sábado, 9 de abril de 2022

Podcasts encadenados. De engaños, sorpresas, turismo y batallas francesas



Vamos directo a la mandanga. ¿Qué he escuchado esta semana y creo que merece la pena comentar aquí? 

Empiezo por lo que me ha tenido más enganchada: Wild boys, tercera temporada del podcast Chamaleon, de Campside Media que, no hay que ser muy listo, trata en cada temporada de alguien que se hace pasar por otra cosa con la intención de engañar a los demás. Las dos primeras temporadas no las he escuchado así que no puedo decir si ese engaño era con la intención de hacer el mal o de ganar dinero o simplemente porque hay gente que es un genio de la mentira y son capaces de vivir permanentemente mintiendo sin sentir el más mínimo remordimiento, simplemente aparentando ser otra cosa de lo que son. ¿Qué cuenta Wild boys? La historia nos la cuenta Sam Mullins que en 2003, cuando la historia empieza, era un adolescente en su pequeña ciudad de Canadá. Vernon es un lugar idílico, como casi todo el país, que por lo que cuenta Mullins es como un decorado de peli de tarde. Todo el mundo se conoce, todo es bonito y todo el mundo se preocupa por el vecino. En el verano de 2003, alrededor del lago donde la gente pasaba los días aparecieron un par de muchachos que nadie conocía y que se paseaban por la orilla vendiendo comida y ayudando a la gente por un par de monedas con sus compras y sus carros en el supermercado cercano. Nadie los conocía, eran muy altos y extremadamente delgados, sobre todo uno de ellos. En algún momento, al final del verano, una vecina bien intencionada, les dejó una nota en el supermercado diciéndoles que le encantaría ayudarles. Y ellos llamaron.  A partir de ahí comienza esta historia de engaño, de sorpresa que no se acaba nunca hasta el último episodio. 

¿Es Wild Boys un true crime? Es una historia real pero no hay crimen más allá de aprovecharse de la credulidad de unos cuantos vecinos. La serie se sigue con curiosidad porque cada vez que crees que ya has llegado al final de las sorpresas, Mullins te cuenta algo más que te deja en plan: no puede ser. La motivación de Mullins para esta serie es algo que también me parece interesante, la historia de los hermanos es algo que se conocía perfectamente, qué ocurrió y cómo ocurrió estaba documentado en la prensa de hace 20 años pero él reflexiona e investiga, por un lado, para saber qué fue realmente lo que ocurrió y como lo vivieron sus protagonistas en su momento y, por otro, para saber que es de ellos ahora mismo y ahí es donde están las sorpresas. Este planteamiento me ha interesado porque a la hora de enfrentarnos a buscar una historia para hacer un podcast, mucha gente piensa: eso ya se ha contado. Y sí, puede que así sea pero hay mil enfoques nuevos para enfrentarse a lo ocurrido que procuren otra dimensión que merezca ser contada en audio. Queda todo por contar. 

Wild boys es una buena serie para engancharse, por ejemplo, en el viaje hacia el descanso de la Semana Santa. 

Hace muchos años, antes de que la palabra gentrificación apareciera en todas partes, escribí un post, Parques temáticos,  en el que a partir de mi experiencia trabajando en Toledo explicaba el espanto de vivir  en una ciudad en la que todo se ha convertido en un negocio turístico. Hace once años Toledo ya era invivible en su casco antiguo y eso está ocurriendo o ha ocurrido ya en la mayoría de las ciudades españolas. El podcast Hypertourismos de la red europea de podcast, Europod (la misma de La Abuela de las tres guerras), analiza este fenómeno de convertir las ciudades en parques temáticos imposibles para vivir el día a día, a partir de lo que ocurre en la isla de Santorini. La host, Maëlle Julou, que vive allí reflexiona sobre el fenómeno del turismo masivo, hiperturismo, y como ha cambiado la fisonomía de la isla, de la economía, de la manera de relacionarse con la naturaleza y con el entorno. Es un podcast bastante interesante en el que he aprendido, por ejemplo, que hasta los años 50 en la isla no había ni un solo coche y se vivía de la agricultura. En 1956 un gran terremoto sacudió la isla causando muchos daños y fue entonces cuando empezó el fenómeno turístico que ha ido creciendo hasta alcanzar una dimensión hipertrofiada que provoca que, por ejemplo, los profesores de las escuelas no encuentren alojamiento (igual que ocurre en Baleares) o que la isla esté inundada de botellas de plástico porque no tiene agua potable y los turistas las acarrean y las dejan en cualquier sitio. La parte más deprimente de la historia es que no tiene fácil solución, el turismo deja muchísimo dinero y el gobierno griego no tiene interés en ponerle ningún tipo de freno. Un arqueólogo de la isla, empeñado en la defensa del entorno y de un turismo más sostenible y respetuoso dice, en un momento dado: la única solución para Santorini es que un terremoto haga caer unas cuentas casas por los acantilados. En su opinión eso vaciaría la isla y le daría la oportunidad de respirar y repensar su futuro. La opinión de un catedrático de la universidad de Tarragona que aparece en el último episodio es también muy interesante, conviene escucharlo para que pensemos hacia donde vamos en lugares como, por ejemplo, Santillana del Mar, Pedraza o muchos otros pueblos españoles. Hacia donde vamos o dónde estamos ya. 

El podcast está bien, hay que tener en cuenta que estos podcasts de Europod son proyectos amateurs que cuentan con el apoyo de fondos europeos para su realización. Es un proyecto correcto, interesante y que se escucha con agrado e interés. 

Para terminar, esta misma mañana, he escuchado La batalla de Francia, un podcast de RTVE con Antonio Delgado, corresponsal en Paris del ente público. Este podcast tiene seis episodios y los han publicado todos esta semana. Su propósito es dibujar un retrato de la Francia que va a votar mañana y demostrar como en estas elecciones no solo los franceses se juegan mucho, nos lo jugamos todos los europeos. Si gana Le Pen, Europa cambiará para mal. ¿Qué ha pasado en Francia para que esto sea una posibilidad? A lo largo de los seis episodios, de un cuarto de hora de duración, Delgado va presentando distintos escenarios: desde la preocupación por el catolicismo extremo que va ganando la narrativa de la defensa de una Francia grande pero no republicana, hasta la desaparición de una gauche divine que caracterizó durante muchos años el panorama político francés, pasando por el auge del racismo y la islamofobia. Delgado es un fantástico narrador que, para mi gusto, borda el primer episodio que recomiendo incluso si no se va a escuchar toda la serie. En él se cuenta la historia de la llegada a la abadía de Solignac de una comunidad de monjes tradicionalistas y las implicaciones que esto está teniendo en el pueblo y que puede tener a gran escala en el país. El resto de episodios siendo interesantes, muy interesantes, van derivando poco a poco del tono narrativo de podcast al tono propio de una crónica radiofónica que no es el mismo ni mucho menos. 

Para terminar un par de cosas más o tres. Esta semana y no recuerdo muy bien cómo llegué a él, he descubierto El recuento musical de Margot Martin y he disfrutado muchísimo del episodio dedicado al aria Nessum Dorma que todos hemos escuchado más veces y en más entornos de los que podemos recordar. Martin repasa la historia de esta pieza musical desde que Puccini la compuso hasta su uso en los campos de fútbol. 23 minutos que, si le dais al play, vais a disfrutar muchísimo.  Siguiendo con el tema de la música recomiendo también  el episodio,¿Por qué hemos dejado de toser en los conciertos? de  Hoy en EL PÁIS. 

Por último estuve el miércoles en la presentación de El Monstruo del monóculo y otras historias de Nuria Pérez. Hablamos del libro pero, sobre todo, hablamos del podcast y fue muy emocionante escuchar las historias de muchos de los asistentes contando lo que Gabinete de Curiosidades ha supuesto para ellos. ¡Larga vida a los podcasts y a sus oyentes!

He empezado a ver Yellowjackets con mi hija y estamos enganchadísimas y me ha encantado este perfil de Céline Sciammas, la directora de Retrato de una mujer en llamas. La película no la he visto aún pero la entrevista me ha encantado y muchas de las reflexiones que ella hace me han dejado muy pensativa. Por si a alguien le interesa

Si escucháis algo, ya sabéis, venid a contármelo. 

jueves, 7 de abril de 2022

La vinca, mi abuelo y los coches

 

«Que no piséis la vinca» «Ahí no juguéis a la pelota que se os irá a la vinca» «Cuidado con la vinca». Todas estas frases me han venido a la cabeza esta mañana cuando en un rincón del Retiro me he encontrado con una planta de vinca. La he reconocido por las pequeñas flores violetas y las brillantes hojas verdes y el resto del paseo he ido pensando en mi abuelo José Luis. Casi he vuelto a mis ocho años cuando él se sentaba en la pérgola, dejaba las muletas colocadas al lado de su silla y leía el periódico mientras nos miraba. No nos vigilaba porque no éramos su responsabilidad, él simplemente levantaba la vista mientras leía o rezaba y solo nos llamaba la atención si gritábamos mucho. A él la vinca no parecía preocuparle. Mi madre, mis tías, mi abuela, otros adultos que había en la casa tenían una preocupación, a mi modo de ver, desmesurada por ese manto verde que crecía entre la rampa del garaje y la tapia del vecino. «Un millón de veces os hemos dicho que ahí no se juega» nos gritaban en cuanto  nos poníamos a jugar al fútbol en esa rampa pero ¡es que era el mejor lugar para eso! El resto del jardín tenía mucho encanto y cada zona era la mejor para algo: los pasillos entre los lilos en los que nos escondíamos, el estanque redondo lleno de tierra en el que en algún momento hubo tomateras pero que siempre pedíamos que se vaciará y volviera a tener agua, el pinar para jugar a la sombra y para asomarnos a espiar a los otros vecinos y la esquina pegada a la puerta de entrada, con los grandes cedros, que siempre nos daba miedo. Lo describo aquí y parece que fuera un jardín enorme y para nosotros, niños pequeños, lo era. Ahora, cuando paseo por él me doy cuenta de lo pequeño que era todo y lo enorme que nos parecía. Más que enorme, inabarcable, como si nunca fuéramos a tener tiempo de explorarlo todo, de descubrir los secretos que había en cada rincón. 

Camino por El Retiro pensando en todo eso mientras escucho un podcast sobre la saturación turística en Santorini. No sé nada de esa isla griega más que lo que he visto en las fotos: vistas increíbles, cúpula azules, casas blancas y millones de personas pululando por calles estrechas en busca de una foto que demuestre al mundo que han estado ahí. Aprendo, mientras cruzo el Paseo del Prado, que en Santorini en 1956 no había ni un solo coche y que, después de un terrible terremoto que hubo en 1957, llegaron dos coches, una furgoneta y una moto. Ahora hay diez millones de coches. Doy un respingo al escuchar esa cifra ¡diez millones! No puede ser. Diez millones de coches en esa pequeña isla, no puede ser. ¿Cuántos coches hay en Madrid? No lo sé, tampoco me importa. Sean los que sean no me resultan sorprendentes, los he visto toda mi vida, son parte del paisaje de la ciudad. Coches por todas partes. El mío ya no se mueve, aparcado en la puerta de casa, acumula polvo, cagadas de pájaro y carteles de masajes, compro piso, y comida a domicilio. De vez en cuando paso y le quito los papeles. Me parece lo mínimo que puedo hacer por él. 

Al pensar en mi coche, vuelvo a mi abuelo y a su seiscientos y a como, siendo yo muy pequeña, con siete u ocho años, me hacía bajar con él al coche para ayudarle a quitar el freno de mano porque con sus manos artríticas no tenía fuerza suficiente. Caminaba con muletas, en una de sus piernas, no sé en cual, llevaba un alza de diez centímetros y sus manos estaban agarrotadas casi como garras pero, cada día, conducía a misa. De niña no me sorprendía, no me llamaba la atención, mi abuelo podía con todo, pero ¿Cómo era posible? Quizás hace cuarenta años, en Madrid, sí se podía. No había diez millones de coches. 

¿Vive la vinca cuarenta años? 

domingo, 3 de abril de 2022

Lecturas encadenadas. Marzo


Este fin de semana cambio los podcasts encadenados por las lecturas encadenadas para que no se nos despiste que a mí, aunque me gusten los podcasts, prefiero los libros. De hecho cuando sueño con tener todo el tiempo libre del mundo, o de la jubilación, sueño con dedicarlo a leer sin parar. 

Al lío. Marzo me ha cundido bastante, estoy sorprendida. 

Nuestra parte de noche de Mariana Enríquez llevaba en mi radar, pasando por delante de mi vista, un par de años. Lo veía en todas partes: en artículos, en twitter, en instagram, recomendado casi en todas partes (un poco menos por parte de las chicas de Deforme Semanal). En la Feria del Libro de Madrid, en septiembre del año pasado, decidí comprarlo y en marzo le llegó el turno. A gente muy cercana a mí y en quien confío mucho como lectores, les había encantado así que era apuesta segura. Me gustaría decir que me ha gustado muchísimo pero no ha sido así. Probablemente tener grandes expectativas con respecto a él ha jugado en su contra (Casi siempre tener expectativas sobre algo es contraproducente). 

No tenía ni idea de qué iba porque recordemos que nunca leo la contraportada de ningún libro antes de leerlo y me sorprendió, agradablemente, que fuera una novela de terror. Poco a poco Enríquez sumerge al lector en un ambiente opresivo y cada vez más aterrador en el que entras por completo, se lo compras todo: los personajes, la trama, el paisaje, lo sobrenatural, la crueldad, la fantasía, todo. Escribiendo esta reseña y releyendo mis notas recuerdo que no es que no me gustase el libro, es que hay un parte, pasada la mitad de la novela, en la que la acción se traslada de Argentina a Londres en la que, sin saber muy bien porqué, dejé de comprarle a Enriquez lo que me estaba contando. En esa parte de la narración me aburrí, se me hizo larga, me sobraron páginas y dejé de creérmelo todo. La novela se estanca, da tres millones de vueltas y no avanza. De vuelta a Argentina se recupera bastante pero no lo suficiente como para enjuagar el mal rato anterior. 

¿La recomiendo? Sí, es diferente, es entretenida, es tenebrosa y está muy bien escrita. (Acordaos de mí cuando lleguéis a Londres)

«God always behave like the people who make them» (Zora Necle Hurston)

Cosas que no quiero saber de Deborah Levy lo compré un raro día de marzo en el que salí pronto de trabajar y decidí darme un capricho: compré este libro y me hice la manicura.  Mi amigo Agustí me lo había recomendado y en mi brujuleo por internet había visto alguna otra recomendación fiable. Este libro, bastante breve, es el primer tomo de la "autobiografía en construcción" de Levy. Comienza con un viaje a un pequeño hotel rural en Mallorca, sin lujos y sin agua caliente dice la autora (esto no me lo creo), al que la autora huye para descansar, para reflexionar, para ver que hace con su vida. De ahí pasamos a conocer su infancia en Sudáfrica marcada, por supuesto, por el apartheid y la posición política de su padre en contra de la segregación. Esa oposición al gobierno lleva al padre a ser detenido y a la niña, Deborah, a sufrir una época de desconcierto, de inseguridad que se traduce en una rebeldía (de niña pequeña, claro) que hace que su madre decida mandarla a casa de una tía porque ella no puede hacerse cargo. Todo es incierto, inseguro, desconcertante y complicado. Los recuerdos de Levy de esa infancia son tristes, son de desarraigo, no por no estar en su casa sino por haber sido arrancada de una infancia normal, con sus padres, para hacerle vivir algo que no entiende muy bien pero que sabe que no está bien. El volumen termina cuando la familia, tras la liberación del padre, se muda a Inglaterra donde empiezan una nueva etapa que tampoco será feliz porque sus padres se separan. 

¿Me ha gustado? Menos de lo que creía, otra vez las malditas expectativas, y me ha recordado mucho a Coetzee. ¿Se parecen todos los escritores sudafricanos? ¿los blancos al menos? No lo sé. ¿Leeré más de Levy para ver dónde va en su construcción autobiográfica? Tampoco lo sé. 

¡Ah! Repasando mis notas veo que se me ha olvidado comentar que en la primera parte del libro, cuando la autora llega a Mallorca, tiene una serie de reflexiones sobre las mujeres, sobre escribir que, si bien no comparto por completo, tienen cierto interés. 

«A veces en la vida no se trata de saber por dónde empezar, sino dónde parar».

«Cómo nos reímos. De nuestros deseos. Cómo nos burlábamos de nosotras. Antes de que lo haga cualquier otro. Cómo estamos programadas para matar. Para matarnos. Resulta insoportable pensar en ello». 

Desde la línea de Joseph Pontus también lo compré en la Feria del Libro. Fue por recomendación de Gonzalo, de Tipos infames, que casi siempre acierta. Desde la línea es un libro diferente en forma y fondo. Ponthus, que estudió humanidades y trabajo social, al no encontrar trabajo en su campo comienza a trabajar como obrero manual, en cadenas de producción, en distintas factorías. Primero en una de pescado congelado, luego un cocedero de marisco y más tarde en una sala de despiece de vacas y cerdos. El trabajo es monótono, mecánico, repetitivo, agotador físicamente y mentalmente extenuante por la constante repetición de tareas que resultan anodinas y que nunca se acaban. Ponthus, como un Sísifo contemporáneo, se enfrenta cada día a lo mismo y traslada esa sensación de repetición permanente y sin sentido a una escritura en forma de largo poema en prosa. No hay ni un solo signo de puntuación a lo largo de sus 252 páginas para trasladar al lector esa sensación de permanente movimiento agotador que no va a ninguna parte. 

Ponthus consigue que en sus palabras se sientan, se lean y casi se viva la monotonía, la alienación, las rutinas inmutables, el cansancio extremo que impide descansar incluso cuando no se está trabajando, el dolor y el esfuerzo físico. Lo consigue y, por eso mismo, pasadas las 150 páginas el lector empieza a agotarse de estar en esa rueda sin fin que ya siente que no terminará nunca.

El libro comienza con una cita de una carta de Apollinaire desde la trincheras de la I Guerra Mundial. 

«Es increíble lo que uno puede llegar a soportar» (30/11/2015)

Y me ha gustado esto relacionado con como, cuando no puedes sentarte a escribir, tu cabeza se llena de ideas pero luego, cuando tienes tiempo, estás tan cansado que es imposible.

«Un texto
Son dos horas
Dos horas escamoteadas al descanso a la comida a la ducha
y al paseo del perro

He escrito tanto en mi cabeza y luego olvidado
Frases perfectas que reflejaban 
Que era un trabajo 

He escrito y robado dos horas a mi cotidianeidad
y a mi pareja
Horas a la fábrica

Textos y horas
Como tantos besos robados
Como tanta felicidad

Y todos esos textos que nunca he escrito


Jerôme Lindon. Mi editor de Jean Echenoz  fue un regalo de cumpleaños. Lindon fue un editor importantísimo en Francia y fue el primero en apostar por Echenoz. En 2001, Echenoz al recibir la noticia de su muerte, sale a pasear y con todo lo que recuerda en ese paseo escribió este breve librito, sesenta y cinco páginas, recordando la relación que mantuvieron desde su primer encuentro, desde el primer envío de su manuscrito, hasta el último día que había hablado con él por teléfono. 

¿Fueron amigos? No o no como nosotros podemos entender una amistad pero tuvieron una relación en la que el respeto era absoluto, un respeto como personas pero también como autor y editor. Cada uno de ellos valoraba, entendía y consideraba el trabajo del otro como eso, un trabajo, susceptible de crítica, mejora, edición, aceptación, celebración o rechazo. Esto que parece una obviedad no lo es tanto y menos en nuestra época. Ahora mismo cualquier crítica a un libro, un disco, una obra de teatro, un guión se recibe como algo personal y se desprecia con frases del tipo "Si te crees tan listo, hazlo tú" o "no se puede criticar porque hay mucho trabajo detrás". Entre Lindon y Echenoz hay un respeto absoluto en la opinión del otro y el autor confía totalmente en el criterio de Lindon incluso cuando desestima uno de sus manuscritos. 

Este librito es una preciosa carta de amor de un autor a su editor, una carta de amor a una amistad sin sensiblerías ni cursilismos. ¿Recuerda Echenoz los momentos más importantes de sus muchos años de relación? No. Recuerda lo que le vino a la cabeza al conocer la muerte de Lindon, porque lo que creemos que es más importante no es, necesariamente, lo que nos viene a la cabeza cuando lo perdemos. 

Esto que escribe sobre Lindon me ha gustado mucho: 

«No debe creerse, sin embargo, que este hombre es frío, tajante, autoritario, poco afectivo, qué sé yo, es todo lo contrario. Lo cierto es que es un hombre apasionado, que se subleva, que se burla, que se enciende y se alegra tanto como puede indignarse y protestar. Que no se piense que no es simpático tampoco, no es esa la cuestión, es un hombre perfectamente amable. El asunto es que tiene otras cosas que hacer que ser simpático, la simpatía no le preocupa. Y, además, simplemente no tiene tiempo que perder al respecto y no duda en manifestarlo de forma rotunda. Un día que le llamo por no sé qué motivo, excusándome primero por si le molesto: «Sí, me molesta enormemente» dice antes de colgar».

Como una novela de Daniel Pennac fue una compra en la Cuesta Moyano. Nada más empezarlo me sentí tan identificada que sabía que me iba a gustar. Pennac reflexiona sobre porqué nuestros hijos, a pesar de haber sido grandes lectores durante toda su infancia, se desenganchan de la lectura por completo cuando llegan a la adolescencia. Yo estoy ahí y, como él, pensé que no me pasaría porque lo había hecho todo bien. A mis brujas les leí cuentos desde que eran enanas todas las noches, íbamos a la biblioteca todas las semanas a cambiar los libros que ellas mismas elegían, fueron un par de años a un taller, que les encantaba, en la biblioteca, en nuestra casa hay libros por todas partes y siempre nos han visto leer en cualquier sitio y en cualquier circunstancia. Les leí en alto mientras cenaban durante muchos años y les encantaba. Todo bien y, sin embargo, cuando llegaron a los 13 o 14 años se desengancharon por completo. 

Pennac publicó esta novela en 1992, años antes de internet, de las redes sociales y los móviles. Su intento de comprensión de ese abandono de la lectura en la adolescencia se centra en qué les hacemos a los hijos, desde casa o desde el colegio para provocar esa desconexión de algo que antes les encantaba. La obligación de lectura, la necesidad de comprender más allá de disfrutar, la imposición de libros y ritmos de lectura son, para Pennac, lo que desconecta a nuestros hijos de la lectura. Me gustaría estar de acuerdo con él pero tengo mis dudas, nuestros hijos leen menos ahora porque tienen un móvil y mil pantallas. Si a nosotros, adultos adictos a la lectura, nos cuesta concentrarnos cada vez más ¿cómo no les va a costar a ellos? ¿Si su ocio está lleno de redes sociales cuando encontrarán hueco para leer? Coincido con Pennac en que decirles "tienes que leer" no funcionará nunca a pesar de que yo me encuentro a mí misma diciéndoselo a mis hijas de vez en cuando.  Me reconozco en las sensaciones de Pennac, en su desesperación por no conseguir o, mejor dicho, por ver como no leen, al ver lo que se están perdiendo.

¿Volverán a leer? No lo sé. Quiero creer que sí. Ojalá. 

«El tiempo para leer siempre es tiempo robado. Al igual que el tiempo para escribir, por otra parte,  o el tiempo para amar. 
¿Robado a qué?
Digamos que al deber de vivir. 
Esta es, sin duda, la razón de que el metro- símbolo arraigado de dicho deber-resulte ser la mayor biblioteca del mundo. El tiempo para leer, al igual que el tiempo para amar, dilata el tiempo de vivir. Si tuviéramos que considerar el amor desde el punto de vista de nuestra distribución del tiempo, ¿Qué arriesgaríamos? ¿Quién tiene tiempo de estar enamorado? ¿Se ha visto alguna vez, sin embargo, que un enamorado no encontrara tiempo para amar? 
Yo jamás he tenido tiempo para leer, pero nada, jamás, ha podido impedirme que acabara una novela que amaba. 
La lectura no depende de la organización del tiempo social, es, como el amor, una manera de ser. El problema no está en saber si tengo tiempo de leer o no (tiempo que nada, además, me dará) sino en si me regalo o no la delicia de ser lector».

El sexto y último libro del mes ha sido otra compra que hice por impulso en la Cuesta Moyano: El tranvía de la navidad de Giosuè Calaciura.  Esta breve novela, no llega a 120 páginas, es un cuento de navidad que a mí me ha recordado a This is us, The Wire, El autobús perdido de Steinbeck y a Dickens. En un tranvía de una ciudad italiana sin especificar, la noche de navidad, en un tranvía que se dirige a la parte más lejana, más oscura y pobre de las afueras aparece un recién nacido abandonado. Es un pequeño bebe negro que descubre el mundo atado a un asiento. Al autobús van subiendo viajeros que llevan su historia encima, una historia que es siempre de pobreza, de miseria, con un pasado en el que tuvieron esperanza y un presente en el que no creen en el futuro. Un viudo con una joven prostituta, un mago con Alzheimer, un criado filipino, un vendedor ambulante, un joven emigrante ilegal, todos ven al niño y ese encuentro los une por un breve instante, les da una llama de esperanza... que se apaga. 

No es una novela memorable. Se lee con agrado aunque con muchísima tristeza. Lo peor que puedo decir es que seguramente se me olvidará. ¿Corred a comprarla? No, pero si la veis en una librería de segunda mano o en la cuesta moyano o la encontráis en el Retiro porque allí dejaré yo mi ejemplar, leedla. 

Y con esto y un bizcocho... hasta los encadenados de abril. 

miércoles, 30 de marzo de 2022

La copa A y el misterio

La semana pasada fui a ver La peor persona del mundo. Hace un mes y medio vi Licorice Pizza. La primera me gustó mucho, la segunda me hizo revolverme en la butaca desde el minuto cinco y resoplar desde el minuto seis. 

En las dos películas aparecen dos mujeres de unos veinticinco años que se enamoran y desenamoran de hombres. En Licorice Pizza esa mujer, muy bien interpretada por la actriz Alana Haim, además de enamorarse de hombres, establece una relación completamente incomprensible con un chaval de quince años. La posibilidad de que una tía de veinticinco años se deje engatusar por un chaval de quince años es cero, es imposible. ¿Por qué lo sé? Porque yo he tenido veinticinco años y fijarte en un chaval de quince era algo absolutamente marciano. Esta premisa que ocupa toda la película fue la que me hizo revolverme como una endemoniada durante todo el metraje. No entendía nada. Lo entendí cuando leí en alguna parte, que la película era de alguna manera autobiográfica, que estaba basada en algo que le ocurrió al director Paul Thomas Anderson. Ahí encajó todo. El bueno de Paul, con sus quince años, más salido que la pata de una mesa y con sus aspiraciones a tope se enamoró de una chica de veinticinco que, obviamente, en la vida real ni le miró. Ahora con más años que el abuelo de Heidi se casca esta peli en la que "arregla" la realidad porque consigue a su chica soñada. No sé si esto es así tal cual pero lo que sí sé, es que la protagonista de Licorice Pizza está pensada por un hombre. Cualquier mujer hubiera dicho lo mismo que yo: con veinticinco años si se te acerca uno de quince le dices que vaya a tomarse un Colacao. 

La peor persona del mundo también la ha pensado un hombre y por eso la encantadora protagonista que es guapa, atractiva, con las cosas claras (cuando tener las cosas claras es sinónimo de hago lo que quiero sin preocuparme excesivamente por los demás) y no tiene tetas. Esto le permite llevar un vestido imposible en una noche noruega tan calurosa que parece agosto en Córdoba. 

En Licorice Pizza ocurría lo mismo. A lo mejor no os habéis dado cuenta pero todas las mujeres atractivamente misteriosas del mundo de ficción tienen, como mucho, una copa A. Por alguna extraña razón, tener más pecho, una copa C, una copa D, impide ser misteriosa, chispeante y encantadora. 

Volvamos a la peli. Julie, la peor persona del mundo,  va saltando de relación en relación hasta que se enamora de un hombre un poco mayor que ella que la cuida. Discuten, como todo el mundo, a veces se sienten dejados de lado por el otro, como le pasa a todo el mundo en su relación de pareja de vez en cuando, e imagina mundos paralelos en los que tiene una relación llena de colorines, emoción y chispitas con un atractivo (a mí no me gustan ninguno de los dos hombres de la peli) joven que ha conocido en una fiesta la noche en que lleva el vestido apto para las noches cordobesas. He leído críticas que yo no comparto que dicen que ella es una simple, que es boba, que no es nada interesante. Ella es una chica normal, llena de todo lo que el siglo XXI nos ha dicho a las mujeres que tenemos que hacer: «persigue tus sueños, se independiente, si no quieres tener hijos no los tengas, no dependas de un hombre, si no eres feliz en una relación, largate» No digo que estas cosas sean buenas o malas, desde luego no son peores que "lucha por tu relación, la maternidad te realizará, trabaja si quieres...etc», pero desde luego son el reflejo de lo que ocurre en la sociedad. Ella salta de una relación a otra y se equivoca ¿Y qué? 

Me encontré también con un análisis, sin duda muy sesudo, en el que decían que Julie es producto del patriarcado y que el que sale bien parado es el hombre mayor (ja, tiene 40 palos) al que abandona para irse con la fantasía. Pues claro, claro que sale bien parado ¿y qué? Ella le deja por otra relación y luego se arrepiente. ¿No hemos visto esto un millón de veces en un millón de comedias románticas que eran al revés: él se iba con una más joven y acababa volviendo a su primera mujer, más mayor, más sabía, más interesante? Por favor. 

Supongo que hay gente que querría que ella fuera un dechado de virtudes y ejemplaridad y no una mujer bastante simple, que le da mil vueltas a las relaciones amorosas y que se enfada por gilipolleces, es egoísta y que, de vez en cuando, trata mal a los que la quieren. En esto hemos avanzado en las ficciones, las mujeres ya no tienen que ser ejemplares y pueden actuar como pollos sin cabeza para ser juzgadas por los espectadores sin que haya problema.  

A ver si en próximas ficciones, avanzamos un poquito y además de ser volubles, egoístas y hacer las mismas chorradas que los hombres, conseguimos que alguna de esas mujeres se salga de la copa A.