domingo, 3 de marzo de 2024

Sin vergüenza y sinvergüenzas


 
Sinvergüenza: 


1.- Pícaro, bribón

2.- Dicho de una persona: Que comete actos ilegales en provecho propio, o que incurre en inmoralidades


Vergonzoso: 


Que se avergüenza con facilidad.



El año pasado acompañé a una amiga a una entrevista en el Hotel Palace. Quedamos en la puerta y cuando llegó la saludé, me giré y empecé a subir las escaleras para entrar. Miré hacia atrás y se había quedado allí parada. «¿Qué pasa?», le pregunté. «¿Vamos a entrar así, sin más? Me da apuro». «Pues claro que vamos a entrar así, sin más. No te preocupes». Me sorprendí a mí misma con ese aplomo que parecía venir de alguien acostumbrado a visitar hoteles de lujo cada semana. Mientras arrastraba a mi amiga hacia la rotonda del Palace para sentarnos en sus sofás a esperar, recordé el 29 de abril de 1997. Ese día mis padres cumplían sus bodas de plata y fuimos los seis a cenar al buffet libre del Palace y sentí vergüenza. Me parecía, entonces, que no pegábamos ahí. Bueno, mis padres sí pero no yo desde luego, me parecía que no iba bien vestida, que desentonaba, que todo el mundo me estaba mirando y no estaba sabiendo comportarme. Me hizo gracia verme en ese momento, pensar en que si mi yo de 24 años hubiera estado allí sentada, en ese mismo instante, me hubiera mirado y pensado: «Esa señora sí que pega aquí». Ja. 


A mí, de pequeña y no tan pequeña, había muchísimas cosas que me daban vergüenza. Cosas como pedir más ketchup en el McDonald's, hablar con las dependientas de cualquier tienda, que alguien me hablara en el autobús, llevar sandalias y, por supuesto, desnudarme delante de alguien, fuera quien fuera ese alguien. Ahora no me da vergüenza casi nada de lo que hago yo, si acaso un poco de pudor hablar en inglés en público, pero solo porque me da rabia no hablarlo mejor de lo que lo hablo. La vergüenza es por tanto algo que se te pasa en la vida como la piel tersa, la capacidad para confiar en tus rodillas en cualquier circunstancia, la habilidad para dormir hasta las once de la mañana o la necesidad de salir todas las noches por si acaso te pierdes algo. Es decir: perder la vergüenza es uno de los updates de la existencia, una actualización en la manera en la que experimentas tus emociones que mejora mucho tu vida porque la vergüenza llevada al extremo paraliza, bloquea y te impide hacer un montón de cosas para las que estás perfectamente capacitada. Por supuesto, lo de que vas a perder la vergüenza es algo que no sabes y que, aunque te lo diga tu madre, tu tía, tu abuela o quien sea, crees que a ti no te pasará, que siempre vivirás avergonzada, sintiéndote menos, fuera de lugar, juzgada por los demás. Es otra cosa que aprendes con la edad: nadie te está mirando y a nadie le importa un pepino lo que hagas o dejes de hacer y, si por un momento te prestan un mínimo de atención, lo olvidarán antes del segundo parpadeo. 


Annie Ernaux tiene un libro titulado La vergüenza que trata justamente de eso, de ese momento en que todo en tu vida te da vergüenza. Ella cuenta en ese libro que le avergonzaba su familia, su casa, su ropa, todo... y cuando lo leí escribí esto: «Ernaux retrata con maestría ese momento en la vida, el comienzo de la adolescencia, en que aparece la vergüenza en nuestra existencia. Por supuesto que antes de los doce o trece años hemos sentido vergüenza. Vergüenza por participar en una función, por saludar a un desconocido, por hablar con alguien. Pero es cuando dejas la infancia atrás, o comienzas a dejarla atrás, cuando la vergüenza que sientes no es por lo que haces sino por lo que eres. Te da vergüenza ser quien eres, ser como eres, quiénes son tus padres, cómo es tu casa, lo que te gusta. Es un sentimiento estúpido pero inevitable».


Puse inevitable y quizás debería haber puesto «es un sentimiento que caduca, que desaparece». Porque así es. Llega un punto en el que nada te da vergüenza, ni siquiera pasearte en bolas por un gimnasio, el médico o frente a tu ventana aunque sepas que el vecino pueda verte. Y está muy bien, es sin duda un proceso evolutivo que mejora, no sé si la especie, pero sí nuestra vida. El problema es que cuando estás ahí enfangado en sentir vergüenza, aunque te cuenten esto, aunque te digan que se te pasará, que en algún momento todo te la pelará, no te lo vas a creer... Así de estúpidos somos. 


¿Cómo se siente la vergüenza? 


Estás leyendo esto y me juego una mano a que no tengo que explicarte cómo se siente la vergüenza. Seguro que has tenido flashes a momentos de tu vida en los que te querías morir, en los que te sentiste paralizada de vergüenza. Es un sentimiento difícil de explicar pero fácil de identificar. Todos lo conocemos. Nudo en el estómago, ganas de volatilizarse, de disolverse y desaparecer, sudores en las manos, escalofríos y, para algunos, un súbito color rojo en la cara que lo único que consigue es que el pánico sea aún mayor cuando te dicen: «te estás poniendo roja, no me digas que te da vergüenza». 


He escrito «Todos lo conocemos» pero no es así. Hay gente que nace sin vergüenza de ningún tipo. Esas personas que van por la vida alegremente sintiendo que todo lo que ellos hacen es estupendo y está bien hecho. Qué digo bien hecho: ellos sienten que sus actuaciones son siempre las mejores porque ellos son top. En los niños es una monería: decimos «serás sinvergüenza…» sonriendo, en plan chascarrillo. Se lo dices a tu sobrino de 7 años cuando se ha comido toda la tableta de chocolate a escondidas y te lo niega, o como cuando yo se lo decía a mi hija Clara cuando robó el Niño Jesús del belén de su abuela. El problema es que esos niños crecen y, como vienen de serie sin vergüenza, se convierten en adultos peligrosísimos. A estos, cuando los llamas sinvergüenzas, lo haces con una rabia y un desprecio que te sabe a bilis en la boca y las palabras «¡Es un sinvergüenza!» que te salen desde el fondo del estómago en una especie de desahogo. «¡Es un sinvergüenza!», que puede aplicar por igual a un político, a un ex de cualquiera de tus conocidos o a un compañero de trabajo, por ejemplo. 


Los sinvergüenzas son escoria. Y lo digo así, sin cortarme y sin pudor. Es gente que miente sin perturbarse, miente por hacer daño, miente sabiendo que está mintiendo y que tú no le estás creyendo, pero te miran desafiantes reconociendo que saben que tú sabes que están mintiendo pero que les da igual. Los sinvergüenzas son esos que se aprovechan de las desgracias y el trabajo ajenos y, si son ya muy top, si llevan años curándose la carrera de sinvergüenzas, son capaces, además, de hacerse pasar por víctimas. A mí, un buen sinvergüenza me da ganas de matar o de gritar. A algunos les he gritado y escupido toda mi rabia sabiendo que solo iba a conseguir desahogarme pero jamás perturbarles. Un sinvergüenza es un ser impermeable al reproche ajeno, a la opinión de los demás, por supuesto al dolor o al malestar que cause en los otros a los que está mintiendo o de los que está aprovechándose. Además, a todo esto se suma que así como la vergüenza se pasa, la sinvergonzonería es algo que se arrastra para siempre, va creciendo y creciendo hasta que el susodicho o la susodicha cometen tal tropelía que aquellos que todavía lo consideraban «gracioso» o que lo hacía sin maldad se dan cuenta del peligro de ese sujeto. Eso no les hará cambiar, ni mucho menos, pero hará que los demás se caigan del guindo y se protejan. 


No tener vergüenza es un estado que se alcanza con el tiempo y la experiencia que da saber que, en general, los demás están demasiado preocupados por sí mismo como para que les importe lo que haces.


Ser un sinvergüenza es como ser alto, pelirrojo o tener los ojos azules. Naces así y nunca te curas. Solo va a peor. Cuidado con ellos.


domingo, 25 de febrero de 2024

Ni lo intentes

 

"Figure out what it is that you don’t do well, and then don’t do it"

Douglas Coupland


Voy a apostar a que no sabes quién es Douglas Coupland. No pasa nada, yo tampoco lo sabía hasta que vi esta cita, en algún sitio, me gustó y luego pensé: voy a buscar, a ver quién es este señor, no vaya a ser que sea, qué se yo, dueño de un bar que en el mismo menú ofrece paella, callos, giozas y ceviche. Para mi tranquilidad, Coupland es un señor canadiense, lo que a mi siempre me parece fabuloso, porque igual que hay gente que tiene querencia por los cubanos, los rubios, los calvos o los guapos, yo tengo querencia por hombres de cualquier país donde los jerseys gordos sean obligatorios unos cuantos meses al año, nieve y se puedan usar motosierras. Vive, además, en West Vancouver, cerca de la frontera con Washington, mi estado favorito y el lugar al que sueño volver. Me disperso. Douglas es canadiese y escribió una novela, por lo visto famosa, titulada Generación X y que, me juego las dos manos, es la generación a la que tú, como yo, perteneces. Si, también como yo, te haces un lío con esto de las generaciones, te explico que somos de la X porque nacimos entre 1965 y 1981. 


El bueno de Douglas dice: "Averigua qué es lo que no haces bien y luego no lo hagas". Y es que no puedo estar más de acuerdo. No sé cómo explicarle a la gente que si algo no se te da bien y sufres por ello, lo mejor que puedes hacer es no hacerlo. Por supuesto, si algo no se te da bien pero lo disfrutas muchísimo, entonces a por ello como si no hubiera un mañana; pero en serio, si empiezas a hacerlo y no es lo tuyo, sigue el consejo de Douglas y el mío y a otra cosa mariposa. 


Con esta idea en la cabeza, la de no hacer cosas en las que eres malo, vengo a desrecomendar con ahínco, ímpetu y, si hace falta, de manera machacona: intentar hacer cualquier cosa que aparezca en Instagram con las palabras “Ikea hack”, “truco para dejar algo como nuevo”, “papel adhesivo”, “pintura a la tiza”, “lijar”, “atornillar”, “pulir”, “para cualquiera”, “fácil y rápido” y, sobre todo, sobre todo “INCREÍBLE TRANSFORMACIÓN”. No es que no tengas que intentarlo, es que no tienes ni que pensarlo. Hay que borrar esas cuentas, esas promociones, todo. 


Todos esos vídeos realizados por gente que, al contrario que tú, tienen seis meses de vacaciones al año, muchísimo espacio para guardar herramientas, pulgares oponibles, ostentan el poder en su casa con absolutismo y, por tanto, no tienen a nadie que les discuta que no les gusta el “azul desayuno” o el “verde verdeliss”, o que no quieren más ratán en ninguna parte. Pero sobre todo, amiga, esa gente era la que sacaba sobresaliente en dibujo y manualidades. ¿Por qué te crees que te acuerdas de los dibujos que hacía Elena Filipovich en 8º de EGB? Porque se le daba bien. ¿Sabes quién se acuerda de tus dibujos o tu caja de estaño labrado? Exacto. Nadie. Ni tú. ¿Por qué? Porque era un truño impresionante sobre el que dejaste tus huellas de sudor adolescente mientras creías esa majadería de que si insistes en algo acabas haciéndolo bien. 


Bien, pues esa gente mañosa que, a lo mejor al contrario que tú, no saben usar Excel o cocinar o son incapaces de hablar en público, han encontrado en Instagram una herramienta, si no para dominar el mundo, sí para humillarlo al mismo tiempo que se sacan unos eurillos aprovechándose de esa majadería que es el espíritu de superación. No intentes superarte, no intentes superar al Señor Ikea. Compra la estantería Lack y limítate a pasarte horas decidiendo si la pones horizontal y vertical, si le pones puertas o cestas y, si te ves atrevido, atorníllale unas patas, aunque ya te advierto que no van a quedar bien. ¿Por qué? Porque no se te da bien. 


Hace muchos años escribí un post sobre Pete. Un tío con pinta de ser profesor de plástica (¿ves? si es que el señor mañoso viene en los genes, como los pelos del entrecejo) se dedicaba a ir por Estados Unidos construyendo casas en los árboles. El concepto era exactamente el mismo que el de esos vídeos de IG, pero Pete siempre hablaba de dinero (180.000 $ por una casita en un árbol para que las gemelas adorables de la joven pareja pudiera jugar a princesas encerradas) y siempre había algún problema durante la construcción: camión atascado en el barro, árboles cuyas ramas se tronchaban y hacían que el bueno de Pete tuviera que pensar otro lugar donde colocar el balcón para ver los atardeceres sobre el bosque en los Apalaches, etc.). Yo era adicta a aquellos programas porque eran tronchantes y porque, como ya he dicho, todo lo que tenga que ver con árboles y tíos con motosierra es mi rollo. 


El problema de los vídeos de trucos en IG es que son Disneyland. Por seguir con Pete, allí la gente no tenía una casa en el árbol y quería una. En los videos de IG la gente ya tiene puertas, pasillos o muebles y está contento con ellas. Bueno, no es que estés contento, es que ya no los ves porque es tu casa, te gusta y no te paras a pensarlo. De repente empiezan a saltarte videos diciéndote que los muebles de madera son antiguos y feos y los iluminan de tal manera que parece que viven dentro del ataúd de la peli Buried. Acto seguido, y de la nada, aparecen papel de embalar como para empaquetar un elefante, media docena de pinceles y brochas a estrenar, cinta de carrocero, destornilladores para quitar bisagras, tiradores y todo lo que moleste. Sospecho que también aparecen 2 semanas de vacaciones o una excedencia de una semana. Se ponen a pintar y pim pam pum... el mueble queda como nuevo y, de la nada, ya no viven en un ataúd sino en la soleada Baja California con luz entrando a raudales por unos ventanales que, cuando el mueble era color madera, debían estar tapiados con ladrillos. 


El mismo proceso ocurre con lo de “pinta de manera fácil tus horribles baldosines del baño”. “¿Horribles?”, piensas tú, que hasta ese momento habías vivido feliz ahí. En el caso de los baños es ya un descojone: “mira el cambio radical”. El truco del tapiado de ventanas siempre es así pero, además, en este caso se añade que en la transformación radical que pretenden venderte solo con la pintura, si sales del estado de abstracción que IG te provoca y te fijas en los detalles verás que además de pintar han cambiado los sanitarios, la grifería, los textiles y la mampara. Presupuesto total del “pinta facil tu baño”: 8.000 €. 


¿Y los que pegan papel pintado? Como vea un solo vídeo de Helena Tablada cambiando el papel de su casa salgo con una recortada a Leroy Merlin. ¿Cuántas veces va a cambiar el papel en su casa? Sinceramente, creo que tiene un toc. Tú no lo tienes y, además, no olvides cómo sudabas cuando tenias que forrar los libros del colegio de tus hijos o, cada Navidad, cómo blasfemas envolviendo. ¿De verdad crees que puedes empapelar la pared de tu salón y que quede recto, ajustado y sin arrugas? No, no puedes. Confieso que una vez, en un momento de debilidad, encargué un papel de esos para forrar un armario. ¿En qué estaba pensando? No lo sé, quizá fue con un bajón de azúcar. Llegaron los rollos, los abrí y me dije: ¿Qué haces? Cogí los rollos, fui a Correos y los devolví. Al volver a casa tenía la sensación de haber esquivado una bala. Todavía tengo escalofríos cuando lo recuerdo. Quién sabe si hasta hubiera grabado un antes y un después.


Yo no soy mañosa y tú, probablemente, tampoco. Si la mayoría de la población fuese mañosa no existiría Ikea ni habría cortinas cuyo bajo se puede pegar con velcro. Tampoco habría negocios de arreglos de costura ni manitas anunciándose con pegatinas en las farolas y las paradas de autobús y los chinos perderían una de sus principales fuentes de ingresos porque las ventas de disfraces se desplomarían.  


Hay que quitarse de esos vídeos porque, si te descuidas, causan un desazón injustificado. Tu casa es estupenda porque es tuya. Elegiste esos baldosines y esos muebles porque te gustaron, tienes fotos en las paredes porque quieres recordar tus buenos momentos, a ti cuando eras joven y alocada o a tus hijos cuando corrían a saludarte cuando entrabas por la puerta. No eres mañoso, no pasa nada, dedícate a otra cosa, a disfrutar tu casa por ejemplo, o a escribir cartas o dibujar panteras rosas con rombos. Haz el bizcocho que llevas haciendo veinte años, relee tu diario de los quince, cuando la sola idea de pintar puertas de color azul amanecer te hubiera parecido una majadería y una pérdida de tiempo. Túmbate a ver la tele, sal a dar un paseo, vete al cine, al Rastro o a comprar marcos para colgar más fotos en tu pasillo. Haz lo que sea, menos lo que se te da mal, lo que sea menos intentar ser mañoso. 


No lo eres. Y solo tienes dos días de fin de semana: son demasiado valiosos para perderlos creyendo que sí.


Hazme caso: ni lo intentes.



domingo, 18 de febrero de 2024

Podcasts encadenados: de pasos, novias y críticos




Escribo este texto el viernes a las nueve y media de la noche, con el ordenador en las rodillas, sentada enfrente de la chimenea mientras en la televisión, que tengo puesta para que haga de ruido de fondo y concentrarme, veo a Lee Marvin cantar I was born under a wandering star. Esta canción siempre me recuerda a mi madre porque es de sus favoritas. Ella está por ahí, con sus amigos, celebrando que alguno de ellos cumple ochenta años. ¿Por qué escribo ahora en vez de relajarme o acostarme después de una semana agotadora? Pues porque mañana celebro mi cumpleaños y va a ser un día completo: bajar a la compra a por los últimos detalles, cocinar lo que me falta, poner la mesa después de mil quinientas dudas sobre si la pongo dentro o fuera, preparar los aperitivos, volver a bajar a la compra a por lo que sea que se me ha olvidado y luego ya disfrutar con mis amigos que me exigieron que organizara comida que se prolongara hasta la merienda y la cena. En previsión de que mañana a estas horas esté o de juerga o destrozada de cansancio en el sofá jurando que es la última vez que celebro mi cumpleaños hasta los sesenta, escribo sobre los últimos podcasts que más me han gustado porque, para mí, este compromiso dominical es más importante que mi trabajo. 


Vamos a ello. 


The 13th Step aparecía en todas las listas de mejores podcasts de 2023, así que lo apunté para escucharlo en cuanto pudiera. Ese momento llegó en Navidad y con él me pasó lo que me pasa con los podcasts o los libros que me gustan mucho, que recuerdo perfectamente dónde estaba cuando lo estaba escuchando.


A lo mejor sabes, espero que por haberlo visto en muchas pelis y no por experiencia propia, cómo funcionan los grupos de Alcohólicos Anónimos con sus reuniones y su camino de 12 pasos que tienen que ir cumpliendo para conseguir superar la adicción. Se conoce como «el paso 13» al peaje que muchas mujeres, casi todas, pagan en estos grupos en forma de algún tipo de abuso/acoso sexual por parte de un hombre de ese grupo que puede ser incluso el sponsor o padrino. Por lo visto es muy habitual que se aprovechen de ellas contando con que están en una situación de vulnerabilidad física, mental y emocional. 


Lauren Chooljian es periodista y en 2020 publicó una noticia sobre un brote de covid en un centro de rehabilitación. Poco después recibió un correo diciéndole que eso no era lo peor que ocurría en esos centros y en otros del mismo dueño. Comienza a investigar, a tirar del hilo, y descubre una serie de alegaciones de abusos sexuales a expacientes por parte de Eric Spofford, un exadicto creador y dueño de todos esos centros en New Hampshire. El tipo se dedica a acosarlas cuando están a punto de salir del programa y deja un rastro de mensajes, fotopollas... El acoso se extiende también a empleadas. 


La publicación de las noticias, muy contrastadas e investigadas, desata una serie de consecuencias muy graves que, mientras lo escuchaba, me helaban la sangre. Chooljian es una periodista extrasolvente, con una gran capacidad para narrar todo el proceso de investigación y comprobación de fuentes sin que en ningún momento el oyente se aburra o se pierda. La narración funciona de manera excelente, el guión es estupendo y Lauren consigue un tono de cercanía y confianza que va creciendo según avanza la serie. Está muy bien dosificada toda la información, todas las veces que dice «luego lo explico», cómo mete el fact checking y las comprobaciones internas que el oyente, aunque no lo sabe, quiere escuchar. También la presentación de ambientes cada vez que cuenta dónde se entrevistó con alguien está muy bien hecha. Quiero detenerme en esto un segundo para explicarlo: Cuando estás escuchando un podcast, estás usando el oído pero al mismo tiempo estás viendo lo que te narran. Para que eso suceda, para que puedas verlo, necesitas que alguien te cuente si el entrevistado tiene 34 o 67 años, si es alto o bajo, si da la sensación de mantener la calma o tiene una risa explosiva. Necesitas saber, también, si la entrevista se ha hecho en un estudio o en la casa de la fuente o por Zoom o dentro de un coche. Esto, que parece de cajón, muchísimas veces se olvida confiando en que, como lo estás escuchando, no necesitas esas descripciones. Aquí, como he dicho, está muy bien hecho. Además, The 13th Step tiene música original compuesta especialmente para el podcast que a veces me recuerda a The Retrievals y a veces a Serial.


Por si todo esto fuera poco, si no hablas inglés estás de suerte porque tienes disponible las transcripciones de todos los episodios.


Es un podcast de la radio pública de New Hampshire, responsable también de Bear Brook (un true crime en un bosque del estado) y Patient Zero (sobre la enfermedad de Lyme) que me gustaron muchísimo. 


Con The Girlfriends me lo he pasado en grande. Lo cacé en otra lista con los mejores true crimes del 2023 pero no sé yo si lo calificaría así. Para que te hagas una idea: imagina una especie de crossover perfecto entre El club de las primeras esposas, Se ha escrito un crimen y Las chicas de oro. Una maravilla superentretenida. 


¿Qué cuenta The Girlfriends? Para empezar y marcar la diferencia, la narradora es Carole Fisher, una señora-señora, abuela, y esta es la primera vez que hace un podcast. ¿Y qué cuenta Carole? Pues se junta con sus amigas, que llevan juntas 40 años, para narrar la historia de Bob Bierenbaum, un cirujano plástico judío, joven y guapo que llega a Las Vegas en los 90 y se convierte en el soltero más solicitado de una ciudad donde hay pocos judíos, menos aún solteros y médicos. Allí sale con varias mujeres a las que comienza cortejando con citas de ensueño, vuelos en avioneta, viajes maravillosos, cenas, atenciones…, pero poco a poco todas se van dando cuenta de que hay algo raro en él: ataques furia, mentiras, acusaciones absurdas. Carole Fisher fue su novia por entonces, estaba en éxtasis con él, pero poco a poco se fue dando cuenta de que había algo raro. Cuando por fin lo deja, después de que él la acuse de haberle contagiado la sífilis, ella se reúne con amigas suyas que ya salieron con él y forman una especie de club en el que cotillean sobre Bob y empiezan a investigar.


No quiero destripar la trama porque es apasionante, como una peli de los 90 con cardados, excesos y brillos. 


The Girlfriends tiene cosas muy  buenas: la idea del club de mujeres contra el malvado, la estructura a partir del tercer episodio, la dosificación de la información y que Carole te cae bien como narradora porque es como tu abuela contándote una historia en la que ella es la protagonista. No tan bueno tiene que los dos primeros episodios están estructurados de manera algo regular y sobre todo la cantidad de publicidad que tiene: he contado hasta 3 y 4 cortes de más de 3 minutos con promo cruzada de otros podcasts que hacen la escucha un poco incómoda. A pesar de estas pegas lo recomiendo mucho porque tiene otros grandes aciertos como el personajazo que es la hermana (no te digo de quién para no reventarlo) y la música, con un coro femenino que resulta un grandísimo acierto, da esa idea de hermandad frente al peligro que acecha a las mujeres. Y si llegas al final... pelos de punta. 


Lamentablemente no tiene transcripciones.


Breves: 


En español, y como seguro que has visto La sociedad de la nieve, de la que por supuesto te sabías la historia porque aquí todos tenemos más años que un bosque, te recomiendo muchísimo Andes. 72 días en la montaña, un podcast uruguayo que se estrenó en 2022 para conmemorar los 50 años de la tragedia. Es estupendo, completísimo y aunque creas que ya lo sabes todo de aquel suceso en sus nueve episodios hay elementos nuevos. Si te animas, me gustaría que te fijaras en la manera en la que, en el primer episodio, nombran a todos los pasajeros del avión sin hacer una lista, sin que resulte aburrido, consiguen nombrarlos a todos, los 45, y perfilarlos como personas y no como nombres solo con un par de líneas sobre ellos. Es también muy interesante el episodio final que va más allá del rescate, la fama y la gloria y se centra en los aspectos no tan bonitos de la hazaña. 


Me encantó este episodio de The Ezra Klein Show: How to Discover Your Own Taste, con Kyle Chayka, un periodista de The New Yorker. Hablan sobre cómo construimos lo que nos gusta y lo que no. Este episodio me gustó tanto que me inspiró para escribir esto y esto


Por último, mi nueva adicción y por la que voy a hacer campaña hasta que consiga que te enganches, es Critics at Large de The New Yorker. Es una especie de La Cultureta en inglés con tres críticos de la revista: Vinson Cunningham, Naomi Fry y Alexandra Schwartz. Son tan listos, tan cultos, tan inteligentes y tan divertidos que, si no fuera porque además de todo eso tienen una química maravillosa, me darían muchísima rabia y puede que incluso los odiara. El caso es que me encantan: cada jueves, en cuanto el episodio nuevo cae corro a escucharlo. Para empezar te recomiendo éste: The Case for Criticism, en el que reflexionan sobre el papel del crítico cultural, cuáles deben ser sus características y si ahora tienen sentido o no. Me encantan. 


Te recuerdo que si quieres unirte al Club de Podcasts Encadenados, el próximo 3 de marzo haremos la primera sesión para comentar los dos primeros podcasts seleccionados y que puedes suscribirte para saber qué vamos a escuchar, participar en el chat en el que estamos ya comentando algunas cosas y saber cómo será nuestra primera videollamada. 


Suficiente por hoy. Si escuchas algo, por favor, ven a contármelo: me hará mucha ilusión.

lunes, 12 de febrero de 2024

12 de febrero. Cincuenta y un años

 

Hoy cumplo cincuenta y un años. Y lo siento como si el paso que doy hoy fuera a inclinar el balancín de mi existencia hacia abajo. De alguna manera en mi cabeza mi vida aparece ahora como uno de esos columpios en los parques que son una gran viga con asientos a los extremos. Un balancín en el que, al principio, tu padre o tu madre son los que se sientan en un extremo mientras que tú, gorjeando de excitación, con apenas un par de años, disfrutas de ese súbito impulso hacia arriba provocado por su peso y del salto que das al bajar. A ese columpio vuelves después a impulsarte tú solo, a hacer el cafre con tus amigos cuando todavía eres niña y, a veces, cuando te enamoras las primeras veces y te sientes tan ligero y tan seguro de la felicidad que estás sintiendo, vas con tu novio a sentarte en ese balancín y a reír y gorjear hasta que no puedes más y corres a morrearte como si no hubiera un mañana. Y no lo hay, no hay un mañana de sentirte así de ligero… pero todavía no lo sabes.  


En mi cabeza, estos últimos días y mientras pensaba en este día, veía mi vida como un caminar por ese balancín. Primero trepando, casi gateando para ir subiendo hasta que mi vida tuvo bastante peso como para mantener el equilibrio, a veces a duras penas, y avanzar, sin caerme, hasta llegar al centro de ese balancín. En el último año, el cincuenta, he estado plantada en el medio. Casi puedo verme con las piernas un poco separadas, las manos en jarras y la cabeza bien alta sintiendo: «Lo logré. Aquí estoy, en el punto medio. He aprendido lo que tenía que aprender. Está hecho». 


Y, de repente, tengo que dar el paso hacia los cincuenta y uno y la barra empieza a inclinarse hacia el otro lado, hacia abajo. Sé que es una tontería, que no es más que una proyección mental y que no tiene sentido, pero así lo siento. Cincuenta y uno es empezar a descender lentamente. Es una sensación rara porque al mismo tiempo me pasa que ocurre algo curioso, sobre todo en el trabajo. Voy a reuniones, a actos, a entrevistas y tengo que pararme y pensar conscientemente que soy la persona de mayor edad ahí. Todos los demás son más jóvenes y algunos ni siquiera habían nacido cuando yo ya sabía que la ligereza de los primeros enamoramientos se acaba. Hago un esfuerzo entonces por pensar en cómo me verán ellos. ¿Cómo veía yo a la gente de cincuenta años cuando tenía veinticinco, treinta o treinta y seis? No me acuerdo. ¿Es esto algo bueno? ¿No me acuerdo porque me parecían gente cabal, con las ideas claras y la vida más o menos entendida o no me acuerdo por que ni los veía? No lo sé. 


Me preocupan cosas como empezar a repetir las mismas historias una y otra vez, que se me olviden otras, empezar a decir «antes todo era mejor». ¿En qué momento dejé de saber qué música era la que más se escuchaba? ¿Es porque ahora hay demasiada o porque ya no me toca saberlo? Recuerdo perfectamente cuando mi madre cumplió cincuenta, mi padre todavía vivía y tiró la casa por la ventana. Le compró un Rolex de oro ,que era su gran ilusión, y un viaje a París a pesar de que a él no le gustaba viajar. Fuimos a El Escorial a comer y cuando le dimos el reloj mi madre se puso a llorar y no paró en toda la comida mientras nosotros cinco nos poníamos morados. Al llegar a casa, ellos dos salieron al jardín y al tiempo que nosotros cuatro les mirábamos desde la ventana mi padre le dijo que se iban a París. Más llorera sin fin por parte de mi madre que no se lo podía creer. Recuerdo cómo la veía entonces, cómo la sentía. ¿Cómo me ven ahora mis hijas? No puedo preguntárselo; eso no se pregunta porque, ahora mismo, no hay respuesta. La habrá dentro de veinte o treinta años, esté o no esté yo aquí. 


A lo mejor parece que me preocupa cómo me ven los demás, ahí subida en mitad del balancín con la cabeza erguida y los brazos en jarras, pero no es preocupación, es curiosidad. Muchas veces he leído o escuchado a gente mayor decir que cuando envejeces te miras en el espejo y piensas: no puedo ser esta persona, yo me siento igual que cuando tenía 15, 25 o 30. A mí no me pasa eso, más bien al contrario. Me parece increíble compararme con la persona que era antes. El otro día pensé que, pasado mañana, se cumplirán diez años desde que me divorcié. En estos diez años han pasado tantas cosas, buenas y malas, que sé que no soy ni de lejos la que era hace diez años. No soy mejor pero sí estoy mejor. 


Han dejado de preocuparme muchísimas cosas, casi todas de hecho. Me preocupa mi salud y la de mis hijas, me preocupa que se me pase la vida sin tener tiempo para todo lo que quiero hacer, leer, aprender, escribir, para ir a todos los lugares que me apetece visitar. Me preocupa que se me hagan muy largos los catorce años que me quedan para jubilarme y que, al pensarlo ahora, creo que marcarán el momento en que gorjearé feliz al tocar el suelo en el balancín. 


A partir de ese momento jugaré en la arena. 


Estoy mejor. 


Cincuenta y un años.


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