miércoles, 20 de noviembre de 2019

Cosas que (me) dan rabia

Robin F. Williams
Qué rabia me da encontrarme en el último momento con el último trozo de papel higiénico y acordarme de que la última vez que estuve ahí sentada pensé: «queda poco, ahora repongo». Qué rabia la gente que corre, el color arena, el qu te manda un correo y además te llama para decirte «te he mandado un mail». Qué rabia echar gasolina, ir al cajero, el «descarga nuestra aplicación». Qué rabia el «yo no tengo tiempo», el «ok» y la gente que hace las comillas con los dedos.  Qué rabia el café con posos, la mantequilla agonizando y el kiwi demasiado maduro. Qué rabia negra David Broncano. Qué rabia el mensaje de «ha consumido el 80% de sus datos» y el «todos nuestros operadores están ocupados». Qué rabia La Mutua, Seat y Securitas Direct y que en el Ahorramás no haya hojaldre sin gluten. Qué rabia no recordar la contraseña, intentar cambiarla y que te pida una combinación con repetición de caracteres del alfabeto inca con números romanos y tres asteriscos intercalados. Qué rabia los calcetines desparejados, las pinzas que se parten y las bolsitas de botones de repuesto que encuentro por los cajones años después de haberme deshecho de la ropa que acompañaban. Qué rabia los dos besos a desconocidos y el «un abrazo» para terminar un correo. La fruta fría, el agua congelada y el olor a cloro. Qué rabia la gente que no sabe bajar el volumen de su teléfono, su música o su tono de voz cuando viaja en metro, tren o bus. Las raciones minúsculas en platos enormes. Qué rabia el gracioso de turno, el «perdona bonita» y el que no recuerda jamás que ya nos conocemos.  Qué rabia el «no me lo dijiste» y el «no es mi culpa». Qué rabia el «no son tan fachas» y el «pues anda que los otros». Qué rabia que el donuts bombón sea más fácil de encontrar que el fondant. Qué rabia las judías blancas, el «mira que sano como que te lo enseño en fotos» y la gente que no desayuna. Qué rabia que la lectura de los (pocos) artículos en prensa que me interesan se haya convertido en una especie de paseo en la jungla, a machetazos hay que intentar despejar la vista de anuncios, vídeos que se autorreproducen y encuestas para conseguir llegar al fondo, al contenido. Qué rabia me dan y qué bofetón tienen los que luego dicen «paga por mi contenido». Qué rabia me da no encontrar nunca la almohada perfecta, las contracturas musculares y las uñas largas. Los bolsos ridículos, las tarjetas de visita, quedarme sin tinta. 

Qué rabia me da saber que según publique esta lista se me ocurrirán más y mejores cosas rabiosas. 


viernes, 15 de noviembre de 2019

Podcasts encadenados (II)


Antes de recomendar lo que vengo a recomendar me gustaría decir que los podcasts son algo bastante nuevo, por lo menos su explosión que además en España está por llegar y que por tanto son un territorio para explorar. Como los podcasts se escuchan como la radio y a veces a través del mismo aparatito, tendemos a importar en su escucha costumbres, rituales y rutinas que tenemos asociadas con la radio. Por ejemplo, igual que cada mañana al despertarnos escuchamos al mismo telepredicador mañanero con cierta devoción porque es nuestro telepredicador, puede que nos aferremos a un podcast que nos guste mucho y no queramos soltarlo ni probar otro. Nos gusta ese y ninguno más y cuando probamos algún otro tendemos a comparar y eso, ya lo decía mi madre, es feísimo y no lleva a ninguna parte. 

Los podcasts no son radio. Son otra cosa que ya desarrollaré otro día pero mi principal mensaje hoy es que probéis muchos podcasts, que os aficionéis a muchos, que los vayáis alternando según el día, la hora, el estado de ánimo o el tiempo que tengáis. 

El otro día leí un estudio que decía que el 61% de los oyentes de podcast tienen como principal motivación para escuchar podcasts el querer aprender algo. Me identifico totalmente con este interés y por eso traigo hoy tres recomendaciones que me han descubierto un mundo que me parecía totalmente inaccesible. 

1.- Finlandia de Sibelius del podcast Música y significado de Radio Nacional de España. Antes de escuchar este episodio yo no sabía quién era Sibelius y, desde luego, no conocía nada sobre su música. Este episodio repasa un par de sus primeras composiciones siempre centradas en la historia de de su país y analiza después su poema sinfónico llamado también Finlandia. Recuerdo perfectamente el día que escuché por primera vez este episodio porque me encontré conmovida casi hasta el llanto imaginándome a mí misma en el campo finlandés inflamada de amor por mi país defendiéndolo de la invasión rusa en la II Guerra Mundial.  

Luis Ángel de Benito, el presentador director de este podcast, tiene un estilo muy peculiar tanto de hablar como de contar las cosas, un estilo que puede chocar en un primer momento pero que acaba enganchando. Este es un podcast que empecé a escuchar con la intención de aprender algo de música clásica y sí, he aprendido y descubierto que algunas piezas me conmueven muchísimo hasta el punto de ponérmelas en bucle en determinados momentos o para trabajar porque me calman, me tranquilizan. Sí, la música me amansa.   

Podcast: Música y signficado. 
Episodios: Finlandia de Sibelius
Presenta: Luis Ángel de Benito 
Duración: 56 minutos. 





2.- There´s only one Beethoven del podcast Decomposed.  Este es un podcast que comenzó en mayo de 2019 y que está presentado por Jade Simmons pianista y divulgadora musical. En este episodio lo que nos cuenta es cómo Beethoven se quedó sordo, y nos lo muestra manipulando el audio para que sepamos cómo oía Beethoven su propia música. Su tesis es que siempre hemos pensando «vaya, Beethoven compuso toda esta música a pesar de estar sordo» y que quizás la manera correcta de pensarlo es «Beethoven compuso estas obras maestras porque estaba sordo, fue la sordera la que nos dió estas maravillas». Es un episodio muy interesante por lo que cuenta y por cómo lo cuenta pero no me extiendo más porque podéis escucharme hablando de este episodio en mi colaboración en Podium Podcast esta semana. (Sí, me he metido a mí misma en las recomendaciones de la semana)

Podcast: Decomposed
Presenta: Jade Simmons
Duración: 36 minutos. 

3.- On Resetting Your Day del podcast Open Ears Project. Este podcast es maravilloso todo él, los treinta episodios que durante todo el mes de octubre lanzaron cada día. En cada uno de ellos alguien, a veces famoso a veces no, comenta una pieza de música de clásica, una pieza que le gusta por alguna razón en especial: le recuerda a su abuela, le hace pensar en el país que tuvo que dejar, le sirve para recordar porqué se dedica a lo que se dedica o para volver a un momento importante en su vida. He escuchado todos los episodios varias veces, me gustan todos y como no sabía por cual decidirme he elegido el primero en el que Alec Baldwin comenta la pieza que a él le anima, le sirve para reconciliarse consigo mismo y con la vida, cuando al final del día está harto de todo. 

En cada episodio el personaje habla cuatro o cinco minutos sobre la música y después suena la pieza completa. 

Es uno de mis podcasts más favoritos y tiene como presentadora a  la directora, escritora, periodista y violonista Clemmie Burton-Hill una de las mejores, sino la mejor voz del universo podcast ahora mismo. Una voz en la que quieres echarte a dormir y taparte con ella como si fuera una manta.

Podcast: Open Ears Project 
Presenta: Clemmie Burton-Hill 
Duración: 13 minutos. 




Hoy hay bonus de recomendación porque, por supuesto, recomiendo el podcast en el que colaboro, Podium Inside, que esta semana habla de libros sobre podcasts, de altavoces inteligentes, de historias de Cataluña. En este episodio, a partir del minuto 15, hablo sobre podcasts que suenan como una enfermedad y me explayo un poco más sobre el episodio de Beethoven que he recomendado.

Podcast: Podium Inside 
EpisodiosNueva skill de Podium y libros sobre podcasting 
Presenta: María Jesús Espinosa de los Monteros 
Duración: 60 minutos. 




Una última recomendación: imaginad el podcast no como una emisora de radio sino como un buffet libre o una biblioteca y probadlo todo.



miércoles, 13 de noviembre de 2019

Madrid desde el atasco


18:36. Números azules marcando la hora en el salpicadero del coche de al lado. 18:36 en el reloj de una extraña. Lleva el respaldo del asiento muy reclinado y por un momento creo que me ha pillado porque mira hacia su derecha, casi por encima de su hombro como tratando de escuchar lo que le dice alguien sentado detrás: un niño, un bebe. No hay nadie, cuando vuelvo a mirarla habla quitando las manos del volante, intentando que su interlocutor, el que ha llamado en medio del monumental atasco que se ha abatido sobre Madrid esta tarde, la entienda. Habla intentando hacerse entender. Sé que es una llamada de trabajo por como gesticula y me sumo a su indignación. El coche es un lugar sagrado, un refugio, un santuario al final del día en el que debería estar prohibido interrumpir con llamadas laborales intempestivas. Una llamada a las 18:36 nunca es urgente, la mayoría de las veces solo es impertinente.  

Luces rojas, farolas blancas, gente corriendo cruzando entre los coches. Los coches parados. En la acera de la derecha veo a una mujer con un andador caminando tan lentamente que el esfuerzo me parece agotador. La imagino en su casa vistiéndose, poniéndose los calcetines, los zapatos, el abrigo, el pañuelo para el cuello. La veo en la puerta de su casa, el bolso cruzado, las llaves, el andador y la imagino saliendo al descansillo para afrontar esa salida diaria. Quiero bajar y decirle que la admiro, que me asombra que no se haya rendido incluso antes de ponerse los calcetines, que el pensamiento de «voy a tardar una hora en dar la vuelta a la manzana» no la venza cada tarde. 

Avanzo tres manzanas, suena Dolly Parton en mi teléfono, pienso en tetas, en las suyas y en las mías y escucho las bromas que sobre las suyas ha tenido que sufrir toda su vida. Bromas a las que ella respondía con un chiste aún mejor. La admiro por eso, yo no hago chistes con eso casi nunca. Miro al coche a mi izquierda, el conductor es un hombre de unos cuarenta y de copiloto va la que supongo es su madre.Lo supongo por la edad de la señora y por la cara que tiene él, su expresión dice «esto es algo que tengo que hacer pero estoy agotado». A ella la veo poco, su cara queda tapada por la ventanilla pero lleva el pelo blanco arreglado con un caracolillo en la frente como una estrella del cine de los 40. Cuando arranco echo un vistazo furtivo y la madre del hombre agotado me recuerda a Olivia de Havilland. 

Paso otra manzana, paso la calle que lleva a la consulta de mi psiquiatra y hago cálculos de cuánto hace qué no voy por allí. Hace cinco años me arrastraba hasta allí llorando dos veces por semana, hoy paso por aquí y casi no me reconozco en esa persona. Paso otra manzana, paso por delante de tiendas de muebles que resisten el asedio de Ikea. Recuerdo, de niña, pasar por esas tiendas con mis padres y soñar con tener alguna vez un cuarto para mí sola como los que exhibían en sus escaparates. Camas preciosas, mesas de estudio ordenadas con flexos que daban una luz que te hacia desear entrar con tu libro y sentarte allí mismo a hacer los deberes. Yo ya no tengo que estudiar pero las tiendas siguen ahí y a través de la ventanilla de mi coche intento ver a alguno de los dependientes que resisten la avalancha del mueble de usar y tirar. Los imagino mayores, los imagino canosos, los imagino con jersey de pico verde mirando por la ventana, mirando hacia los coches parados, mirando hacia mí. 

Avanzo un poco y me paro justo delante del paso de cebra. Gente corriendo, madres empujando un cochecito de bebé, madres arrastrando niños y mochilas con esa actitud que mezcla «estoy agotada pero tengo que hacer esto» con «me muero de la risa con lo que me está contando» con «Dios mío, todavía tengo que preparar la cena, los baños... la comida de mañana» Me canso por ellas, yo he sido ellas. Quiero bajar del coche y decirle «vengo del futuro a decirte que se pasa». Más gente corriendo, con cascos y las manos en los bolsillos. Gente hablando con su móvil como si fuera una tostada. Gente en cafeterías en las que quiero que huela a las tostadas de mi infancia. 

Sigue sonando Dolly Parton, sus primeras canciones son tristísimas. Miro ventanas iluminadas: en una una lámpara que grita que su dueño es carne de Instagram, en otra una silla de dentista y certificados colgados en la pared, en otra una televisión gigante colgada en una pared con dibujos animados que iluminan toda la habitación. Pienso en los niños de esa habitación, pienso en si sentirán abrumados por el tamaño de esos dibujos animados y si al acostarse tendrán pesadillas con enormes criaturas de colores invadiendo la ciudad. 

Más peatones, más gente corriendo volviendo a casa, poniéndose a salvo. Este atasco no se acaba nunca y sigue sonando Dolly Parton. 


lunes, 11 de noviembre de 2019

Demasiado amor para una semana

La semana pasada me persiguió el amor por tierra, mar y aire, el amor me acosaba. No el amor como experiencia, no me cayeron pretendientes de los árboles ni tuve una experiencia romántica inenarrable, ni un antiguo amor apareció por sorpresa para decirme que sí, que yo tenía razón y que efectivamente se había equivocado. Me refiero a que me encontré con que todo a mi alrededor era filosofía sobre el amor, gente hablando sobre enamorarse, la pareja, el desamor, el olvido, las expectativas. Recorrí el espectro completo de sensaciones leyendo, viendo y escuchando el amor y lo he clasificado por el bien de este post y de mi cabeza. 

La historia de mierda que a todo el mundo le encanta y a mí me encabrona. 

«¿Has visto el segundo episodio de Modern Love?» «¡Es alucinante, mi favorito, vas a flipar!» «Es una historia preciosa, de muchísimo amor». Me puse a verlo y enseguida empecé a gritar a la televisión, terminando con un «vete a la mierda». La historia que tiene a todo el mundo suspirando de amor a mí me ha parecido un nuevo caso de hombre triste buscando su ratito de gloria, su manita por la espalda y que alguien le haga sentir algo por dentro porque está muerto, porque es un mierda. ¿Qué cuenta el famoso episodio? Hombre y mujer se conocen, se enamoran locamente, prometen encontrarse en un lugar concreto y él no aparece. Siguen con sus vidas, ella convencida de qué él era el hombre de su vida, que aquello que habían sentido era real y que probablemente él no sentía lo mismo. Por un azar completamente ridículo en la era de internet, él  se presenta en una firma de libros de ella en su ciudad. Sin levantar la mirada, con carita de corderito degollado, de mira qué monísimo soy. «Oh, qué sorpresa» «Oh, vaya, no esperaba verte aquí». Se encuentran, van a cenar, se cuentan sus vidas. Él  a la pregunta de si está casado contesta una variación de lo que siempre contestan los tíos casados cuando salen a buscar que les hagan casito:  «digamos que vivimos bajo el mismo techo».  (Un insulto a su mujer y a la persona con la que están hablando). Comprueban que siguen gustándose y pasan la noche de copas, paseando, contándose sus vidas. Él le cuenta que no acudió a su cita porque perdió el libro, Anna Kareninna, en el que ella le había apuntado la dirección. Aquí me salió una vena supercínica y pensé «Te está contando una trola tridimensional» pero bueno, lo pasé por alto. Ven amanecer, se despiden y cada uno se marcha a su casa. ¿Qué hace cada uno? Ella vuelve a casa y según entra por la puerta le dice a su marido que han terminado. Con calma y tranquilidad se da cuenta de que (por razones que se me escapan pero que no importan porque cada uno se enamora como quiere aunque no de quien quiere) está enamorada de otra  persona y no quiere seguir viviendo una trola. Ole por ella. ¿Qué hace el triste de él? llega a casa, ve a su mujer despidiendo a sus chavales y le dice «vamos a intentarlo» y la mujer le mira con cara de «pero si es lo que llevamos haciendo toda la vida».  

Con esta historia la gente suspira de amor y yo pienso que es una puta mierda. Él no merece ni el aire que respira de lo triste que es y ella, pobre, ¿quién no se ha enamorado de un gilipollas integral alguna vez en su vida? ¿Quién no ha idolatrado a un completo imbécil para luego darse cuenta de su error? Todos. A ella le salva que asume ese enamoramiento y decide no mentir a su actual pareja aunque sea para no estar con el idiota (ella no queda claro si se da cuenta de lo idiota que es).

Y eso sin mencionar que la historia no tiene ni pies ni cabeza en la era de internet donde tecleas el nombre de alguien y su número de pie y te saca sus últimas diez direcciones de correo. Y encima ella es una periodista famosa.  

La historia de amor que saca a relucir mi cinismo amoroso y luego me abochorna porque me reconozco. 

Por otro lado, estuve escuchando The Shadows. Un podcast canadiense de ficción que cuenta como una joven titiritera canadiense, Katlyn, vive, piensa y siente el amor. Aquí pasé en un primer momento del cinismo más asqueroso, rollo «madre mía la flipada está del amor con su rollo quiero que mis relaciones sean auténticas y no como las de todo el mundo» a agradecer estar sola en mi coche mientras lo escuchaba. Katlyn vive una historia de amor más o menos compleja, como las de todos vamos, y nos la cuenta y en el podcast la escuchamos. Parece una tontería pero no lo es. Escuchar una historia de amor narrada en primera persona es una experiencia muy extraña y que a veces resulta hasta desagradable. Los susurros de amoríos en la cama o los juegos de palabras entre una pareja son algo que todos creemos únicos y sin embargo son todos iguales. Y es curioso como da más vergüenza o incomoda más escucharlos que verlos en una película. Lo he estado pensando y creo que es porque cuando ves una relación amorosa en una pantalla, si te incomoda reconocerte puedes poner distancia pensando esa pareja no somos nosotros, esa chica rubia no soy yo y yo no vivo en Alaska,  pero el audio, ¡ay el audio!, esos susurros, esas sonrisas que se escuchan y esas risas entre sábanas podrían ser las tuyas y de hecho han sido las tuyas tantas y tantas veces. 

Así que con The Shadows pasé las dos etapas, la del cinismo de señora mayor desengañada del amor y la de avergonzarme de mí misma porque yo he sido Katlyn más veces de las que me gustaría. 

La historia de amor que explica algo que a mí me ha pasado y que no había pensado. 

«Though crushes are almost universally associated with the very start of love, in reality, they can happen just as much at love’s near-end point».

Cuando te separas de alguien lo que más cuesta es verbalizarlo, llegar a ese momento en que uno de los dos dice algo que los dos sabéis. Lo más duro es el camino hasta ahí, la angustia, el peso dentro, la negación, el ya se pasará, el será una mala racha hasta el momento final. Después de decirlo, de hablarlo, de ponerlo sobre la mesa, en mi experiencia todo es más fácil. No menos doloroso pero más fácil, menos extenuante. Dejar de fingir, rendirse a la evidencia siempre descansa. Y en este artículo Alain de Bottom explica como esa rendición,  la conciencia de que hemos renunciado a la esperanza de ser felices con esa persona nos quita de encima la presión y la exigencia y nos hace verla como es (en lo bueno) y no como nos gustaría que fuera para poder vivir con ella. Tenemos un breve momento de «¿Nos estaremos equivocando y deberíamos seguir intentándolo?» pero no, es un crush, una ilusión. Alain de Bottom lo llama un "flechazo otoñal" porque sucede cuando una relación está muriendo. 

«We are merely enjoying an artificial rush for someone because we have – in a deep part of our souls – finally given up hope of ever trying to live with, or be happy alongside, them».

La historia de amor a la que aspiras con la edad y tras haber pasado muchas historias de amor.

Un amor tranquilo, sin estridencias, sin apariciones estelares de la nada y por sorpresa, sin promesas eternas, sin grandes gestos pensados para epatar, sin expectativas y a ser posible sin susurros ridículos. 

«Habían llegado a una etapa, ocho años después de iniciar su relación, en la que habían empezado a hacerse regalos útiles que, más que expresar sus sentimientos, reafirmaban su proyecto de vida en común. [...] En una de las celebraciones de aniversario de boda, él le había entregado una tarjeta en la que ponía «Te he limpiado todos los zapatos», y en efecto lo había hecho, rociando todo el ante con impermeabilizador, frotando con una crema blanqueadora unas viejas zapatillas deportivas que ella todavía usaba, dándole a sus botas un brillo militar y tratando el resto de su calzado con betún, cepillo, trapo, trabajo duro, devoción y amor».

Siempre Barnes, siempre su retrato de la pareja como un sitio tranquilo, sin sobresaltos, como un jardín en el que descansar y al que mirar.  Este fragmento es de "El universo del jardinero" en el libro Pulso. 


Quizás haya sido demasiado amor para una semana.