jueves, 7 de abril de 2022

La vinca, mi abuelo y los coches

 

«Que no piséis la vinca» «Ahí no juguéis a la pelota que se os irá a la vinca» «Cuidado con la vinca». Todas estas frases me han venido a la cabeza esta mañana cuando en un rincón del Retiro me he encontrado con una planta de vinca. La he reconocido por las pequeñas flores violetas y las brillantes hojas verdes y el resto del paseo he ido pensando en mi abuelo José Luis. Casi he vuelto a mis ocho años cuando él se sentaba en la pérgola, dejaba las muletas colocadas al lado de su silla y leía el periódico mientras nos miraba. No nos vigilaba porque no éramos su responsabilidad, él simplemente levantaba la vista mientras leía o rezaba y solo nos llamaba la atención si gritábamos mucho. A él la vinca no parecía preocuparle. Mi madre, mis tías, mi abuela, otros adultos que había en la casa tenían una preocupación, a mi modo de ver, desmesurada por ese manto verde que crecía entre la rampa del garaje y la tapia del vecino. «Un millón de veces os hemos dicho que ahí no se juega» nos gritaban en cuanto  nos poníamos a jugar al fútbol en esa rampa pero ¡es que era el mejor lugar para eso! El resto del jardín tenía mucho encanto y cada zona era la mejor para algo: los pasillos entre los lilos en los que nos escondíamos, el estanque redondo lleno de tierra en el que en algún momento hubo tomateras pero que siempre pedíamos que se vaciará y volviera a tener agua, el pinar para jugar a la sombra y para asomarnos a espiar a los otros vecinos y la esquina pegada a la puerta de entrada, con los grandes cedros, que siempre nos daba miedo. Lo describo aquí y parece que fuera un jardín enorme y para nosotros, niños pequeños, lo era. Ahora, cuando paseo por él me doy cuenta de lo pequeño que era todo y lo enorme que nos parecía. Más que enorme, inabarcable, como si nunca fuéramos a tener tiempo de explorarlo todo, de descubrir los secretos que había en cada rincón. 

Camino por El Retiro pensando en todo eso mientras escucho un podcast sobre la saturación turística en Santorini. No sé nada de esa isla griega más que lo que he visto en las fotos: vistas increíbles, cúpula azules, casas blancas y millones de personas pululando por calles estrechas en busca de una foto que demuestre al mundo que han estado ahí. Aprendo, mientras cruzo el Paseo del Prado, que en Santorini en 1956 no había ni un solo coche y que, después de un terrible terremoto que hubo en 1957, llegaron dos coches, una furgoneta y una moto. Ahora hay diez millones de coches. Doy un respingo al escuchar esa cifra ¡diez millones! No puede ser. Diez millones de coches en esa pequeña isla, no puede ser. ¿Cuántos coches hay en Madrid? No lo sé, tampoco me importa. Sean los que sean no me resultan sorprendentes, los he visto toda mi vida, son parte del paisaje de la ciudad. Coches por todas partes. El mío ya no se mueve, aparcado en la puerta de casa, acumula polvo, cagadas de pájaro y carteles de masajes, compro piso, y comida a domicilio. De vez en cuando paso y le quito los papeles. Me parece lo mínimo que puedo hacer por él. 

Al pensar en mi coche, vuelvo a mi abuelo y a su seiscientos y a como, siendo yo muy pequeña, con siete u ocho años, me hacía bajar con él al coche para ayudarle a quitar el freno de mano porque con sus manos artríticas no tenía fuerza suficiente. Caminaba con muletas, en una de sus piernas, no sé en cual, llevaba un alza de diez centímetros y sus manos estaban agarrotadas casi como garras pero, cada día, conducía a misa. De niña no me sorprendía, no me llamaba la atención, mi abuelo podía con todo, pero ¿Cómo era posible? Quizás hace cuarenta años, en Madrid, sí se podía. No había diez millones de coches. 

¿Vive la vinca cuarenta años? 

domingo, 3 de abril de 2022

Lecturas encadenadas. Marzo


Este fin de semana cambio los podcasts encadenados por las lecturas encadenadas para que no se nos despiste que a mí, aunque me gusten los podcasts, prefiero los libros. De hecho cuando sueño con tener todo el tiempo libre del mundo, o de la jubilación, sueño con dedicarlo a leer sin parar. 

Al lío. Marzo me ha cundido bastante, estoy sorprendida. 

Nuestra parte de noche de Mariana Enríquez llevaba en mi radar, pasando por delante de mi vista, un par de años. Lo veía en todas partes: en artículos, en twitter, en instagram, recomendado casi en todas partes (un poco menos por parte de las chicas de Deforme Semanal). En la Feria del Libro de Madrid, en septiembre del año pasado, decidí comprarlo y en marzo le llegó el turno. A gente muy cercana a mí y en quien confío mucho como lectores, les había encantado así que era apuesta segura. Me gustaría decir que me ha gustado muchísimo pero no ha sido así. Probablemente tener grandes expectativas con respecto a él ha jugado en su contra (Casi siempre tener expectativas sobre algo es contraproducente). 

No tenía ni idea de qué iba porque recordemos que nunca leo la contraportada de ningún libro antes de leerlo y me sorprendió, agradablemente, que fuera una novela de terror. Poco a poco Enríquez sumerge al lector en un ambiente opresivo y cada vez más aterrador en el que entras por completo, se lo compras todo: los personajes, la trama, el paisaje, lo sobrenatural, la crueldad, la fantasía, todo. Escribiendo esta reseña y releyendo mis notas recuerdo que no es que no me gustase el libro, es que hay un parte, pasada la mitad de la novela, en la que la acción se traslada de Argentina a Londres en la que, sin saber muy bien porqué, dejé de comprarle a Enriquez lo que me estaba contando. En esa parte de la narración me aburrí, se me hizo larga, me sobraron páginas y dejé de creérmelo todo. La novela se estanca, da tres millones de vueltas y no avanza. De vuelta a Argentina se recupera bastante pero no lo suficiente como para enjuagar el mal rato anterior. 

¿La recomiendo? Sí, es diferente, es entretenida, es tenebrosa y está muy bien escrita. (Acordaos de mí cuando lleguéis a Londres)

«God always behave like the people who make them» (Zora Necle Hurston)

Cosas que no quiero saber de Deborah Levy lo compré un raro día de marzo en el que salí pronto de trabajar y decidí darme un capricho: compré este libro y me hice la manicura.  Mi amigo Agustí me lo había recomendado y en mi brujuleo por internet había visto alguna otra recomendación fiable. Este libro, bastante breve, es el primer tomo de la "autobiografía en construcción" de Levy. Comienza con un viaje a un pequeño hotel rural en Mallorca, sin lujos y sin agua caliente dice la autora (esto no me lo creo), al que la autora huye para descansar, para reflexionar, para ver que hace con su vida. De ahí pasamos a conocer su infancia en Sudáfrica marcada, por supuesto, por el apartheid y la posición política de su padre en contra de la segregación. Esa oposición al gobierno lleva al padre a ser detenido y a la niña, Deborah, a sufrir una época de desconcierto, de inseguridad que se traduce en una rebeldía (de niña pequeña, claro) que hace que su madre decida mandarla a casa de una tía porque ella no puede hacerse cargo. Todo es incierto, inseguro, desconcertante y complicado. Los recuerdos de Levy de esa infancia son tristes, son de desarraigo, no por no estar en su casa sino por haber sido arrancada de una infancia normal, con sus padres, para hacerle vivir algo que no entiende muy bien pero que sabe que no está bien. El volumen termina cuando la familia, tras la liberación del padre, se muda a Inglaterra donde empiezan una nueva etapa que tampoco será feliz porque sus padres se separan. 

¿Me ha gustado? Menos de lo que creía, otra vez las malditas expectativas, y me ha recordado mucho a Coetzee. ¿Se parecen todos los escritores sudafricanos? ¿los blancos al menos? No lo sé. ¿Leeré más de Levy para ver dónde va en su construcción autobiográfica? Tampoco lo sé. 

¡Ah! Repasando mis notas veo que se me ha olvidado comentar que en la primera parte del libro, cuando la autora llega a Mallorca, tiene una serie de reflexiones sobre las mujeres, sobre escribir que, si bien no comparto por completo, tienen cierto interés. 

«A veces en la vida no se trata de saber por dónde empezar, sino dónde parar».

«Cómo nos reímos. De nuestros deseos. Cómo nos burlábamos de nosotras. Antes de que lo haga cualquier otro. Cómo estamos programadas para matar. Para matarnos. Resulta insoportable pensar en ello». 

Desde la línea de Joseph Pontus también lo compré en la Feria del Libro. Fue por recomendación de Gonzalo, de Tipos infames, que casi siempre acierta. Desde la línea es un libro diferente en forma y fondo. Ponthus, que estudió humanidades y trabajo social, al no encontrar trabajo en su campo comienza a trabajar como obrero manual, en cadenas de producción, en distintas factorías. Primero en una de pescado congelado, luego un cocedero de marisco y más tarde en una sala de despiece de vacas y cerdos. El trabajo es monótono, mecánico, repetitivo, agotador físicamente y mentalmente extenuante por la constante repetición de tareas que resultan anodinas y que nunca se acaban. Ponthus, como un Sísifo contemporáneo, se enfrenta cada día a lo mismo y traslada esa sensación de repetición permanente y sin sentido a una escritura en forma de largo poema en prosa. No hay ni un solo signo de puntuación a lo largo de sus 252 páginas para trasladar al lector esa sensación de permanente movimiento agotador que no va a ninguna parte. 

Ponthus consigue que en sus palabras se sientan, se lean y casi se viva la monotonía, la alienación, las rutinas inmutables, el cansancio extremo que impide descansar incluso cuando no se está trabajando, el dolor y el esfuerzo físico. Lo consigue y, por eso mismo, pasadas las 150 páginas el lector empieza a agotarse de estar en esa rueda sin fin que ya siente que no terminará nunca.

El libro comienza con una cita de una carta de Apollinaire desde la trincheras de la I Guerra Mundial. 

«Es increíble lo que uno puede llegar a soportar» (30/11/2015)

Y me ha gustado esto relacionado con como, cuando no puedes sentarte a escribir, tu cabeza se llena de ideas pero luego, cuando tienes tiempo, estás tan cansado que es imposible.

«Un texto
Son dos horas
Dos horas escamoteadas al descanso a la comida a la ducha
y al paseo del perro

He escrito tanto en mi cabeza y luego olvidado
Frases perfectas que reflejaban 
Que era un trabajo 

He escrito y robado dos horas a mi cotidianeidad
y a mi pareja
Horas a la fábrica

Textos y horas
Como tantos besos robados
Como tanta felicidad

Y todos esos textos que nunca he escrito


Jerôme Lindon. Mi editor de Jean Echenoz  fue un regalo de cumpleaños. Lindon fue un editor importantísimo en Francia y fue el primero en apostar por Echenoz. En 2001, Echenoz al recibir la noticia de su muerte, sale a pasear y con todo lo que recuerda en ese paseo escribió este breve librito, sesenta y cinco páginas, recordando la relación que mantuvieron desde su primer encuentro, desde el primer envío de su manuscrito, hasta el último día que había hablado con él por teléfono. 

¿Fueron amigos? No o no como nosotros podemos entender una amistad pero tuvieron una relación en la que el respeto era absoluto, un respeto como personas pero también como autor y editor. Cada uno de ellos valoraba, entendía y consideraba el trabajo del otro como eso, un trabajo, susceptible de crítica, mejora, edición, aceptación, celebración o rechazo. Esto que parece una obviedad no lo es tanto y menos en nuestra época. Ahora mismo cualquier crítica a un libro, un disco, una obra de teatro, un guión se recibe como algo personal y se desprecia con frases del tipo "Si te crees tan listo, hazlo tú" o "no se puede criticar porque hay mucho trabajo detrás". Entre Lindon y Echenoz hay un respeto absoluto en la opinión del otro y el autor confía totalmente en el criterio de Lindon incluso cuando desestima uno de sus manuscritos. 

Este librito es una preciosa carta de amor de un autor a su editor, una carta de amor a una amistad sin sensiblerías ni cursilismos. ¿Recuerda Echenoz los momentos más importantes de sus muchos años de relación? No. Recuerda lo que le vino a la cabeza al conocer la muerte de Lindon, porque lo que creemos que es más importante no es, necesariamente, lo que nos viene a la cabeza cuando lo perdemos. 

Esto que escribe sobre Lindon me ha gustado mucho: 

«No debe creerse, sin embargo, que este hombre es frío, tajante, autoritario, poco afectivo, qué sé yo, es todo lo contrario. Lo cierto es que es un hombre apasionado, que se subleva, que se burla, que se enciende y se alegra tanto como puede indignarse y protestar. Que no se piense que no es simpático tampoco, no es esa la cuestión, es un hombre perfectamente amable. El asunto es que tiene otras cosas que hacer que ser simpático, la simpatía no le preocupa. Y, además, simplemente no tiene tiempo que perder al respecto y no duda en manifestarlo de forma rotunda. Un día que le llamo por no sé qué motivo, excusándome primero por si le molesto: «Sí, me molesta enormemente» dice antes de colgar».

Como una novela de Daniel Pennac fue una compra en la Cuesta Moyano. Nada más empezarlo me sentí tan identificada que sabía que me iba a gustar. Pennac reflexiona sobre porqué nuestros hijos, a pesar de haber sido grandes lectores durante toda su infancia, se desenganchan de la lectura por completo cuando llegan a la adolescencia. Yo estoy ahí y, como él, pensé que no me pasaría porque lo había hecho todo bien. A mis brujas les leí cuentos desde que eran enanas todas las noches, íbamos a la biblioteca todas las semanas a cambiar los libros que ellas mismas elegían, fueron un par de años a un taller, que les encantaba, en la biblioteca, en nuestra casa hay libros por todas partes y siempre nos han visto leer en cualquier sitio y en cualquier circunstancia. Les leí en alto mientras cenaban durante muchos años y les encantaba. Todo bien y, sin embargo, cuando llegaron a los 13 o 14 años se desengancharon por completo. 

Pennac publicó esta novela en 1992, años antes de internet, de las redes sociales y los móviles. Su intento de comprensión de ese abandono de la lectura en la adolescencia se centra en qué les hacemos a los hijos, desde casa o desde el colegio para provocar esa desconexión de algo que antes les encantaba. La obligación de lectura, la necesidad de comprender más allá de disfrutar, la imposición de libros y ritmos de lectura son, para Pennac, lo que desconecta a nuestros hijos de la lectura. Me gustaría estar de acuerdo con él pero tengo mis dudas, nuestros hijos leen menos ahora porque tienen un móvil y mil pantallas. Si a nosotros, adultos adictos a la lectura, nos cuesta concentrarnos cada vez más ¿cómo no les va a costar a ellos? ¿Si su ocio está lleno de redes sociales cuando encontrarán hueco para leer? Coincido con Pennac en que decirles "tienes que leer" no funcionará nunca a pesar de que yo me encuentro a mí misma diciéndoselo a mis hijas de vez en cuando.  Me reconozco en las sensaciones de Pennac, en su desesperación por no conseguir o, mejor dicho, por ver como no leen, al ver lo que se están perdiendo.

¿Volverán a leer? No lo sé. Quiero creer que sí. Ojalá. 

«El tiempo para leer siempre es tiempo robado. Al igual que el tiempo para escribir, por otra parte,  o el tiempo para amar. 
¿Robado a qué?
Digamos que al deber de vivir. 
Esta es, sin duda, la razón de que el metro- símbolo arraigado de dicho deber-resulte ser la mayor biblioteca del mundo. El tiempo para leer, al igual que el tiempo para amar, dilata el tiempo de vivir. Si tuviéramos que considerar el amor desde el punto de vista de nuestra distribución del tiempo, ¿Qué arriesgaríamos? ¿Quién tiene tiempo de estar enamorado? ¿Se ha visto alguna vez, sin embargo, que un enamorado no encontrara tiempo para amar? 
Yo jamás he tenido tiempo para leer, pero nada, jamás, ha podido impedirme que acabara una novela que amaba. 
La lectura no depende de la organización del tiempo social, es, como el amor, una manera de ser. El problema no está en saber si tengo tiempo de leer o no (tiempo que nada, además, me dará) sino en si me regalo o no la delicia de ser lector».

El sexto y último libro del mes ha sido otra compra que hice por impulso en la Cuesta Moyano: El tranvía de la navidad de Giosuè Calaciura.  Esta breve novela, no llega a 120 páginas, es un cuento de navidad que a mí me ha recordado a This is us, The Wire, El autobús perdido de Steinbeck y a Dickens. En un tranvía de una ciudad italiana sin especificar, la noche de navidad, en un tranvía que se dirige a la parte más lejana, más oscura y pobre de las afueras aparece un recién nacido abandonado. Es un pequeño bebe negro que descubre el mundo atado a un asiento. Al autobús van subiendo viajeros que llevan su historia encima, una historia que es siempre de pobreza, de miseria, con un pasado en el que tuvieron esperanza y un presente en el que no creen en el futuro. Un viudo con una joven prostituta, un mago con Alzheimer, un criado filipino, un vendedor ambulante, un joven emigrante ilegal, todos ven al niño y ese encuentro los une por un breve instante, les da una llama de esperanza... que se apaga. 

No es una novela memorable. Se lee con agrado aunque con muchísima tristeza. Lo peor que puedo decir es que seguramente se me olvidará. ¿Corred a comprarla? No, pero si la veis en una librería de segunda mano o en la cuesta moyano o la encontráis en el Retiro porque allí dejaré yo mi ejemplar, leedla. 

Y con esto y un bizcocho... hasta los encadenados de abril. 

miércoles, 30 de marzo de 2022

La copa A y el misterio

La semana pasada fui a ver La peor persona del mundo. Hace un mes y medio vi Licorice Pizza. La primera me gustó mucho, la segunda me hizo revolverme en la butaca desde el minuto cinco y resoplar desde el minuto seis. 

En las dos películas aparecen dos mujeres de unos veinticinco años que se enamoran y desenamoran de hombres. En Licorice Pizza esa mujer, muy bien interpretada por la actriz Alana Haim, además de enamorarse de hombres, establece una relación completamente incomprensible con un chaval de quince años. La posibilidad de que una tía de veinticinco años se deje engatusar por un chaval de quince años es cero, es imposible. ¿Por qué lo sé? Porque yo he tenido veinticinco años y fijarte en un chaval de quince era algo absolutamente marciano. Esta premisa que ocupa toda la película fue la que me hizo revolverme como una endemoniada durante todo el metraje. No entendía nada. Lo entendí cuando leí en alguna parte, que la película era de alguna manera autobiográfica, que estaba basada en algo que le ocurrió al director Paul Thomas Anderson. Ahí encajó todo. El bueno de Paul, con sus quince años, más salido que la pata de una mesa y con sus aspiraciones a tope se enamoró de una chica de veinticinco que, obviamente, en la vida real ni le miró. Ahora con más años que el abuelo de Heidi se casca esta peli en la que "arregla" la realidad porque consigue a su chica soñada. No sé si esto es así tal cual pero lo que sí sé, es que la protagonista de Licorice Pizza está pensada por un hombre. Cualquier mujer hubiera dicho lo mismo que yo: con veinticinco años si se te acerca uno de quince le dices que vaya a tomarse un Colacao. 

La peor persona del mundo también la ha pensado un hombre y por eso la encantadora protagonista que es guapa, atractiva, con las cosas claras (cuando tener las cosas claras es sinónimo de hago lo que quiero sin preocuparme excesivamente por los demás) y no tiene tetas. Esto le permite llevar un vestido imposible en una noche noruega tan calurosa que parece agosto en Córdoba. 

En Licorice Pizza ocurría lo mismo. A lo mejor no os habéis dado cuenta pero todas las mujeres atractivamente misteriosas del mundo de ficción tienen, como mucho, una copa A. Por alguna extraña razón, tener más pecho, una copa C, una copa D, impide ser misteriosa, chispeante y encantadora. 

Volvamos a la peli. Julie, la peor persona del mundo,  va saltando de relación en relación hasta que se enamora de un hombre un poco mayor que ella que la cuida. Discuten, como todo el mundo, a veces se sienten dejados de lado por el otro, como le pasa a todo el mundo en su relación de pareja de vez en cuando, e imagina mundos paralelos en los que tiene una relación llena de colorines, emoción y chispitas con un atractivo (a mí no me gustan ninguno de los dos hombres de la peli) joven que ha conocido en una fiesta la noche en que lleva el vestido apto para las noches cordobesas. He leído críticas que yo no comparto que dicen que ella es una simple, que es boba, que no es nada interesante. Ella es una chica normal, llena de todo lo que el siglo XXI nos ha dicho a las mujeres que tenemos que hacer: «persigue tus sueños, se independiente, si no quieres tener hijos no los tengas, no dependas de un hombre, si no eres feliz en una relación, largate» No digo que estas cosas sean buenas o malas, desde luego no son peores que "lucha por tu relación, la maternidad te realizará, trabaja si quieres...etc», pero desde luego son el reflejo de lo que ocurre en la sociedad. Ella salta de una relación a otra y se equivoca ¿Y qué? 

Me encontré también con un análisis, sin duda muy sesudo, en el que decían que Julie es producto del patriarcado y que el que sale bien parado es el hombre mayor (ja, tiene 40 palos) al que abandona para irse con la fantasía. Pues claro, claro que sale bien parado ¿y qué? Ella le deja por otra relación y luego se arrepiente. ¿No hemos visto esto un millón de veces en un millón de comedias románticas que eran al revés: él se iba con una más joven y acababa volviendo a su primera mujer, más mayor, más sabía, más interesante? Por favor. 

Supongo que hay gente que querría que ella fuera un dechado de virtudes y ejemplaridad y no una mujer bastante simple, que le da mil vueltas a las relaciones amorosas y que se enfada por gilipolleces, es egoísta y que, de vez en cuando, trata mal a los que la quieren. En esto hemos avanzado en las ficciones, las mujeres ya no tienen que ser ejemplares y pueden actuar como pollos sin cabeza para ser juzgadas por los espectadores sin que haya problema.  

A ver si en próximas ficciones, avanzamos un poquito y además de ser volubles, egoístas y hacer las mismas chorradas que los hombres, conseguimos que alguna de esas mujeres se salga de la copa A. 



sábado, 26 de marzo de 2022

Podcasts encadenados. De narcos, oligarcas y tapices medievales


Cuando me levanto y mientras me preparo el desayuno, hago la cama, recojo, me ducho, me arreglo y me visto para ir a trabajar escucho podcasts en español. Estoy atenta a ellos pero no necesito estar muy concentrada porque si me pierdo una palabra o una frase no me voy a perder en la narración. Ese hueco de mañana lo ha ocupado esta semana Transportista, un podcast de  IHeart y Exile Content Studio que tenía pendiente desde el otoño pasado y que el mes pasado ganó el Premio Ondas al Mejor podcast de No-ficción. 

Transportista está construído a partir del relato que un transportista de droga hace, a través de llamadas telefónicas desde la cárcel donde está recluido, de su trayectoria delictiva desde los años 80 hasta que es capturado, juzgado, condenado e internado en una prisión en Carolina del Norte. Un narrador va contando la historia, dando los datos, intercalándolos con las declaraciones de transportista. Cómo empezó en el negocio, como fue pasando de trabajar para unos narcos y para otros, los primeros vuelos internacionales, los sobornos a los policías y fuerzas de seguridad de los distintos países, las veces que fue capturado, sus ligues, sus noches locas, los años buenos, las identidades falsas. El terrorífico mundo del narcotráfico a gran escala actuando con total impunidad se muestra en este podcast. Es escalofriante ver la frialdad con que él habla de todo eso y la jeta como un piano con la que deja claro que él no es un narco porque él solo pilotaba los aviones que llevaban las drogas de un lado para otro. 

¿Es Transportista un buen podcast? Sí. Es un true crime, una especie de Breaking Bad sonoro, contado en 10 episodios breves, de no más de quince minutos para escuchar mientras pululas haciendo otras cosas. También hay versión en inglés pero yo lo he escuchado en español para poder recomendarlo aquí para todos los que no os animáis con el inglés. 

Ucrania sigue, tristemente, siendo noticia y acaparando la atención en muchos podcasts. De todo lo que he escuchado esta semana (y dando por hecho que ya estáis todos suscritos a Hoy en El País) me ha interesado especialmente este episodio de The daily, Will sanctioning the oligarchs change the war? en el que analizan si las sanciones a los oligarcas rusos tienen sentido y funcionan. Es un tema que me interesaba porque todos estamos indignados y queremos que a los oligarcas les quiten las casas, los barcos, más casas, más barcos, las joyas, más casas y más barcos y creemos que con eso ellos se sentirán dolidísimos y harán algo para parar a Putin. En este episodio, Matt Apuzzo, el corresponsal del New York Times en Bruselas hace un repaso a estas medidas, a su historia y si funcionan o no. (Spoiler, no esperéis mucho de esas sanciones). Como siempre, el Daily hace un trabajo fabuloso y, también como siempre, terminas el episodio habiendo aprendido cosas. 

En el año 2016 estuve de viaje en Normandía. Fue un viaje maravilloso que quiero repetir algún día en el que me zambullí en mi faceta friki de la II Guerra Mundial, disfruté de acantilados maravillosos  y me extasié delante del tapiz de Bayeux. Por si alguien no lo sabe, el tapiz de Bayeux fue bordado en el siglo XI y retrata los hechos que ocurrieron entre 1064 y 1066 cuando los normandos se lanzaron a conquistar Inglaterra que culminaron en la batalla de Hastings. Si alguna vez vais a Bayeux, no os lo perdáis. El tapiz está expuesto en vertical y mide 70 metros de largo. Al llegar a la sala te dan una audioguía que según avanzas te va explicando lo que estás viendo y, creedme, es algo fascinante. Pues bien, esta semana, en este episodio de Seriously...(otro de mis fijos), Women in stitches: the making of the Bayeux tapestry,  varios expertos cuentan como este tapiz fue, sin duda, bordado por mujeres. Mujeres de las que no sabemos absolutamente nada, ni sus nombres, ni sus edades pero de las que podemos adivinar algunas cosas por lo que bordaron. Sí, les dijeron "Bordar nuestras heroicidades" pero ellas añadieron multitud de pequeños detalles llenos de sentido del humor y de ironía. En el episodio hablan también de las condiciones en las que lo bordaron. Explican como determinados colores se usaban solo en las horas centrales del día cuando la luz era mejor o como algo que no vemos, la parte trasera del tapiz, está bordado con un mimo excepcional. Es interesantísimo. 

Por último, mi compañero Pablo Fernández Delkader, escribe todas las semanas la newsletter Sonograma dedicada al mundo del audio y los podcasts. Todas las semanas tiene la gentileza de dejarme participar y me pide recomendaciones de podcast que giran, normalmente, sobre un tema. Esta semana el tema era el silencio y, entre otras, recomendé esta joyita: The Selene, un episodio del curioso podcat Five minutes of mime, sobre el día que el hombre pisó la Luna. Son cinco minutos pero os llevaréis una sorpresa. 

Pues con esto ya estaría. La lista de todo lo que recomiendo está aquí. Como siempre, si escucháis algo, venid a contármelo.