martes, 16 de agosto de 2022

Lecturas encadenadas. Junio

Hace tanto tiempo que no escribo esta sección que no sé si me va a salir bien. Desde junio me ha atropellado tanto la vida que no he tenido tiempo  de escribir sobre mis lecturas ni aquí ni en mis cuadernos. Ahora que las vacaciones terminan, el trabajo me tiene atrapada y solo quiero recuperar una rutina que me permita saber que tendré oasis de paz y tranquilidad, he conseguido anotar mis lecturas, lo que recordaba, en mis cuadernos y voy a intentar poner al día esta sección. Vamos con junio. 

Empecé el mes con un ensayo que llevaba mil años en mi lista de lecturas pendientes y que compré cuando lo encontré en la Feria del Libro Antiguo, Cuarenta y un intentos fallidos. Ensayos sobre escritores y artistas de Janet Malcom.  A Janet Malcom llegué hace muchos años por recomendación de mi amiga Bárbara Ayuso que me dijo: Moli, tienes que leer El periodista y el asesino y le hice caso porque Bárbara tiene mucho criterio y, además, me conoce bien. 

Cuarenta y un intentos fallidos es una colección de artículos, la mayoría publicados en el New Yorker, en el estilo del New Yorker y esto, si no conoces la revista y su tono, es posible que te sorprenda, que te llame la atención. Las primeras cincuenta páginas están dedicadas a David Salle que seguro que, en su día, a Janet Malcom le pareció lo suficientemente interesante como para dedicar cuarenta y una aproximaciones (de ahí el título del libro) a su personaje, a su perfil... ahora, en 2022, no lo es ni de lejos. Cuando vas por el intento catorce David Salle hace bola y te interesa entre muy poco y nada. Del resto de ensayos los que más me gustaron fueron los dedicados a todo el círculo de Bloomsbury como familia, como colectivo que ocupaba un espacio físico, una convivencia, una rutina. El ensayo titulado Una casa propia es estupendo y (que me perdonen los fans de Virginia) mucho más interesante que Una habitación propia. Hay también ensayos sobre varios fotógrafos: Struth y sus vistas de ciudades, de Detroit especialmente, Julia Margaret Cameron y también Edward Weston y su historia con la también fotógrafa Charis Wilson y este fotón. ¿Recomiendo este libro? Pues a ver, tiene cosas buenas pero para empezar con Malcom mejor El periodista y el asesino. 

Buena suerte de Nicholas Butler. Me fui un fin de semana a la playa y llevé la novela perfecta. ¿Es buenísima? No. Pero es entretenida. Es una de esas novelas americanas en las que pasan muchísimas cosas, no ofende y te tiene enganchada a sus páginas. Me juego las dos manos a que acabará siendo una película. Si todavía estáis de vacaciones, es una lectura perfecta. 

Ana no de Agustín Gómez Arcos fue uno de los muchos libros que compré en la Fería del Libro siguiendo las recomendaciones de @sra_bibliotecaria. Agustín Gómez Arcos es un autor muy reconocido y valorado en Francia donde sus novelas se enseñan en los programas educativos de los liceos. Aquí tuvo que exiliarse por la dictadura y yo no sabía quién era, jamás había oído hablar de él. 

Ana no es una novela tristísima, al nivel de tristeza de La lluvia amarilla y las dos tienen algo en común, son el retrato del fin de una época encarnado ese fin en una persona porque siempre que algo termina hay alguien que es el último, y ese alguien muere en una soledad insoportable. Ana no es tan triste que tenía que para de leer porque no podía soportar la terrible desesperanza que retrata Gómez Arcos y que, una vez más, me recordó a las sensaciones que tuve leyendo La lluvia amarilla. Dos viejos, porque son viejos, no son ancianos ni personas mayores, son viejos y se sienten así, que tenían unas vidas más o menos rutinarias, exactamente iguales a las que tuvieron sus padres y sus abuelos y sus bisabuelos que ven como, sin saber muy bien porqué, esas vidas, las suyas, son las últimas que serán tal y como ellos las han conocido. Los dos viven sabiendo que cuando ellos mueran no quedará nada. Cuando yo era pequeña recuerdo haber pensado que cuando yo me murierara se acabaría todo para siempre y como me tuve que sentar porque me entró vértigo existencial. Ahora si lo pensara podría aferrarme a que quedarán mis hijas y sus descendientes, si es que los tienen. En el caso de Ana Pancha, la protagonista de la novela, sus padres, sus hermanos, su marido, sus hijos han muerto, todos arrancados de su lado por la guerra. La novela acompaña a Ana en el camino a buscar a su único hijo vivo que está encarcelado en el Norte, siendo el Norte un territorio ignoto, lejano y sin definir al que Ana se encamina en busca de lo único que puede dar sentido a lo que le queda de existencia. Es la búsqueda del Santo Grial, de la única esperanza. El viaje es de una desolación infinita. Camina y camina y camina con la determinación de la desesperación. Durante ese peregrinaje se va desprendiendo de lo poco que quedaba de la mujer que era y se va encontrando con distintos personajes, una perra, un poeta ciego, los ricos, los fachas, un circo. Los recuerdos de su vida feliz que Gómez Arcos intercala durante el peregrinaje son casi inaguantables enfrentados a la crueldad de su soledad, de su pérdida. 

Ana no podría ser eso que se llama ahora una distopía, podría ser algo así como La carretera de Cormac McCarthy pero con una carga de realismo casi insoportable. Es el apocalipsis, la completa destrucción de la vida de una persona y todo aquello que le daba sentido, es una agonía de desolación que no permite al lector pensar "bueno, es ciencia ficción". Ana no no te deja escapar. Es la vida. O la no vida cuando te la arrancan. Leyéndolo pensaba también en Ucrania, en lo fácil que es dejar de tener tu vida, esa que crees que durará siempre. 

Es una novela maravillosa escrita con una prosa preciosa, llena de imágenes y de texturas, hueles el camino, sientes el frío o el calor, percibes la lluvia y como cae la luz al final del día. Es una preciosidad pero muy muy triste. Aviso. 

«Una sombra que pasaba sin dejar tras ella rastro ni presencia. Como si no pasara nadie. Vida anónima, más inexistente que una vida que ya no es»

Carcoma de Layla Martínez me lo recomendó alguien pero no recuerdo quién, y también lo compré en la Feria del Libro. Lo leí en tres ratos porque es una novelita corta que lo mejor que tiene es como la autora ha conseguido mezclar los ingredientes de muchos otros libros para destilar algo bastante correcto.  Es un poco de Nuestra parte de la noche de Marian Enriquez, otro poco de Otra vuelta de tuerca de Henry James con unas gotitas de Siempre hemos vivido en el castillo de Shirley Jackson y unas briznas de Panza de burro. 

Es una historia de mujeres sin nombre que se defienden de los hombres, de las habladurías, de los odios, a través del rencor y la venganza ejercida hacia fuera y también hacia sí mismas y entre ellas. Es una historia de maldad amarga, pegajosa, antigua e irracional de la que es imposible escapar porque se convierte en una droga, en una adicción. Además la autora transmite en su prosa una rabia que te hace sospechar que quizá ella también ha caído en las redes de ese maldad, en ese placer frío que da ejercer el mal sin que te importen las consecuencias, la sobredosis. Que toda esa rabia surga de un odio visceral a los hombres que son, según la novela, por naturaleza malvadísimos resulta a veces un poquito vergonzante, pero al Cesar lo que es del Cesar, y el tono está bien logrado.

«En esta casa los muertos viven demasiado tiempo y los vivos demasiado poco. Los que estamos entre medias, como nosotros, no hacemos ni una cosa ni otra. La casa no nos deja morir pero tampoco vivir fuera de ella.»  

Muy Shirley Jackson. ¿La recomiendo? Sí, no está mal.  A lo mejor acaba de serie de Netflix. 

Y con esto y una brisa de verano por fin algo fresca hasta los encadenados de julio que caeran en breve. 



martes, 9 de agosto de 2022

Washington road trip: The end

El último día de viaje estaba marcado por el deadline de las 12 de la mañana para devolver la caravana en Everett, al norte de Seattle. María y Juan, que son mentes obsesivas y parejas, hicieron un retrotiming y decidieron que teníamos que levantarnos a las 8 de la mañana para que nos diera tiempo a cumplir con todo. A esa hora les desperté y nos pusimos a desayunar. Juan enseguida se puso nervioso pidiendo que llamara a Clara, que había dormido con sus amigas, porque no se fiaba de que llegara a tiempo. Me negué porque yo sí confiaba en ella y Juan se ofuscó. Su paciencia encantadora con los extraños nunca la aplica conmigo. Clara llegó con Santi a tiempo pero salimos tarde de Puyallup por culpa de Juan. ¡Ja! Fui buenísima y no se lo eché en cara, que no se diga que soy rencorosa con él. El camino hacia Everett fue aburridísimo, una carretera sin encanto, mucho tráfico y mucho ruido. A medio camino teníamos que entrar en Seattle para dejar a las niñas y todas las maletas (4 maletas de cabina, 4 maletas grandes, 4 mochilas) en el hotel porque sino el Uber de vuelta iba a tener que ser un camión. A duras penas conseguimos llegar a Everett a las 12: 05 (los retrotimings de los cabezas cuadradas no funcionan nunca pero esto no se les puede decir porque no llevan bien que pongas en duda su manera de pensar) pero tuvimos suerte, y la amable señorita del estrabismo (ver tercera entrada de este diario) nos perdonó los 25$ de multa. Doce días antes habíamos recogido la caravana con 100.389 millas y la devolvimos con 102.000, es decir, hicimos 1611 millas, unos 2500 km, los más bonitos de mi vida. «¿Venís ya? Nos aburrimos» Las brujas nos echaban de menos así que le metimos prisa al conductor del Uber para volver al hotel a recogerlas y salir a patearnos la zona del Space Needle de Seattle donde íbamos a pasar el resto del día. 



Lo primero que hicimos fue sacar la entradas para la Space Needle que, para el que no lo sepa, es una torre observatorio parecida al Faro de Moncloa que se construyó para la exposición universal que se celebró en la ciudad en 1962.  Queríamos subir al anochecer, de despedida del viaje. De ahí nos fuimos al Museo del Pop que, para el que no lo sepa, es un edificio construido por Frank Ghery y que se parece sospechosamente al Guggenheim de Bilbao. Que conste que yo estoy a favor de trabajar lo menos posible y si una vez has hecho algo que gusta y te dejan repetirlo mil veces y te pagan por ello hay que aprovechar. Ole por ti Frank. 
El Museo del Pop es super entretenido. Como su propio nombre indica engloba todo lo que tú quieras meter dentro de Pop. Nosotros visitamos una exposición temporal sobre la historia del hip-hop que nos encantó porque estaba muy bien pensada y enseñaba muchísimo sobre la historia de ese movimiento cultural. ¿Salí gustándome el hip-hop? No, pero salí conociendo dónde había surgido, porqué y su historia. Además, la colección de fotografías era espectacular de buena. De ahí pasamos a otra sobre Jimmy Hendrix (que era de Seattle) y en la que todos los conocimientos sobre el guitarrista que adquirí con dieciséis años aguantando a mis amigos que eran unos flipados de su música, me sirvieron para demostrar a mis hijas que algo de música sé. Estuvimos en otra de Nirvana que me interesó regular y otra sobre Pearl Jam que me gustó mucho más porque si sale Eddie Vedder a mí me vale. ¿Todo lo que vimos era sobre música? Para nada. También visitamos una exhibición temporal de
  una diseñadora de vestuario afroamericana responsable del vestuario de muchísimas películas muy conocidas: El Príncipe de Zamunda, la nueva versión de la serie Raíces, Amistad de Spielberg, Malcom X y Black Panther entre otras.  En el museo había también un laboratorio de sonido en el que probamos a tocar la guitarra, a cantar, a mezclar música… cuando digo probamos es un plural mayestático porque yo no hice nada. Soy negada para la música. Además de todo esto había una exposición sobre pelis de miedo y otra sobre películas de ciencia ficción, ninguna de las dos cosas nos interesó demasiado y las recorrimos simplemente para poder hacer check. Con todo, lo mejor del museo es un hall inmenso en el que tiene una pantalla gigante en la que proyectan continuamente actuaciones que han tenido lugar en ese hall. Nunca en mi vida había visto una pantalla que se viera mejor y había escuchado un sonido mejor. Una chulada. 


Tras dos horas en el museo salimos reventados. Estábamos hambrientos y agotados del paso museo que, como todo el mundo sabe, agota más que una excursión a buen paso. Bicheamos un poco por las tiendas de regalos y acabamos comprando un kebab sin gluten que compartimos tirados en una pradera debajo del Space Needle. El hombre del mazo nos golpeó con fuerza cuando nos tumbamos. Para el que no lo sepa, el hombre del mazo es una expresión que usa Perico Delgado, el ciclista, cuando comenta el ciclismo y algún corredor se queda desfondado «le ha llegado el hombre del mazo». Juan la usa siempre para justificar su necesidad de echarse la siesta siempre después de comer y cuando el cansancio le golpea súbitamente. Esa tarde, el hombre del mazo nos atacó a todos con fuerza, fue como si todo el cansancio de los quince días de viaje nos hubiera caído encima de golpe. Estuvimos dos horas tirados en la pradera, moviéndonos cuando nos alcanzaba la sombra porque en Seattle el verano es perfecto: dura poco y es tan amable que apetece estar al sol, a la sombra pasas fresco. Juan se durmió (a él el hombre del mazo lo descuartiza), María estuvo con el movil, Clara se puso a leer el libro de Ethan Hawke y yo me refugié en mis podcasts. Además de pasar el bajón esperábamos a Santi que venía para cenar con nosotros y despedirse. Cuando finalmente llegó no pudimos ir a cenar a Five Points, un restaurante muy típico de Seattle, porque ¡oh, sorpresa de nuevo! no podían entrar los menores de 21. Acabamos cenando en un bar muy peculiar con un encargado muy pelirrojo con una barba imposible. Había grandes pantallas retransmitiendo deportes. En unas ponían fútbol femenino y María estaba feliz y en otras baseball que permitió a Juan y Santi tener una conversación aburridísima sobre ese deporte. Contra todo pronóstico esta cena fue barata. 








A las 8:30 teníamos los tickets para subir a la Space Needle. Fue perfecto, casi como si el estado de Washigton se hubiera puesto sus mejores galas para despedirnos. Una tarde perfecta, despejada, con una puesta de sol increíble que iluminaba absolutamente todo lo que habíamos visto en nuestro road trip. Al oeste las cumbres nevadas de Mount Baker y Mount Shukan, al este la de Glacier Peek y la zona de Leavenworth, al noroeste el impresionante macizo de la Olympic Península tras el que se estaba ocultando el sol iluminando toda la bahía de Seattle. Al sur, justo detrás de los rascacielos del dowtown, refulgía Mount Rainier impresionante una vez más.  A nuestros pies bajo el suelo transparente que estábamos pisando mientras giraba lentamente, se extendía todo Seattle, el lago Washigton y el mar entrando desde el estrecho de Juan de Fuca. Los rascacielos y los barrios ordenados con sus casas y sus grandes árboles, las mansiones de los ricos con los embarcaderos al mar. Y todo verde. 


Pasamos un buen rato riéndonos, haciéndonos fotos, primero en el mirador superior al aire libre y luego en el inferior donde había más gente. Ahí, en un momento que me acerqué a uno de los ventanales para disfrutar de la vista, debía de tener tal cara de emoción que se me acercó una señora:


—¿Estás rezando, querida?

— No, para nada.Estoy admirando las vistas.

—Es precioso sí. ¿De dónde eres que tienes un curioso acento?

—De España.

—¡Ah! Yo tengo ganas de visitar Barcelona. Una vez estuve en Jamaica tres semanas con un hombre de Barcelona que se llamaba Tristán. 

—Qué bien.. estupendo. Barcelona es muy bonita.

—Yo llevaba tanga y él quería afeitarme el culo así que le dejé hacerlo porque era maravilloso en la cama. 

—¡Vaya! Me alegro muchísimo.

—Perdona, no quería escandalizarte pero así somos las mujeres de Seattle. Yo vivo en esa isla que hay ahí, la llaman Accidental Island porque el puente que la une con Seattle siempre está en obras y hay que dar mucha vuelta. 



Por supuesto la conversación no me escandalizó. Lo que pensé fue: verás cuando lo cuente en el blog. Mis compañeros de viaje se troncharon y me dijeron «¿Qué pinta tienes para que la gente te cuente esas cosas?» 


Al salir de la Space Needle sentimos que el viaje sí que sí, había llegado a su fin y nos fuimos paseando al hotel. Santi nos acompañó hasta allí y nos despedimos de él con pena pero con la alegría de volver a encontrarnos con él en un mes cuando viniera a España. Ya en la habitación nos metimos en la cama lo más rápido posible porque nos teníamos que levantar a las 5:15 de la mañana para llegar al aeropuerto a las seis, tres horas antes del vuelo de Clara y nueve horas antes de nuestro vuelo. 



Cuando apagamos la luz y, poco después, escuché a mis tres compinches respirar placidamente pensé que había sido el viaje de nuestras vidas. Pensé en que tenía que escribir este diario, complementario al que había escrito a mano, y que, seguro, iba a sentir nostalgia de estos días durante el resto de mi vida. En este viaje muchísimas cosas podían haber salido mal. Muchas cosas podían haber sido decepcionantes o no haber funcionado bien. Podíamos haber discutido, sufrido por la convinvencia, el cansancio o cualquier otra cosa. Nada de eso sucedió. Estar juntos admirando la grandiosidad del paisaje y de la naturaleza, poner en perspectiva la pequeñez de las mierdas que nos preocupan y la limitación de nuestra propia visión de la vida, convivir con tranquilidad, charlando, discutiendo, riéndonos, peleandonos y queriéndonos mucho. Disfrutar de la desconexión absoluta y de la sensación de que somos enanos frente a la naturaleza. Hacer todo eso juntos convirtió este viaje en un lujo. 


Un par de días después de volver, sumida en jet lag terrorífico, vi un episodio de This is us en el que decían que cuando te da mucha pena que algo se termine es porque lo has disfrutado mucho. Eso me pasa con este viaje, me dió muchísima pena terminarlo y me da pena terminar este diario que me ha permitido volver a él, volver a la calma que me dieron esos paisajes, volver a ser capaz de poner las cosas en perspectiva, volver a, como dije el otro día, poner distancia aunque haya sido solo mental. 


Fin.

lunes, 8 de agosto de 2022

Washington road trip: despedirse poco a poco

Con la cercanía del final del viaje volvió mi insomnio. Tras el fuego de campamento, los marshmallows y dormirme en esa oscuridad total, me desperté a las tres y media de la mañana pensando en tonterías que por la noche parecen problemas insalvables y durante el día solo son el mobiliario de mi rutina. Pensé en que teníamos que rellenar el formulario del gobierno para volver a España, en unas pruebas médicas de Clara, en que tengo casi 50 años  y sigo viviendo en Madrid, en que últimamente estoy muy susceptible…vueltas y más vueltas en un duermevela absurdo. Pensé también que al amanecer comenzaría el día de las primeras despedidas. A las ocho y media de la mañana me levanté y salí fuera a leer. Hacia más fresco que la mañana anterior, el cielo estaba cubierto por jirones de nubes que lo atravesaban y todo parecía indicar que el fin de algo comenzaba  porque muchos de nuestros vecinos de campamento estaban también de recogida. Enseguida se levantaron los demás, Colton y Santi machacados de sueño porque habían dormido fatal y las niñas y Juan frescos como lechugas porque son como perros, duermen en cualquier sitio. Otra vez la rutina del desayuno a lo grande y al terminar, zafarrancho de recogida con Juan teniendo que ayudar a los chavales a doblar la tienda porque eran incapaces. 


La primera despedida fue a la naturaleza salvaje que nos había rodeado durante todo el viaje. Esta había sido nuestra última noche en un parque natural, nuestra última noche en la oscuridad completa, con baños compartidos y los árboles vigilando nuestro sueño. 


Nuestro plan era que Colton y Santi se fueran a casa  a dormir. Nosotros llegaríamos por la tarde a casa de Santi, donde Clara había pasado el año, para recoger todas sus cosas y dormir en Puyallup en el camping de caravanas del pueblo para al día siguiente salir temprano hacia Seattle. «Ana, yo me tengo que ir ya que tengo que llegar pronto para limpiar antes de que lleguéis» me dijo Santi todo apurado. La segunda despedida fue a Colton al que ya no íbamos a ver más. 


Cuando ellos se marcharon, recogimos todo y salimos e con la intención de visitar unas construcciones de los años 20 que se levantaron cuando comenzó la vida del parque. Nuestro gozo en un pozo porque la carretera estaba cortada y el desvío provisional añadía 100 km a nuestro recorrido  así que tuvimos que desechar ese plan. Tomamos entonces la carretera en dirección a Seattle y, de camino, pasamos por el lago Tipsoo. El paseo en el lago fue muy corto porque había muchísima nieve. Pasamos más tiempo observando, como si fuéramos jubilados, a un “mil hombres” que había llegado al aparcamiento con metro y medio de nieve y había decidido que su jeep podía pasar por ahí. Su jeep no podía y estaba atascadísimo en la nieve con su sombrero de cowboy y su palito ridícula mientras su amigo y nosotros le observábamos divertidos. Previamente a la palita ridícula habían intentando sacar el coche marcha atrás con un cincha pero no funcionó. ¿Qué necesidad tenía de meter el coche en metro y medio de nieve? Ninguna pero un “mil hombres” no se construye con pensamientos inteligentes, se construye con mil bravuconadas ridículas. En un momento dado llegaron los Rangers del parque a ver si tenía algún problema, cuando comprobaron que era solo una cuestión de “por mis huevos meto el coche ahí”, se marcharon tranquilamente. 


El resto de la mañana transcurrió tranquilamente de camino a Puyallup. Otra vez largas carreteras flanqueadas por grandes árboles y la cumbre imponente del Mount Rainier vigilándonos todo el camino (Es visible a 87 km de distancia, desde Puyallup y desde Seattle). El viaje fue bien porque en algún momento volvimos a la civilización, pudimos tener wifi y conectar con el mundo real para hacer alguna de las gestiones que me habían quitado el sueño por la noche. Llegando a Puyallup Juan, que iba conduciendo, se desesperó un poco, cosa muy rara en él porque es el hombre al que nada perturba, porque le tocaban todos los semáforos en otra de esas rectas infinitas. 


A las cuatro o así llegamos a casa de la familia Stonack. Santi nos recibió como un personaje de película, recién salido de la ducha, como si hubiera guardado la bayeta en el cajón dos segundos antes de que entráramos por la puerta. «No he parado de limpiar desde que he llegado. Me ha dado tiempo justo». El barrio de los Stonack es un vecindario muy agradable, como los que ves en las pelis pero con árboles gigante. Ellos viven un cul de sac, con casas unifamiliares bastante grandes rodeadas de jardines sin vallar. Todo está cuidado y limpio y a las cuatro de la tarde, un día de mediados de julio, no se oía nada ni se veía a nadie en los jardines. Santi nos recibió, nos enseñó la casa y mientras Clara recogía sus cosas, los demás nos dimos una ducha. Inciso equipaje Clara.- Clara se había llevado de España una maleta que pesó 28 kilos, una de cabina y una mochila. En febrero ya empezó a avisarme de que cuando fuéramos a buscarla lleváramos maletas grandes vacías para que pudiera traerse todas sus cosas. Juan, María y yo, viajamos con tres malitas de cabina y tres maletas grandes vacías. A la vuelta, tres de esas maletas grandes iban petadas de cosas de Clara incluido un oso de peluche gigante que me temo va a estar dando vueltas por nuestra casa de Madrid durante años.- Fin del inciso de equipaje de Clara. 


La tercera despedida del día era para Clara. Fue un momento sensible. Después de un año en esa casa, en ese cuarto, siendo muy feliz, era duro recoger todo y pensar que iba a dejar de ser su cuarto, que su vida en Puyallup, por ahora, terminaba, que ese día sí que sí, diría adiós al año maravilloso. Por la mañana yo le había preguntado si creía que se iba a sentir rara en nuestra casa de Madrid y me había dicho: «supongo que sí». Mentiría si dijera que no me daba un poco de temor la adaptación pero ahora que ya ha pasado casi un mes desde que volvimos puedo decir que todo ha ido bien y que ella, y nosotros, nos hemos adaptado perfectamente a su vuelta. Ella está en casa. 


Santi nos llamó aparte y nos dijo que le había montado una fiesta sorpresa de despedida con sus amigos así que nosotros tres nos marchamos con la excusa de que volveríamos luego a buscarla cuando terminara de recoger todo. Nuestro camping de ese día era un parking de caravanas enfrente del terreno donde se celebra la feria en Puyallup. Un parking de caravanas en USA no es, como aquí, un terreno asfaltado a plena solana sin ningún servicio. Allí, cuando vas a uno de esos espacios reservados, siempre son en parcelas con mucho verde, árboles y toma de agua, electricidad y toma para vaciar las aguas grises. En este, entramos tan contentos dispuestos a ocupar cualquiera de las plazas libres, tal y como nos habían indicado por mail , cuando nos paramos paralizados por los gritos que la host del camping nos estaba dando. 


—¿Dónde creéis que vais?

—Hemos reservado.- contestó Juan.

—Nombre.

—Pérez

—No tengo ningún Pérez. 

—Pues yo tengo aquí la reserva. 

—Ah. Aquí pone Juan. Nada de Perez.  Si no me lo decís bien no podemos entendernos. 


Yo iba sentada atrás y opté por no intervenir. Juan desplegó su técnica de ser “encantador con los desconocidos” que consiste en sonreír muchísimo y mantener la calma. Normalmente le funciona y esta vez tampoco falló. Mágicamente desarmó a  la sargento de hierro que con un pañuelo atado al cuello y una gorra roja calada hasta los ojos que no había protegido sus hombros de quemarse, se apaciguó y pasó a preguntarnos de donde éramos. Cuando Juan con su sonrisa especial para desconocidos le dijo que de España, ella se lanzó a contarnos que en España no había estado pero que había estado en Alemania con el ejército y le había encantado aunque luego, claro, tuvo que irse al desierto a una operación y le pegaron un tiro pero que esa era otra historia. Pasó después a explicarnos todos los detalles de nuestra plaza de acampada y a ofrecernos  su ayuda para cualquier duda que tuviéramos. Nos invitó a acariciar a uno de los veinticuatro gatitos que apadrina (NI DE COÑA, CLARO) y nos dio indicaciones para que pudiéramos ir andando a un restaurante a cenar. ¡Andando! En quince días no habíamos podido ir andando a ningún sitio…ir a cenar caminando, dando un paseo, nos sonó a planazo. Nos pusimos a recoger la caravana lo más posible y a limpiarla para dejarla lista para el día siguiente y cuando ya lo teníamos todo listo salimos en busca de un restaurante italiano recomendado que tenía comida sin gluten. 


Fue un paseo agradable, justo en el momento de la puesta de sol. Atravesamos distintos vecindarios en los que el nivel social de la gente se percibe en los jardines, en cómo están cuidados. Eso sí, una noche esplendorosa de julio y ni un alma ni en las calles ni en los jardines. Después de quince minutos llegamos al centro de Puyallup. Al restaurante que queríamos ir no nos dejaron entrar porque María no tenia 21 años. Inciso.- en USA no se puede comprar alcohol con menos de 21 años, medida que me parece estupenda pero no entiendo que no te dejen entrar en un bar o restaurante cuando eres menor si vas a acompañado de un adulto. Pierden clientela y negocio.- Fin del inciso. Acabamos cenando en el Trackside Pizza que como su propio nombre indica está pegado a las vías del Amtrack que lleva a Seattle y que, después, escuchamos durante toda la noche desde la caravana con ese sonido tan característico que conocemos de mil películas. 


«Mamá, ¡me han hecho una fiesta! ¿Me puedo quedar a dormir con mis amigas?» recibí este mensaje justo cuando nos sentábamos a cenar. Otra despedida, la última noche de Clara con sus amigos.  Cenamos un par de pizzas bastante ricas y volvimos andando cruzamos la plaza principal del pueblo, la biblioteca y varias tiendas de antigüedades. Como decimos nosotros, “bomba de neutrones” en Puyallup, ni un alma. 


Llegamos a la caravana. Salió la luna. Una luna llena y enorme fue subiendo desde la linea del horizonte. Otra despedida más, nuestra última noche en la caravana. 


Mañana más. Mañana el final. 

sábado, 6 de agosto de 2022

Washington road trip: en Mount Rainier pensando en los nunca mas y asando marshmallows


A las ocho de la mañana tras una reparadora noche de sueño arrullada por el Ohanapecos me desperté fresca como una lechuga. Salté por encima de Juan, cogí mi libro y mis sandalias y salí fuera para ver la mañana desplegarse mientras leía a la orilla del río. Como amaneció un día de cielo increíblemente  azul y sol radiante no había prisa por aprovecharlo, teníamos día de sobra así que me relajé y estuve leyendo hasta que terminé las aventuras de Bruce Chatwin. A las nueve empecé a escuchar ruidos en la tienda de Santi y Colton que aparecieron enfurruñados, encogidos y con ojeras. «¿Qué tal habéis dormido, chicos?» «La peor noche de mi vida. Me pegaba al colchón que hinchamos ayer, Colton me robaba el edredón y, además, el colchón se ha desinflado y hemos acabado en el suelo» me contestó Santi. «Todavía puede ser peor, os queda otra noche igual». 


Nos sentamos a desayunar lo seis y yo me sentía como la madre de las películas del oeste.  Todos sentados con su leche y sus cereales y yo en la caravana, con los fogones como un circo de tres pistas, con el hervidor, una sartén para tostar los bagles y otra para hacer huevos revueltos. Conseguí sentarme a desayunar antes de que se me enfriara el té y discutí con Juan porque se había servido cereales como si él fuera el único. «Ana y Juan se han enfadado pero no pasa nada, son amigos» le explicó Santi a Colton cuando nos enfrascamos en la discusión. 


Lo bueno de los campings sin ducha es que los preparativos para salir por la mañana son mucho más rápidos: vestirse, un lavadito de dientes y arreando. Nos metimos los seis en la caravana y nos dirigimos a Sunrise Visitor Center, el punto más alto del Parque National al que se puede llegar en coche. Ese día yo también conducía y la verdad es que se notaba el peso añadido de Santi y Colton que son tíos más bien grandes tirando a enormes. El día, como ya he comentado, estaba totalmente despejado, con el cielo sin una nube y el aire tan limpio y cristalino que casi parecía que podíamos oírlo crujir alrededor de las copas de los pinos y los abedules. La carretera que atraviesa este parque transcurre por valles más abiertos que en los otros dos parques en los que habíamos estado (North Cascades y Olympic National Park) y eso nos permitía, de vez en cuando, en alguna curva, ver el paisaje más allá de las montañas, y en algún punto en concreto  la cumbre de Mont Rainier a 4.400 metros de altura, imponente y cargada de nieve. Poco antes de llegar a destino, la carretera hace un giro de 180 grados con un mirador desde el que, ese día tan despejado, pudimos admirar una panorámica impresionante. Hacia el sur refulgía la cumbre de Mount Adams, hacía el norte las del Glacier Peek y Mount Baker y al oeste Mont Rainier. No sé si he dicho que desde Canadá hasta California corre la cordillera de las Cascadas que cuenta con más de veinticinco volcanes… en el estado de Washigton hay varios y desde ese mirador casi podíamos verlos todos. En ese mirador, además, nos hicimos una foto todos juntos colocados por alturas y parecíamos los Dalton. «Lovely family» comentó el amable señor que nos hizo las fotos. Si él supiera la pandilla que somos. 


Cuando finalmente llegamos al centro de visitantes, aparcamos, cogimos un poco de alpiste y comenzamos un sendero circular de unos cinco kilómetros con unas vistas maravillosas. La carretera al Sunrise Visitor Center había abierto cinco días antes, el 7 de julio y, normalmente se cierra entre finales de septiembre y julio por las condiciones meteorológicas.  No me puedo imaginar lo que tiene que ser en diciembre.  El Parque nacional de Mont Rainier es el quinto de USA y el Rainier es el volcán más alto del país, además del pico glaciar con más hielo. Tiene siete glaciares con profundidades de hielo de más de doscientos metros. Todos estos datos no te preparan para la sensación que te transmite el volcán cuando llegas a él. Es una montaña majestuosa, un volcán cubierto de nieve de un blanco impoluto que te hipnotiza cuando lo miras porque cambia constante por la luz, por las sombras, por la distancia a la que estés. Más de diez mil personas intentan, cada año, llegar a su cumbre pero más de la mitad no lo consigue por el tiempo, porque se agotan antes de coronar o porque sufren mal de altura. 



El sendero circular tenía en algunos puntos más de dos metros de nieve y no íbamos preparados. Juan, María, Colton y yo íbamos bien, Santi y Clara, como buenos mejores amigos unidos por sus amores y sus odios, iban más atrás renegando pero aguantaron como campeones. El sendero era fácil, muy llano y con unas vistas de la cumbre con el sol reflejándose en la nieve sencillamente impresionantes. Podíamos ver perfectamente Emmons Glacier que es el más profundo de los siete glaciares. A pesar de esopor el calentamiento global el glaciar ha ido perdiendo hielo y retirándose y eso también lo pudimos apreciar. A mitad de la senda, en White River Campground junto a una antigua cabaña de madera nos sentamos a comer un poco de alpiste, salami picante y picos. La conversación, durante ese breve descanso, giró en torno a la comida en los distintos países que habíamos visitado cada uno. Yo voté Inglaterra como el peor. Hablamos también de croquetas, gazpacho, melón con jamón y ostras que resultó ser la comida favorita de Colton «antes de probar las aceitunas que me disteis ayer». Volvimos al sendero y vimos muchísimas ardillas chiquititas y muchas flores alpinas diminutas. Al contrario que en España los senderos en los parques nacionales americanos están marcados y está prohibido salirse de ellos para así proteger la fauna y la flora. En unos paneles que vimos luego en el Centro de visitantes explicaban que la pisada de un adulto puede acabar con treinta o cuarenta plantas y la de un niño con diecisiete. Nos parecieron unos números tan ajustados que tenían que ser reales. 


Durante un tramo de la ruta, Juan y María se adelantaron e iban unos metros por delante de mí. Colton me seguía y Clara y Santi iban muy detrás parándose cada poco para discutir uno de sus temas absurdos o hacer fotos. En mi caminar solitario pensé que éramos una pandilla peculiar, perfectamente ajustada y afín a pesar de todo. Siempre que veo a Juan con mis hijas, charlando de mil y un temas, pienso en la suerte que tienen los tres. El nexo que les une soy yo, claro, pero podía haber salido mal. Podían no gustarse, podían solamente tolerarse y, sin embargo, no es así. Ellas no confían en él porque sea mi mejor amigo, ellas confían en él porque es su amigo. Y para Juan mis hijas no son “las hijas de Ana” son sus amigas. Tienen conversaciones en la que no solo ellas aprenden de Juan, él aprende de ellas, tienen bromas compartidas (casi siempre a mi costa) y una confianza mutua que solo se tiene con los amigos propios. Resulta difícil de explicar pero muy fácil de ver si lo tienes delante. Su vínculo empezó por mí pero, ahora mismo, ha trascendido mucho más allá de mi presencia y eso es maravilloso aunque, muchas veces, suponga que los tres se alíen contra mí.
 
Al terminar la ruta, nos acercamos al Sunrise Day Lodge, un edificio de madera muy chulo construido en 1931 con la idea de ser parte de un hotel que nunca se construyó. Ahora alberga la tienda de regalos, una pequeña cafetería y un puesto de guardabosques. Al lado hay otras dependencias donde se puede ver una pequeña explicación sobre la historia del parque, la geología del volcán y hay también un listado con los empleados que han muerto en el parque nacional. Ahora mismo recuerdo a dos jóvenes que murieron en el rescate del mismo alpinista y una guardabosques tiroteada desde un coche. No se puede dormir en Sunrise, no hay hoteles y tampoco se puede acampar ni aunque vayas en caravana o en furgoneta. En este parque, como en todo USA, solo se puede acampar en sitios asignados o en el aparcamiento de un Walmart. (Tengo un amigo que de joven estuvo de empleado en el Sunrise durante toda la temporada de verano. Le mandé fotos y me mandó un audio: «una de las mejores épocas de mi vida. Mucho trabajo, mucho turista pero también grandes borracheras y mucha marihuana». Mi amigo es un campeón del disfrute. Lo ha sido siempre cuando estuvo en Mont Rainier con veinticinco años y ahora, con cincuenta viviendo en la otra punta del mundo)


Después de cuatro horas pululando por allí emprendimos la bajada con ese cansancio que da la alta montaña. Conducía Juan mientras yo leía el Tahane News (Summer-Full Visitor Center 2022) un periódico con noticas del parque y sugerencias e indicaciones la mar de entretenido. Al llegar al campamento hubo desbandada. Juan se fue a dormir la siesta a la caravana, Clara se puso a escribir su diario, María a hacer solitarios y Colton, Santi y yo nos fuimos al río a leer.  A media tarde, los chavales recogieron sus bártulos de la orilla, se acercaron a comprar leña para la fogata que queríamos hacer por la noche y, después y contra todo pronóstico, decidieron marcharse a hacer la ruta a las Silver Falls que Juan y yo habíamos hecho el día anterior. Los adultos aprovechamos para estar tranquilos en el campamento. Este camping, como todos los de los parques, era precioso pero era también en el que habíamos encontrado más gente. A pesar de eso el silencio era total, nadie gritaba, nadie ponía música, nadie molestaba a los demás. No había, ni este ni en ningún otro, ni un papel en el suelo, ni un desperdicio fuera de sitio y los baños, vateres y lavabos, se compartían sin problema entre un montón de desconocidos que los dejaban en perfecto uso para los siguientes. Con todo, para mí lo mejor de estos campings fue que no hubiera cobertura de ningún tipo. Es maravilloso poder desconectar de todo y al mismo tiempo es aterrador ver lo adictos que somos al móvil. Nos creamos falsas necesidades y urgencias. MIs hijas y los chavales se habían ido de ruta, si hubiera tenido cobertura seguro que les hubiera mandado mensajes para saber cómo iban. «Es para ver si están bien» me hubiera dicho a mí misma. No hay necesidad. No pasa nada. Ya volverán. Sin cobertura de ninguna clase se vuelve a aprender a esperar.  Estar desconectado nos permitió abandonar los móviles,  levantar la mirada y contemplar y admirar un paisaje que probablemente no volvamos a ver jamás. La sensación de “nunca más voy a volver aquí” es algo que también me asaltó mucho ese día. ¿Puede que vuelva a Mont Rainier alguna vez en mi vida? pensé. La posibilidad existe, claro que sí pero es remota. Tengo la edad que tengo y la ventana de oportunidad se va cerrando. Se lo comenté a mis hijas y me dijeron: «no seas dramas». No es ser dramas, es realismo. ¿Van a volver ellas? Pues sus posibilidades son mucho mayores porque tienen, ojalá, muchísimo más tiempo que yo a su disposición. Reconozco que me dio un poco de vértigo pensar que nunca más volvería a la orilla del Ohanapecos pero lo ahuyenté pensando que a lo mejor Clara acaba viviendo en Washington y tengo nietos americanos a los que llevar allí. «Mamá, a mí no me metas en tus movidas»


Cuando los chavales volvieron del paseo yo ya llevaba un rato jugando a la perfecta madre de serie americana y tenía una gran cena en marcha sabiendo que vendrían hambrientos. Había preparado mucho aperitivo, garbanzos salteados con verduras y huevo duro y teníamos el fuego preparado casi listo para hacer perritos calientes de los que se encargaron Santi y Colton. Santi había traído, además, una salsa de marshmallows para los perritos, una guarrada infecta que solo Colton fue capaz de comerse. Todos convinimos que Colton era capaz de comerse cualquier cosa, si le hubiéramos dado coliflor con membrillo bañado en guacamole también lo hubiera devorado.


De postre y ya sentados en torno al fuego hicimos marshmallows tostados con las galletitas típicas, el chocolate fundido y fresas. Yo no las tenía todas conmigo con el invento pero estaba buenísimo. La conversación giró en torno a muchos temas. Hablamos de religión y de si hay algo después de esta vida (todos menos yo creían que sí), del sueldo mínimo en cada país (en Usa es el doble que en España), del precio de las cosas y de las armas, claro. En Washigton es legar tener armas y llevarlas por la calle, el año pasado un chaval que ambos, Santi y Colton, conocían de su equipo de fútbol americano mató a otro chaval por un tema de una novia. Alegó que fue en defensa propia pero fue condenado a cadena perpetua porque se demostró que le había pegado cuatro tiros por la espalda. Nosotros cuatro nos horrorizamos y les comentamos que para nosotros, para los europeos en general, usar armas en la vida diaria para defenderse es algo impensable, casi marciano. Por supuesto salió el tema de los tiroteos masivos. Santi nos preguntó «¿Cómo lo solucionaríais?» «Es fácil, muy sencillo. En el resto del mundo no hay tiroteos masivos porque no se pueden comprar armas. Hay que prohibir las armas y su compra tiene que estar reguladísima» «¿y tú, Colton? ¿Cómo los evitarías?» Preguntó a su amigo.  «A mí que me preguntas, solo tengo diecisiete años, no lo sé» Colton me recordaba a Fezzick, el gigante de La Princesa Prometida, con su inocencia y su sorpresa por todo lo que le íbamos descubriendo. 


Cuando la leña que habíamos comprado se consumió por completo y nos devoró la negrura de la noche nos fuimos a acostar. Juan se aseguró tres veces de que el fuego se había apagado, los chavales se marcharon a dar un último paseo  y yo me acosté a leer Rules for a Knight de Ethan Hawke que había comprado en Powell´s solo dos días antes en lo que sin embargo parecía ya otra vida. 


Mañana más.