sábado, 7 de agosto de 2021

Experimento. Viernes 6 de agosto

El verbo más bonito en castellano no es amar ni querer, es llanear. «Aquí ya llanea» o «La ruta, tras una pronunciada subida, al alcanzar el puerto, llanea el resto del recorrido» . Dice la RAE que llanear es «andar por lo llano, evitando pendientes» y mientras escalo la pendiente que lleva de Vilanova a Chía pienso en que lo bueno de la vida, lo mejor, llega cuando aprendes que evitar las pendientes es lo más inteligente. Yo nunca he sido de mucha emoción, ni de buscar aventuras, ni de ir a la caza de nuevas experiencias ni retos. Lo llano me vale. Por supuesto, en algún momento he pensado esa bobada de «la vida sin emoción no es vida», una idea que nos empuja a creer que para que algo merezca la pena debe de ser intenso, lo más intenso que se pueda, a ser posible que te deje una huella marcada a fuego que lo haga inolvidable. 


Es imposible vivir eternamente en una emoción permanente, pasar la vida en, siento lo manido de la imagen, una montaña rusa de emociones: pasión al máximo, brevísimo llaneo, tristeza o desesperación máxima y vuelta otra vez a la pasión. Una relación así, por muchas grandes obras de la literatura que deje, muchas arias de ópera que nos estremezcan o cualquier otra manifestación artística, es agotadora y, a la postre, muy poco satisfactoria aunque mientras estemos ahí queramos creer que da sentido a toda nuestra existencia.  Cuando hablo de relación, no me refiero solo a una amorosa, también estoy pensando en nuestra relación con la familia, con los hijos, con los amigos, con el trabajo. Y, por supuesto, tampoco estoy defendiendo pasar los días en una especie de abulia anímica en la que ni sientas ni padezcas, en la que nada te emocione. Quizás no me esté explicando. 


Llanear en un camino, en una ruta, en la vida, permite recuperar el aliento, dejar vagar la mente mientras el cuerpo funciona en automático. Llanear te da espacio para pensar, para recordar las cosas buenas, para apreciar el hecho de que no te duela nada, apreciar el paisaje y las vistas tanto físicas como emocionales. 



Acaba de empezar a llover, otro verbo que me encanta. 

viernes, 6 de agosto de 2021

Experimento. Jueves 5 de agosto


Jueves 5 de agosto. 

«No, no tendría una segunda cita con él porque no es mi prototipo». En Cicely no hay wifi ni apenas cobertura así que, a ratos, me sumerjo en el mundo que enseña la televisión y que mucha gente cree real. Echo un rato viendo de reojo First Dates. Lo veo de reojo no porque me avergüence de verlo sino porque no puedo soportar la idea de que todas esas personas no tengan a nadie a su alrededor que les diga: «¿A First Dates? Ni se te ocurra». Sí, ya sé que cada uno puede hacer lo que quiera y que quién soy yo para criticar al que va a ese programa. Cada uno puede hacer lo que quiera pero como alguien que lleva veintiún años trabajando en televisión, en serio, no vayáis a First Dates. «No me importa, yo voy a pasármelo bien y a conocer los presentadores. Soy como soy». No, en serio, que no. En ese programa a nadie le importa quién eres tú o si quieres pasártelo bien, la gracia está en exprimir lo peor de ti: lo que de más vergüenza, lo que resulte más repulsivo, lo que dé más pena. 


Un par de personas dicen eso de «no es mi prototipo». Dejando de lado el uso completamente erróneo de la palabra prototipo (que por supuesto ningún redactor ni directivo del programa corrige porque ¡qué gracioso!) me quedo pensando en qué idea tenemos de las personas que creemos que nos van a gustar. ¿De dónde viene la idea de mi hombre/mujer ideal?  O ¿Cuál es mi tipo? Nadie dijo nunca mi tipo es alguien feo, aburrido, con pelos largos saliéndole de las orejas, sin inquietudes y que lo único que le guste sea jugar a las chapas. Todos pensamos o creemos o queremos que las personas que nos gusten sean buenas, inteligentes, cariñosas, divertidas, compasivas y lo más atractivas posibles porque, en el fondo, nosotros queremos ser así. ¿Vienen estas aspiraciones de los libros? ¿De las pelis? ¿De los poemas amorosos? ¿De las canciones medievales? ¿De Shakespeare? 


No sabemos cuál es nuestro tipo. El que no nos hablará en el desayuno y nos dejará repetir las historias veinte veces mostrando el mismo interés. El tipo de verdad, el que va a llegar y nos va a cambiar la vida a mejor. Me pregunto si Toñito, el hombretón que tiene el huerto enfrente de nuestra casa, piensa en un prototipo. Charlo con él a través de la tapia mientras se cambia las zapatillas mugrientas que lleva por otras igual de mugrientas. Cuando se marcha, me regala una lechuga, miro mis pies y veo que yo también llevo una zapatillas mugrientas que ya tienen diez años y que, claramente, son mi “prototipo”. 



jueves, 5 de agosto de 2021

Experimento. Miércoles 4 de agosto

Miércoles 4 de agosto


«Ya entonces comprendí que los sonidos de la naturaleza podían contener un enorme y valioso cúmulo de información que se mantiene a la espera de que alguien lo descifre. No obstante, a aquellas alturas de mi vida, todavía no había tenido la oportunidad de comprobare el mundo natural estaba abarrotado de conversaciones gloriosas. ¿Cómo iba a saberlo? Muchas personas ni siquiera diferencian las acciones de escuchar y oir. Una cosa es oír de manera pasiva y otra muy distinta es ser capaz de escuchar con una actitud activa y una conexión plena» Estoy leyendo el libro de Bernie Krause, La gran orquesta animal. Lo compré después de escuchar un episodio del podcast Invisibilia en el que hablaba sobre su (apasionante) vida y cómo había aprendido a escuchar la naturaleza. 


Le doy vueltas a lo que cuenta mientras damos un paseo y, una vez más, nos perdemos. Escucho nuestras pisadas, sonidos que creo que vienen de insectos que no veo y que por supuesto no me puedo imaginar. Descifro el sonido de unas chicharras cuando aprieta el sol. El vuelo de las moscas, entontecidas por la tormenta que se acerca, suena alrededor de mis oídos. Intento escuchar el paisaje, qué escucho además del resonar cada vez más lejano, según nos adentramos en el bosque, de los coches por la carretera. El musgo de las tapias no suena, mas bien aísla. Mientras intento registrar más y más sonidos, recuerdo un día esta primavera en que mientras trabaja en casa, recibí un mensaje de un amigo bombero: “Hay dos dotaciones en tu calle”. Al leer sus palabras, mis oídos se conectaron y escuché las sirenas. Me asomé a mi terraza y saludé a un amable bombero que con una escala subía a los últimos pisos de mi casa a buscar posibles losas desprendidas. Pasado el momento espectáculo me pregunté ¿cómo no lo he oído? 


Más pisadas. El viento en los árboles. Un repiqueteo constante que parece lluvia pero que no nos moja. Mi respiración. Más repiqueteo. Más rápido. Empezamos a mojarnos. Las pisadas corriendo. El barro suena cuando lo golpean mis zapatillas. Mis pies en los escalones de madera que suben a la ermita. El sonido del pasador de la verja de la ermita. Un trueno. Arrecia la lluvia contra la pizarra de la techumbre. Ya no hay insectos ni sonido de carretera, solo la lluvia. 


Ya en casa y mientras se van las luces con el atardecer, escribo esto horas después: el zumbido de la nevera, multitud de pájaros cantan fuera, no conozco ninguno. Un par de niños pasando en bici, las pisadas del excursionista despistado qué pasa ante nuestra puerta y que resuenan en el silencio del pueblo casi desierto.  Una cucharilla golpeando una jarra de cristal en la que me están preparando un mojito. El sonido de las teclas de mi Mac, así suena un post. Escuchad.



miércoles, 4 de agosto de 2021

Experimento. Martes 3 de agosto

Martes 3 de agosto. 

«La contemplación es un arte que requiere, apártese la disposición, una sabiduría que no se adquiere de un día para otro y que necesita tiempo, ese tiempo que tanto desperdiciamos durante el año yendo de un sitio a otro y que ahora se abre ante nosotros como una página en blanco llena de luz y de sol. Llenarla con nuestros pensamientos es el mejor regalo que podemos hacernos a nosotros mismo y al mundo que pertenecemos. Aunque crean que perdemos el tiempo» Leí a Julio Llamazares en el País del domingo y recorté la columna para guardarla en mi cuaderno. He decidido volver a esa rutina, a leer el periódico en papel y a recortar lo que me guste. ¿Para qué? Pues no lo sé pero me apetece. Necesito los textos en papel, las lecturas impresas, tocar lo que leo, verlo, saber que está ahí, que tiene presencia física y que no desaparece aunque cierre una pantalla o le de al off. 


Contemplar. En el paseo de ayer pensé que este paisaje ha cambiado poco, por no decir nada, en los veintidós años que llevo contemplándolo desde el banco de la iglesia. Subiendo a la iglesia me voy fijando en la preciosa tapia construida acumulando piedras que bordea el huerto de Javier tan perfecto que me entran ganas de ser un pilluelo de película y saltar a robar tomates. Es tan perfecto que incluso me apetece ser hortelana y me imagino por las mañanas paseando entre las hileras de tomates, pimientos, calabacines, judías, cebollas, escarolas, quitando malas hierbas. Juego con ventaja con esta fantasía porque no hay ni una sola mala hierba. Es el Versailles de los huertos. Justo antes de girar y sobrepasar el ábside de la ermita, a la izquierda, hay unos matorrales de boj. Siempre están igual, nunca tapan el camino. Por primera vez en mi vida me pregunto si alguien los podará cuando yo no estoy aquí, cuando no lo veo. Al llegar al banco y asombrarme, otra vez más, por la vista del valle con el Turbón al fondo, pienso en todo lo que pasa aquí cuando yo no estoy, cuando no lo veo. La sierra de Chía justo enfrente, inmensa, maciza, siempre en sombra y casi amenazadora. Si este valle se convirtiera alguna vez en una peli de catástrofes o de superhéroes geológicos, Chía sería la villana que se levanta de su lecho y aplasta los pueblos del Solano antes de encaminarse hacia Francia. El lecho del río corre bastante seco, tienen el agua contenida en el pantano de Eriste para que los turistas hagan piragüismo. La carretera corre paralela al río pero pasan pocos coches. 


Damos un paseo al Dolmen. Mis pisadas, las ramitas pequeñas que voy pisando, hojas secas. Campánulas violeta, flores azules, flores blancas de distintos tipos, espigas, pequeñas flores rosas y unas amarillas que, cuando me agacho a coger para mi ramo, descubro que son suculentas. No sé nada de flores, se me olvidan los nombres de las que un día supe y no retengo los que intento aprender de nuevas. Pacas de paja en los prados. Sesenta, cien, doscientos, trescientos años atrás, los que pasearan por estos senderos que ya existían uniendo pueblos que ya existían, al ver las pacas de paja pensarían en ganado, en colchones, en la previsión para el invierno. Yo, hija del siglo audiovisual, veo las pacas de paja en los prados y lo primero que me viene la cabeza es Julie Trinos en Sonrisas y lágrimas. Cojo flores hasta que mi mano no puede abarcar más. No encontramos el Dolmen, es casi mágico. De cada tres veces que doy el paseo a buscarlo, dos no lo encuentro. Los que construyeron el dolmen no pensaban nada cuando veían pacas de paja, no hacían pacas pero veían el mismo paisaje que yo y quizás, a ellos también, la sierra de Chía les daba miedo. 


Escucho un podcast tumbada en el sofá mientras veo las nubes pasar y espero que llueva. Hablan sobre la falta de mano de obra en Estados Unidos, sobre la gente que no quiere volver a trabajar porque está cobrando el paro. Los empresarios se quejan. Los que desempleados dicen que se han dado cuenta de que antes no vivían, trabajaban ochenta horas a la semana en cocinas a cien grados, o sirviendo mesas sin parar, o limpiando hoteles sin tener si quiera media hora para comer. No quieren volver a eso, quieren tener tiempo para ver el sol, para ver lo que ocurre alrededor, para contemplar.