el mail y lo grabó para una vídeo instalación de arte. El autor de este libro es el que le mandó el mail. 
—Ajá. No voy a seguir preguntando. No quiero saber porqué pensaste que una historia así me pegaba. 

Tres circunvoluciones alrededor de un sol cada vez más negro, de Gregorio Bouillier era el libro que llego a mis manos después de esta curiosa conversación. Lo primero que tengo que decir es que la edición de Hurtado & Ortega ediciones es preciosa. El otro día pensaba que cuando empecé a leer, cuando era joven e inexperta en la lectura y en casi todo, la edición era algo en lo que ni pensaba. Era impermeable a la edición, el tacto del papel, el tamaño de la letra, la tipografía, los acabados, la traducción, todo eso me daba igual, ni siquiera lo veía. Poco a poco he tomado conciencia de cada uno de esos detalles editoriales y ahora me recreo en cada uno de ellos cuando están cuidados y mimados. Esta edición es espectacular, preciosa de ver,  un placer al tacto y una sorprendente lectura. 

Hurtado & Ortega han recogido en este volumen dos relatos ya publicados por Brouillere, su primera novela Informe sobre mi persona y El invitado secreto y otro que no se había traducido al castellano, Cabo Cañaveral. 

Informe sobre mi persona me ha recordado mucho a Paul Auster y su Diario de invierno. (Sophie Calle fue en cierto modo musa de Auster, que la retrató como el personaje de María en Leviathan). Esta mini novela fue la que hizo a Brouillere famoso con cuarenta y dos años y lo entiendo. Es una operación a corazón abierto a su vida y a la de su familia. Se abre en canal y de manera muy meticulosa sin ahorrar ni una gota de sangre o crueldad va sacando cada uno de sus órganos, de sus miserias. Es un libro escrito para mayores de dieciocho años, pertenece a ese género que lo  los franceses cultivan tan bien y cuya característica principal es hacerte sentir de manera permanente que lo que buscan es escandalizarte. Como no creo que ningún autor francés piense en mi al escribir, he llegado a la conclusión de que es una competición que mantienen entre ellos, los autores franceses y que imagino que terminará con unos devorándose a otros y los que queden lo retratarán con todo lujo de detalles.

Brouillere consigue desde luego atraparte en lo que cuenta y en como lo cuenta. El comienzo te deja sin posibilidad de escapar, de dejar de leer:

«TUVE UNA INFANCIA FELIZ

Un domingo por la tarde, mi madre aparece en nuestro cuarto, donde mi hermano y yo jugamos cada uno en su rincón: «Niños, ¿creéis que os quiero?» Su voz es intensa, su nariz se abre desmesurada. Mi hermano responde sin medias tintas...Yo dudo en lanzarme desde las alturas de mis siete años. Soy consciente de la situación, pero también asustan las posibles consecuencias. Acabo por murmuras: « Quizás nos quieres un poco demasiado». Mi madre me mira con espanto. Se queda desconcertada un momento, luego se dirige a la ventana, la abre con violencia y parece querer arrojarse desde nuestro quinto piso. Alertado por el ruido, mi padre la sujeta cuando ya está en el balcón con una pierna colgando en el vacío. Mi madre grita y se resiste».

El segundo relato del volumen El invitado secreto relata la fiesta de cumpleaños de Sophie Calle a la que él fue invitado por una expareja que le rompió el corazón al abandonarle y que le invita como eso, como un invitado secreto para la anfitriona. Aquí Brouillere me recordaba muchísimo a algunas de las mujeres protagonistas de los relatos de Dorothy Parker. Ellas y él se sientan a diseccionar cada frase, cada palabra, cada circunstancia mínima de lo que el objeto de su amor o su desamor les ha dicho o dejado de decir. Sobre ese análisis pormenorizado se construyen un castillo de palillos de dientes en el que viven una ilusión que con el mínimo soplo de realidad se desmorona dejándolos desamparados y contemplando su propia estupidez. Brouillere despliega aquí bastante sentido del humor y se burla de sí mismo con ingenio e inteligencia.  Tú le acompañas en ese recorrido porque todos hemos sido así de patéticos alguna vez en la vida y, posiblemente, volveremos a serlo en cuanto tengamos la más mínima oportunidad. 

«Siempre había detestado los jerséis finos de cuello alto y a los hombres que llevan jerséis finos de cuello alto, en mi opinión el tipo de hombre más abominable que existe de atractivo más fraudulento y, como suele decirse, el mismo perro con distinto collar.» 

Cuando la exnovia le dejó sin una palabra empezó a llevar esos jerséis... y de hecho en el relato de la fiesta lleva uno de ellos. 

El último relato Cabo Cañaveral cuenta un ligue casual del autor que acaba de una manera totalmente inesperada y que a él y al lector le dejan con los ojos como platos. 

Brouillere no es para todos los públicos pero si queréis leer algo que no se parezca a nada y que os deje pensando «esto no puede ser, ¿me está tomando el pelo» y que además esté bien escrito con grandes hallazgos como   «grandes edificios de alquiler social donde la gente se aburre hasta el disturbio durante kilómetros» o cosas que solo los franceses pueden decir como «y a pesar de sus tetas y su piel finísima , su sintaxis me resultaba insufrible» haceos con este librito en esta edición tan chula. 

Podéis incluso regalarlo.

Y con esto, un bizcocho y esperando tener mucho más tiempo para leer el próximo mes, hasta los encadenados de marzo.