miércoles, 22 de mayo de 2019

Tener siete años y alguien a quien preguntar


Mi padre tenía un 131 blanco cuando las Torres Kio no existían y yo tenía siete años. Cada mañana en ese coche, con tapicería de cuadritos negros y blancos, nos llevaba al colegio. Mi hermana y yo íbamos en el asiento del copiloto y mi hermano se sentaba detrás. Era nuestro rato con él, una vez que nos dejaba en la puerta del colegio ya no le veíamos más. Cuando volvía a casa, la mayor parte de las noches, estábamos acostados y las que estábamos despiertos le dábamos un beso y a la cama. En el coche, sin embargo, hablábamos con él y él con nosotros. De esto hace tanto tiempo que el Paseo de la Castellana ni siquiera tenía el trazado que tiene ahora y el ramal que cogíamos nosotros pasaba justo por dónde está ahora la de Bankia. Ahí siempre había atasco. Dependiendo de cuántos coches hubiera mi padre decía «chicos, hoy vamos bien» o «chicos, llegamos tarde». Quizás ahí empezó mi natural tendencia a llegar tarde porque la mayor parte de los días y fruto de un sentido de la responsabilidad exacerbado inventaba excusas para contarle a mi profesora cuando llegaba a clase después de la oración de la mañana. Mi padre se reía de mis agobios. 

Hablábamos y escuchábamos Los Porretas que nos hacía muchísima gracia aunque pensándolo ahora seguro que no era para niños o quizás nos reíamos por las carcajadas de mi padre. A veces escuchábamos las noticias y uno de esos días de las noticias, según girábamos para bordear el  monumento a Calvo Sotelo que había en el centro de la plaza donde ahora está el falo dorado de Calatrava, le pregunté: «Papá, cuándo se decide hacer una carretera, ¿Lo decide el Rey, que se lo dice a Adolfo Suárez y él se lo dice a otro que luego te lo pide a ti que eres ingeniero?»

No sé qué me contestó. No recuerdo si se rió o me dio alguna explicación pero ayer me acordé de ese día y de la sensación de tener a alguien a quién preguntar lo que no sabes. Ayer al llegar a casa, aparqué detrás de un coche que tenía un cartel en el parabrisas trasero en el que ponía: «Compro casa en este barrio» y pensé ¿Quién pone estos carteles? ¿Alguien, alguna vez, habrá conseguido comprar una casa así? Y como ya no tengo los siete años de aquella mañana en Plaza de Castilla, me deslicé a pensar: seguro que es una trampa, blanqueo de dinero o una táctica de Securitas Direct. 

¿Quién compra casas así? ¿Quién vende poniendo carteles de "me venden" en la ventanilla de su coche? ¿Quién decide comprar pintura y escribir con enormes letras "Se alquila" en el escaparate de su local comercial? ¿Alguien, alguna vez, decidió su voto por las banderolas de las farolas? 

Hacerse mayor es no tener a nadie a quien preguntar estas cosas sin que se rían de ti. 


jueves, 16 de mayo de 2019

Ser padre de adolescentes

La semana pasada tenía que escribir una lista de deseos para mis deberes de inglés. Escribí que me gustaría que mis hijas me creyeran cuando les digo que sé exactamente cómo se sienten. 

Recuerdo perfectamente a mi yo adolescente. No se me ha olvidado porque creo que de alguna manera sigue en mi, cada vez más pequeño, cada vez más arrinconado pero sigue teniendo su hueco en mi y en cómo soy. No me sorprende que mis hijas sean egoístas porque yo lo era.No me extrañaría que fantasearan con una vida en la que yo no estuviera porque recuerdo esas fantasías. (Yo fantaseaba con que ocurría algún tipo de desastre que aniquilaba a todos mis conocidos exceptuando a la familia del chico que me gustaba que no tenía más remedio que adoptarme lo que llevaría sin duda a una vida de amor feliz con ese chico. Así de gilipollas era). No me sorprende que no les importe nada más que ellas mismas porque a mí también me pasaba. En la adolescencia tomas conciencia de que eres alguien, una persona diferente de tus padres, de tus hermanos y de tus amigos y esa diferencia acojona y duele. Pocas cosas son peores que ese primer reconocimiento. Cuando te reconoces de adolescente no te gustas o te gustas poco o te gustas a ratos. No sabes gustarte y ni siquiera sabes cómo quieres ser: ¿diferente en todo? ¿parecido a tus amigos? ¿un equilibrio imposible entre ambas cosas? Ser adolescente es agotador mentalmente (físicamente se compensa con 14 horas de sueño y una languidez de la que ya hablé).  Pasarse el día haciendo equilibrismos emocionales desestabiliza a cualquiera y los padres somos las víctimas más cercanas. Nosotros tenemos la culpa de que estén así, de que se les haya acabado el chollo de la infancia inconsciente y segura y también somos el obstáculo (así lo creen) para hacer lo que de verdad quieren hacer, les impedimos disfrutar de "su vida". Somos al mismo tiempo culpables de todo lo que les ocurre o deja de ocurrir y receptores de todo ese egoísmo, inestabilidad, inseguridad y miedo. Porque ser adolescente da miedo, asusta que te cagas. De golpe y porrazo se te ha acabado el presente eterno en el que vives de niño, dejas de contar el tiempo en "ya", "ahora" y "hoy" y empiezas por un lado a darte cuenta de lo que ya pasó y no volverás a tener y, por otro, a hacer planes para "mañana", "el fin de semana", "las vacaciones" o "cuando sea mayor e independiente".  Un adolescente quiere ser mayor pero con red, por eso echa de menos su niñez aunque no lo quiera reconocer, aunque cuando tú le dices:«eras tan mona de pequeña, venías y te tumbabas sobre mí y me dabas besos» ponga los ojos en blanco y diga: «ay, mamá que pesada eres». No quiere volver a ser niño pero quiere que estés ahí para todo. El papel del progenitor de adolescente es muy muy muy desagradecido, sigues siendo responsable de todo, tienes que ocuparte de toda la logística e infraestructura pero a cambio no recibes nada, con suerte un reproche y con muchísima suerte un agradecimiento lacónico del que te cuelgas con la esperanza de que sea el inicio de la vuelta a la vida de esa niña cariñosa y risueña. 

Ser padre de adolescentes es pasarte el día descolocado, desubicado y corriendo mentalmente de un lado a otro de las emociones. Pasas mucho tiempo echando de menos lo monísimos que eran antes, lo fácil que era todo cuando para ellos eras lo más importante, la máxima autoridad, la fuente absoluta de felicidad y tranquilidad. Pasas horas anhelando encontrar el equilibrio con tus hijos tal y como son ahora, si lo conseguiste cuando apenas dormías, ¿como no lo vas a conseguir ahora que pasas las mañanas de sábado esperando a que se levanten? ¿Por qué te cuesta ahora que llevas años practicando para conocerlos? Otro buen rato lo dedicas a pensar que algo estás haciendo mal o peor, que algo hiciste mal cuando eran más pequeños para que ahora se hayan convertido en seres que no entiendes, que no te hablan, que a ratos crees que ni siquiera te quieren. Y la mayor parte del tiempo la pasas equivocándote. 

Y ser padre de adolescente es acordarte de como eras tú, recordar lo idiota que eras, las tonterías que hacías, lo mal que trataste a tus padres, las estupideces que decías, la increíble y absurda creencia que te hacía pensar que tú lo sabías todo y tus padres no tenían ni idea. 

Ser padre de adolescente es volver a ser adolescente desde el otro lado del espejo.   



lunes, 13 de mayo de 2019

Hartísima de paternalismo

¿Sabes el camino? Cuidado, radar. Yo es que estoy muy ocupado. Mira, te voy a explicar esto porque creo que no lo entiendes. Muy interesante pero yo creo que lo que yo estoy diciendo es mejor. No te lo tomes a mal pero yo. No, esa no es la mejor ruta, yo sí se. ¿Pero cómo vas a conducir tú mejor que yo? Cuidado. Frena. Viene uno. ¿No estás yendo muy deprisa? ¿Seguro que sabes hacer eso? Ese no es el tema de la conversación, lo que estamos hablando es lo que yo digo. Mira, bonita, estoy seguro de que estás ahí por lo que vales pero yo. Me sorprende que aguantes tanto tiempo conduciendo. ¿Has comprobado qué es correcto? ¿Llevas los papeles? ¿Estás segura? Te voy a explicar en una lista las cosas que yo... y tú no. Deja que si quieres ya lo hago yo, que no digo que no seas capaz pero yo lo hago mejor. Yo llevo trabajando toda la vida. Yo es que llego a casa reventado. Yo es que no tengo tiempo. Tú no sabes el trabajo que tengo yo. ¿Puedes encargarte tú? Yo es estoy ocupadísimo. ¡Ah! ¿La jefa eres tú? Ah ¿es usted la titular? Ah, el pelo blanco. Yo no tengo nada en contra pero creo que a las mujeres no les queda bien. ¿No te cogiste una reducción de jornada cuando nacieron tus hijas? A mí es que me encantaría estar en casa con mis hijas pero claro yo tengo que trabajar. ¿No lo quiere consultar con su marido? Yo tengo demasiadas cosas en la cabeza como para acordarme de los cumpleaños, gestiones, compromisos. A ver, no me estás entendiendo. ¿Puedes mandarme un correo recordándomelo? ¿Estás ocupada? Bueno, no importa, lo mío son dos minutos y es más importante que cualquier otra cosa ahora mismo. No entiendo porque te pones así, no te cuesta nada mandármelo otra vez. ¿Y tu novio que opina de que hagas eso? ¿Estás en esos días? Ya veo que hoy no es el momento. Si quieres, (como yo lo sé todo y tú no tienes ni idea), te hago una lista de... Qué más quisiera yo que tener todo el tiempo que tienes tú para leer. Ya sé que me vas a llamar machista pero yo...¡Ah! ¿Conoces este libro, a este autor, este vino, este restaurante, a este grupo, a esta persona? Mira, si no te gusta es porque no lo entiendes. Tranquila. 

Mira, bonita, princesa, guapa, cabrona, zorra, malfollada, insatisfecha, feminazi, pringada, vieja. ¿Cómo me has dicho que te llamas? Tranquilizate. 

Estoy hasta los cojones del paternalismo pasivo agresivo a mi alrededor. Hasta los cojones que no tengo del paternalismo que surge siempre de que la mayoría de los tíos (no son todos ni mucho menos) partan siempre de la idea de que ellos saben más, conocen más, están más ocupados y su vida en general vale más que la mía. Estoy hasta los cojones de que me miren siempre desde arriba como punto de partida. 

Hartísima de paternalismo. Coño, ya.     


jueves, 9 de mayo de 2019

Me gustaría...

Me gustaría ser como Cenicienta y en las cenas de trabajo poder salir corriendo a las once y media para estar en la cama a las doce con mis tacones y mi falda convertidos en mi pijama. Me gustaría, alguna vez y para variar, acordarme de bajar la basura cuando digo «cuando baje a la calle, me llevo la basura» y no acordarme cuando estoy doblando la esquina de mi calle. Me gustaría que mi móvil me importara tanto como para tener los iconos ordenados. Me gustaría que, cuando muestro entusiasmo por algo o alguien, los demás no me miraran como si estuviera loca o no supieran que estoy diciendo. Y que me hicieran caso, claro. Me gustaría saber qué cortocircuito neuronal lleva a casi todos los hombres de mi curro a intentar encalomarme sus marrones laborales acompañados de la frase «Yo es que tengo muchísimo trabajo». No sé si me encabrona más que crean que yo no tengo nada que hacer o que, de verdad, crean que lo van a conseguir. Aunque puede que lo más me hostilice sea el hecho de que sé que la mayoría de ellos no hacen ni el huevo. Me gustaría que mi profesora de inglés no tuviera que recordarme nunca más que detrás de make va infinitivo y que la gente no se tomara las frases de cierre de un correo electrónico de manera literal o tendré que dejar de poner «Un abrazo». Me gustaría poder enviar un correo al gobierno de Estados Unidos y explicarles de manera didáctica y sencilla que ningún malvado del planeta va a ser tan estúpido como para responder que sí a la ristra de preguntas tontas que te hacen para sacarte el ESTA. Me gustaría decirles, de manera pausada y calmada, que todo ese trámite es una memez que no sirve para nada. Me gustaría acordarme de porqué en la adolescencia cuando tu madre te pide un beso, tú prefieres donarle un riñón antes que dar una muestra pública de cariño. Me gustaría que mi hija estuviera leyendo Mujercitas y no After. Y me gustaría no preferir eso en honor a mi yo adolescente que, a su edad, leyó la saga entera de Flores en el ático arrobada de emoción. Me gustaría tener una obra de arte en mi casa, un cuadro colorista y luminoso con una historia complicada detrás. Me gustaría tener pasta, tiempo y valor para solicitar una estancia en algún retiro de escritores en Estados Unidos y empezar allí, obligada por la presión de hacerlo bien, a escribir algo nuevo. Me gustaría que todo mi entorno escuchara el podcast Cold para poder comentarlo con alguien y dejar de ir en mi coche pensando «no me lo puedo creer» según avanzo en la historia. De hecho, me gustaría no pensar que me estoy obsesionado con ella. Me gustaría también que uno de mis podcasts de cabecera, el más antiguo de todos los que sigo, no se hubiera convertido en una tertulia de mal gusto, plagada de gente encantada de conocerse que pontifica sobre todo investidos por la autoridad divina que les da ser ellos mismos. Me gustaría que el último programa no me hubiera dado tanta vergüenza ajena como para pulsar «dejar de suscribirse». Me gustaría que no me diera tanta pereza ir al ginecólogo, hablar por teléfono y archivar correos electrónicos. Me gustaría saber cuántas manzanas más tengo que traer al curro para picar a mediodía para que empiecen a gustarme y dejen de parecerme un castigo. Me gustaría que comer roquefort fuera sano y redujera el colesterol. Y ya puestos que eliminara las arrugas y diera luminosidad a la piel. Me gustaría conocer a Guillaume Canet. Y ser capaz de decirle que es el típico tío que hace que me trague una peli horrible solo por el placer de contemplarle. Ahora que lo pienso me gustaría que Guillaume Canet fuera la obra de arte de mi casa. Aunque la historia complicada detrás me convirtiera en Kathy Bates.