jueves, 27 de mayo de 2021

No es ruido visual, es vivir una casa

 

Para empezar voy a dejar claro que yo soy una persona ordenada y bastante organizada. (Algunas malas lenguas dicen que asquerosamente organizada) Me casé con un señor ordenado y muy cuadriculado y a base de años de educación hemos conseguido que nuestras hijas consideren el orden algo bastante fundamental en sus vidas. Dicho esto, soy una persona ordenada con una tolerancia al desorden generado por otros bastante alta lo que me convierte en alguien con quien se puede convivir sin querer asesinarme. 

¿A qué viene todo esto? Pues a que en mis brujuleos por Instagram he descubierto un nuevo palabro, una nueva jerga de neolengua de influencer: el "ruido visual". Una cursilada para denominar el desorden pero llevado al extremo. Me explico: las eliminadoras del "ruido visual" consideran "ruido visual" cualquier cosa que hace que tu casa parezca un lugar en el que vive alguien y no un piso piloto. 

¿Tienes el bote de fairy en el envase original y no en un envase reciclable exactamente igual a otro en el que tienes el jabón de manos? ¡Ruido visual en tu cocina!
¿Los estropajos están a la vista y no en una bandejita de madera? ¡Ruido visual en tu cocina!
¿Dos cargadores de móvil en el salón? ¡Ruido visual!
¿Una impresora a la vista? ¡Sacrilegio, nos vas a dejar sordos con tanto ruido visual! 
¿Dejas las cosas en la estantería directamente y no en una cesta cuqui de mimbre? ¡Estás loca, esto es un caos visual!
¿Tienes un cuenco que compraste en tu viaje a Lanzarote en la estantería? ¿En qué estás pensando? Así no hay armonía ni hay nada. 

En mi brujuleo investigador y por lo que he podido deducir después de inspeccionar unos cuantos cientos de fotos, el antídoto contra esa lacra del "ruido visual" es el mimbre, la madera clarita y catorce catorcenas de colgadores. Además de eso, tienes que pintar todos tus muebles de blanco viejo, verde amanecer o azul profundo porque, por lo visto, la madera no es que haga ruido visual es que es un estruendo insoportable. 

Además de ser ordenada, yo no tengo muchos trastos. No acumulo mierdas, de vez en cuanto hago batidas y tiro, dono o regalo ropa, libros, juguetes y demás objetos que pueblan una casa sin casi darte cuenta. A veces, incluso, hago redadas entre la propiedades de mi madre y con nocturnidad y alevosía corro al punto limpio antes de que me pille. Estoy completamente a favor de no convertir nuestras casas en desvanes y de no llegar a sufrir las primeras etapas de un Diógenes....pero, de eso a vivir en un piso piloto o una vivienda de Airbnb va un trecho. Es más, si tengo que elegir entre el piso con la camilla con las fotos de la primera comunión de todos los nietos en marco de plata y una casa llena de cestas de mimbre, etiquetas en las cajas, colgadores por doquier y la misma personalidad que una planta de plástico, me quedo con la camilla. 

No sé mucho de decoración y entiendo que es más cómodo, más práctico y más limpio no tener mil trastos por medio pero los tratos, nuestras cosas, son los que hacen de nuestra casa nuestra casa y no la del vecino. "Mira como ha quedado este salón solo pintando el mueble". Y cuando te fijas, además de pintar, han quitado todas las fotos, colocado tres cestas, el mando de la tele ya no se puede encontrar y los libros parecen de esos que se miran pero no se leen. 

Hay que tener la casa ordenada, claro que sí. Eso da paz mental y te hace creer que tienes control sobre lo que te ocurre, pero llevar el orden hasta el extremo de borrar completamente tu paso por tus habitaciones es ridículo. ¿Quieres que tu casa esté ordenada o no distinguirla de la del vecino? Lo que ellos llaman "ruido visual" yo lo llamo vivir una casa, hacerla tuya, reconocerla, distinguirla, crear recuerdos, hacerla acogedora. Ordena pero no te borres. 

Mi consejo de influencer de garrafón: que el ruido visual no os impida ver a los vende humos.  

PS: que conste que algunas ideas para ordenar no están mal. Como influencer de medio pelo con armario minúsculo he probado las perchas de terciopelo y una cosa os digo, corred a comprarlas.  

PS2:dejo para otro día, la plaga de las reformas dedicadas a hacer todas las casas exactamente iguales. La cultura del adosado inglés aplicada a los interiores.  

lunes, 24 de mayo de 2021

Lo que veo


- Mamá, ¿por qué tú, la influencer de esta, casa no hace fotos del cielo cuando está bonito? *

Hoy el cielo está precioso, son casi las nueve de la noche y se pone el sol por detrás de la falda de La Peñota, dejando en sombra el valle y la montaña. Los verdes se vuelven más oscuros y el amarillo del cambroño florecido (del que en Los Molinos, este año,  se han sacado de la manga una fiesta) se va apagando poco a poco. 

Justo debajo de mi ventana, que mira al suroeste, está el tejado del porche. Un porche que no siempre estuvo ahí, lo construimos (uso del plural mayestático) después de morir mi padre.  Mi madre y mi hermano hicieron una cosa totalmente fuera de mi alcance que fue medir, calcular y pedir las maderas y todo lo demás y construirlo. En mi favor diré que yo me ocupo de pintarlo un verano de cada dos, trepada a una escalera, mientras escucho podcasts.  Los porches son bonitos cuando estás en ellos, cuando los miras de frente y de lado pero no desde arriba. El techo de este porche solo me gusta cuando se cubre de nieve porque hace que, desde mi ventana, haya un continuo blanco desde mi alfeizar hasta el jardín. Acabo de recordar que antes de que hubiera porche, mi ventana era accesible trepando por la reja de la ventana que había debajo (ahora es una puerta) y por ahí subía mi primer novio de madrugada a jurarme amor eterno. Me hacía ilusión pero siempre temí que le pasara como al hijo de Rommy Scheneider (referencia para los de más cuarenta).  Más allá de este tejado alcanzo a ver una franja de césped por la que, por las mañanas, veo pasear a Turbón buscando un sitio para plantar su pino. Sí, somos ese tipo de gente que no ha conseguido educar a sus perros para que haga sus necesidades en una esquina del jardín pero a cambio son perros que no dan la turra, no pueden ser más cariñosos y no te acosan cuando estás comiendo. Cuando estoy en esta casa teletrabajando y veo a Turbón buscando su momento, hago algo horrible pero que me divierte mucho, golpeo el cristal o le llamo si hace tiempo de tener la ventana abierta y le destrozo el momento mágico de: por fin. Imaginad sentaros en vuestro váter, aposentaros y cuando estáis a punto de gozarlo alguien llama a la puerta. Para Turbón yo soy ese alguien aunque como está mayor, y no sabe de donde viene la voz, puede que crea que soy el Dios de los perros. 

El jardín está ahora mismo en su mejor momento, apoteosis de verde y de flores. La palabra follaje tiene ahora todo el sentido. A la izquierda vislumbra la punta de las ramas del pino gigante que está en la otra parte del jardín. Normalmente no lo miro, casi no lo veo pero si me fijo me asombra lo enorme que se ha hecho y me aterra la posibilidad de que algún día se parta, se caiga encima de la casa o se muera. Por alguna razón irrazonable creo que el fin de ese pino significará algo terrible para mi familia. En todo su esplendor veo el castaño. Está gigante y ha brotado a lo bestia, con esa energía como adolescente que hace a los humanos en esa edad un poquito insoportables porque ocupan, suenan y están demasiado. Así está el castaño ahora, en plan: mirad como molo. Es impresionante como ha crecido. No sé cuando lo plantamos (otro plural mayestático). Con todos los árboles del jardín me pasa lo mismo. Me parece que todos los plantamos "hace poco" pero luego calculo y hace poco son quince años o doce o siete. Cinco mil cuatrocientos días, , cuatro mil trecientos ochenta o  dos mil quinientos cincuenta y cinco. Cuando plantas un árbol siempre te parece que tardarán tanto en crecer que no lo verás, que pasarán mil cosas antes de que ese pequeño palo con cuatro hojas te de sombra, de fruto o te permita colgar un columpio. Luego, de repente, ese árbol sobrepasa el porche de tu ventana y ya no te deja ver la montaña ni el pueblo, una vista a la que estabas tan acostumbrada que ni siquiera sabes cuándo dejaste de verla. Eso sí, ahora si me desnudo frente a la ventana, nadie puede verme... y creo que es mejor para todos. 

A continuación del castaño veo la casa del vecino. Una casa fea. El misterio de porqué la gente se hace las casas feas nunca se resolverá, es uno de los grandes dramas de la humanidad junto cómo consigue alguien vivir en una casa con todas las persianas bajadas todo el tiempo, todos los días. Durante un tiempo pensé que tenían algo que ocultar, ahora después de treinta años de semi convivencia con ellos creo que el mundo no les gusta. Esos esquivos vecinos se esconden del mundo porque todos les caemos mal y creen que les amenazamos.Justo por encima de su antena pasa un cable que marca una perfecta horizontal en el paisaje. En ese cable, por las mañanas, se posan una pareja de palomas (o una cada mañana, no tengo capacidad para distinguir una paloma de otra) que se acercan, se alejan, aletean y se marchan. Por encima del cable veo los abetos de otro vecino, y los tejados apenas vislumbrados de más casas de las que conozco los nombres y a las familias que las habitan. Más allá la mirada se desliza sobre árboles y vegetación hasta la cumbre de la montaña. Eso compensa la casa fea. 

Desde mi ventana veo también cuatro pinos que no sé cuando se plantaron porque estaban en esta casa antes de que nosotros nos mudáramos aquí hace casi cuarenta años. No paran de crecer pero no son tan tupidos como para taparme la vista. Tengo el dormitorio más pequeño de la casa pero desde la cama veo cumbre de La Peñota, una cosa por la otra. Debajo de los pinos veo, en este momento de orgía primaveral, las flores de un arbusto que, por lo visto, se llama flor del paraíso. Un nombre muy cursi pero con todo el sentido porque esas flores son casi intangibles. Las miras, te acercas, aprecias sus pequeños pétalos blancos apretados en forma de bola pero en cuanto las tocas o intentas cortarlas para ponerlas en un jarrón se desmoronan. ¿No son la perfecta metáfora de un paraíso? A la derecha veo un arce que parece el hermano pequeño del castaño, crece y crece como diciendo "al final te pillaré y seremos los dos iguales, y me tendrás que dejar salir con tu pandilla" y ahora ya tengo edad para saber que será así. Ese arce, este año, ha crecido lo suficiente como para taparme una de las farolas horribles del jardín. Porqué mi padre eligió esas farolas tan feas es un misterio. ¿Se lo dije en su momento o hace treinta años me gustaban? No lo sé pero son un drama. Más allá de la intuida farola está el bosquecillo de álamos con ramas colgantes debajo de las cuales, en verano, si te tumbas a echarte la siesta te sientes como en una película indie. Cerrando la vista por ese lado veo el muro de ladrillo blanco de la casa cubierto por la enredadera que da la vuelta a la casa y que, cuando yo sea viejita de verdad, espero haya cubierto todas las fachadas dándole un aspecto de casa de cuento. 

Ya se ha ido el sol, queda un poco de claridad que se irá poco a poco perdiendo mientras las montañas se oscurecen perdiendo  los colores, pasando primero por el azul noche hasta llegar el negro en el que solo veré las luces de las casas, el tren pasando por la montaña y la casa del vecino. 

No hago fotos del cielo porque no se puede contar todo esto en una foto. 


*El continúo tono irónico de mi hija conmigo lo dejo para otro post. 

jueves, 13 de mayo de 2021

Mamá, no quiero ir al banco

Añoro los tiempos en que los locales comerciales se distinguían unos de otros. La época en la que un bar parecía un bar, una cafetería era diferente de un bar, una zapatería no se parecía a una mercería y el banco no tenía maître. Añoro los tiempos en los que eras un cliente y no un amigo, los tiempos en que te trataban como alguien con criterio y no como el colega bobo de la pandilla, los tiempos en que te daban un servicio y no te hacían un favor. Añoro los tiempos en que en un banco te resolvían una gestión sin crearte una úlcera. Añoro los tiempos en que gestionar tu dinero consistía en meterlo en una hucha y sacarlo cuando lo necesitabas. 

Hoy tenido que ir a pagar unas tasas de la Comunidad de Madrid (también añoro los tiempos en que....en fin). Unas tasas que hay que pagar en persona en las oficina de diferentes bancos en los que, gracias a Dios, no tengo cuenta. He perdido una hora de mi mañana y he recorrido tres oficinas. He vuelto a casa sin conseguirlo. 

Caixabank ha abierto cerca de mi casa dos CaixaStore. ¿Se puede ser más mamarracho que ese departamento comercial? CaixaStore. Me los imagino a todos con sus trajecitos del Corte Inglés, sus camisitas y sus corbatitas creyéndose muy rompedores: "a la gente no le gusta ir al banco, hay que cambiar la experiencia". 

La experiencia MIS COJ... 

Bueno, pues en los CaixaStore no hay empleados que te atiendan pero tienen un maître. Entras en la oficina y te sale a recibir una señorita o señorito, a la que le falta decirte que te limpies los pies, a preguntarte qué quieres. Porque claro, estás en un CaixaStore, no vaya a ser que quieras comprar garbanzos o probarte un sujetador. "Vengo a pagar unas tasas". "Aja" contesta mientras teclea algo de la misma manera que un jefe de sala de restaurante comprueba que tu nombre efectivamente está en el libro de reservas. 

Por detrás de la pizpireta chica que me hablaba como si yo estuviera sorda o estuviéramos hablando de acera a acera de la Gran Vía, no hay despachos ni cubículos ni siquiera una praderita con mesas de despacho. "La experiencia tiene que ser inmersiva, agradable, diferente" pensaron los mamarrachos de comercial con sus trajecitos, y sus camisitas y sus corbatitas y sus peinaditos y sus eguitos de machotes con master en escuelita de negocios. En un CaixaStore hay mesas como de Starbucks en las que están sentados empleados con sus portátiles. Empleados que no atienden a nadie porque es un CaixaStore y porque tienes que tener cita. La chica que estaba delante de mí quería cambiar el pin de su cuenta porque lo tenía bloqueado y la pizpireta chica gritona le ha dicho que para eso tenía que ir a su oficina, sita a 25 km. Eso sí que es una experiencia diferente, tan diferente como para cerrar la cuenta y mandarlos a tomar por saco con sus trajecitos, y sus camisitas y sus corbatitas y sus peinaditos y sus eguitos de machotes con master en escuelita de negocios y sus rayitas al medio en el pelo. 

Por supuesto yo no he podido pagar mis tasas porque los clientes de Starbucks que hacen como que trabajan allí no pueden hacerte esa gestión porque están ocupadísimos fingiendo que hacen algo para clientes imaginarios que tienen que pedir hora para ir a verlos para, una vez allí, ser informados de que "Oh, lo lamento, pero esa gestión justo no se puede hacer aquí". Eso sí, tienen una zona de cafetería con una Nespresso, una barra y taburetes altos. ¿He pensado en hacerme fuerte en esa barra, preparar cafés sin parar y derramarlos por todo el CaixaStore? Por supuesto. Seguro que los mamarrachos de comercial con sus trajecitos, y sus camisitas y sus corbatitas y sus peinaditos y sus eguitos de machotes con master en escuelita de negocios y sus rayitas al medio en el pelo y sus licenciaturitas en ADE no han contado con eso. 

"Puedes hacer la gestión en nuestros cajeros de gestión", me ha dicho la chica. ¿Qué es un cajero de gestión? Un cajero normal con ínfulas, a medio camino ser algo creado por Apple y la consola de nave espacial de las pelis de ciencia ficción que los mamarrachos veían de niños. Si os interesa saber cómo funcionan, os comento que con ellos puedes hacer lo mismo que con esas consolas de atrezzo: teclear botones, mirar una pantalla en la que te ves el careto y nada más. 

Echo tanto de menos la época en la que ir al banco no era una tortura que estoy ya pensando en tener el dinero debajo del colchón, ColchónStore. Y tratarme a mí misma como José Luis López Vázquez en Atraco a las tres: Ana Ribera, un admirador, un esclavo, un amigo un siervo, cada vez que saque los billetes. 

Seguro que los mamarrachos pedantes de comercial con sus trajecitos, y sus camisitas y sus corbatitas y sus peinaditos y sus eguitos de machotes con master en escuelita de negocios y sus rayitas al medio en el pelo y sus licenciaturitas en ADE y sus cuentitas de IG haciendo deportes extremos, no han visto Atraco a las tres. Eso sí que sería rompedor. 

PS: También he ido al Santander donde me han dicho que desde el 30 de abril ya no se puede pagar eso ahí y que si rellenaba la encuesta de satisfacción y al BBVA donde si no tienes cuenta, no puedes pagar. 

jueves, 6 de mayo de 2021

Unos cuantos cuandos

Cuando tenía seis o siete años, al llegar a Los Molinos para pasar el verano, bajábamos andando a la zapatería y mi madre nos compraba zapatillas camping para todo el verano: azules, amarillas, rojas. Las compraba con la esperanza de que nos duraran hasta septiembre pero al cabo de un mes más o menos, las habíamos destrozado por la puntera y nos asomaba el dedo gordo por la puntera. Supongo que de niño los pies crecen muy deprisa. Echo de menos las camping y las rutinas anuales. La zapatería sigue igual. Cerró hace años pero el escaparate permanece con los últimos pares de zapatos que Mari, la zapatera, tenía a la venta y si pegas la nariz al cristal, la zapatería por dentro sigue igual. Marí pasea por el pueblo y creo que nos reconoce a todos y se acuerda de nuestros pies. 

Cuando empecé a trabajar cogía muchos trenes, casi cada fin de semana. Un domingo, abracé a un hombre en un andén de una estación y le dije le quería. Él no contestó. No dijo nada. En aquel momento no me pareció importante o, quizás, le quité importancia pero es un recuerdo que vuelve a mí de vez en cuando y casi siempre cuando estoy en un andén, esperando un tren. 

Cuando estaba estudiando en la universidad mi madre quería que me fuera a Bruselas en verano. Habló con amigos suyos que vivían ahí, me buscó unas prácticas, discutimos, nos gritamos y yo me negué. Un día, a finales de mayo o junio, en lo más duro de la batalla que teníamos entre nosotras, fui a un concierto de Johnny Winters en el antiguo pabellón del Real Madrid. Al salir, hablé de ir a Bruselas con los amigos del que era mi novio por entonces. No recuerdo que me dijeron, ni que les dije yo pero, a veces, pienso en esa conversación y en que si le hubiera dicho a mi madre que sí, quizá mi vida sería distinta. O no pero conocería Bruselas.  

Cuando estudiaba historia en la facultad de la Universidad Complutense, mi novio de entonces venía muchas tardes a verme. Se suponía que estábamos estudiando pero nos dedicábamos a darnos el lote hasta desgastarnos retozando en los terraplenes de hierba que daban a la carretera de La Coruña. En una de esas tardes, se nos hizo de noche. Al día siguiente vino muy compungido porque había perdido su reloj. Era un reloj Casio negro, digital, sin correa porque él era y es (creo) uno de esos hombres maniáticos a los que cosas absurdas como los cuellos de las camisas o las correas de los relojes les molestan. Llevaba ese reloj en el bolsillo y lo sacaba cada vez que quería ver la hora. Lo había perdido y estaba desolado. Volvimos al terraplén y lo encontramos. No sé si seguirá teniéndolo pero seguro que no lleva reloj. Era muy cabezota. 

Cuando murió mi abuelo José Luis, al que yo adoraba, no me dejaron ir al tanatorio. Me dijeron que me quedara en casa de mis abuelos por si llamaba alguien preguntando donde era el velatorio. Era una casa enorme a la que se podía dar la vuelta entera. Me encantaba aquella casa, me gustaba estar en ella porque me parecía que convivía con los fantasmas de la infancia de mi madre y de mis tíos, que podía verlos protagonizando todas las historias que mi madre nos contaba (es una grandísima contadora de historias aunque ahora sospecho que hay cosas que se inventa). Paseé por la casa, intentando encontrar la huella de mi abuelo en su butaca frente a la tele, su olor en la almohada de su cama, el roce de sus manos artríticas en su despacho. Su butaca y su mesa de despacho están ahora en nuestra casa de Los Molinos y me los pido en la herencia. Aquel día, me senté en su silla y recordé todas las tardes que había pasado allí, con él, acercándole papeles, ordenando documentos, charlando. Me senté y esperé. Ensaye las palabras que diría cuando alguien llamara preguntando. No llamó nadie. 

Cuando éramos pequeños, nos íbamos a Benidorm con mi madre mientras mi padre se quedaba en Madrid trabajando. En aquella casa el dormitorio principal tiene una puerta a la terraza y se ve el mar. Con diez años aquella cama me parecía gigantesca y me gustaba tumbarme allí a leer. Una mañana, mi hermano pequeño que por entonces tenía año y medio, andaba por allí agarrándose a los muebles caminando torpemente. De repente, se agarró a la llave del escritorio y empezó a convulsionar. Me quedé sin respiración mirándole. No podía ni gritar. Lo siguiente que recuerdo es correr escaleras abajo con mi madre que llevaba a mi hermano inconsciente en sus brazos y correr después por la calle hacia un puesto de la Cruz Roja que había en la playa. Era 1983. En la ambulancia miraba su cuerpecito intentando comprobar que respirara. "Por favor, que no se muera" pensé. 

Cuando tenía 16 años por fin pude tener un cuarto para mí  en Los Molinos. No salía de él, la sensación de independencia, de control, de tener un espacio para mí sin pelearme con mi hermana y caos me encantaba. Treinta y dos años después sigo en este cuarto, sigue siendo solo para mí y me sigue encantado. Eso sí, ahora compartiría con mi hermana absolutamente todo, tenerla es de lo mejor que me ha pasado en la vida.  

Cuando tenía veinte años, en un viaje a esquiar, un monitor de esquí me dijo: te voy a llevar a la frontera. Eran las cuatro de la mañana y habíamos tomado mil copas. Le miré y le pregunté ¿a Francia? Y me dijo: a la frontera del placer. No fui a esa frontera pero las risas y los chascarrillos que esa frase me ha proporcionado a lo largo de los años seguro que han merecido mucho más la pena que las posibles actividades amatorias de aquel monitor.