miércoles, 20 de junio de 2018

Me gustaría...

Me gustaría que no se notara tanto que realmente no sé mucho de nada. O saber mucho de algo. Ojalá supiera de qué. Me gustaría saber si los demás también creen que no saben mucho de nada y todos fingimos que no nos damos cuenta. Me gustaría que dejara de dolerme el brazo y que en el comedor de mi curro hubiera más fruta que naranjas. Me gustaría acordarme de las pelis que quiero ver cuando decido que quiero ver una película. Me gustaría ser capaz de medir el tiempo; no anticiparme a las preocupaciones y llegar pronto a las citas. Me gustaría que los fabricantes de patatas fritas no hubieran descubierto el secreto para que cuando te compras una bolsa de patatas fritas tengas, obligatoriamente, que terminártela a pesar de haberla comprado con el pensamiento de solo zamparte la mitad y guardar el resto para otro día. Me gustaría no descubrirme haciendo cosas que hacia mi madre y que a mí me sacaban de quicio. Me gustaría que la mantequilla fuera más fácil de untar y que los panes de molde en vez de venir clasificados por con corteza o sin corteza, con semillas o sin semillas, tuvieran un indicativo que dijera «soy bueno, resisto que me untes con mantequilla sin desintegrarme». Me gustaría recordar cada mañana que las ganas de hacerme bicho bola se me pasarán y que el día pasará como tiene que pasar hasta que llegue la noche. Me gustaría no sorprenderme pensando «qué mayor soy» al verme en fotos  de hace unos años y «qué monas eran» al ver a mis hijas en esas mismas fotos. Me gustaría que cuando firmo un correo con «un cordial saludo» cargado de bilis y odio profesional, el destinatario sintiera al leerlo un ligero malestar, un mareo, una breve náusea aterradora y escalofriante de origen desconocido que le sumiera en una zozobra angustiosa durante unos breves minutos, digamos veinte. O treinta. Me gustaría que me gustara hablar por teléfono. Me gustaría ser capaz de mantenerme firme en mi propósito de acompañar a mi hija María en su afición futbolera y no descubrirme pensando en cambiar los libros de sitio y renovar las fotos de los marcos mientras ella me dice «Mamá, así no me acompañas».  Me gustaría poder pedirme un mes sin sueldo y enfrentarme así a un largo verano de tedio, de aburrimiento, de horas sin nada que hacer, llenas de rutinas intrascendentes e inconscientes que ralentizaran el paso del tiempo, como cuando era pequeña y cada día hacia lo mismo y parecía que todos mis días serían siempre así, vividos sin pensarlos. 



lunes, 18 de junio de 2018

Agua con gas, ese invento del demonio


Cuando tienes mucha sed, cuando te duele la cabeza, cuando te estás mareando, cuando tienes los pies hinchados, cuando estás asqueroso de mugre o apestando a sudor, cuando no puedes más de sueño, cuando vas a parir en una película, cuando te da por tener plantas en casa porque dan alegría de vivir, cuando tienes el pelo mugriento, cuando tienes fiebre, cuando quieres escupir en el dentista, cuando quieres limpiar, cuando tu bebé ha desbordado la capacidad del pañal más eficaz del mercado, cuando quieres refrescarte después de...,  cuando quieres darte un festín de macarrones, cuando quieres ponerte una copa que te reconcilie con el día de mierda que has tenido... ¿qué necesitas? Agua. Sin sabor, sin olor, sin gas. Agua. 

Nada de todo eso se puede hacer con agua con gas. Nada. ¿Por qué? Porque el agua con gas es medicina. 

¿Quién bebe agua con gas? Y ¿por qué la bebe? La mejor y más adicta bebedora de agua con gas que conozco es mi ex suegra, una señora maravillosa a la que cuando propones cualquier plan su respuesta es siempre: «si hay vino blanco y cerveza fría, me apunto». Tiene casi ochenta años y jamás bebe agua, como mucho cuando se siente «pesada», bebe agua con gas. ¿Por qué? Ella misma lo dice «porque no es agua» 

El agua con gas es un invento del demonio creado por alguien que se creyó Dios, que quiso mejorar la perfección, cuadrar el círculo, volar a tocar el Sol pero que no quiso ser gaseosa porque le pareció vulgar. Lo alucinante es que encontró nicho de mercado y se vende. Aún hay más, conozco gente que sabe distinguir una de otra y que encuentra maravillosa un agua con gas francesa, exquisita una alemana y «francamente asquerosa» una de marca italiana. El agua con gas es una creída pero la gente que la bebe, o por lo menos la que yo conozco, es gente bastante divertida. Se saben raros, peculiares, absurdos y no lo ocultan. Parecen señoras inglesas con casas llenas de barbies con la cara de Lady Di: «ya sé que esto es una estupidez pero me encanta». Los del agua con gas son así, excéntricos divertidos con una adicción muy tonta a una medicina. 

—Tengo sed. Quiero agua.
—¿Con gas o sin gas?
—¿Cuánto tiempo llevamos juntos? Lo haces para hacerme rabiar, ¿no? 
—Ja. Por supuesto. 

El agua con gas no es agua, es medicina. Es gaseosa con ínfulas. 



miércoles, 13 de junio de 2018

Yo me ofendo, tú te ofendes, él se ofende, todos somos gilipollas.

Los veganos se ofenden porque en el emoji de la ensalada hay un huevo duro. Los ecologistas de pantalla se cabrean porque hay un emoji de un vaso de plástico. Los futboleros se ofenden porque Lopetegui anuncia que se va al Madrid. Otros futboleros se ofenden porque lo cesan dos días antes del mundial. Los de «voy a pasar el rasero de la inclusión por absolutamente toda la ficción que se hace y que se ha hecho desde los tiempos de los faraones» se ofenden porque en una película de dibujos animados un dragón chica es reconociblemente chica. Los adalides de lo políticamente correcto hasta en el ciclo del crecimiento de las uñas, claman al cielo porque un autor o una autora es idiota en sus opiniones personales y, por tanto, eso echa por tierra todo el valor de su trabajo profesional. Esos mismos adalides se cabrean y te amenazan con algo tan terrorífico como "dejar de seguirte" cuando anuncias que tú vas a seguir viendo pelis de tal director de cine o leyendo libros de aquel otro. Las madres y padres se ofenden si a sus churumbeles no los invitan a un cumpleaños, si en el colegio se ofrecen caramelos en vez de fruta recién caída del árbol y cortada en el mismo momento, si se anuncian dulces en televisión o si se crean videojuegos. Se ofenden si un profesor fuma por la calle o quizás, quién sabe, lo mismo hasta bebe cañas. 

Ofendidos por acoger inmigrantes, por un ministro presentador. Ofendidos por las procesiones de Semana Santa, por las manifestaciones del Orgullo. Ofendidos por un Consejo de Ministras. Porque la RAE dice que el plural masculino es el correcto. Ofendidos porque a otros les gusta el fútbol. Ofendidos porque se metan con el fútbol. Ofendidos porque se premia la excelencia. Ofendidos porque se ayuda a los que lo necesitan y no a los mejores. Ofendidos por las que dicen que todo es machismo. Ofendidas por los que dicen que el feminismo matará la vida en la tierra. Ofendidas porque según ellas se folla sin empatía. Ofendidas porque te dicen que lo de follar con empatía es una gilipollez. Se ofenden por el amarillo. Se ofenden por el rojo. Ofendidos con los millenial. Ofendidos con sus padres porque no les prepararon para "lo que iba a ocurrir". Ofendidos por las opiniones diferentes a las nuestras. Ofendidos por las tonterías de los demás. Ofendidos cuando otros opinan que somos nosotros los que decimos tonterías. Ofendidos cuando nos hablan. Ofendidos si nos ignoran. Ofendidos si nos tocan. Ofendidos si no nos abrazan. Ofendidos porque he ilustrado este post con la imagen de un niño. Ofendido porque los demás no son tan perfectos como yo creo que soy. 

El umbral de la ofensa pintado con tiza en el suelo.  

Bienvenidos a la era del «Pues no respiro porque la vida no es como yo quiero».  



lunes, 11 de junio de 2018

El olor de los recuerdos

El camino de baldosas amarillas que lleva al portal. No sé porqué son de ese color y si alguien, alguna vez, en los sesenta años que llevan ahí alguna vez ha intentando cambiarlas pero el caso es que resisten y yo, que ya tengo una edad para saber que las cosas cambian aunque nos parezcan perfectas, cada vez que voy temo no encontrármelas. La puerta azul del portal que hay que empujar siempre con el hombro. La foto inmensa, en blanco y negro, de esa playa antes de ser esa playa, antes de que hubiera nadie ni nada. Mar, arena, roca y palmeras. Me gusta pensar que el color amarillento que la va cubriendo cada año es la pátina que nuestros recuerdos van dejando sobre ella y no restos microscópicos de cremas bronceadoras y aftersun que se han ido pegando ella tras más de cincuenta años viendo pasar veraneantes. El ascensor y su espejo en el que siempre te ves moreno, guapo, atractivo, feliz. Es un ascensor en el que no puedes ser infeliz y en el que yo, ahora, valoraría quedarme a vivir o por lo menos robar el espejo. La puerta con relieve, la llave FAC que giras sintiendo que estás jugando a las casitas. El cuadro de la plaza mayor en el siglo XVIII con espectáculo taurino, el mueble bar con platitos de aluminio de colores para los frutos secos y la botella de Pipermint que lleva ahí cincuenta años. Los espejos con forma de sol que han completado ya una vuelta completa al ciclo de la moda; fueron super tendencia, fueron horribles, fueron horteras y ahora vuelven a ser lo más de lo más. Los muebles castellanos con aspecto renovado tras un proceso intenso de barnizado, decapado y repintado pero que en el fondo siguen siendo los mismos.  Los sofás con más de cincuenta años que nos negamos a cambiar, a pesar de que piden a gritos su eutanasia, porque sabemos que no encontraremos otros mejores. Serán más nuevos, más cómodos, más fáciles de mover y de limpiar pero no serían nuestros, no tendrían vida, ni historias que contar, ni roces que nos recordaran todas las veces que nos hemos sentado, las siestas que nos hemos echado, las noches que hemos pasado en ellos. Quizás los estamos haciendo sufrir pero no somos capaces de matarlos, los honraremos cuando llegue su momento. El papel de flores amarillas y marrones desapareció  y nadie lo echa de menos pero el panel de madera continúa, va camino de completar el mismo ciclo que los espejos de sol. Los sillones de paja con forma de huevera en los que al sentarte, te hundes hasta tener casi los ojos a la altura de las rodillas. Las tazas de desayuno de duralex transparente en las que el café sabe distinto, sabe mejor que en el más fino juego de porcelana del mundo. El mapamundi de perspectiva imposible en el que se enfrentan las costas de Italia y África nombradas como Europa y Barbaria. La tetera de aluminio con tapa granate. La mesa de tapa de piedra de la terraza. Las sábanas con el nombre del edificio y el piso bordado en el borde. Ya no las usamos porque son imposibles de planchar pero tienen que estar y las guardamos en los armarios perfectamente ordenadas, mucho más ordenadas que cuando las usábamos. El cenicero de pie y el ventilador de aspas rojas que cómo el ventilador que todos dibujaríamos si tuviéramos que hacerlo; es el prototipo de ventilador. El tétrico cuadro de un bosque invernal, con árboles desnudos, casi secos y un fondo de nubes violeta pintado por la mítica Tía Leni, familiar legendario que mi generación y que para las posteriores es alguien que pintaba y relacionado de alguna manera con nuestra familia. 

Todas esas cosas están pero hay otras que han ido desapareciendo. Los buzones que tapizaban una de las paredes del portal y en las que yo, antes de saber que para recibir cartas alguien tiene que escribírtelas, metía los dedos cada vez que pasaba, esperando encontrar las palabras de algún desconocido que quería conocerme. El mostrador del portero con su teléfono de monedas para llamar y que te llamaran. El edificio en obras justo al lado en el que una vez dejé escondida una carta de amor para el primer chico que me gustó y que inauguró la extendida tendencia a ignorarme por parte del género masculino. El minigolf misterioso con árboles, parterres, muros de arbustos y rosaleda que es para mí el mejor parque en el he estado nunca. En esta última visita ha desaparecido «Villa Moni» y la próxima vez habrán desaparecido las pistas del tenis del Hotel Delfín, nunca había nada jugando y en ese desuso radicaba todo su encanto. Ya nunca podré soñar con aprender a jugar al tenis en ellas. 

Cada vez que vuelvo temo que algo más haya desaparecido, que se haya esfumado para siempre, que otro trocito de mis recuerdos haya dejado de tener anclaje físico y pase a ser solo una sensación, una imagen, que se vaya borrando con el paso de los años. Pero, lo que más temo es que desaparezca el olor, porque allí huele a recuerdos, a los míos y a los de toda mi familia. Un olor compuesto por las historias que llevamos más de cincuenta años construyendo alrededor de todos esos objetos que para los demás, para los que llevamos allí por primera vez,  pueden ser trastos feos, absurdos o rídiculos pero que, para nosotros, La Familia, son preciosos porque acumulan capas y capas de nuestras vidas. 

Bueno, temo que desaparezca el olor y la botella de Pippermint.