viernes, 1 de noviembre de 2019

Mi padre. De primeras y últimas veces

«Papá cantó, fue la primera vez en mi vida que lo oí cantar. Ahora a veces me pregunto cuándo fueron las primeras cosas de todo. El primer recuerdo que tengo de mamá y de papá, por ejemplo, no lo tengo. Podría pensar: es que era muy pequeño. Pero crecí: fui niño después de bebé, y tuve capacidad para recordar la primera vez que les vi la cara y la retuve. Yo recuerdo perfectamente la primera vez que vi a Elvis o a Claudia, ¿por qué no a mamá o a papá, o a Rebe? Quizá porque estuvieron siempre, y de los que estuvieron siempre no hay primera vez, solo una vez continua, o ese consuelo tenía yo».  (Malaherba, Manuel Jabois) 

Esta es nuestra primera vez juntos. Yo, como el protagonista de Jabois, no me acuerdo de cuándo vi a mis padres por primera vez. Nunca había pensado sobre esto, me sorprendió al leerlo el otro día y recordé que tenía guardadas estas fotos. Y he vuelto a mirarlas para descubrir a mi padre en el momento en que se convirtió en padre. Yo no recuerdo conocerle, verle por primera vez, pero supongo que él siempre recordaba este momento, el día en que me conoció y se dio cuenta del lío en el que se había metido. La corbata, la camisa amarillo pálido, la chaqueta de lana abrochada hasta arriba, la cama de barrotes, yo envuelta en toquillas y jersey tejidos a mano. 

Me gusta su sonrisa a cámara mientras yo, en brazos de mi madre, berreo a gritos.  Es la sonrisa que ponía siempre en todas las fotos. Sonrisa de pícaro, de «yo he venido aquí a disfrutar de la vida», de  «soy encantador». Pero me gusta aún más su mirada de angustia cuando creía que no le estaban mirando. La cara de «eso es mío y a ver qué hago yo ahora». Es una mirada en la que se mezcla el miedo, el agobio, la ternura y el vértigo por el futuro. 

«De los que estuvieron siempre no hay primera vez, solo una vez continua» escribe Jabois. Le doy vueltas y me doy cuenta de que es un pensamiento de hijo, no recuerdo la primera vez que vi a mi padre pero sí recuerdo la primera vez de mirar a mis hijas y sentirme como él en estas fotos. Creo que él, veinticuatro años después de esta foto, cuando murió, no pensaba en la última vez que me vería a mi o a mis hermanos o a mi madre o la luz del sol. Y en eso nos diferenciamos porque el hecho de que él se fuera tan pronto y tan de repente me hizo, y me hace cada día, ser terriblemente consciente de que puedo desaparecer mañana mismo, esta tarde, dentro de un rato. Y dejar de ver a mis hijas. 

Él supo que era  la primera vez que me veía. Yo no.
Él no supo que era la última vez que me veía. Yo sí lo sé. 

Jamás había pensado esto. Veintidós años después sigo descubriendo cosas.

*Mi madre, esa adorable jovencita de las fotos, cumple hoy 75 años.y estamos de celebración. El 1 de noviembre es un día rarísimo.


jueves, 31 de octubre de 2019

Si no te gusta el deporte no te sientas culpable, únete a mí.

A finales de mayo cerraron la piscina a la que voy a nadar e influida por todas esas campañas de muévete, haz ejercicio, no querrás morir de obstrucción arterial, decidí que tenía que hacer algo. Barajé varias posibilidades, entre ellas la de morir de obstrucción arterial pero feliz pero ,al final, me decanté por descargarme una aplicación de esas de hacer una tabla de ejercicios. 

Junio, julio, agosto y septiembre repitiendo la tabla del demonio intercalada con ejercicios solo de "abdominales avanzados" casi todos los días. En octubre tres días de piscina y el resto  la maldita tabla. Yo creo que en cinco meses de tortura casi diaria ya debería estar notando todas las bondades que supuestamente el ejercicio físico procura. Y NO LAS NOTO. Sí, tengo las piernas más duras, los abdominales más fuertes y no me cuelga nada de los brazos pero ¿me siento eufórica tras el ejercicio? ¿Pienso en mi tabla como un momento espiritual de comunión con mi cuerpo? ¿Deseo con todas mis fuerzas hacer mis ejercicios? No, no y no. 

Quiero que me toque la lotería para dejar de trabajar y me encantaría que hubiera alguna clase de sorteo o píldora o sortilegio mágico al que pudieras jugar y el premio fuera estar en forma sin tener que hacer deporte. «Pero te gusta  nadar». Sí, pero también me gusta mi trabajo y si me tocara la lotería ni siquiera llamaría a decir que no pienso volver. Si existiera ese premio de estar en forma sin mover un músculo no creo que volviera a ponerme un gorro de natación en mi vida. 

Entiendo que haya gente a que le guste hacer deporte, también hay gente a la que le encanta su trabajo y gente que no sueña con jubilarse pero yo no estoy en ninguno de esos grupos. Odio el deporte, me resulta desagradable, cansado y, sobre todo, creo que está mal planteado. Si se trata de enganchar a la gente a hacerlo, la premisa no debería de ser «ten paciencia que con el tiempo te gustará» que en mi caso se ha demostrado una premisa completamente falsa. La premisa debería ser que según empezaras con el deporte, el primer día, te diera un subidón como un chute de droga que hiciera que te engancharas sin remedio a ello, que te convirtiera en una yonki de tu tabla de ejercicios o del gimnasio. Pero no funciona así ni de coña. Cuando dejé de correr, cuando recuperé la cordura y en medio del Retiro me paré y dije «¿Qué estoy haciendo con mi vida?» supe que jamás volvería a correr y así ha sido. Esto de la tabla de ejercicios y la natación no voy a dejarlo porque en el fondo no me quiero morir por obstrucción arterial pero tiro la toalla, voy a dejar de perseguir el santo grial y la zanahoria de "sigue que al final te gustará» No me va a gustar nunca, jamás. El deporte para mí es como el aceite de ricino de las novelas infantiles de mi infancia, un castigo, una tortura, una obligación.

Vengo, como Loreta, a reivindicar que el deporte puede no gustarte y que no pasa nada. Basta ya de elevar el deporte a los altares. Acabemos ya con la hagiografía deportiva. Hasta que no inventen un sorteo en el que te toque vida sana sin moverte hay que seguir haciendo deporte por obligación pero no tiene que gustarnos. Hacer deporte no te hace mejor persona ni te conecta con el planeta más que leer, cocinar o pasear escuchando podcasts. 

Si no te gusta el deporte no te sientas culpable, únete a mí. 


viernes, 25 de octubre de 2019

Tardes de domingo

Vincent Mahé
El domingo por la noche pensé que quería escribir sobre las tardes de domingo de otoño, cuando se hace de noche y estoy en casa escribiendo, haciendo mis deberes de inglés y cocinando. Cuando en mi casa huele a plancha y ducha. Quería escribir sobre como toda la semana intento organizarme para tener la tarde de los domingos libre de escritura, de deberes y de cocinillas y nunca lo consigo. Quería escribir sobre las tardes de domingo que nunca son como a mí me gustarían pero que aún así me gustan más que las tardes de sábado, por ejemplo. Las tardes de sábado son siempre sorpresa, hay cosas que hacer, sitios a los que ir, películas que ver, sobremesas a las que sobrevivir, siestas de las que es imposible recuperarse hasta el día siguiente o viajes que disfrutar. Las tardes de domingo son casa, a mí me gusta que sean casa y quería escribir sobre eso, sobre la sensación de seguridad que me dan, de calma, de paz pero no me dio tiempo. Tenía sueño, estaba cansada, quería leer. Empecé la semana echando de menos el domingo y  quería escribir sobre eso pero me ha atropellado la semana: he saltado de un día a otro, corriendo entre Madrid y Toledo, entre mi cocina y mil reuniones, entre mi casa y grabaciones, en coche, en metro, andando. Escribí sobre mi odio al recuérdamelo después de asomarme al cuarto de mis hijas por enésima vez a preguntarles con ese tono de voz dulce y aterrador que uso de vez en cuando por qué no se les había ocurrido poner el lavaplatos cuando lo habían llenado hasta arriba: «No no los has recordado» . Escribí sobre eso cuando lo que quería era hablar de mi casa a media luz, un domingo por la tarde, oliendo a caldo y sin rumor de tráfico. Pero no me dio tiempo porque últimamente me encuentro, por primera vez en mi vida, diciendo eso tan adulto de «no tengo tiempo para nada». No me había pasado nunca, esta sensación de ir corriendo siempre, de querer hacer cosas y llegar al final del día y tenerlas que poner mentalmente en la cuenta del día siguiente. Me meto en la cama, leo un buen rato, apago la luz y pienso en esas cosas y me duermo pensando que lo que echo de menos es la calma. Y recuerdo a mi amigo Fran, que no lee este blog (como el 90% de mis amigos) y que una vez, cuando éramos universitarios, me dijo que él para ponerse a estudiar necesitaba saber que tenía por delante por lo menos cuatro o cinco horas disponibles, que contar con ese tiempo le garantizaba que sacaría dos horas como mucho de estudio efectivo y que lo demás eran minutos y horas necesarias para calentar. Me pareció una idea brillante (que él probablemente no recuerde) y que refleja muy bien lo que me pasa. Llevo días queriendo  escribir sobre lo que me gustan las tardes de domingo, porque son un refugio seguro en el que siempre espero encontrar esas cuatro o cinco horas de calor y tranquilidad. Y escribo ahora sobre ello, tarde y mal, porque estoy llena de nostalgia anticipada por la tarde de domingo que esta semana no será porque me toca trabajar. 

Las tardes de domingo me amansan y por eso viviría eternamente en ellas, en un limbo de calma que no acabara nunca. 



martes, 22 de octubre de 2019

Recuérdamelo

Oigo esa palabra y me sale un sarpullido. No lo soporto. Me saca de mis casillas. «El día tal es la cena de Pepito» o «El martes hay que ir al médico» o «El día 15 hay que presentar un informe» y me contestan: 

Recuérdamelo. 

No, no te lo recuerdo. No soy tu secretaria, ni Siri, ni Google Calendar ni un puto post it amarillo que tiene que pegarse a tu frente para que te acuerdes. 

«Recuérdamelo» es la frase que dice alguien a quién no le importa una mierda lo que le estás contando, diciendo o pidiendo bien porque no le interesas, porque te considera una piltrafilla poco digna de ocupar sus GB de memoria con tus cositas, bien porque considera que su masa gris es demasiado valiosa para gastarla memorizando lo que le cuentas o bien porque a lo que le estás pidiendo te va a decir que no pero no tiene las narices de decírtelo a la cara. Si son tus hijos los que te dicen «recuérdamelo» su estrategia es distinta, esperan que así te des cuenta de que no existe ni las más remota posibilidad de que hagan aquello que les has pedido pero tampoco tienen narices de decírtelo. 

«Recuérdamelo» es «no me importa una mierda lo que me estás contando». Es «mi tiempo vale oro pero el tuyo no vale una mierda así que piérdelo en decirme las cosas veinte veces». Es «no voy a recordarlo porque tengo clara la idea de que lo hagas tú, no pienso encargarme de eso». Es «soy un impresentable y no te respeto una mierda». 

El que dice "recuérdamelo" jamás tiene intención de acordarse. Yo antes era de las que "recordaba" a los demás, pobres, para que no olvidaran. Ahora lo digo una vez y  si me contestan "recuérdamelo" siempre contesto lo mismo: tururú. 

Todos podemos olvidar cosas, yo olvido cada vez más. Pero olvidar es involuntario (ojalá fuera algo voluntario, eso sería maravilloso), se olvida sin querer, sin darte cuenta. Tenías intención de acordarte de lo que fuera: de la cita, del compromiso, de la tarea, del cumpleaños y por lo que sea lo has olvidado. Y cuando lo olvidas, pides perdón. Los de "Recuérdamelo" cuando olvidan algo dicen: «la culpa es tuya por no recordármelo» o sonríen y dicen «es que soy como Dori». No, Dori quiere recordar, tú no has hecho ni el intento. 

«Recuérdamelo» es la pelota de goma que te dispara alguien a quién no merece la pena decirle nada.