martes, 10 de agosto de 2021

Experimento. Martes, 10 de agosto

Martes, 10 de agosto. 

Hay una escena de Mad Men que recuerdo especialmente, siempre hablo de ella. En una de las primeras temporadas, Don Draper y su familia salen de picnic al campo. Todo es idílico, el paisaje, la manta, la comida preparada por Betty y colocada en las fiambreras metálicas, las botellas de gaseosa, las primeras latas de refresco. La familia, tumbada, charlando, fumando pitillo tras pitillo. Cuando llega el momento de volver a casa, guardan las cosas, Don se pone de pie y tira una lata al campo y Betty sacude la manta dejando toda la basura y los restos en ese paisaje idílico que dejan atrás al volver a casa. Recuerdo el shock al ver por primera vez esa escena, recuerdo pensar:  ¡cómo han cambiado las cosas! Ahora, diez o doce años después, lo que me impacta es lo inocente que era hace una década, cuando creía que todos, en esta época, habíamos aprendido, nos habían enseñado que no se tira la basura ni en el campo ni en ningún sitio. ¡Qué ingenuidad más tierna!


Estoy de vuelta en Los Molinos y hoy he ido al contenedor a tirar vidrio. He vuelto con todo el vidrio porque el contenedor estaba lleno a rebosar. Entre mi casa y la zona de contenedores no hay más de cien metros y en ese trecho he recogido cuatro latas de cerveza tiradas en la cuneta. Podía, además, haber recogido cajetillas de tabaco, mascarillas y papeles varios pero no tenía más manos. ¿Por qué la gente es tan cerda? Algunos días suspiro por el superpoder de teletransportarme del sofá a la cama, chascar los dedos y estar en la cama con los dientes limpios, la cara limpia y la crema dada. Otros días suspiro por poder con un parpadeo cambiar todas las láminas de los cuadros de mi casa. Otros días quiero simplemente que mis hijas me cojan el teléfono con algo de emoción. Hoy renuncio a todo eso. Ojalá hubiera una justicia divina, un dios mitológico, un proceso de la naturaleza por el que, cada vez que alguien tirará basura alegremente, esa basura llegara a su salón. Lata de cerveza en la cuneta, lata de cerveza que aparece en su salón. Papel higiénico de haberse limpiado en el monte y dejado allí en vez de metertelo en el bolsillo, papel que aparece en el cajón de los cubiertos del responsable, mascarilla colgando de ramita en el campo, mascarilla que cuelga de tu ducha en tu baño. 


No sé si sería justicia poética pero seguro que hacia mucho más por la conciencia medioambiental de muchos que todas las bienintencionadas campañas que se ponen en marcha pensando que el ser humano es bueno por naturaleza.


 A Don Draper le encantaría mi idea. 


domingo, 8 de agosto de 2021

Experimento. Sábado, 7 de agosto

Sábado, 7 de agosto.


«La casa donde uno vive, además de terminar convirtiéndose en un techo y un refugio contra las inclemencias y amenazas de fuera, también es una elección moral. Su amplitud o su mesura, su lujo o su austeridad, sus materiales o la altura de sus techos, terminan por reflejar lo que somos, del mismo modo que la forma de adquirirla: con el esfuerzo propio o con malas artes, con hipoteca o especulando o manipulando documentos». Leo un artículo de Eugenio Fuentes contando una visita al Pazo de Meirás. No sé si la casa donde vives es una elección moral o simplemente la consecuencia de tus posibilidades económicas. Todo el mundo quiere tener una buena casa, una casa acogedora. Unos querrán cuantos metros mejor, otros cocinas pequeñas para limpiar poco, otros vistas al mar, otros seis dormitorios y otros querrán tantos baños como personas vivan pero al final, lo que todos queremos es un sitio acogedor en el que refugiarnos. La familia Franco hizo una elección inmoral y se quedó con algo que no era suyo, lo inscribió como propiedad privada particular pero cargó al presupuesto público su mantenimiento. No sé si la elección de la casa es una opción moral pero sí se que no todos seríamos así de inmorales. 


Escribo esto en esta casa que mi madre compró hace más de veinte años. Tampoco fue una elección moral, fue un deseo de tener algo en este valle en el que había sido muy feliz con mi padre que había muerto tres años antes. Es una casa pequeña y acogedora, no queremos más. Todos los muebles vienen de algún otro sitio: la mesa de centro la hizo mi hermano con restos de madera que sobraron de la construcción del porche de Los Molinos, el aparador ya existía cuando yo nací, la mesa de comedor y las seis sillas estaban en la casa de Los Molinos cuando la compramos. Las camas han llegado todas de casas de otros familiares de los que ya he olvidado los nombres y las caras. Los sofás son nuevos, si nos vale como nuevo algo comprado hace veintidós años y ya retapizado. Todas las cortinas y las colchas las hizo mi madre.


¿Nuestra casa es una elección moral? No lo sé. Lo que sí es una elección moral es que no se parezca a ninguna otra, que sepa a ti, a tu familia, a tu historia, a lo que en ella se ha vivido, que huela a tu familia. 


«Un pueblo nómada aprende a llevarse sus hogares consigo, y los objetos familiares se despliegan o se reconstruyen de lugar en lugar. Cuando nos mudamos de casa, nos llevamos con nosotros el concepto invisible de hogar, que es un concepto muy poderoso. La salud mental y la estabilidad emocional no requieren que permanezcamos en la misma casa o en el mismo lugar, pero requieren una sólida estructura en el interior, y esa estructura se construye en parte con lo que sucede en el exterior. El interior y en el exterior de nuestras vidas son el caparazón en el que aprendemos a vivir». (¿Por qué ser feliz cuando puedes ser normal? Jeanette Winterson. 



sábado, 7 de agosto de 2021

Experimento. Viernes 6 de agosto

El verbo más bonito en castellano no es amar ni querer, es llanear. «Aquí ya llanea» o «La ruta, tras una pronunciada subida, al alcanzar el puerto, llanea el resto del recorrido» . Dice la RAE que llanear es «andar por lo llano, evitando pendientes» y mientras escalo la pendiente que lleva de Vilanova a Chía pienso en que lo bueno de la vida, lo mejor, llega cuando aprendes que evitar las pendientes es lo más inteligente. Yo nunca he sido de mucha emoción, ni de buscar aventuras, ni de ir a la caza de nuevas experiencias ni retos. Lo llano me vale. Por supuesto, en algún momento he pensado esa bobada de «la vida sin emoción no es vida», una idea que nos empuja a creer que para que algo merezca la pena debe de ser intenso, lo más intenso que se pueda, a ser posible que te deje una huella marcada a fuego que lo haga inolvidable. 


Es imposible vivir eternamente en una emoción permanente, pasar la vida en, siento lo manido de la imagen, una montaña rusa de emociones: pasión al máximo, brevísimo llaneo, tristeza o desesperación máxima y vuelta otra vez a la pasión. Una relación así, por muchas grandes obras de la literatura que deje, muchas arias de ópera que nos estremezcan o cualquier otra manifestación artística, es agotadora y, a la postre, muy poco satisfactoria aunque mientras estemos ahí queramos creer que da sentido a toda nuestra existencia.  Cuando hablo de relación, no me refiero solo a una amorosa, también estoy pensando en nuestra relación con la familia, con los hijos, con los amigos, con el trabajo. Y, por supuesto, tampoco estoy defendiendo pasar los días en una especie de abulia anímica en la que ni sientas ni padezcas, en la que nada te emocione. Quizás no me esté explicando. 


Llanear en un camino, en una ruta, en la vida, permite recuperar el aliento, dejar vagar la mente mientras el cuerpo funciona en automático. Llanear te da espacio para pensar, para recordar las cosas buenas, para apreciar el hecho de que no te duela nada, apreciar el paisaje y las vistas tanto físicas como emocionales. 



Acaba de empezar a llover, otro verbo que me encanta. 

viernes, 6 de agosto de 2021

Experimento. Jueves 5 de agosto


Jueves 5 de agosto. 

«No, no tendría una segunda cita con él porque no es mi prototipo». En Cicely no hay wifi ni apenas cobertura así que, a ratos, me sumerjo en el mundo que enseña la televisión y que mucha gente cree real. Echo un rato viendo de reojo First Dates. Lo veo de reojo no porque me avergüence de verlo sino porque no puedo soportar la idea de que todas esas personas no tengan a nadie a su alrededor que les diga: «¿A First Dates? Ni se te ocurra». Sí, ya sé que cada uno puede hacer lo que quiera y que quién soy yo para criticar al que va a ese programa. Cada uno puede hacer lo que quiera pero como alguien que lleva veintiún años trabajando en televisión, en serio, no vayáis a First Dates. «No me importa, yo voy a pasármelo bien y a conocer los presentadores. Soy como soy». No, en serio, que no. En ese programa a nadie le importa quién eres tú o si quieres pasártelo bien, la gracia está en exprimir lo peor de ti: lo que de más vergüenza, lo que resulte más repulsivo, lo que dé más pena. 


Un par de personas dicen eso de «no es mi prototipo». Dejando de lado el uso completamente erróneo de la palabra prototipo (que por supuesto ningún redactor ni directivo del programa corrige porque ¡qué gracioso!) me quedo pensando en qué idea tenemos de las personas que creemos que nos van a gustar. ¿De dónde viene la idea de mi hombre/mujer ideal?  O ¿Cuál es mi tipo? Nadie dijo nunca mi tipo es alguien feo, aburrido, con pelos largos saliéndole de las orejas, sin inquietudes y que lo único que le guste sea jugar a las chapas. Todos pensamos o creemos o queremos que las personas que nos gusten sean buenas, inteligentes, cariñosas, divertidas, compasivas y lo más atractivas posibles porque, en el fondo, nosotros queremos ser así. ¿Vienen estas aspiraciones de los libros? ¿De las pelis? ¿De los poemas amorosos? ¿De las canciones medievales? ¿De Shakespeare? 


No sabemos cuál es nuestro tipo. El que no nos hablará en el desayuno y nos dejará repetir las historias veinte veces mostrando el mismo interés. El tipo de verdad, el que va a llegar y nos va a cambiar la vida a mejor. Me pregunto si Toñito, el hombretón que tiene el huerto enfrente de nuestra casa, piensa en un prototipo. Charlo con él a través de la tapia mientras se cambia las zapatillas mugrientas que lleva por otras igual de mugrientas. Cuando se marcha, me regala una lechuga, miro mis pies y veo que yo también llevo una zapatillas mugrientas que ya tienen diez años y que, claramente, son mi “prototipo”.