miércoles, 15 de marzo de 2023

Breve. De museos, pintores y perros

«Tenías razón, no sé como decirte esto pero te mereces estar con alguien que no sea un tonto como yo. XXX»
— Pues mira esa dedicatoria y en ese libro. Sea quien sea ella está mejor sin ese pazguato.
— Y te cuento que ayer vendí en 5 minutos un libro de recetas para perros. 5 €.
— ¿Recetas para perros? La gente es idiota. El otro día una policía local me contó que su marido estaba con una zoonosis.
— ¿Una qué?
— Una enfermedad de esas que coges de los animales. ¿Por qué? Porque la gente es imbécil y ahora resulta que a los animales hay que tratarlos como a personas. Yo qué sé: sentarlos a la mesa, que chupen tu plato… y claro, te pones malo.
Me hubiera quedado allí, haciendo como que ojeaba libros mientras escuchaba a los dos libreros de la Cuesta de Moyano compartir cotilleos y chascarrillos. Me marché y, lo que es más impresionante, recorrí todos los puestos sin comprar nada. Todo un logro, aunque claro, antes en el Thyssen había comprado Noches insomnes, de Elizabeth Hardwick, y en una tiendecita un par de pendientes. ¡Qué difícil es ahorrar!
En el desayuno del jueves terminé de leer el The New Yorker del 16 de enero. Al final de cada revista viene la crítica de arte, la de teatro y la de cine. La de arte antes la leía siempre porque Peter Schjeldahl, su mítico crítico, me encantaba; pero murió hace unos meses a los 80 años. En 2019 le diagnosticaron un cáncer de pulmón y le dieron un año de vida pero aguantó casi cuatro. Cuando se enteró de su enfermedad escribió The Art of Dying, un ensayo maravilloso sobre su vida y sobre cómo había llegado a escribir en The New Yorker. Una de esas vidas que yo creo que ya no ocurren.
«Twenty-some years ago, I got a Guggenheim grant to write a memoir. I ended up using most of the money to buy a garden tractor. I failed for a number of reasons.
I don’t feel interesting».
Me disperso. El otro día en el desayuno no leí la crítica de arte pero sí la de teatro porque hablaban de una obra basada en Mi vecino Totoro. Doblé una esquina con esta frase:
«Totoro message is "naps"; his message is "rain is wonderful"; his message is "cry a little"; his message is "fly"»
Maravilla.
En 1995 viajé a Nueva York por primera vez. Me llevó mi tío Ramón y nunca podré agradecérselo bastante. Aparte de todo lo obvio y de cosas que ya no se pueden hacer como volar en helicóptero entre las Torres Gemelas, recuerdo con especial cariño la visita a la Frick Collection en la Quinta Avenida. Por aquel entonces no sabía quién era Frick ni apenas nada de cómo los grandes magnates americanos de finales del siglo XIX se enamoraron del arte español y lo expoliaron para decorar sus mansiones. Años después leí Buscadores de belleza, un libro que siempre recomiendo para conocer la historia de estos coleccionistas, y en él conocí a Frick y se me quedó grabada en la memoria la trágica muerte de su hija Martha, que murió a los cinco años a causa de la infección provocada por un alfiler que se había tragado cuatro años antes. En 2002 volví a Nueva York y arrastré al Ingeniero a la Frick Collection. El paseo por el palacete de ricos admirando la impresionante colección de arte de los millonarios es una experiencia que recomiendo a todo el que viaje allí. Todo este preámbulo viene a cuento porque el Museo del Prado acaba de inaugurar una exposición (es sólo una sala) con nueve obras de la Frick Collection que exhiben emparejadas con otras obras del propio museo.

El sábado por la mañana, entre hordas de gente que van al Prado como el que va a tomarse el aperitivo y con un retumbar de voces insoportable, intenté concentrarme en los cuadros. Los que más me gustaron fueron el retrato de Felipe IV vestido de campaña, de Velázquez, y los retratos de Goya. Lo de vestido de campaña me encanta: el rey lleva una capa/casaca de un color rojizo con ornamentos plateados que deja cristalino que Felipe IV estaba tan cerca de la campaña como podría estarlo yo. Tiene la pinta de tu amigo que siempre dice «¿Arreglarme? Que va, me he puesto lo primero que he pillado». El retrato es impresionante y solo él merece la visita a la cámara de eco que es la sala del museo. De Goya me quedo con el retrato del Duque de Osuna, un tipo bonachón al que se nota que Goya tenía simpatía. Es tan rara la sensación de estar ante un retrato que Goya pintó sonriendo que me quedé un buen rato contemplándolo. Goya es un pintor al que reconozco el genio y la maestría pero no me gusta. Sus cuadros siempre me son antipáticos, hostiles; por eso este retrato, con un original tono azulado, me sorprendió tanto. Fue como descubrir que tu amigo el más cascarrabias de todos tiene un punto débil de ternura y cariño.

«Mira cómo molo, soy Murillo, ¿qué quieres que te pinte?». A mis cincuenta años descubro que Bartolomé Esteban Murillo no se parecía en nada a la imagen que yo tenía de él. Supongo que, basándome en sus beatíficas vírgenes y sus traviesos niños callejeros, me lo había imaginado como un amable señor, sonriente, complaciente, casi como un precursor de Papá Noel, una especie de Papá Pitufo del Barroco. Mi sorpresa al encontrarlo en el autorretrato de la Frick fue total: Murillo Rock Star. Posa apoyando el brazo derecho en un óvalo de piedra, melena larga, cejas perfectamente delineadas y mirada de «Soy Murillo, ¿qué pasa? ¿Qué quieres que te pinte?»

Paseando por el Prado, intentando huir de los gritos y las conversaciones de bar, llegamos a salas más vacías y allí me encuentro
Un chiquillo sentado, de Víctor Manzano. Me quedo un rato mirando su rostro. No sé si ese niño sabía leer, si es solo pose, si es un modelo o es imaginario, pero lo que el pintor ha clavado es la expresión de: «¿qué quieres? ¿no ves que estoy leyendo?». Me reconozco en esa mirada de hastío e impaciencia que quiere decir «termina ya que quiero seguir».
Al día siguiente fui al Thyssen, a la exposición de Lucien Freud. Mismas conversaciones en el mismo tono con el que se habla en una terraza con vistas a la Gran Vía. Me desespero. Fantaseo con el propio Freud paseando por la sala, como un gigante, exigiendo silencio reverencial jalonado solo de murmullos. No sé cuánto medía el bueno de Lucien pero es inevitable imaginártelo alto, muy alto. Puede ser que esta idea venga del punto de vista que usa en la mayoría de sus retratos, que es un punto de vista muy alto. En una de las paredes de la sala hay una cita que dice: «Habitación libre fue la última pintura en la que estaba sentado. Cuando me puse de pie, ya no volví a sentarme nunca más». En realidad en esa pintura él ya mira desde arriba, tanto como pintor como como personaje de la propia obra. En mi opinión de lega, creo que Freud estaba cómodo mirando desde arriba a todo el mundo. Sus retratos son siempre desde arriba, desde muy arriba aplastando a sus retratados tanto si eran amantes, amigos, hijos, magnates, poderosos de cualquier campo, oteando desde su atalaya de poder. Me gusta más Freud que Goya (perdón) pero los dos me caen fatal y me alegro de no haber coincidido con ellos en el espacio y el tiempo. Saliendo de la exposición me acuerdo de Murillo, y pienso que el británico va más a un “cómo molo: soy Freud, dime cómo quieres que te pinte y ya veré si me apetece hacerlo, si te concedo el honor”.

Vuelvo a casa caminando. En la puerta de una pastelería hay gente haciendo cola para comprar pan. En la puerta un perro pequeño, blanco, feísimo, con la misma cara de antipático que Freud pero al que yo miro desde arriba, llama mi atención. ¿Qué es eso que lleva en el cuello? ¡Un collar de perlas falsas! Busco a Paris Hilton pero no, el perro se sube al bolso pijo de un venerable señor con una barra de pan bajo el brazo. Quizás esta es la pinta que tiene alguien que compra un libro de recetas para perros.


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domingo, 12 de marzo de 2023

Lecturas encadenadas. Febrero

Viví durante 26 años en la calle Vicente Gaceo nº 17, una calle redonda sin ningún sentido cuyo primer número era el nuestro, el 17. ¿Dónde estaban los anteriores? No lo supe nunca y jamás conocí a nadie que lo supiera. Nuestra casa daba justo a una frontera. Era, salvando la distancias, como vivir mirando al muro de Berlín. Si me asomaba a nuestra terraza, a mano izquierda, justo al otro lado de unos edificios estaba el Paseo de la Castellana, con casas de viviendas militares hasta la Plaza de Castilla. Enfrente estaba la calle San Aquilino, que hacía las veces de Muro de Berlín porque a su izquierda desde nuestra casa se abría La Ventilla, un barrio de casas bajas que era casi un pueblo. Mi casa, que estaba en medio de esos dos mundos, tenía en los bajos del edificio una peluquería de barrio con el frente forrado de azulejos rosas y el ultramarinos de Ángel que atendía el susodicho y su mujer. Era un local estrechísimo, forrado de estanterías hasta el techo, al que sólo bajábamos a comprar cuando a mi madre le faltaba algo: no hacíamos compra grande allí porque mi madre era «moderna» y hacía la compra para todo el mes en un hipermercado. Al otro lado del portal, a la izquierda (Ángel estaba a la derecha), había un bar. No recuerdo cómo se llamaba, pero lo atendía un matrimonio y él se llamaba Aníbal. Era un bar que a nosotros, a mis hermanos y a mí, nos daba pánico. No sabíamos, por entonces, qué era el hampa y seguro que allí todos eran trabajadores encantadores, pero el aspecto del bar nos daba miedo y nunca queríamos bajar a comprarle tabaco a mi padre. Un poco más allá estaba el bar La Fuentona. Este local ya daba al Paseo de la Castellana y tenía otra luz, otra amplitud: a ese lado todo era menos siniestro. 

Hasta mis diez o doce años, delante de nuestra casa hacia el lado de la Ventilla había un descampado; un descampado con sus trapicheos, sus yonkis de los 80 y el consejo de no acercarnos jamás por allí o, mejor dicho, pasar rápido porque era inevitable pasar. Más allá del descampado se abrían las callejuelas de la Ventilla, que eran territorio desconocido. ¿Qué había allí? No lo sabíamos. Con quince o dieciséis años recuerdo empezar a recorrer sus callejuelas porque había una buena frutería, una mercería de barrio, una ferretería y, cuando por fin tuve coche, allí estaba el taller de Luis y mi primer colegio electoral. A mis 20 años la Ventilla había empezado a cambiar, las casas bajas iban desapareciendo, algunas para hacer edificios de pisos, y otras no desaparecieron pero fueron compradas por gente de pasta que vio la oportunidad de tener una casa con patio y dos plantas en el centro de Madrid por tres duros. Ahora que lo pienso, quizá la gentrificación de Madrid empezó por ahí. 


Si alguno ha llegado hasta aquí estará pensando: «¿pero esto no era Lecturas encadenadas?». Lo es, pero es que uno de los libros del mes de febrero, Los millones, de Santiago Lorenzo, transcurre en La Ventilla. El protagonista de la novela, Francisco, forma parte de los GRAPO y vive en el barrio, en una casa mísera y mugrienta. Toda su rutina transcurre en esas callejuelas, desayuna en un bar que yo he visualizado con el de Aníbal, trabaja en una nave cosiendo etiquetas y pasear por Bravo Murillo le parece casi como estar en la 5ª Avenida. La trama de la novela es intrascendente, divertida y muy entretenida. A mí me ha hecho, además, volver a tener 12 años y pasear por aquel barrio casi salvaje que veía desde mi ventana y en el que me daba miedo adentrarme. Me he reído, he sentido compasión por las desdichas del pobre Francisco y he viajado al Madrid de mi infancia. No he leído Los asquerosos, el título más famoso de Lorenzo, pero este lo recomiendo sin duda. Ya se lo he pasado a mi madre, que también lo ha disfrutado, y ahora lo leerán mis hermanos. 


Empecé el mes con La mujer helada, de Annie Ernaux, que compré en la nueva librería de Cercedilla en enero. De Ernaux ya había leído La vergüenza y Una mujer, que me gustaron muchísimo. La mujer helada me ha hecho un poco de bola porque me he aburrido, sobre todo en la primera parte. ¿Por qué? Pues porque Ernaux escribe siempre el mismo libro. Esto no es, para nada, algo reprochable; pero, a veces, cuando tus lectores son muy fieles, puede llegar a provocar un poquito de hastío. En La mujer helada Ernaux recorre su infancia, adolescencia y juventud hasta poco después del nacimiento de su segundo hijo. La primera parte, la infancia y adolescencia, estaba mucho mejor contada en La vergüenza, donde, como escribí cuando lo leí, «retrata con maestría ese momento en la vida, el comienzo de la adolescencia, en que aparece la vergüenza. Por supuesto que antes de los doce o trece años hemos sentido vergüenza, vergüenza por participar en una función, por saludar a un desconocido, por hablar con alguien; pero es cuando dejas la infancia atrás, o comienzas a dejarla atrás, cuando la vergüenza que sientes no es por lo que haces sino por lo que eres. Te da vergüenza ser quien eres, ser como eres, quiénes son tus padres, cómo es tu casa, lo que te gusta. Es un sentimiento que te llega por comparación; empezamos a fijarnos en lo que hay más allá de nuestro entorno y, como siempre, la hierba es más verde al otro lado de la valla. ¿Quién no recuerda haber ido a casa de amigos suyos del colegio y pensar que en esa casa todo era más bonito, se comía mejor y eran más felices? Es un sentimiento estúpido pero inevitable. Arnaux lo reconstruye maravillosamente bien partiendo de un hecho que para ella marcó la llegada de la vergüenza a su vida, un momento con el que comienza el libro: “Mi padre intentó matar a mi madre un domingo de junio. Fue a primera hora de la tarde”». 


De La mujer helada me ha interesado la parte que desconocía de su vida, cuando se marcha a estudiar a la universidad, sale de su casa y acaba casándose jovencísima con su primer novio para quedar atrapada en una relación de pareja en la que la igualdad desaparece si es que había existido alguna vez. Como siempre pasa con Ernaux te jode verte reflejada en lo que cuenta. En mi caso en la sensación de claustrofobia tras casarse, cuando te conviertes en algo que nunca has querido ser pero en lo que te acomodas porque, si no, no puedes sobrevivir. Los años en lo que todo es batalla, llegar al trabajo, los hijos, la pareja, tratando de seguir siendo tú hasta que dices: ya, hasta aquí. 


¿Recomiendo La mujer helada? Pues para empezar con Ernaux la verdad es que no. Hay que leer a esta escritora pero, si queréis un consejo, empezad por La vergüenza


El tercer libro del mes fue El mar, de John Banville, que compré en un puesto del Rastro. ¿Por qué? Pues sinceramente no lo sé. Banville es un autor que siempre ronda mi cabeza porque leo sus entrevistas, sé que con un pseudónimo escribe novela negra y es irlandés. Estaba a punto de escribir que hasta ahora no había leído nada él pero ¡tachán! he hecho una búsqueda en mi blog y he descubierto que he leído Imágenes de Praga, El intocable y Antigua Luz. Esto dice poquísimo de mi memoria (una de las consecuencias de la depresión es la pérdida de memoria) pero mucho del valor de mis posts de Lecturas encadenadas. Leyéndome sé que esos tres títulos me gustaron mucho, así que estupendo porque puedo releerlos sabiendo que encontraré algo que me gustó. 


El mar ganó el Premio Man Booker y es una novela compleja, una novela de duelo, y no es para todo el mundo. El protagonista, Max, que ha perdido a su mujer, Anna, tras una enfermedad que la ha matado en un año, vuelve al pueblo donde pasaba los veranos de su infancia. Es el lugar en el que conoció a los Grace.  La Sra. Grace levantó su primera pulsión sexual antes de que se enamorara de la hija de la familia, Claire. ¿Tiene algo que ver el pueblo con Anna y por eso se marcha allí? No. La novela cuenta dos historias: la infancia de Max y el duelo que sufre a pesar de que, por lo que nos cuenta, su matrimonio no fue especialmente feliz ni idílico. En cualquier caso, la muerte le sume en un desasosiego (eso nos pasa a todos) que requiere refugio, escape o quizá castigo volviendo al lugar en el que fue feliz. 


«Me imagino a un viejo navegante dormitando junto al fuego, viviendo por fin en tierra, y la tormenta invernal haciendo vibrar los marcos de las ventanas. Quien pudiera ser él. Haber sido él»


No tengo muy claro por qué me ha gustado, creo que no es redonda y, en mi opinión, se pierde a veces, cuando podría centrarse en los temas principales con más concreción. Me resultó curioso cómo esa lectura se alineó con mis escuchas de podcasts sobre la memoria y mis propias dudas sobre mis recuerdos, porque Max también tiene esos pensamientos pero, en el fondo, ¿qué más da si tus recuerdos son fieles a la realidad que viviste o no, si son los que tienes? 


He doblado muchísimas esquinas y he copiado muchos párrafos para no olvidar que lo he leído. 


Me he identificado con esto: 


«En cualquier caso, a lo que hago tampoco lo llamaría crear. Crear es un término demasiado grande, demasiado serio. Los creadores crean. Los grandes crean. En cuanto a los que somos medianías, no existe palabra que resulte lo bastante modesta para describir lo que hacemos y cómo lo hacemos. No acepto diletancia. Los diletantes son aficionados, mientras que nosotros, la clase o género del que hablo no somos nada si no somos profesionales. [...] No somos gandules, no somos holgazanes. De hecho, somos frenéticamente enérgicos, a espasmos, pero estamos libres, fatalmente libres, de lo que podría llamarse la maldición de la perpetuación. Acabamos las cosas, mientras que para el creador de verdad, como el poeta Valéry, creo que fue él, la obra nunca se acaba, sino que se abandona».


Pues ya está. Con esto queda hecho el resumen de mis lecturas de febrero. Hasta los encadenados de marzo. Y si queréis que estas entradas os lleguen al correo podéis suscribiros aquí.


miércoles, 8 de marzo de 2023

La rabia y el feminismo de proximidad

 
Hace días que pensé en retocar los pensamientos feministas para mis hijas que escribí hace siete años. Empecé a hacerlo y cuando llevaba un rato rumiando los cambios me di cuenta de que no era eso lo que quería contar.

Quería contar que ser mujer y ser feminista es agotador. Ayer participé en la tertulia de La Ventana y Luz Sánchez-Mellado, al empezar, dijo que ella estaba entre triste y cabreada. Yo no estoy triste, estoy cabreada y enrabietada porque sé que eso es lo que mueve el mundo: la rabia. Me da rabia que el feminismo se haya convertido en algo agotador en lo que hay que estar todo el día, a todas horas, manifestando tu opinión sobre absolutamente todo. Me da rabia que haya mil quinientas trincheritas y me da aún más rabia que, con el ombliguismo que caracteriza esta época, creamos que esto que pasa ahora, esta división entre las mujeres, es algo nuevo, algo que ha pasado ahora. No me da rabia, me hace gracia que algunas mujeres crean que el feminismo en algún momento de la historia ha sido un bloque de armonía, luz y color, una especie de columna unida, marchando al compás frente al enemigo común del machismo (que no los hombres). Nunca el feminismo ha sido un bloque, jamás. No estamos viviendo una época en la que el feminismo se ha fragmentado: siempre ha estado así. ¿Por qué? Pues porque cualquier movimiento está formado por muchísimos individuos y esos individuos, en este caso nosotras mujeres, tenemos ideas, intereses y opiniones diferentes. Es imposible, completamente imposible que no haya ni una grieta en cualquier movimiento cultural, intelectual y social; y creer que se puede aspirar a esa arcadia de armonía lo único que hace es crear frustración. No entiendo por qué hemos captado rápidamente que el amor romántico de las películas es mentira y a alguna gente le cueste tanto entender lo anterior. Ya lo decía Nora Ephron.

Me da mucha rabia que el feminismo o cualquier conversación sobre el tema se haya convertido en una especie de parodia del sketch de los romanos de los Monty Python. Haces cualquier comentario y entras en una escalada de: ¿Y las mujeres racializadas? ¿Y el techo de cristal? ¿Y el burka?¿Y los ideales estéticos? ¿Y las diferencias de clase? ¿Y los cuidados? ¿Y el edadismo? Pues NO LO SÉ, NO LO SÉ. Lo siento, no puedo pensar en todo, todo el tiempo, a la vez. No puedo yo y no puede nadie. Me parece ridículo pretender que para intentar arreglar un problema exijamos pensar antes en todos los que hay. Es ridículo y poco operativo. ¿Estoy diciendo entonces que los problemas de las mujeres como yo, blancas, occidentales, cis y privilegiadas son más importantes? Por supuesto que no: lo que estoy diciendo es que por mucho que queramos, no se puede abarcar todo. Es fascinante cómo estamos entrando por el caminito de entender que no se puede ser superwoman y abarcar curro, casa, amantes, amigos, hobbies e impuestos con el mismo nivel de implicación pero pretendamos crear un feminismo todopoderoso e omnipresente. Sería precioso y seguramente muy práctico, pero es imposible y cuanto antes lo entendamos, mejor. Me da mucha rabia también que para ser feminista premium haya que ser una cumbre de coherencia, compromiso, activismo y sororidad. No es que yo me plantee ser feminista premium, pero si tuviera la loca ambición de lograrlo estaría completamente fuera de mis posibilidades porque abrazo mi incoherencia con cariño (igual que no como pollo si parece pájaro pero sí lo como si está en filetes), cada vez acepto menos compromisos, no practico ningún activismo y en sororidad llevo suspendiendo toda mi vida. No entiendo esa exigencia de pureza ideológica que, siento decirlo, no es más que clasismo intelectual y aleja el propósito del feminismo de muchísimas mujeres que lo ven como un puro entretenimiento intelectual de una clase de mujeres blancas privilegiadas.

¿Qué feminismo practico yo? Pues uno de proximidad, de cercanía. En mi casa, con mi familia, con mis amigos. En mi trabajo, con mis compañeros, con mis jefes, con los señores con los que me encuentro. En la calle, en el autobús, en el metro, en el supermercado. En lo que escribo, en mis cabreos con señores, en discusiones con mis amigos, en mis explicaciones con otros amigos para que entiendan que «en mi empresa hay mujeres jefas» no sirve para paliar la desigualdad salarial, en mis charlas con mi madre para que entienda que sí, que mi padre era machista y ella se lo fomentaba y que algunos de sus comentarios, de ella, son machistas aunque ella diga «yo es que no lo veo así», en mis advertencias a mis compañeros de trabajo para que se den cuenta de que eso que están haciendo es paternalista, condescendiente e innecesario. ¿Es un feminismo pequeño? Pues a lo mejor, pero es el que se me da bien, es aquel en el que me manejo con soltura. Es un feminismo en el que veo resultados, veo mejoras, veo sus frutos en las reacciones de mis hijas, en las opiniones de mis amigos, en los chistes que ya no hacemos, en el cuidado que tenemos con el lenguaje y en la conciencia que hemos adquirido para detectar el machismo. A lo mejor hay alguien que acusa a mi feminismo de proximidad de acomodaticio, de poco ambicioso, pero es que yo nunca he sido ambiciosa y además creo que procurar mejorar las cosas a mi alrededor es algo que redundará a largo plazo en una mejora a mayor escala. Si me pongo idealista pienso que si todo el mundo practicara un feminismo de proximidad sus beneficios para todos, que son indudables, se extendería como las ondas en un lago. ¿Estoy renunciando a defender a las mujeres que están lejos de mi realidad? No, pero dentro de mis posibilidades. Es fundamental que el feminismo de proximidad se ejerza con la vista siempre puesta en el mundo que hay ahí fuera, más lejos, con problemas más graves que los que tienes tú. En mi caso, y en el de casi todas las que vivimos en España, no hay que perder nunca la cabeza: ahí fuera hay mujeres que se enfrentan a problemas más graves que los nuestros. No hay que olvidarlo nunca, pero focalizarse en eso genera una inoperancia para resolver los problemas que tenemos aquí que no beneficia a nadie. Para sorpresa de nadie, y menos mía, este feminismo de proximidad puede chocar con uno de los consejos que daba a mis hijas y que era el siguiente:

«No lleváis burka, podéis trabajar, tener hijos o no tenerlos, vivir solas o con pareja, tener mil parejas. Podéis denunciar, pelear, gritar cabreadas. No olvidéis que, a pesar de todo, sois privilegiadas. Hay otras que no tienen esa suerte... no lo olvidéis. Gastad fuerzas y energías en pelear por ellas más que en ofenderos porque os abren la puerta en un edificio». Ahora les diría, les digo, que conozcan lo que hay ahí fuera, lejos de su situación para poner en contexto su lucha feminista que no es menor ni menos importante pero sí está más avanzada.

El feminismo es cansado, es una batalla larga y que, en algunos momentos, parece perdida pero no lo está. Hemos avanzando muchísimo y seguiremos avanzando si conseguimos mantener el cabreo y la rabia. Si conseguimos no perder el tiempo y la energía en batallas internas que, esas sí, jamás van a desaparecer porque las mujeres, y esto parece mentira que haya que repetirlo, no somos ni seres de luz, ni somos todas iguales, ni tenemos los mismos intereses todo el tiempo, ni las mismas preocupaciones, ni las mismas opiniones. De hecho, confieso, que a mí hay muchas que me caen mal. Y no pasa nada.

Mi consejo intrascendente del día de hoy es que te centres en tu feminismo de proximidad. Puedes empezar por preguntarle a los hombres de tu alrededor ¿si yo fuera un hombre me hubieras dicho eso? Dirán que sí con la boca muy muy pequeña... y ahí tendrás tu primera trinchera de proximidad para la batalla.  Practica un feminismo que te dé frutos y te frustre lo mínimo y, sobre todo, no abarques más de lo que puedes.


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domingo, 5 de marzo de 2023

Breve. Me he puesto en tu lugar y sigues siendo gilipollas



Veinticinco. 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16, 17, 18, 19, 20, 21, 22, 23, 24 y 25.  Veinticinco minutos dediqué el viernes a limpiar una de mis plumas para guardarla y usar otra de las que me han regalado por mi cumpleaños. Ahora ya tengo tantas que tengo que organizar turnos para poder utilizarlas todas. Mientras dejaba correr el agua por el plumín hasta que la tinta gris grafito desapareció y cuando después secaba con esmero cada pieza sentí esos minutos pasar y fue, de alguna manera, relajante. Dedicar todo ese tiempo a nada más que limpiar una pluma me pareció casi sanador, calmante, analgésico.

Esta semana empezó con cosas que me preocupaban muchísimo que parecían haberse adueñado de mi vida, no podía escapar de ellas. Quería respirar y esas preocupaciones eran como un globo gigante que ocupaba todo el espacio a mi alrededor sin dejarme apenas hueco para moverme. ¿Cuáles eran? No lo sé, ya no me acuerdo porque a mitad de semana, el miércoles, dos amigas mías tuvieron malas noticias y eso desinfló el globo de mi preocupación y malestar, que pasó a convertirse en algo que ya acumula polvo y pelusas en el fondo de mi memoria. ¿Por qué estaba tan disgustada, tan cabreada, tan amargada? No me acuerdo. Ni siquiera soy capaz de recuperar esos sentimientos de disgusto, cabreo o amargura. No necesito que la desgracia o la realidad aparezcan para poner en contexto mis mierdas: ese ejercicio mental ya lo hago solita. Pero cuando llegan de golpe (y en realidad siempre aparecen así) tienen un efecto terapéutico, parecido al de pasar veinticinco minutos limpiando una pluma: todo aquello que te dolía tres horas antes deja de doler porque hay algo mucho más grave por lo que preocuparse, algo real, tangible, aterrador o triste. Dar su justa medida a las cosas que (me) pasan se ha convertido en algo tan inusual que cuando ocurre te coloca de nuevo con los pies en la tierra, todo se ve más claro. Es un efecto parecido al que tuvo la pandemia y que ya hemos olvidado. 


I perceive that we partially die ourselves through sympathy at the death of each of our friends or near relatives. Each such experience is an assault on our vital force. It becomes a source of wonder that they who have lost many friends still live. After long watching around the sickbed of a friend, we, too, partially give up the ghost with him, and are the less to be identified with this state of things. Henry David Thoreau.   

¿Quién será el primero en morir? ¿Seré yo?       


Soy una madre fatal. Cuando yo era pequeña o joven mi madre decía varias cosas que yo me creí por completo: «no susurréis porque yo oigo todo lo que decís»; «sé cuando me estáis mintiendo»; y «cuando volvéis a casa por la noche siempre os oigo llegar». También me dijo, cuando le pregunté qué eran las compresas: «la regla son tres gotitas de sangre que las mujeres echamos una vez al mes». Y también me lo creí, claro. El tema es que yo no oigo jamás a mis hijas, muchas veces sé que me están mintiendo pero me las han metido dobladas y, cuando salen por la noche, lamento decir que me duermo como una bendita y sólo a veces las oigo llegar. Bueno, a lo mejor no soy una madre fatal y lo que pasa es que mi madre es una mentirosa.


Al editar el episodio de Hoy en el País dedicado a Tintín descubrí que, a mediados de los años cincuenta, Hergé sufrió una depresión y tenía sueños espantosos en los que todo era blanco. Comenzó un tratamiento con un psicoanalista que le recomendó que descansara. Hergé no siguió el consejo y trabajó aún más: dibujó Tintín en el Tibet, un tebeo que es todo blanco. Para mí, mi depresión también fue blanca, de un blanco que no me dejaba abrir los ojos, ni levantar los hombros, ni mirar de frente. Fue una luz blanca deslumbrante que no me dejaba ver el mundo ni verme a mí. Ahora ya casi no me acuerdo; sé que podría ir a Los días iguales, que también es blanco, y releerme, pero me da miedo.


Hace ya un par de meses que terminé de ver Better Things (HBO) pero me descubro pensando con frecuencia en ella. Es la serie que mejor retrata la vida de una madre con hijas adolescentes. Es tan real… La exasperación a la que son capaces de llevarte tus descendientes, las ganas de asesinarlas que sientes cuando te miran avergonzándose de ti; la ternura que te provoca sentir que les avergüenza acudir a ti, necesitarte cuando quieren consuelo, ayuda o consejo; lo crueles que pueden ser cuando son injustas contigo y lo saben y aún así siguen porque se sienten autorizadas, sienten cierto poder en ejercer esa injusticia contra ti. Tú  no te rebelas porque sabes que no irá a ningún sitio y lo sabes porque tu hiciste lo mismo con tu madre. «Yo no, yo siempre quise mucho a mi madre»… Sí, claro; y las vacas vuelan. Pamela Adlon, a través del personaje de Sam, clava las relaciones con las hijas y la relación con su madre. Me he visto en ella; cuando estás entre tu madre y tus hijas es como vivir en la habitación de los espejos de la casa del terror: no hay escapatoria y no sé cómo no te vuelves loco.


Me he puesto en tu lugar y sigues siendo gilipollas. 

Leo esto en Twitter y lo necesito en una camiseta.


Ginormous. He descubierto esta palabra y me encanta. Ni siquiera hay que saber inglés para saber qué significa.


Son casi las once de la noche cuando llego al final de este breve. En el podcast de Better Things, Pamela Adlon dice: «Cuando una madre se queda sola nunca cocina. Te preparas un sándwich, comes una loncha de jamón, calientas cualquier cosa en el microondas o te preparas una bebida. Pero no cocinas».

Voy a cenar yogur con compota de manzana y fresas. Y esta noche no oiré llegar a mis hijas.


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