lunes, 9 de septiembre de 2019

En Carloforte

A Carloforte se llega en un ferry gigante en el que se puede distinguir a los autóctonos de los (pocos) turistas porque se quedan durmiendo en sus coches los cuarenta minutos del trayecto. Los (pocos) turistas suben a cubierta para ver Cerdeña alejarse y la isola de San Pietro acercarse. Carloforte es pequeño, pequeño de verdad. Tiene principio y final. Se abarca de un vistazo. Empieza en el mar y termina en los pinares que rodean las casas que trepan por la colina y en la gran salina llena de flamencos. En Carloforte las casas son de colores con ventanas verticales y contraventanas blancas. Hay buganvillas y ficus gigantes con bancos circulares que rodean sus troncos y en los que se sientan los lugareños a charlar de nada. En torno a esos mismos bancos, los domingos, organizan un mercadillo de los de verdad, con puestos en los que venden trastos. En Carloforte hay calles empinadas compatibles con respirar mientras se camina y escalinatas tendidas que subes sin enterarte. Y hay tendederos, cientos de ellos, en cada balcón, casi en cada ventana, hay cuerdas llenas de ropa tendida. Los tendederos se asoman a los balcones, como los vecinos a las ventanas y parecen, como estos, comentar  qué hacen esos dos paseando por sus calles, qué se nos ha perdido por ahí.  Hay carteles de vendesi y me preguntó dónde llevará el acento. ¿Es esdrújula o llana? Los españoles cuando fingimos hablar italiano hacemos todas las palabras esdrújulas y las llenamos de ies. En algunas de las casas de los carteles se abren puertas que dan a pasillos estrechos con azulejos hasta la mitad que llevan a las profundidades de las casas de colores, a las habitaciones desde las que se tiende la ropa y escuchamos gritos avisando de que la colazione está preparada.  En Carloforte hay atún y focaccia. Y arena y sal. Y olas. Y gintonics preparados como si fueran trucos de magia. En Carloforte hay mar y salinas y mirto negro y lentisco rojo. Aprendo a diferenciarlos por el color de sus frutos, unas bolitas con las que mi yo de ocho años jugaría a las cocinitas. Hay motos y bicis y vecinos que se saludan soltando el manillar con una desenvoltura que podría pasar por imprudencia sino fuera porque en Carloforte parece no pasar nada. Hay cerveza con la bandera de Cerdeña, con cuatro moros y una cruz roja. Una cerveza que me gusta. Hay una escuela roja con puertas de madera: Scuole Feminili, Refettorio, Scuole Elementari. Justo enfrente hay otro edificio rojo, casi granate, en la fachada con grandes letras amarillas leemos Trattoria José Carioca. ¡Rotuladores! gritamos, porque tenemos más de cuarenta y cinco años y Carioca nos lleva a esa caja de rotuladores que cada vez que conseguías te prometías a ti mismo que esta vez sería distinto, que esta vez los cuidarías, los dejarías siempre tapados y no dejarías que se secaran.

Cuando te divorcias, aunque te divorcies muy bien, todas las fuerzas de tu vida,  las velocidades de tu rutina y los pasos de baile de tus relaciones saltan por los aires. Unas se paran, otras desaparecen y algunas empiezan a girar tan deprisa que te lanzan despedida fuera de grupos en los que hasta entonces siempre habías estado.  Carloforte me ha centrifugado de nuevo al centro de uno de esos grupos y paseando por sus calles he pensado que, como con los Carioca, está vez no voy a dejar que esas amistades vuelvan a secarse. 

En Carloforte parece no pasar nada. Carloforte te dice «ven, no hagas nada, mira el mar, tiende la ropa, come atún y verás como si miras bien, aquí pasa todo».



Santos y Pietro, gracias por centrifugarme.  





lunes, 2 de septiembre de 2019

Lecturas encadenadas. Agosto

Este va a ser un post de lecturas encadenadas muy corto, puede que el más corto de la historia de los posts de lecturas encadenadas porque en agosto he leído solo dos libros y de uno ya he hablado bastante. He estado tentada de no escribirlo pero ¿para qué están las obligaciones autoimpuestas que nadie te reclama sino para cumplirlas?

El tiempo de los regalos y Entre los bosques y el agua de Patrick Leigh Fermor debería de contar como dos lecturas porque de hecho son dos libros aunque en la nueva edición de RBA, con traducción de Jordi Fibla e Inés Belaustegui, se hayan publicado en un solo tomo. Como ya conté el otro día, Patrick tenía diecinueve años en 1933 y se aburría un poco en Inglaterra. No era buen estudiante, no quería ser militar, le echaban de todos los colegios y le encantaba la juerga. Un buen día, con una resaca de esas que te hacen replantearte el sentido de la vida y que cuando tienes diecinueve años puedes permitirte tener todos los días, decidió que lo que necesitaba era irse a recorrer Europa. Sus padres, como buenos ingleses flemáticos, le dijeron que estupendo, sospecho que porque así por lo menos dejaban de verle perder el tiempo y beberse el Támesis y allá que se fue.

Patrick viaja de mochilero pero con posibles. No hay que engañarse, Patrick es lo que hoy llamaríamos un mochilero con visa. Él quiere conocer mundo, hablar con gente de toda condición social y dormir en dónde pille pero no desaprovecha jamás, y hace bien, la oportunidad de dormir en un castillo, un hotel, un piso de estudiantes o una casa maravillosa con anfitriones que le llevan a fiestas que acaban en cabarets de lujo con elefantes. A todo dice que sí y por esa razón el libro está trufado de borracheras que acaban en fundido a negro y amistades para toda la vida. ¿Cómo no vas a simpatizar con él?

Con lo que cuesta más simpatizar y que te lleva más a querer llorar amargamente es con su erudición. Todo le interesa y de todo sabe. Consuela un poco saber que estos libros los escribió casi cuarenta años después del viaje, con tiempo más que suficiente para haber estudiado todo aquello que le interesó durante sus caminatas de juventud pero, aún así, no es consuelo suficiente. Patrick habla de arte, de arquitectura, de etimología, aprende alemán según va caminando por los pueblos  de las riberas del Rhin, aprende húngaro en Praga, aprende rumano, elucubra sobre los orígenes de las ciudades, sobre las circunstancias por las que una ristra de pueblos que yo ni siquiera conocía habían terminado poblando los parajes que atraviesa. Magiares, rutenos, humos, rumanos, lacios, romanos, húngaros, vándalos, jenízaros, jaziguos, mongoles, judíos, gitanos, sajones, valones, francos, lituanos, griegos... una lista interminable de historias, de gentes y de lugares.

Personalmente me ha gustado más el recorrido por Hungría y Rumanía que la parte de Alemania y Austria. No sé si tiene que ver con que esta parte del recorrido transcurre en primavera y en un largo verano que pasa entre los bosques húngaros y rumanos alojándose en enormes casas solariegas de familias húngaras que disfrutan con indolencia y elegancia de lo que, aunque ellos no lo sepan, será uno de sus últimos veranos. Patrick deja de correr tanto y languidece con ellos en ese verano (hasta se enamora) dejando que los días pasen. Quizá el haberlo leído en verano con ese mismo ánimo relajado y tranquilo ha hecho que me identificara más con esa parte.

Ya ha pasado el tiempo de los regalos...
oh, muchachos que crecen,
oh, nieve que se funde
oh, desengaño que taparán los años..
He aquí la insulsa tierra sobre la que edificar.
Sin adornos; hemos llegado
a la Noche de Reyes o lo que queráis... lo que queráis.
                                                                                          Louis Maneice

De pasear por Europa me fui a México leyendo La memoria de los vivos de Phil Camino. Phil es la dueña de Los Editores y además escribe, es decir, es la persona que a mí me gustaría ser.

La memoria de los vivos es una crónica familiar, la historia de dos hombres, Angel Trápaga y Richard Myagh, uno español y otro irlandés que acabaron siendo familia. Los dos partieron de Europa en busca de una vida mejor, siguiendo a sus hermanos que ya estaban probando fortuna en México. Llegaron allí a trabajar y a construirse una vida y acabaron creando imperios empresariales que los hicieron inmensamente ricos y construyendo familias que se entrecruzarían combinando fortunas inimaginables y lujos extravagantes y excesivos con los que jamás hubieran soñado de niños.

El libro no es tanto una novela como una saga familiar. Apenas hay diálogo y conocemos a los personajes, que fueron personas, no por lo que hacen o dicen sino por lo que la autora nos cuenta de ellos. Richard (y esto lo sé porque fui a la presentación) escribió unos diarios que Phil leyó y tradujo y hay numerosa documentación sobre ambos. Contaba además con documentación familiar porque Angel era su tatarabuelo. ¿Cuánto hay de ficción y cuanto de realidad? Las fechas y los datos son reales, son ciertos, ocurrieron así. Lo que pensaba Ángel, lo que sentía Richard, lo que pensaron, sintieron y hablaron los hijos y los nietos es imaginario, es lo que podemos pensar qué hicieron. Leyendo esta crónica pensaba en mi familia, ¿cuanto se de mis abuelos, de mis bisabuelos, de mi tatarabuelos? ¿Podría escribir la historia de mi bisabuela cubana, Clara Laverdesque, abandonada por su marido catalán, Juan de Ribera, en Canarias? ¿Qué sé de mis bisabuelos maternos? Si me pusiera a investigar, qué tendría en común con ellos, ¿tendría algo en común?

Además de una crónica familiar es una crónica de la historia de México, de su paso de un lugar a explotar por las potencias europeas a un país peleando por el uso de sus propios recursos, de un país oprimido por potencias extranjeras a un país donde existen dos clases: los ricos y los oprimidos.  

Y es una historia de olvido, de muertes. 

«Se puede sentir una pena abismal y atroz por la muerte de un padre, incluso si tenía novena años, pero siempre será una pena que nos parece que encaja en los cánones humanos del dolor. A diferencia de la muerte de un hijo, se considera natural. Forma parte del ciclo lógico de la existencia. No se puede evitar, pero se puede y se debe sobrellevar. Lo que no se marcha nunca, y es lo que golpea con una ferocidad inesperada desde el primer instante en que se siente la ausencia de un padre o de una madre, y más cuando sido tan queridos, es el vacío. El desamparo. Es como una melancolía que reclama el tiempo que se fue. La muerte de los que nos dieron la vida nos ponte ante la situación  de tener que regresar a un lugar perdido, porque siempre la hay, un lugar que se puedo habitar gracias a él, o a ella».
Esto y un montón de New Yorkers es lo que he leído en agosto. Un mes calmo solo trastocado por la pelea que he tenido que mantener con Seat para que me proporcionara un cinturón de seguridad para mi coche pero esa es una historia tan asquerosa que no merece la pena contarla.

Y con esto y esperando que el otoño caiga de golpe sobre nuestras cabezas, hasta los encadenados de septiembre.

jueves, 29 de agosto de 2019

Nostalgia de un 91

Mi abuelo José Luis llamaba cada día a sus seis hijos.  Sentado en su mesa de despacho marcaba con sus dedos artríticos los números de todas sus casas y preguntaba qué tal el día. Cuanto tuve edad para contestar el teléfono hablaba con él y le contaba alguna cosa antes de pasárselo a mi madre. Una vez, con catorce años, contesté al teléfono estando en la cama. «¿Qué haces en casa? ¿Por qué no estás en el colegio?» «Abuelo, estoy enferma, creo que tengo un flemón enorme y me duele mucho la boca» Resultó que lo que tenía era mononucleosis, estuve tres semanas sin ir al colegio, perdí un montón de clases (desde entonces la probabilidad, la combinatoria y las permutaciones y yo no nos entendemos, pero esa es otra historia) y  aquella conversación me ha acompañado siempre. Sé donde estaba yo, tumbada en la cama de mi hermana, en la litera de abajo y sé donde estaba mi abuelo: sentado en su despacho. 

Antes de eso, cuando yo era más pequeña, un día al llegar del colegio en el teléfono rojo que había colgando de la pared en la cocina, había algo extraño pegado a la rosca. Era un candado para no poder marcar. Nosotros, mis hermanos y yo, por supuesto intentamos marcar. ¿Qué era aquel prodigio? A mí me intrigaba (y aún me intriga) pensar en la persona que inventó ese candado. El motivo de ese prodigio en nuestra cocina es que María Jesús, la chica que nos cuidaba, había hecho un uso abusivo y completamente desproporcionado de la linea telefónica hablando con su nuevo novio en Robledo de Chavela. Puede que los esfuerzos ahorradores de mis padres destrozaran una historia de amor aunque no sé muy bien qué tipo de conversación tendría María Jesús con su novio desde la cocina de nuestra casa rodeada de cuatro churumbeles a cual más plasta. 

Más adelante, mi hermana y yo, tuvimos teléfono en nuestro dormitorio: blanco y feo estaba clavado a la pared entelada de flores naranjas y blancas. No era un  teléfono "para nosotras", era un teléfono colgado ahí para que es escuchara en el resto de los dormitorios y pasada la emoción inicial me fastidiaba muchísimo tener que cogerlo cada vez que sonaba porque «para eso está al lado de tu mesa». Muchas conversaciones desde ese teléfono, muchísimas, pero la que más recuerdo fue una en la que llamé a mi madre para pedirle permiso para ir al bar O´Nabo de Lugo a tomar cañas. Me dijo que sí y le contesté "Mamá, soy feliz". Tenía dieciséis años. Acabo de recordar otra en la que llamaba a mi amiga Sofía, cuyo padre había sufrido un infarto, para preguntarle qué tal estaba. Me daba tanto miedo hablar con ella que recuerdo pensar mientras sonaba el tono de llamada «que no lo cojan, que no lo cojan». No lo cogieron y aún me siento culpable de aquella cobardía. 

Cuando tenía veinticuatro al teléfono fijo de Los Molinos llamó Fede «Ana, he salido del Bernabeu y al llamar a casa me han dicho lo de tu padre, no sé qué decir, voy para allá». Me llamó desde una cabina y yo recuerdo el sitio exacto de mi casa en el que estaba al oír su voz. Desde ese mismo teléfono llamé al Ingeniero en 1999 y acabamos teniendo dos hijas.   

«Necesito un ayudante y me ha dicho tu tío que eres muy espabilada. Te espero el lunes a las nueve» Esa es la última llamada memorable que recuerdo desde aquel teléfono pegado a las flores naranjas de la pared. Una llamada de Jefe Supremo que me llevó al trabajo que tengo ahora. 

Esta semana hemos decidido quitar el teléfono fijo de nuestra casa, no lo usamos y las niñas ya son mayores. «Solo llaman nuestras madres y los de las compañías telefónicas» parecían dos razones de peso para darlo de baja. Pero he descubierto que me da pena, una pena absurda y ridícula carente de cualquier sentido. Más que pena es nostalgia, eso es. Nostalgia de las llamadas de mi infancia, de mi abuelo, de las llamadas de ligues (contadas con los dedos de una sola mano) que esperaba con muchos nervios. Nostalgia de los años que, tras una ruptura terrible, cada vez que sonaba el teléfono decía "Si es para mí, no estoy". Nostalgia de ese teléfono fijo que puedes ignorar, que puedes no coger. Nostalgia de saber que si no querías cogerlo estabas a salvo, bastaba con decir en caso de que alguien te lo reprochara: no estaba en casa.  

Nos quedamos sin teléfono fijo y me da rabia saber que no podré importunar a mis hijas cogiendo llamadas que son para ellas y decirles con media sonrisa en la cara:«te ha llamado alguien». 

Nos quedamos sin teléfono fijo y me da pena pensar que ese número, el nuestro, será para otros. 

Nostalgia de un 91, quién me lo iba a decir. 



lunes, 26 de agosto de 2019

Viajar y escribir con Patrick Leigh Fermor

Leer despacio. Leer sin prisa. Viajar despacio, viajar sin prisa. Mirar, disfrutar del paisaje, de la historia, tener curiosidad, interés y tratar de que no te apabulle ni tu desconocimiento ni la certeza de que jamás tendrás tiempo para conocer todo lo que te interesa. No desfallecer ante la certeza de que mi cabeza no es capaz de absorberlo todo, de retener todo lo que me gustaría saber.  

En 1933, Patrick Leigh Fermor tenía diecinueve años y salió de Londres con una mochila con un poco de ropa,  un par de libros, un diario, un bastón y unas botas de clavos. Todo lo perdió varios veces a lo largo del camino que le llevaría, atravesando Europa, hasta Constantinopla. Cuarenta años después escribió El tiempo de los regalos y Entre los bosques y el agua contando parte de este viaje, dejándonos para siempre sin saber cómo llego al final porque murió, con noventa y seis años en 2011 sin haber tenido tiempo de terminar de contar esta historia. 

En 2019, con cuarenta y seis años y tirada en una playa de arena negra de La Palma tras haber caminado diecisiete kilómetros viendo volcanes comencé a leer a Patrick. Él camina sin prisa porque no la tiene, porque dispone de todo el tiempo del mundo para hacer ese viaje pero yo empiezo a leerlo con ansia porque quiero saber a dónde va, qué le va a pasar, qué va a ver, con quién se va a encontrar. Entro en su viaje, agotada y oliendo a arena y a pinocha de pino canario, diciendo a Patrick: «Venga, cuéntame, vamos, avanza, esto ya lo hemos visto, venga, aquí no hay nada que ver, sigue, vamos a pasar a la siguiente etapa». Sin fuerzas y con los pies negros de arena volcánica entré corriendo en su libro pero pronto me di cuenta de que así no podía leerlo, de que no lo estaba haciendo bien. Poco a poco, durante todo el mes, según iban pasando los días acompasé mi lectura al ritmo de sus pasos sobre la nieve, por la orilla del rio, por las calles de los pueblos que atraviesa, de las ciudades a las que llega y para cuando alcanzó los bosques de Hungría y Transilvania, yo ya iba como él, mirando el paisaje, con una pajita entre mis manos queriendo pararme en cada rincón a preguntar curiosidades, a apuntar datos, a buscar en google ese monasterio en el que ha pasado esa noche o ese retablo que comenta y que recuerdo perfectamente porque lo vi en Colmar hace un par de años. Ojalá me hubiera fijado como él, ojalá lo hubiera descrito, ojalá pudiera escribir como él pero como dicen en la contraportada «es tan bueno que está más allá de la envidia». 

Mientras iba cogiéndole el ritmo y siguiendo su ruta atravesando Alemania, Austria, Hungría, Rumanía, aprendí a mirar como él, a preguntarme cosas. ¿Por qué las ventanas en La Palma son rectangulares? ¿Quién fue el primero que decidió decorarlas con rombos en su parte inferior? ¿Qué pensaron los primeros castellanos que llegaron a La Palma? ¿Por qué las plataneras son tan deprimentes? ¿Quienes eran los muchachos del Roque de los muchachos? ¿Quedan pastores que salten con pértiga? Comparo los colores de La Palma con los de Fuerteventura y Lanzarote, no recuerdo que allí todo fuera tan nítido, tanto que casi duele mirarlo. Y desde luego allí no había esas pendientes por las que temo despeñarme con el coche. 

Cuando terminaron las vacaciones y continué con el veraneo seguí acompañando a Patrick, llegamos a Viena, a Bratislava, a Praga. Él no tenía prisa, paraba en casas, en castillos, en haciendas solariegas de amigos que había ido conociendo por el camino. Yo tampoco tenía prisa ya, dejé de desear llegar al final y quise que nos quedaramos a vivir en cada etapa. «Patrick, quedémonos un poco más en esta ciudad, en este castillo, con estos pastores. ¿A qué viene tanta prisa?» En el valle de Benasque, entre bosques y ríos, pensé ¿quién llegaría aquí primero? ¿por qué Sos dejó de ser capital del valle? ¿qué significa Sositania? ¿Habrá restos romanos por aquí? 

Patrick es un aventurero. Yo no. Creo que es bueno que quedemos unos pocos irreductibles a salvo de la tentación de la aventura porque somos el refugio de los que sí lo son. Somos tanto el sitio al que acaban volviendo como el lugar que no quieren ser: somos su motor, su razón de ser.  Viajo con él mientras recorro La Palma y el valle de Benasque e imagino tener el tiempo que tuvo él, esos tres años, y casi ochenta más para reflexionar sobre ese viaje, para escribirlo, para pensarlo. Viajó para tener algo sobre lo que escribir y se pasó la vida estudiando lo que había viajado para poder contarlo, para explicarlo y explicárselo. La mayoría de las zonas que recorrió en aquellos tres años fueron arrasadas por la II Guerra Mundial y desaparecieron tanto geográfica como emocionalmente: la mezcla de nacionalidades, la vida en el campo, la vida girando en torno al ciclo de las estaciones, la naturaleza virgen, el tiempo sin prisa...¿Y si lo que yo veo desaparece? ¿Y si nadie lo cuenta?  

En el prólogo dice Jacinto Antón que Patrick es «el hombre que uno hubiera querido ser, si hubiera tenido suficiente coraje para ello». No he sido capaz de escribir sobre mis viajes de este verano porque recapitular un viaje, contarlo, es siempre un ejercicio peligroso. Escribir sobre un viaje cuando, a la vez, estás acompañando a Patrick es un suicidio, pero ¿para que tengo el blog si no es para arriesgarme? Al menos lo he intentado.