miércoles, 3 de abril de 2019

Lecturas encadenadas. Marzo

Marzo ha sido un mes de lecturas espectacular y di una charla TEDx pero eso todavía no toca contarlo.

Al lío.

Agudas. Mujeres que hicieron de la opinión un arte, de Michelle Dean. Traducido por Laura Vidal. Este libro me lo envío la editorial Turner por sorpresa y según me llegó me puse con él. Me apeteció, sin más. Es  un ensayo que recoge la historia de varias mujeres  que opinaron sin miedo, siendo muchas veces muy agresivas y sufriendo consecuencias tanto por lo que dijeron o como lo dijeron como por lo que callaron. Es interesante, ameno y crítico. No es una oda a las mujeres, no es una exaltación de lo femenino como una cumbre de perfección a salvo de equivocaciones ni es una letanía por la invisibilidad sufrida en el mundo de la opinión. Dean ni esconde ni justifica los errores: Parker y su final "sin talento", Didion y sus vaivenes sobre el feminismo, Arendt y su tibieza con la segregación o el racismo o el hecho de que muchas tuvieran relaciones con hombres que las manipularon y que se aprovecharon de ellas. En el amor da igual lo listo que seas, todos hacemos el idiota igual.

Dean sigue más o menos el mismo esquema en todos los perfiles, desde Dorothy Parker a Rebeca Mead: qué les hizo famosas, como llegaron a hacerse escritoras, los errores que cometieron, las consecuencias de los mismos, las trifulcas y polémicas en las que se vieron envueltas, sus virtudes como escritoras y también sus defectos, su posición en o frente al feminismo y las relaciones tanto de amistad como de animadversión que desarrollaron entre ellas.

Todas ellas empezaron "fuera", en los márgenes de la opinión escrita y de ahí su acidez, de ahí su empeño en ser afiladas:
«Su estilo polémico en ocasiones provocó que se pasara por alto a estas mujeres, que no se las considerara serias. La ironía, el sarcasmo, la sátira son a menudo las armas de quienes están en los márgenes, el subproducto de un escepticismo natural respecto a las opiniones ortodoxas que es consecuencia de no haber podido participar en su formulación. En mi opinión, deberíamos prestar más atención a cualquier intento de intervención cuanto tiene ese matiz. Siempre hay valor intelectual en no ser como el resto de las personas sentadas a una mesa, en este caso en no ser un hombre, pero también en no ser blanco, de clase alta, y no haber estudiado en la universidad adecuada».
Me ha llamado la atención que casi todas se dedicaran en algún momento de su vida a hacer crítica de cine y muchas se forjaran ahí en la polémica y el enfrentamiento. Ninguna tenía ningún problema en criticar con saña a otros y entre ellas. Eran implacables con las películas y también con los libros. Ahora ya nadie hace eso. Algunas perdieron sus trabajos por esas críticas. Ahora ya nadie hace eso o no se les permite. O quizás es que todos queremos estar sentados a la mesa, ya no estamos en los márgenes, y por eso nos guardamos la crítica, el sarcasmo y la sátira para el "humor" y no para la crítica ni cinematográfica ni literaria. (Hablo de medios "oficiales")

Todas también tuvieron problemas para posicionarse con el feminismo.  Y como no hemos inventado nada, muchas fueron acusadas, en sus épocas,  de malas feministas.

Me quedo con esta conclusión de Dean al final del libro:
«Las expectativas que tienen las mujeres, las unas respecto a las otras, la manera en que nos medimos las unas con las otras, nos ilusionamos y también nos decepcionamos, en eso consiste, al parecer, ser una mujer que piensa y sala sobre el acto de pensar, en público».
«Acabo de leer sobre un tío que escribe cómics y parece interesante. Se llama Nick Drnaso» «Vale, del que hablan en el artículo no lo tengo pero este fin de semana te llevo otro de él» Y así es cómo, gracias a mi proveedor habitual de cómics, Beverly de Nick Drnaso llegó a mis manos. No se parece a nada que haya leído o visto antes. El dibujo es frío, cuadrado, rotundo. Los personajes llenan las viñetas, parecen esculturas a las que les cuesta un mundo moverse. Todo parece suceder a cámara lenta, como en cuadros fotográficos superpuestos. Minimalismo para que el espectador sienta agobio, para que todo el tiempo esté esperando que algo siniestro ocurra aunque la viñeta sea de una pareja conduciendo o un hombre yendo en metro. El agobio es tanto que pasas a la siguiente viñeta esperando encontrar alivio pero no lo hay, no hay escapatoria en el mundo de Nick Drnaso. Beverly está compuesto de varias historietas que están interconectadas pero de manera muy muy sutil, hay que estar muy atento para ver ese hilo.

Si hubiese leído este cómic sin conocer al autor no sé que hubiera pensado pero tras leer su perfil en New Yorker, sus dibujos dan la sensación de plasmar su mundo, lo que contaba en la entrevista. Leerle me causó tristeza y también lo hizo Beverly. Es asomarte a algo que no quieres ver aunque sabes que existe: la crueldad, la incomunicación, la desconfianza entre personajes que no son ni excepcionales ni especiales. Es la cara oscura de la vida normal.


Fugitiva y reina de Violaine Huisman. A principios de mes recibí un correo de una amable desconocida que me contaba que era lectora de este blog y que me quería enviar un libro que recientemente había traducido. Me confesaba que le daba miedo por si no me gustaba pero que le hacía ilusión y además creía que me podía gustar. La desconocida se llama Irene Aragón González, el libro era éste y resultó que no tenía por qué haber tenido miedo porque me encantó a pesar de su horrorosa portada (lo siento, editorial Hoja de Lata) y la aterradora frase que viene en la faja: «Premio al libro más hermoso de la primavera».

Si os fiáis de mí, corred a comprarla y leerla sin leer el siguiente párrafo para que todo sea sorpresa.

Es una historia autobiográfica sobre la propia madre de la autora pero, por fin, alguien habla de su madre sin que suene a cuento de Disney, ni ser admirativa hasta el ridículo, ni elogiosa hasta la vergüenza ajena, ni cuenta una historia de superación. Al éxito de esta historia contribuye su estructura en tres partes. En la primera, para mí la más brillante, Violaine  desde sus ojos de niña habla de su madre, una madre a la que intuye diferente, amenazante a ratos, cariñosa en otros pero que las necesita a ella y a su hermana tanto como ellas  la necesitan a ella. La quieren, la temen, la protegen, la observan, la escuchan, la intuyen y la cuidan. En la segunda parte, de manera cronológica, la historia de la madre se despliega ante nuestros ojos en un tono frío casi de informe policial. Una sucesión de hechos, datos, qué le ocurrió, dónde y con quién hasta hacerla quien es. No hay justificación, ni explicación, no hay compasión ni pena.  El tono de Violaine parece decir «esto es lo que ocurrió antes de que yo naciera, antes de que yo pudiera saberlo, antes de que pudiera entenderlo y no importó cuando era niña porque la quería y la temía porque era mi madre».  La parte final es la explicación del porqué de este libro.

Violaine es francesa y escribe como todos los franceses: sin pudor y a las bravas. Tiene un estilo preciso, bonito pero sin florituras, concreto y directo. Evocador sin disgresiones. Ves la casa, las habitaciones, hueles el tabaco y escuchas los pasos pero no pierdes de vista la historia.

Me ha gustado muchísimo porque como he dicho antes no es una exaltación a la madre ni un «mi madre no era como las otras madres pero el mundo la hizo así y yo ahora la entiendo y blablablabla».
«Madre y puta, sumisa y lasciva, consentidora y arisca, ubre y matriz, dependiente y dominada. Las madres tenían todo que perder y mamá lo había perdido todo, poco a poco, empezando por sí misma».
Una madre avasalladora a la que querían con ferocidad porque sabían que ella las necesitaba.

El perro bizco de Etienne Davodeau fue el segundo tebeo del mes. Una historieta intrascendente sin mucho misterio pero que transcurre en las salas del Louvre protagonizada por uno de sus vigilantes y una comisión secreta que decide lo que pasa y no pasa en el museo. Curioso.

Hace años leí en esta columna de Juan Tallón sobre La noche de la pistola de David Carr (traducido por María Luisa Rodríguez Tapia) y lo apunté en mi lista de libros pendientes. Mis brujas me lo pusieron este año al final de mi caminito de chuches el día de mi cumpleaños.

Carr se sienta a  escribir sobre su vida. Un ejercicio doloroso y casi masoquista. Hasta los treinta años su vida fue una vorágine de alcoholismo, adicción, drogas y violencia que destrozó la vida de muchas personas tanto durante los tiempos más duros como cuando decidió rehabilitarse. Carr empezó a beber, a esnifar coca, después a fumar crack y acabó inyectándose directamente la cocaína en un camino de degradación que no terminó hasta que una noche, desesperado por conseguir más droga, metió a sus hijas gemelas de meses en el coche y las dejó aparcadas en la calle mientras él entraba en casa de su camello a drogarse. Al salir y darse cuenta de que milagrosamente seguían vivas decidió rehabilitarse.

Cuando Carr decide escribir sobre su vida se da cuenta de sus recuerdos son vagos, inconexos y que necesita hablar con quienes estuvieron allí con él. Y lo que descubre no solo es que ha olvidado momentos, anécdotas o horrores sino que incluso sus recuerdos más nítidos, todo lo que él está convencido de que pasó, tiene otra versión completamente diferente contada por otra persona.
«Todos recordamos las partes del pasado que nos permiten afrontar el futuro. Los arquetipos de la mentira –piadosa, dolorosa, práctica– se dan a conocer cuando se apela a la memoria. La memoria, normalmente, responde con patrañas».

El 12 de febrero de 2005, el día que yo cumplía cuarenta y dos años y estaba inmersa en mis días iguales, David Carr se desplomó en su mesa del New York Times y murió de un infarto. Me quedo con esto que escribió sobre la muerte de su madre:
«Verla morir fue como ver una carroza gigantesca que se adentraba despacio y con elegancia en el agua».

La noche de la pistola es una crónica necesaria de lo que significa ser un adicto que creo que hay que conocer para entender y horrorizarse entendiendo.

Un buen día de marzo, Aroa Moreno era librera por un día en Tipos Infames. Una excusa buenísima para verla a ella, visitar a los Infames y ver a un par de ilustres lectores de este blog: Nan y Portorosa. Aquella tarde compré  Claus y Lucas de Agota Kristof (traducción de Ana Herrera y Roser Berdagué). Me fié de Aroa y nunca podré agradecerle bastante el descubrirme esta maravillosa novela. Salid a comprarla ahora mismo y leedla.

Agota Kristof era húngara y vivió la II Guerra Mundial. Posteriormente abandonó su país y emigró a Suiza donde en los 80 publicó las tres novelas que tienen como protagonistas a los gemelos Claus y Lucas: El gran cuaderno, La prueba y La tercera mentira que Libros del Asteroide acaba de publicar en un solo volumen. No puedo contar nada del argumento sin reventar la sorpresa que creo que debe ser total para que si alguno se anima a leerla la descubra como yo: quedándose sin palabras.

Pocas veces, muy pocas veces, he leído una crónica de la crueldad y de la maldad más terrible. Crueldad y maldad a la que te enfrentas con rechazo en un primer momento pero con la que te descubres poco después empatizando. Es una crueldad que entiendes y ese entendimiento la hace a tus ojos menos crueldad lo que te hace preguntarte si tú no te estarás convirtiendo también en alguien cruel.

Agota tiene un estilo cortante, seco, con frases cortas que encajan como piezas de puzzles para contar unas vidas llenas de miedo, secretos, frío y sospecha.
«Estoy convencido, Lucas, de que todo ser humano ha nacido para escribir un libro mediocre, da igual, pero el que no escriba nada es un ser malogrado, que ha pasado por la tierra sin dejar ninguna huella». 

Claus y Lucas tiene muchas papeletas para convertirse en el mejor libro que he leído este año. Ya estáis tardando en leerlo.

Y cruzando los dedos para que este mes sea igual de bueno en lecturas y un bizcocho, hasta los encadenados de abril.





lunes, 1 de abril de 2019

Paseando Valencia

Voy a Valencia con Juan de acompañante, de asistente personal. Como dice mi hermano cuando le llamo a felicitarle: «todos te damos apoyo moral pero Juan te acompaña en representación de todos». Valencia es una ciudad que todo aquel que ha puesto alguna vez el pie en una playa de Levante cree que conoce. Es un pensamiento ridículo, una falsa sensación de conocimiento que yo también tengo y de la que soy consciente cuando esta vez, la cuarta en la ciudad, de verdad la paseo. Muchísimos extranjeros: americanos jóvenes y musicales que en cuanto asoma un rayo de sol de perfil reflejado en uno de los tejados imposibles de Calatrava sacan los tirantes, los pantalones cortos y la chanclas aunque el viento frío, húmedo y cortante se te meta hasta los huesos. Cosas de ser de Minesota, supongo. Hordas de italianos montando en bici con pantalones pesqueros y rusos gigantes a los que solo veo sentados en terrazas, no he visto ninguno en movimiento pero supongo que de alguna manera se trasladarán de bar en bar. Me da miedo preguntar, casi me da miedo imaginar. Hilaturas Amparín. ¿Puede haber más ternura, más nostalgia del siglo pasado en un solo nombre? Me preguntó si la señora que vende lazos, encajes, hilos y mil cosas más con nombres preciosos y casi perdidos será una Amparín, si será un nombre que se heredará desde que el puesto se montó en la plaza redonda de la ciudad hace cien años. «Lo siento hija pero te llamas Amparín» «Pero si no me gusta coser, yo quiero ser artista» «Artista, princesa o dentista pero heredas Hilaturas Amparín».Un joven con barba (¿acaso los hay sin barba?) nos mira desde el escaparate de su ¿chiringuito? ¿cocina? ¿tienda? Sabe que tiene una apuesta ganadora. Ha tenido la idea genial, una tan buena que nos sorprende que no se nos haya ocurrido a nosotros: ponerles palo a los gofres y untarlos de cosas aún más dulces y ricas para convertir el siempre placer culpable de comerse un gofre en un pecado tan gigante que te condene directamente al infierno de los agoreros del azúcar. Husmeando como perros de caza el olor a gofre recién hecho (¿acaso hay un olor mejor? No, ni siquiera los bebés huelen tan bien) llegamos a su puerta. «¿Eso que hay encima del gofre es nocilla? Sí, podemos ponerle lo que queráis» Nos alejamos de ese paraíso tirando el uno del otro, «no huelas, no les mires a los ojos, sigue la luz, sigue la luz». En la plaza de la catedral hay tunos y como Dios los crea y ellos se juntan, justo al lado un guiri con complejo de cronner venido a menos, a mucho menos, masacra Wonderful World mientras el acordeonista que se gana la vida asustando a las parejas en las mesas «¿os toco algo?» y consiguiendo dinero sin tocar... se ve obligado a intentar tocar una melodía para acompañar al masacrador de clásicos. Veo, toco y doy vueltas a un vestido de rayas de colores del que me enamoro. Lo vuelvo a dejar en la percha. «Pruébatelo, date un capricho». «No, con estos vestidos hago lo mismo que con los hombres que me parecen atractivos sin conocerlos. Intento no conocerlos para mantener la ilusión de que seríamos perfectos el uno con el otro. Si me lo pruebo y no me queda bien, será una desilusión, igual que cuando conoces a un tío que te parecía atractivo y descubres que es imbécil o que no encajas con él. Prefiero mantener la ilusión». Valenbisi me parece un nombre casi a la altura de Hiladuras Amparín. Parece ideado por un niño de seis años que acaba de perder los dos paletos y, además, devuelve a la bicicleta al lugar del que nunca debió salir, el paseo feliz en llano. Ir en bici bisi, por el parque del río sin río. En España tenemos pocos ríos y nos empeñamos, además, en esconderlos. Parece avergonzarnos que sean raquíticos y enclenques y por eso los revestimos de puntillas y blondas. «¿Tu río es guapo?» «No, pero es simpático y muy culto y tiene Madrid Río o la ciudad de las artes y las ciencias». La Lonja de Valencia me recuerda al Palacio de Aviñón y le hago a Juan una foto parecidísima a la que le hice allí, en La Provenza, hace cuatro años. «Mira que foto te he hecho para que te la pongas de perfil por si alguna vez te apetece ligar» «Sí, es verdad, salgo estupendo, pero dudo mucho que ese momento llegue». «Mejor para mí, así podrás seguir siendo mi asistente personal»

He ido a Valencia a dar una charla TEDx pero esa es otra historia que debe ser contada en otra ocasión. 


miércoles, 27 de marzo de 2019

Notas desde el 22D

Pixtil textile design studio
Notas desde el 22D. Así se titula la entrada en mi cuaderno que escribo desde el avión. Uso un bolígrafo verde, de la radio televisión canaria porque al ir a sacar mi pluma de émbolo cargada de tinta verde he recordado que nunca hay que meter en la cabina de un avión una pluma de émbolo cargada de tinta verde porque por cositas de física y fluidos la tinta verde no lleva bien lo de volar, le entra pánico y busca escapar por el plumín, consiguiéndolo siempre con gran destreza. Soy Ana de los dedos verdes. La pasajera sentada en el 22E es inglesa y lee en su kindle. Me fascinan sus trenzas. La pasajera sentada en el F dormita. Hace un rato intentó pagar una Coca-Cola zero con una moneda de cien pesetas. No sé que me resulta más chocante: a)el hecho de que lo intentara, b)su sorpresa porque el jovencísimo auxiliar de vuelo identificara la moneda y le dijera «Disculpe, señora, esto son cien pesetas» o c) que todavía circulen monedas de cien pesetas. ¿Habrá un mercado de timadores de cien pesetas? «La banda de los veinte duros» me parece un nombre digno de un tebeo de Mortadelo y Filemón. Sus miembros son gente que lo hace por la excitación, por ese breve momento de triunfo al pensar en que ha conseguido colar moneda falsa, que ya no vale nada. Yo creo que lo haría si supiera que hay un Señor Iberia, una especie de primo del Tío Gilito y Mr. Burns, que cada noche cuenta su dinero mientras se ríe: «Jajaja, otra panda de estúpidos a los que les he colado una lata mini de Coca-Cola por 4 eurazos» y al encontrarse mi moneda de veinte duros tuviera un ictus. Por esa satisfacción sí que lo haría. 

Vuelvo de pasar treinta horas en Las Palmas. Contar los viajes en horas es de espías, de gente con cosas que hacer. Cosas aparte de reuniones, charlas, comidas y cenas viendo barcos casi todo el tiempo. Barcos enormes, gigantescos. No sé nada de barcos ni del mar. Justo antes de ponerme a escribir he leído un artículo en el New Yorker sobre un jovenzuelo holandés, de Delft, que con diecinueve años y mientras buceaba en Grecia tuvo una epifanía y decidió que iba a inventar algo para limpiar el océano de plástico. Con sus charletas, su supuesto carisma de joven genio y una buena campaña de relaciones públicas ha conseguido cientos de millones de dólares para construir un prototipo al que ha llamado Wilson, como el balón de rugby de Tom Hanks en Náufrago, y que por lo visto está funcionando regular, tirando a mal, intentando recoger el plástico que forma una especie de isla flotante en el Pacífico Norte. Los problemas vienen por varios motivos que científicos y oceanógrafos habían advertido al muchacho que podían ocurrir. ¿Por qué un chaval consigue cuatrocientos millones de dólares para un invento que limpia y, sin embargo, ese dinero no lo consigue alguien que quiera poner en marcha una gran campaña de concienciación de uso más inteligente del plástico? Por la misma razón por la que la gente se cabrea y patalea cuando le dicen que van a bajar su maleta a la bodega. Porque no queremos esperar, porque no queremos cambiar nuestros hábitos, que son los más importantes y para los que siempre tenemos justificación, y porque somos egoístas. 

La señora del 22C tiene un color de piel fascinante, no aparece como opción en ninguno de los emojis de whasap. 

Volviendo a los que consiguen dinero para cosas absurdas, me acuerdo del documental de Elizabeth Holmes y su fraude. Mismo patrón: diecinueve años, una ideal genial surgida de la nada de alguien sin formación ni estudios serios que la avalen, que consigue que los listos del mundo le den cientos de millones de dólares. ¿Por qué jóvenes con ideas supuestamente revolucionarias consiguen dinero mientras otros con trayectorias científicas detrás no consiguen un puto duro? Por lo mismo. Porque lo queremos todo ya, y por eso no confiamos en el valor de dedicar dos, cinco o diez años a estudiar y conocer una materia. ¿Tienes una idea genial que se te ocurrió ayer mientras comías tofu o madrugabas para hacer meditación? ¡Bien, eres nuestro triunfador! ¿Has estudiado varios años y solo madrugas cuando no tienes más remedio y además comes azúcar? Lo siento, llama a otra puerta, perdedor. ¿Te pones de pie en cuanto el tren de aterrizaje toca la pista? Bien hecho campeón, es evidente que tienes prisa porque tienes cosas que hacer, porque sabes, porque no tienes tiempo que perder. ¿Te quedas sentado esperando a que la gente salga? Bah, seguro que eres un perdedor o no sabes viajar en avión.  

«Sobre quejas elementales, quejas de orden superior y metaquejas»,se titula el capítulo que el señor del 21C  acaba de empezar a leer y le ha convertido en alguien con una historia interesante. Lastima que aterricemos y los listos con cosas que hacer se hayan puesto de pie para salir rápidamente a vivir esa vida trepidante que fingen tener.  


jueves, 21 de marzo de 2019

Un post lleno de peros

«Señorita, estoy seguro de que está usted ahí porque vale mucho. Seguro que si tiene ese puesto y le han dado esa responsabilidad es porque usted lo merece y no porque la hayan colocado ahí pero...» No doy crédito a las palabras que escucho, no me puedo creer que alguien sea tan imbécil, tan estúpido. No, no es estúpido simplemente le parece que decirme esas palabras es lo correcto y que yo, que estoy discutiendo con él por un tema laboral, le voy a dar la razón porque mi corazón se va a henchir de gratitud  porque él, un desconocido incompetente al otro lado del teléfono, reconoce mi valía. PERO no le funciona. 

«El dolor de los demás es siempre una carga fácil de llevar». No era así. Así suena a Paolo Coelho o a sesión de coaching en sábado por la mañana mientras haces estiramientos con desconocidos y por el rabillo del ojo ves que el tentempié de la mañana es muesli con manzana. No era así, era mejor, era en francés. En bretón para ser más exacto PERO no puedo recordar la frase. La escuché en una película basada en un libro que tengo en casa y que no he leído. Me devano los sesos y desenredo google intentando encontrarla PERO no lo consigo. Si pudiera tener un superpoder normalito, digamos un superpoder a ratitos, pediría poder chasquear los dedos y que en el lugar que estoy escribiendo apareciera el libro que busco y que está en la estantería de mi otra casa, o mi cuaderno de lecturas que está en una caja llena de cuadernos debajo de mi cama. Chasquear los dedos y que aparecieran. Ser una Mary Poppins de mis libros y mis cuadernos. 

Lloro en el cine. Vuelvo a ver a los amigos en su casa de la playa y, otra vez, igual que hace nueve años me identifico con ellos. Ahora son más viejos, como yo, sus hijos son mayores, como las mías, han tenido depresiones, como yo y siguen siendo amigos, como nosotros. Lloro en el cine PERO salgo contenta, sonriendo y con ganas de tomarme un vino. Al llegar a casa vuelvo a la primera peli y la entiendo más y vuelvo a llorar.  

Abro un libro. Leo la contraportada y descubro que el autor murió el mismo día que yo cumplía cuarenta y dos años. Se desplomó de un infarto mientras yo intentaba celebrar, en medio de mi depresión, que seguía viva. PERO sobreviví y ahora ensayo mi charla en pijama, en el coche, caminando por la calle, mientras doy vueltas en la piscina. 

Me enfado con M. Han pasado cuatro días PERO no sé cómo desenfadarme. No sé cómo no tener rencor. Me pregunto si seré siempre así o conseguiré aprender a ser alguien que no rumia los cabreos como un vaquero el tabaco, regodeándose en su sabor amargo y negro, aprovechando cualquier oportunidad para escupirlo. 

Y ¿cuándo se aprende a mandar un mensaje sin arrepentirte al segundo siguiente? ¿Cuándo ya no importa? 

No sé nada de poesía PERO me encanta este poema de Elizabeth Bishop.

Y no tenía nada que decir PERO he escrito un post.