miércoles, 4 de enero de 2023

El libro que me hubiera gustado escribir: Invierno de Rick Bass

«Love the winter. Don’t betray it. Be loyal»

El libro perfecto en el momento adecuado. Así ha sido mi encuentro con Winter, de Rick Bass, en estos primeros días del año. Tras unos meses lectores de, digamos, sufrimiento o, mejor, desencuentro entre mis lecturas y yo, llegué a Winter como el que llega a casa, abre la puerta, siente el calor del hogar y dice: «Aquí estoy a salvo». Mi enamoramiento de este libro empezó mucho antes de comenzar a leerlo; viene desde el mismo momento en el que lo vi, el pasado verano, en la estantería de Powell’s en Portland. Primera edición, tapa dura y en la cubierta una fotografía de un paisaje invernal, nevado, con luz de atardecer temprano y algunos árboles con las ramas cubiertas de nieve. Lo compré, lo acaricié y pensé: «No es el momento, no puedo leerte en agosto, en este calor asfixiante y asqueroso de verano». Aun así, no pude contenerme, y antes de dejarlo en la estantería lo abrí para hojearlo y descubrí, entonces, que había comprado un ejemplar firmado por el autor, Rick Bass. No sé cómo tuve fuerza de voluntad para contenerme y no empezarlo, pero será que me estoy haciendo mayor (esto seguro) y decidí esperar a que fuera nuestro momento, el momento correcto.

En 1987 Rick Bass y su novia Elizabeth se lanzaron a buscar un lugar al que trasladarse a vivir. Eran de Texas y sus familias nunca habían salido del estado. Ellos querían algo en las montañas, con inviernos nevados, bosques y, a poder ser, un río cerca. Recorrieron Nuevo México y Utah, subieron a Wyoming, echaron un vistazo en Idaho y no encontraron nada. ¿Cómo se busca algo así? Pues recorriendo pueblos y preguntando en inmobiliarias a las que Bass cogió muchísima manía porque los miraban como si estuvieran locos o los trataban como si fueran desarrapados a los que no querían en sus pueblos o pensaban que eran hippies ricos y les pedían precios desorbitados. Cuando ya estaban a punto de darse por vencidos llegaron  a un pueblito en el que encuentraron a un agente inmobiliario majete (alguno hay) que les comentó que en el valle del Yak, en Montana y a pocos kilómetros de la frontera con Canadá, había una propiedad que solía ser una especie de centro de caza, con varias cabañas para invitados, una casa central, una cabaña, granero e invernadero y que su dueño que vivía en Washington D.C buscaba alguien que la cuidara. Rick y Elizabeth subieron al valle, recorrieron la propiedad y decidieron quedarse.

«We knew immediately that this was where we wanted to live, where we had always wanted to live. We had never felt such magic»

El valle del Yak es agreste, profundo y estrecho, rodeado de bosques de grandes alerces y escarpados picos. El “pueblo” que da nombre al valle tiene un almacén para comprar suministros, dos cabinas de teléfono y un bar para la vida social, el Dirty Shane, donde se reúnen las veinte o treinta personas que viven en la zona. En las cabañas y propiedades de esa personas no hay electricidad, ni agua corriente, ni televisión, ni radio. No hay teléfono más allá de las cabinas ni, por supuesto, internet. Es el salvaje noroeste. En Winter, Bass escribe el diario sobre ese primer invierno que pasaron en el valle del Yak. Empieza en septiembre, cuando llega él a instalarse y preparar todo para cuando llegue Elizabeth. Bass nos cuenta cómo se establece en la casa, organiza el invernadero donde escribirá él y el estudio para Elizabeth (que es ilustradora), recorre la zona, prepara su coche para las condiciones invernales y, sobre todo, corta leña como si no hubiera un mañana. Corta, corta, corta, traslada troncos y los coloca ocupando cada espacio libre de la cabaña, del cobertizo, del invernadero. Se prepara para el frío sabiendo que su supervivencia dependerá de tener suficiente leña para calentarse. En todo ese ejercicio físico se acostumbra a la naturaleza que le rodea, la observa y se observa a sí mismo en relación a ella, aprende a mirar el cielo, se asombra del silencio, la calma y también al descubrir a los animales salvajes, liebres, alces, ciervos, zorros, conviviendo con ellos en una cercanía casi rozando la camaradería. Bass se prepara y espera el invierno, casi lo escucha llegar, el silencio especial con el cielo color plomo que se deshace luego en copos de nieve grandes y pesados que lo cubrirán todo durante meses.

«Snow’s more wonderful than rain, than anything».

Con la nieve y el invierno llega el frío y Bass descubre entonces que igual que en los bosques la vida se ralentiza, él  también se va parando. A la frenética actividad de talar, recoger, colocar y preparar que en otoño le tenía madrugando y trabajando sin parar durante todo el día, le sigue una calma vital que le hace levantarse tarde, trabajar lo justo y caer rendido pocas horas después de que caiga la noche. Con esa ralentización, esa especie de hibernación, de reposo, llega también la sensación de estar desprendiéndose de su vida anterior. Echan de menos a su familia, a sus amigos, a sus seres queridos, aquello  que, de alguna manera, había constituido su vida hasta ese momento, pero es el precio que hay que pagar por estar en el lugar en el que quieren estar.

«If happiness were cheap, it wouldn’t be worth having. I tell myself again».

Pero no echan de menos el teléfono, ni la televisión ni la radio. Sé que esto es de los años ochenta y ahora sería diferente porque probablemente puedas estar más conectado que entonces, es posible que incluso en Yak, en algunos lugares, haya ahora internet. Tras mi experiencia en USA este verano diría que es posible que esa conexión sea solo en lugares puntuales, pero la reflexión que hace Bass para vivir sin esa permanente conexión es válida:

«Neither of us misses a telephone. Listen. I’ve found out, to my great delight, that you don’t need one. Nothing happens when you don’t return calls –when you don’t even get calls. People write to you. If it is important that they truly need you –which will be the only reason for them calling you– nothing happens. They wait».

Así es.

Quiero dejar claro que no hay romantización en esta crónica de un duro invierno en las montañas. La vida en Yak es monótona y dura. Hace frío, poca gente, para poder ir a la ciudad más cercana (1500 habitantes) con todos los servicios hay una hora de camino por carreteras de montaña y, por supuesto, se hace de noche temprano. Bass no oculta nada de eso pero está feliz y se lo nota muchísimo.

«The valley shakes with mystery, with beauty, with secrets –and yet it gives up no answers. I sometimes believe this valley –so high up in the mountains and in such heavy woods– is like a step up to heaven, the last place you go before the real thing». 

Siempre que comento que a mi me gusta el invierno, que, por ejemplo, podría vivir perfectamente un invierno entero en mi Cicely particular y que lo disfrutaría, hay alguien que me dice: «Eso lo dices ahora pero no sabes lo que es vivir el frío tres meses, que se haga de noche pronto, el viento, la lluvia, la niebla». Dejando de lado que ya no estamos en los años ochenta y que puedo vivir en la montaña con calefacción (una cosa es que me guste el invierno y otra que sea gilipollas) sin necesidad de almacenar 20 toneladas de leña en mi casa, no entiendo por qué la gente no comprende que igual que a muchos les fascina el sol, el calor y disfrutar del verano aunque haga 40 grados a la sombra, a otros, entre los que me encuentro, el invierno es lo que nos sienta bien. También hay muchos que disfrutan de la ciudad y luego estamos los que preferimos algo más tranquilo. ¿Más solitario? Puede ser, pero más para nuestro carácter. Bass lo explica muy bien:

«There are two worlds for me –and for anybody, I think– and I do better in one than in the other. I used to be able to exist in both, but as I pay more and more attention to the one world, the world of woods and of this valley, I find myself, each day, less and less able to operate in the other world»

Rick y Elizabeth pasan su primer invierno allí descubriendo lo que significa vivirlo en plena naturaleza y, más importante, descubriendo cómo amarlo.

«Learn to love the cold, the winter. If you love the country, the landscape –if you really love the country– then you may find yourself able to love it in winter most of all»

Leer Winter ha sido como leer una elegía de los inviernos que ya no veré, que ya no viviré. Los inviernos que en mi infancia y juventud viví con alegría, con emoción, pero que di por supuestos, creyendo que existirían siempre, ya no volverán. Ahora me descubro cada mes de diciembre o enero o febrero añorando esos inviernos, añorando el frío, añorando abrigarme. Cada año que pasa mis prendas de abrigo, mis gorros, mis guantes, mis bufandas, ¡las camisetas interiores sin las que no podía vivir!, se vuelven cada vez más y más superfluos, cada invierno tienen una vida más corta fuera de los cajones en los que permanecen guardadas. 

Añoro, también,  la sensación de protección que el invierno me proporcionaba.

«Winter slows things down, for a fact: it can bury and protect, as well as freeze and harm».

Eso es. El invierno congela y puede hacer daño: manos heladas, pies congelados, la nariz goteando, la tiritona por las mañanas al salir a trabajar, los días en los que tenía que rascar el hielo del coche para ir a trabajar; pero también acoge y recoge. El invierno me vuelve (más) hacia dentro, me permite protegerme, encerrarme: los días cortos y las noches largas hacen que pueda recogerme en casa y vivir sin que me preocupe lo que hay fuera, sabiendo que estoy a salvo, sin que nada ni nadie más allá del frío y la nieve puedan hacerme daño.

Winter es el libro que yo hubiera querido escribir, el que me gustaría poder escribir.

«We have stumbled into the pie, Elizabeth and I, finding this valley, this life. We have fallen into heaven»

¿Cuánta gente puede decir esto?

Leed Winter de Rick Bass. Hay edición en castellano publicada por Errata Naturae.



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sábado, 31 de diciembre de 2022

Quedarme a vivir en 2022

 

«Casi siempre se tienen demasiadas razones para esperar que nuestra existencia pase lo más rápidamente posible, que el presente se convierta lo más deprisa posible en futuro, que el mañana llegue cuanto antes, porque se espera con ansia el diagnóstico del médico, el comienzo de las vacaciones, la ultimación de un libro, el resultado de una actividad o una iniciativa, y así se vivía no por vivir, sino para haber vivido ya, para estar más cerca de la muerte, para morir.» (Claudio Magris)

Está todo el mundo ansioso porque empiece el 2023, deseando que llegue mañana, el principio de algo, estrenar un año. Yo, sin embargo, quiero quedarme a vivir en el 2022, en el año en que hice, en el que mis hijas y yo hicimos, el viaje de nuestras vidas. Ellas están a punto de dejar de ser adolescentes, dentro de poco tendrán otros ritmos, otras inquietudes, otras compañías; tendrán obligaciones incompatibles con mis vacaciones y deseos de conocer lugares a los que preferirán no ir conmigo. Y estará bien.

«Ellos vienen de visita de vez en cuando. Y son, sorprendentemente, unas personas totalmente encantadoras. Te cuesta creer la suerte que tienes de conocerles. Te hacen reír. Hacen que te sientas orgullosa. Los quieres con locura. Han sobrevivido a ti. Y tú has sobrevivido a ellos. Se te pasa por la cabeza que, a ciertos niveles, pasaste horas, días, meses, años sin prestarles suficiente atención pero no le das más vueltas. No sirve de nada. Se ha acabado. Todo menos la preocupación. La preocupación dura siempre. » (Nora Ephron)

Haremos más viajes y conoceremos juntas otros lugares pero nunca volveremos a nuestro Washington Road Trip. Me da una pena inmensa que se acabe este año. Sé que cuando dentro de cinco, diez, quince o veinte años repase mi vida y otee el paisaje de mi pasado, la cumbre del viaje de mi vida será claramente visible. 

Feliz Año nuevo.

miércoles, 28 de diciembre de 2022

La semana muerta, la mejor semana del año


Ojalá se me hubiera ocurrido a mí llamar así a esta semana, pero no soy tan ingeniosa o no me había parado a pensarlo con calma. Lo he leído en un ensayo que Helena Fitzgerald publicó el año pasado por estas fechas, describiendo estos días, los que van de Navidad a Nochevieja y que son una especie de no tiempo, no lugar, constituyendo la «semana muerta». Lo he leído al terminar de trabajar porque sí, esta semana yo todavía trabajo: iba a cogerme vacaciones pero los podcasts pasan, no dejan de pasar y no ha podido ser. Aún así, pese a estar trabajando, esta semana se siente diferente. No tengo treinta y cinco mails por hora, nadie me llama, trabajo desde casa mientras mis adolescentes duermen catorce horas al día porque para ellas también es la semana muerta. 

En la semana muerta no sabes nunca qué día es. Yo llevo todo el día de hoy pensando que era jueves. Me he arreglado, de cintura para arriba, para una reunión semanal que tengo todos los jueves y han pasado más de dos horas hasta que me he dado cuenta de que es miércoles. Luego he enviado un correo sugiriendo que mañana no hagamos reunión porque hay mucha gente de vacaciones y está todo encarrilado. Eso pasa en la semana muerta, todo deja de ser urgente, nada de lo que hace una semana era importante lo es ahora. Todo puede esperar, todo está quieto, tranquilo esperando que llegue el día 9. Para los americanos esa semana muerta acaba el 1 de enero, mientras que para nosotros agoniza hasta después de Reyes, cuando termina bruscamente con una vuelta al frenesí diario en el que todo lo que era urgente el 22 de diciembre empieza, de nuevo, a brillar con un color rojo furioso porque ha de resolverse ya, ahora, sin esperar ni un minuto más. Eso pasará el día 9, eso será, como dice mi hija, «un problema de Ana del futuro, de Ana del 2023». Mientras tanto me arrastro por esta semana muerta que para mí tiene muchísimo encanto. Tendría más si lloviera, si hiciera frío, si soplara un viento invernal o si, ojalá, nevara. 

En la semana muerta todo está más silencioso. Cuando me despierto para ponerme a trabajar no escucho nada por el patio interior de mi casa, desayuno en silencio, leyendo, y no oigo el ascensor subir y bajar sacando a mis vecinos de sus casas para depositarlos en la urgencia del día a día. Baja también la intensidad del tráfico y con ello el ruido que se cuela en mi salón. Trabajo en silencio y, de pronto, es ya hora de comer. «Trabajo un rato más y lo dejo a las cinco». Al final son las seis que parecen las ocho cuando termino. En la semana muerta me ducho por la tarde y eso también contribuye a esa sensación de estar en un tiempo diferente al mío, un tiempo que transcurre en paralelo al tiempo en el que voy corriendo a todas partes. La gente parece más simpática, más agradable o, quizás, soy yo que no es que esté de mejor humor sino que ando como anestesiada, menos sensible a que la idiotez me altere. Eso es, lo tengo: la semana muerta me protege, crea un tiempo y un espacio en el que lo que predomina es la tranquilidad, tanta que adormece. Al principio, la mañana del veinticinco, es raro acostumbrarse a esa ola de calma que lo envuelve todo y me cuesta acostumbrarme pero, después de la comida de Navidad, ya estoy hecha a respirar dentro de la ola y deslizarme casi como si nadara, sin rozar con la rutina diaria y sus esquinas. Incluso las tareas de la casa (cocinar, limpiar, tender, planchar) en la semana muerta me resultan acogedoras. 


Acolchada. Eso es. En la semana muerta el tiempo, el espacio, mi casa, mis relaciones, el trabajo, todo está acolchado, mullido. Salgo de casa a hacer un recado, ir a un sitio a por algo y volver, el auténtico recado. En un taller de sellos de caucho he encargado un exlibris para una de mis hijas. El dueño, por mail, me advierte de que tengo que pagar en efectivo. Al llegar, la puerta de cristal está cerrada. Llamo y, detrás de un mostrador de madera que con seguridad lleva ahí desde antes de que yo naciera, aparece el dueño, Alejandro, vestido con un mono azul y dándome la bienvenida llamándome de usted. Todo en la tienda me hace sentir como si hubiera entrado en una peli navideña. No hay bolas ni espumillón, ni figuras, pero se respira tiempo, tiempo anclado, tiempo que dice que a Alejandro le gusta lo que hace. «Venía a recoger un sello. Me escribió usted la semana pasada, hablamos por mail». «Ah si, aquí lo tengo. Ha quedado muy bonito. ¿Qué tinta quiere?». Hacemos varias pruebas en sobres viejos extendidos por la tapa de cristal del mostrador. Elijo una violeta, queda bien. Espero que le guste. Pago en efectivo y Alejandro se va a buscar el cambio detrás de una cristalera. Vislumbro algo azul, una tela estampada con motivos azules y no sé si lo que veo es una mesa, una estantería, ¿una cama? ¿Vive aquí Alejandro? 

 «Tenga, le doy también dos calendarios por si quiere hacerme publicidad». Claro que se la hago: Alejandro hace sellos de caucho por encargo o escogidos de su catálogo y es mucho más barato que cualquiera de los que se anuncian en Instagram. Además ,su taller es como hacer un viaje en el tiempo y él te trata de usted. Al salir, con el repiqueteo de la campana de la puerta y Alejandro diciéndome adiós, pienso en José Luis López Vázquez en Atraco a las tres. Estas cosas solo pasan en la semana muerta, mi semana favorita del año.


viernes, 23 de diciembre de 2022

Domingo tarde de viernes


Caminando por Madrid he visto, a primera hora de la mañana, decenas de repartidores aparcando sus furgonetas en calles que durante el resto del día son peatonales. Llevaban chalecos sobre sus uniformes y descargaban carritos, cajas, muchas cajas, mercancía para las tiendas que empezaban a abrir sus persianas. He visto, también y como todos los días, a las cuatro personas que se colocan al comienzo de la calle con su atril para enseñar las verdaderas enseñanzas de la Biblia. El primer día que me los encontré iba dispuesta a darles esquinazo y ahora casi me ofende que nunca me asalten, que nunca quieran convencerme de seguir las enseñanzas de la Biblia. ¿No tengo aspecto de merecer esas enseñanzas? Me sorprende que siempre parecen alegres, convencidos de que les va a ir bien el día. Hoy he pensado, mientras pasaba a su lado, que casi me dan envidia: ojalá poder sonreír así a primera hora de la mañana.

Caminando por Madrid he visto casas en las que no vive nadie. Maldita nostalgia que me asalta siempre. Conozco poco el centro de Madrid, para mí no es un territorio conocido. Hasta los veintiocho años viví en la zona norte, no fuera de la M-30 pero tampoco en una zona céntrica. La Gran Vía y sus alrededores fueron para mi territorio ignoto hasta los treinta. Luego se convirtieron en una zona más habitual porque mi suegra vive ahí, pero después de casi cincuenta años sigo moviéndome por los alrededores de la Puerta del Sol como si viniera de fuera. Aun así, a pesar de no recordar la Puerta del Sol de hace treinta años, me come la nostalgia por una época en la que en los balcones bajo los que camino se sacudían sábanas, trapos o cojines. Echo de menos que haya tiendas para vivir y no tiendas para gastar. Echo de menos el barrio que nunca conocí y que ya nunca será.

Caminando por Madrid, por la tarde, he visto dos señores guapos de pelo blanco y barba más blanca aún que se reían mientras charlaban en una esquina. He visto dependientes ociosos en tiendas vacías que me han hecho pensar que esta tarde de viernes parecía un domingo. «Domingo tarde de viernes: qué buen título para una novela», he pensado. He visto un cielo gris que cubría todo Madrid y me reconcilia con la ciudad. He visto hojas amarillas de un otoño que continúa, que está ahora, el 23 de diciembre, en su máximo esplendor. ¿No sería fascinante que un efecto del calentamiento global fuera que las estaciones se movieran de meses? Que el invierno empezara en marzo, la primavera en junio, el verano en septiembre y el otoño en diciembre. Sería tan desconcertante como divertido.

Caminando por Madrid he visto una señora que parecía sacada de El crepúsculo de los dioses, pero de la película original. Mil quinientos años, el pelo rubio platino y un abrigo de piel sintética castaño claro que estuvo de moda, una tarde, en los años setenta. ¿A dónde iba? ¿De dónde venía? ¿Tiene familia? Cuando veo a alguien peculiar siempre pienso que no tiene familia, nadie que le diga que quizás ha llevado su peculiaridad un poco demasiado lejos, pero luego corrijo siempre esa idea. Quizás es la peculiar de su familia y sus muchos hijos, nietos y sobrinos presumen de ella: «Mi tía Carmen es de no creértela». ¡Bien por Carmen! 

«No me desheredes porque te he traído el chaleco». Por ir pensando en Carmen no he visto al joven que pronunciaba esta frase cuando se ha cruzado conmigo. No sé qué aspecto tenía, no he querido girarme para comprobarlo, pero creo que tenía barba. Ese dato no dice nada. Ahora todos tienen barba. Ojalá poder viajar en el tiempo al futuro en el que todos esos jóvenes que llevan barba tengan cincuenta años, vean sus fotos de juventud y piensen: «¿Por qué parezco más joven ahora?» Por la barba. A mí me encantan las barbas pero a lo mejor están demasiado de moda.

Caminando por Madrid he visto a un chico joven, gafitas de John Lennon y pelo largo, liso y lacio (LLL), con un gorro de piel rusa que ya hubiera querido Omar Shariff en Doctor Zhivago. Casi le abrazo. Un convencido del invierno, un devoto del frío, tan devoto que con 15 grados decide ponerse ese gorro pensado para las temperaturas de la estepa siberiana o, al menos, para un invierno en Huesca. En el fondo le entiendo: ha decidido ponérselo hoy por si mañana empieza la primavera.

Caminando por Madrid he visto una feria de artesanía que me ha hecho pensar en Obelix y compañía. Un puesto de bisutería, un puesto de cuero, un puesto de cerámica, un puesto de bisutería, otro de cuero, otro de cerámica. He visto artesanos con paciencia, artesanos con fe en su producto y artesanos mirando al infinito con la misma mirada con la que una vaca ve pasar el tren. Siempre me admiran estas ferias. ¿Cuántos pendientes hechos de flores de verdad hay que vender para poder vivir de esto? ¿Y paraguas pintados a mano? ¿Cuánta gente compra bolsos de ganchillos tejidos a mano? Ahí fuera, fuera de mis gustos, hay un mundo inmenso y me da un poco de miedo asomarme.

Caminando por Madrid he visto cola para entrar en el Prado y a una chica durmiendo sobre el hombro de su novio. Se parecía a mi amiga Rocío y dormía como yo nunca he sido capaz de dormir, desmadejada, tranquila, confiada y como un ceporro.

Caminando por Madrid he visto muchos tipos de luces de Navidad. Algunas me emocionan hasta las lágrimas y me llevan hasta el que, para mí, es el momento más navideño de mi vida, aquel al que siempre vuelvo con esas luces: la noche del 24, cuando arreglados y felices íbamos en coche a casa de mis abuelos, atravesando un Madrid desierto y descubriendo las luces de Navidad por primera vez. Nos esperaba el reencuentro con nuestros tíos, con nuestros primos, una gran cena y la emoción de acostarnos tarde. Hay luces de Navidad que siempre me llevan ahí, al asiento trasero del 131 de mi padre. Hay otras luces que me ponen contenta, me hacen sonreír y querer felicitar la Navidad a todo el mundo y hay otras que me provocan una tristeza enorme casi insoportable. Los árboles de Navidad que he visto encenderse en muchas ventanas según se apaga el día también me ponen contenta: ahí dentro hay alguien que no solo enciende luces de techo. Por lo que más queráis, tened luz de ambiente, muchas, en las mesas, en las estanterías.

Caminando por Madrid he llegado a casa, he encendido el ordenador y he leído esta preciosa historia del escritor Nicolas Butler. Se sentó en un bar, se puso a hacer un sudoku y se distrajo al escuchar una voz que decía: “I still dream about you. I dream about the mornings when we were lying in bed. I dream about kissing you. Can I kiss you?”. De aquello le surgió la inspiración para una novela.

Domingo tarde de viernes. He pensado que el título ya lo tengo.

Feliz Navidad


La foto del post es de John O. Holmes, un fotógrafo de Nueva York al que sigo desde hace muchos años.


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