jueves, 19 de abril de 2018

El gatillo

Se llamaba Eladio o Elpidio o Elias, algo con E. Era periodista cuando para mí ser periodista era algo casi tan mágico como ser astronauta, Indiana Jones o librero. Trabajaba en la Agencia Efe y llevaba camisetas negras de grupos de música, una cazadora de cuero de las que por entonces se consideraban de macarras y ahora venden en Zara convertidas en outfits  y botas.  Tenía mundo, sabía cosas, era mayor y despredía ese aplomo que te parece que tiene alguien de treinta y cinco cuando tú sólo tienes dieciocho. Nos hicimos amigos. No, amigos no. Eramos compañeros de clase, de esos que no tienen nada en común más que saberse iguales frente a todos los demás. Lunes, miércoles y viernes o martes y jueves, no me acuerdo, íbamos a clase de francés a primera hora de la mañana. En primer año de carrera me sentía mayor, independiente, era el momento de construirme una vida y "hacer cosas" y por algún motivo creí que estudiar francés era buena idea. Odié el francés desde el primer día y él me odió a mi. No se me daba bien y al hablarlo mi lengua tropezaba con mis dientes, mis labios o se enredaba con las fricativas. Nada de eso me pasaba con el inglés. Refunfuñaba al levantarme para ir a clase, refunfuñaba en el metro de camino pelearme con los verbos y supongo que intentaba no refunfuñar en clase sin conseguirlo y quizá fue eso mi enfurruñamiento de frustración fue el que le hizo gracia y empezar a hablar conmigo.  Nos reíamos, intentábamos que nos tocara siempre de pareja en los ejercicios de conversación, tomábamos café y, sobre todo, cogíamos el metro de vuelta al terminar las clases. Es en el metro dónde tengo mi recuerdo más nítido con él. Viajábamos en dirección norte, hacia Plaza de Castilla, de pié en el centro del vagón charlando sobre música, creo que sobre Jethro Tull porque siempre pienso en él al oír su música, y en un determinado momento me miró y me dijo: «eres la queja que camina».

Hay lugares que son un gatillo que dispara los recuerdos. Pasas por delante y vuelves a ellos sin que te de tiempo a pensar. Ayer, al volver del teatro pasé por delante del Instituto Francés y volví a acordarme de él. ¿Cuántos años han pasado? Veinticinco por lo menos. Elías, Eladio o Elpidio, quizás sigas siendo periodistas, quizás sigas llevando camisetas negras y  chupa de cuero negro. Quizás te acuerdes de mí, sigo siendo la queja que camina y no he aprendido a hablar francés pero me defiendo bastante bien cuando me paseo por Francia de vacaciones.  

 Elías, Eladio o Elpidio, ayer me acordé de ti. Acabo de recordar que fumabas. 



lunes, 16 de abril de 2018

Autorretrato (2018)


Te crees especial, diferente, distinguible hasta que te  paras a analizar que el «me recuerdas a alguien» que escuchas, casi siempre, al conocer a alguien, en realidad quiere decir «te pareces a todo el mundo». O cuando tras veinte visitas a los Verdi, la taquillera te sigue pidiendo el DNI porque no recuerda tu cara de la tarde anterior. Tú no le recuerdas que viniste el día anterior y la semana pasada, ni la anterior, ni todos los fines de semana del invierno porque no hace falta violentar a nadie haciéndole creer que tiene mala memoria cuando lo que ocurre es que tienes una cara que se olvida, que no se fija, que se borra, que no deja rastro. 

¿Cómo es tu cara? Empezando desde arriba tienes pelo. Mucho pelo. Ahora mismo, ni largo ni corto, aunque para los fanáticos del pelo largo lo llevas cortísimo y para los radicales del rapado eres Rapunzel. Tienes la sospecha de que tu peluquera, con la que llevas veinte años, quiere dejarte un corte como el que lleva  Yvonne Reyes (antes de ser Yvonne Reyes) en una foto que decora las escaleras de la peluquería. Buena suerte con eso. Te tiñes el pelo de tu color, bueno del color que tenías cuando no eras mayor, ahora es blanco. No te decides a dejártelo blanco por pereza, pero estás a punto de hacerlo. «No lo hagas, parecerás mayor». «¿Y qué?» piensas tú, ya eres mayor. Mary Beard, Jane Goodall, Cruela de Ville, todas son mujeres con el pelo blanco a las que miras con admiración. No las ves y piensas «parecen mayores», las ves y las envidias. Además, si te dejaras el pelo blanco tendrías algo que llamaría la atención, te borrarías menos; una buena mata de pelo como una boya de reconocimiento entre una marea de cabezas de colores. Y, además, sería una buena mata porque tienes buen pelo, muy bueno. «¡Qué buen pelo tienes!» te dijo la madre de tu amiga Olvido, María Ángeles, cuando tenías ocho años, un día que llegasteis a su casa corriendo sudorosas en busca de ya no recuerdas qué. Pusiste tal cara de sorpresa ante ese halago que se vio forzada a explicarte que tenías el pelo grueso, denso, fuerte. Hasta ese día habías creído que todos los pelos eran iguales, salían de la cabeza y crecían. Punto. Te lo dijo durante cuarenta años, cada vez que te veía y no lo has olvidado nunca. Aprendiste aquel día que hay pelos finos, quebradizos, rebeldes, foscos, frágiles, pobres y que a ti, en la lotería de la vida, te tocó un buen pelo. La mayor parte del tiempo no le dedicas ni un solo pensamiento a tu pelo y él parece vivir feliz con tu indiferencia. No sabes qué opinará de hacerle parecer mayor, de mostrar su verdadera edad, quizá se vuelva rebelde. 

Tras un buen rato valorándolo decides que tu cara es redonda, no llega a torta de pan (en realidad no sabes lo que es una torta de pan o que, mejor dicho, solo tienes una ligera idea de cómo deben ser pero nunca has visto ninguna) ni a Luna de Méliès pero es redonda. Jamás colaría como una de esas «caras angulosas» tan de protagonista de novela. A los lados tienes, menos mal, dos orejas que son más pequeñas de lo normal, muy pequeñas. Llevas pendientes, incluso durmiendo, casi siempre los mismos. Unos pequeños de oro blanco que te regalaron cuando cumpliste treinta años. No los has llevado durante catorce años seguidos, claro que no. A veces, cuando te sientes estilosa o con ganas de hacer un esfuerzo, te los cambias según la ropa que lleves: unos rojos, unos azules, otros aros dorados. Lo haces hasta que te cansas de fingir o llega el invierno y se te olvida cambiártelos y casi se te olvida que tienes orejas. 

Tienes una frente standard: ni muy ancha, ni muy estrecha. Talla única. Sin marcas ni cicatrices de viejas heridas de infancia. Siempre fuiste una niña muy prudente y muy miedica: nada de correr riesgos, saltar o tener prisa. No tienes interesantes anécdotas que contar pero a cambio tu frente aparece limpia y a salvo de explicaciones. En su centro, eso sí, se puede ver el cumplimiento de una profecía: «Niña, no puedes estar siempre enfurruñada, te saldrán arrugas». Fuiste una niña enfadada con el mundo y tu abuela te advirtió, ahí están, dos lineas paralelas perfectas justo encima de tu nariz. Frunces el ceño frente al espejo. ¿Sigues haciendo ese gesto cuando te enfadas? Crees que no pero no lo sabes. A los lados de esas arrugas heredadas de la infancia están tus cejas. Arqueadas, de color castaño oscuro, sin canas. «Deberías limpiártelas» te dijeron una vez. Pagarías por ver tu cara de sorpresa al escuchar ese comentario. Lo has intentado un par de veces, frente al espejo, muy seria, con las pinzas en la mano y sin tener mucha idea de los pelos que se supone debes arrancar para limpiar, no sabes qué pelos son los que ensucian. Tras un par de intentos has decidido que no merece la pena esa punzada de dolor al arrancarte un pelo, probablemente el equivocado, y ese amago de lágrima en la esquina de tu ojo. Quizá la gente comente «Madre mía, cómo lleva las cejas de horribles» pero te cuesta creer que alguien preste atención a unas cejas siempre que estas no sean algo espectacular: las de Brézhnev o Blas o no existan. Las cejas, como todo lo verdaderamente importante de la vida, solo se ven cuando no están. 

Tienes los ojos pequeños. Ni almendrados, ni muy redondos, ni muy rasgados. Normales. Durante muchos años creíste que los ojos marrones eran una categoría absoluta y la más abundante en la naturaleza. Ojos marrones sin matices, no había que explicar más. Puede que esta idea simplista del color marrón viniera de tus años de convivencia con el uniforme del colegio que también era marrón y espantoso. ¿Para qué fijarse en el color de tus ojos si ya sabías que eran marrones, que no había sorpresas? Más adelante descubriste que tienes los ojos de color marrón oscuro, casi negro, formando pareja con los de tu hermano Gonzalo. El otro par de hermanos, los del medio, Borja y Elena, comparten un color marrón más claro, más hojas de otoño. Hermanos a pares. 

Casi no tienes pestañas. No sabes si alguna vez las tuviste, espesas y curvadas como las de tus hijas o tus sobrinos, y por el camino las has perdido o siempre fuiste de pestaña escasa. «Ponte postizas, vas a flipar. Te despiertas por la mañana y ¡te ves guapísima!» te comentó una amiga hace un par de meses. Sé sincera: verte no guapa, guapísima nada más levantarte y, sobre todo, aletear tus pestañas te pareció algo muy tentador, emocionante. ¿Cómo será verte guapísima nada más despertar? Quizás lo hagas cuando te dejes el pelo blanco. 

«Patas de gallo» Tú no les ves el parecido con las patas de gallo por ninguna parte pero tienes ya esas arrugas a los lados de los ojos que la gente se empeña en llamar así. Te pasa lo mismo con el tejido «pico de gallo», eres incapaz de ver un pico de gallo en el entramado de esa tela. «No entornes los ojos que se hacen arrugas» A ti te gustan esas arrugas, te hacen reír, parecen decir que has mirado mucho intentando ver cuanto más mejor o que, estás perdiendo vista y achinas los ojos. Cuando no duermes tienes bolsas bajo los párpados. Romboidales si estás muy cansada y más circulares cuando sólo te faltan un par de horas de sueño. En vacaciones desaparecen. A veces te asusta su presencia y piensas que si creyeras en las cremas de contorno de ojos y, sobre todo, si las usaras te podrías librar de ellas. 

Mofletes. Tienes mofletes. Ni pómulos ni mejillas. Mofletes redondos, pellizcables, achucharles cuando te ríes, cuando estás contenta. Ya no tienes edad, hace mucho que dejaste de tenerla, para que nadie te pellizque los mofletes pero que alguien pruebe a pellizcar unos pómulos, no se puede. Los pómulos son distinguidos y altivos, pinchan. Entre tus mofletes y tu barbilla, cuando sonríes, se forma un romboide casi perfecto. Las aletas de tu nariz forman el vértice superior y la punta de tu mentón el inferior.  A los lados, conectando ambos puntos, dos pliegues ligeramente asimétricos a los que dan sombra tus mofletes. Son asimétricos porque el de la izquierda tiene un surco de más. Un surco, una arruga, que no sabes de dónde sale, no sabes si es una cicatriz o si simplemente ahí sobra más piel o durante mucho tiempo tu sonrisa estuvo desequilibrada. Aprendiste a sonreír hace tan solo cuatro años, en el peor momento de tu vida. Aprendiste a sonreír con naturalidad aunque no tuvieras ningún motivo para ello. Ahora, cuando sonríes lo haces con toda la cara y cruza ese rombo la linea horizontal que forma tu boca. Tus labios son finos, sin personalidad, unos labios funcionales y anodinos, sin interés. A veces, coincidiendo con tus cambios de pendientes te los pintas pero, entonces, te  parece que vas disfrazada. Quizás con la mata de pelo blanco queden mejor... quizás parezcas una vieja diva. O una loca. Detrás de los labios están tus dientes imperfectos formando el frente popular de Judea contra la marea de sonrisas de dientes perfectos que recorre nuestra sociedad. Sonrisas de anuncio, intercambiables, que iluminan la noche. La tuya no es una de esas, es personal, característica, tuya para lo bueno y para lo malo. «¿Vas a arreglarte los dientes antes de la boda?» Jamás olvidarás el día que alguien de sonrisa intercambiable, pelo perfecto y piel perfecta te dijo eso, poco antes de casarte, insinuando que tu diente roto era claramente un defecto. Jamás has pensado arreglártelo. Es una de tus pocas cicatrices de guerra, un recuerdo de aquel día, en el pasillo de 4º de EGB,  en el que creíste que tus amigas y acabaste descubriendo, con la boca clavada en el gres rojo del suelo, que o bien tu pesabas de más o tus amigas tenían fuerza de menos. Te encanta tu diente roto. 

¿Qué más tienes en la cara? Justo en medio una nariz. Ni grande, ni pequeña, ni enorme, ni aguileña, ni respingona ni con personalidad. Es ligeramente redondeada en la punta y con tendencia a desarrollar granos en el momento más inoportuno. Cuando te enfadas abres despliegas las aletas de las narinas como un búfalo a punto de embestir, como queriendo aprehender más aire para atacar con más fuerza. También lo haces cuando tienes la respuesta perfecta en la punta de la lengua y estás disfrutando con antelación el triunfo. 


Si te miras durante mucho tiempo al espejo dejas de reconocerte o, mejor dicho, pareces otra persona. Pero no, eres tú, lo que ocurre es que no te miras, vives con la imagen mental que tienes de ti  y, a veces, no cuadra con lo que ves cuando de verdad te miras. Por eso hoy, te has parado y te has mirado. Para verte. 


miércoles, 11 de abril de 2018

Prueba de guión para comedia familiar con adolescentes

  
Interior cocina. Se respira tranquilidad, calma, cotidianeidad. Todo parece ir bien. Una madre cuarentona y su hija adolescente lían croquetas. (Inciso de guionista, creemos que es importante introducir la realidad española y qué hay más español que las croquetas caseras de jamón) La madre maneja las cucharitas mientras recuerda cómo ella veía hacer eso a su madre y la envidiaba por su destreza. Ella posee ahora esa habilidad y la exhibe casi con chulería.


ADOLESCENTE
¿Puedo hacer yo lo de las cucharitas?

MADRE
Ni hablar.

ADOLESCENTE
Rebozar es un rollo. Se me manchan las manos.

MADRE
Esto es como lo de los huevos.

ADOLESCENTE
¿Qué de los huevos?

MADRE
Cuando seas padre comerás dos huevos y
cuando seas madre harás lo de las cucharitas.

ADOLESCENTE
Yo ya como dos huevos y cuando sea mayor iré a tu casa
y me darás las croquetas ya hechas.

MADRE
Entonces no podrás comerte la masa cruda que es lo que a ti te gusta.
Y cuando seas mayor me iré a vivir al extranjero.

ADOLESCENTE
Ja. Sí, claro.

Clic, clic, clic. Se quedan en silencio. Solo se oyen las cucharitas. Por fin, terminan. En silencio, se ponen a recoger aunque es obvio que LA ADOLESCENTE está tratando de escaquearse mientras LA MADRE recoge todo.  

MADRE
Por favor, guarda el tuper.

ADOLESCENTE
¿Dónde?

MADRE
No sé, ¿tú qué crees? ¿En el cajón de los calcetines?
¿En el armario de los abrigos? ¿En tu mochila del colegio?
¿Dónde guardamos las croquetas siempre?

ADOLESCENTE
Vale, vale en el congelador.

LA ADOLESCENTE abre un congelador de 170 cm de alto, con varias baldas en las que se ven otros tupers, unos tarros de cristal con algo que parece crema de calabaza, una bolsa de espinacas congeladas, pizzas.

ADOLESCENTE
No cabe.

MADRE
En ese congelador cabe un cadáver, el tuyo por ejemplo.

ADOLESCENTE
¿Eso es sarcasmo?

LA MADRE está fregando de espaldas los cacharros, la vemos sujetar el estropajo con fuerza, intentando no estallar.

MADRE (murmura)
Que no cabe, que no cabe.
 Sé a qué juega, a que vaya yo. Y no pienso ir.

(En voz alta)
Claro que cabe. Piensa que es tu maleta del campamento
y tienes que meter las veinticuatro camisetas
que dices que necesitas para quince días.

ADOLESCENTE
Muy graciosa. 
Ya está. Ha cabido.

LA ADOLESCENTE sale tan campante de la cocina. Se la ve satisfecha, contenta. Pensando que con ese ratito que ha pasado liando croquetas ha ganado suficientes family points como para poder desentenderse de su madre el resto del día. «Eh, que yo he liado croquetas» va a ser su respuesta ante cualquier petición que perturbe su paz. 

II

LA MADRE sigue en la cocina. Abre la nevera, saca unas fresas y variados alimentos para preparar una ensalada. En un rapto de inteligencia decide que no tiene porqué hacerlo todo ella y decide llamar a su otra hija para que le ayude. Sale de la cocina y llega al salón. Su hija está allí, sentada, mirando su móvil.  

MADRE
María, cariño, ¿podrías?

No hay respuesta. Sabe que su hija no está muerta porque la ve pestañear.

MADRE
María, por favor, ¿me atiendes un momento?

Casi le parece ver sus palabras volando por al aire y cayendo en el regazo de su hija sin que ella se de cuenta.  Piensa en todas esas cositas chupis de «no pierdas la paciencia, tú eres la adulta, respira hondo»
MADRE
María, te estoy hablando.

Casi puede ver como su hija barre con sus manos las letras de sus palabras y las tira al suelo. Permanece de pie, a dos metros de su hija, esperando que se de cuenta de su presencia. Cronometra dos minutos y se da cuenta de que podría permanecer allí y caer muerta antes de que su hija se de cuenta.  LA MADRE ESTALLA.

MADRE
MARÍAAAAAAAAAA

MARIA
¿Qué pasa? Tranquila, tranquila... ¿qué quieres?

LA MADRE abandona la escena murmurando

MADRE
No veo el momento de que se independicen. «Tranquila» me dice, es que la mato.Tantas intepretaciones intelectualoides de Saturno devorando a sus hijos y me apuesto una mano a que Saturno se los come porque le dijeron «tranquilo, que ya vamos» después de que él se desgañitara a llamarlos. 



lunes, 9 de abril de 2018

El Arte de las personas.

Esta escultura humana con  cuerpo imposible de héroe griego es Sergei Polunin. Hoy, por fin, he podido ver Dancer, el documental que cuenta su vida. Veinticinco años que le llevan de una infancia pobrísima al sur de Ucrania «todos éramos pobres y cuando todos son pobres no notas la diferencia» hasta llegar a ser, con dieciocho años, el bailarín solista más joven de la historia del Royal Ballet de Londres. Su (corta) trayectoria vital tiene sus altos y sus bajos: la cultura soviética del esfuerzo, la pobreza, su familia desintegrándose y emigrando para costear su educación, la adolescencia solitaria en Londres, las drogas, las rabietas...la crisis, el abandono. Pero todo eso no es lo importante, lo que más me ha llamado la atención es que pocas veces he visto, en un documental o en cualquier otro medio, pocas veces he sido tan consciente de la diferencia entre la persona y el artista, entre la vida y el arte. 

El niño, el joven Polunin habla a cámara y es débil, se le ve aterrorizado, desconcertado, desorientado. Es inconsciente «me tomo esto que se inventó para los soldados americanos, me da el subidón durante la función y luego no recordaré nada», es rencoroso y puede que, incluso, un poco malvado con su madre. Su cuerpo parece fragil, estrecho, inconexo, desproporcionado, nada especial. Tiene quince, dieciocho, veinte años y son los mismos quince, dieciocho o veinte que cualquier otro chaval. Pero cuando baila, cuando es Polunin el bailarín crece hasta hacerse inabarcable. Su cuerpo parece desenroscarse, ampliarse, expandirse y, aun siendo asombrosa esa transformación física, lo más increíble es su cara, sus ojos. Cuando baila, sobre el escenario, todo él parece otra persona, se convierte en un sabio, su cara es diferente, su mirada es profunda y en él está todo. Se convierte en un artista. 

En los últimos meses hay una corriente de opinión que defiende la idea de que si un artista tiene un comportamiento digamos incorrecto en cualquier aspecto de su vida (y esto es mucho decir porque, para mí, aplicar criterios de 2018 a comportamientos de hace veinte, treinta o cuarenta años es absurdo) todo su arte deja de ser valioso. Le he dado muchas vueltas a esto y para mí, una cosa es la persona y otra su arte, su obra, lo que pinte, cante, escriba o baile, como en este caso. 

Yo no puedo dejar de mirar a Polunin cuando baila, cuando se mueve, cuando hace arte. No sé nada de baile y aún así me cautiva, me estremece, me embelesa. Me parece fascinante. Probablemente si me cruzara con él por la calle ni le vería y muy seguramente si hablara con él me parecería infantil, inseguro y quién sabe cuántas cosas más, pero eso da igual, nada de lo que Polunin haga o diga en su vida rebaja el talento de su arte. 

No quiero saber si Nabokov era un depravado, si Picasso era machista, o si cualquier otro artista miente, se droga, se emborracha, abandona a su familia, tiene treinta amantes o ninguna o a qué partido vota. O, mejor dicho, saber todo eso no invalida el valor del arte de esos creadores, la emoción que su arte puede provocarme. De la misma manera, saber que alguien es una cumbre de virtuosidad no me hace valorar más su arte.  

Y creo que así debe ser. 

La persona.
El artista.