lunes, 16 de abril de 2018

Autorretrato (2018)


Te crees especial, diferente, distinguible hasta que te  paras a analizar que el «me recuerdas a alguien» que escuchas, casi siempre, al conocer a alguien, en realidad quiere decir «te pareces a todo el mundo». O cuando tras veinte visitas a los Verdi, la taquillera te sigue pidiendo el DNI porque no recuerda tu cara de la tarde anterior. Tú no le recuerdas que viniste el día anterior y la semana pasada, ni la anterior, ni todos los fines de semana del invierno porque no hace falta violentar a nadie haciéndole creer que tiene mala memoria cuando lo que ocurre es que tienes una cara que se olvida, que no se fija, que se borra, que no deja rastro. 

¿Cómo es tu cara? Empezando desde arriba tienes pelo. Mucho pelo. Ahora mismo, ni largo ni corto, aunque para los fanáticos del pelo largo lo llevas cortísimo y para los radicales del rapado eres Rapunzel. Tienes la sospecha de que tu peluquera, con la que llevas veinte años, quiere dejarte un corte como el que lleva  Yvonne Reyes (antes de ser Yvonne Reyes) en una foto que decora las escaleras de la peluquería. Buena suerte con eso. Te tiñes el pelo de tu color, bueno del color que tenías cuando no eras mayor, ahora es blanco. No te decides a dejártelo blanco por pereza, pero estás a punto de hacerlo. «No lo hagas, parecerás mayor». «¿Y qué?» piensas tú, ya eres mayor. Mary Beard, Jane Goodall, Cruela de Ville, todas son mujeres con el pelo blanco a las que miras con admiración. No las ves y piensas «parecen mayores», las ves y las envidias. Además, si te dejaras el pelo blanco tendrías algo que llamaría la atención, te borrarías menos; una buena mata de pelo como una boya de reconocimiento entre una marea de cabezas de colores. Y, además, sería una buena mata porque tienes buen pelo, muy bueno. «¡Qué buen pelo tienes!» te dijo la madre de tu amiga Olvido, María Ángeles, cuando tenías ocho años, un día que llegasteis a su casa corriendo sudorosas en busca de ya no recuerdas qué. Pusiste tal cara de sorpresa ante ese halago que se vio forzada a explicarte que tenías el pelo grueso, denso, fuerte. Hasta ese día habías creído que todos los pelos eran iguales, salían de la cabeza y crecían. Punto. Te lo dijo durante cuarenta años, cada vez que te veía y no lo has olvidado nunca. Aprendiste aquel día que hay pelos finos, quebradizos, rebeldes, foscos, frágiles, pobres y que a ti, en la lotería de la vida, te tocó un buen pelo. La mayor parte del tiempo no le dedicas ni un solo pensamiento a tu pelo y él parece vivir feliz con tu indiferencia. No sabes qué opinará de hacerle parecer mayor, de mostrar su verdadera edad, quizá se vuelva rebelde. 

Tras un buen rato valorándolo decides que tu cara es redonda, no llega a torta de pan (en realidad no sabes lo que es una torta de pan o que, mejor dicho, solo tienes una ligera idea de cómo deben ser pero nunca has visto ninguna) ni a Luna de Méliès pero es redonda. Jamás colaría como una de esas «caras angulosas» tan de protagonista de novela. A los lados tienes, menos mal, dos orejas que son más pequeñas de lo normal, muy pequeñas. Llevas pendientes, incluso durmiendo, casi siempre los mismos. Unos pequeños de oro blanco que te regalaron cuando cumpliste treinta años. No los has llevado durante catorce años seguidos, claro que no. A veces, cuando te sientes estilosa o con ganas de hacer un esfuerzo, te los cambias según la ropa que lleves: unos rojos, unos azules, otros aros dorados. Lo haces hasta que te cansas de fingir o llega el invierno y se te olvida cambiártelos y casi se te olvida que tienes orejas. 

Tienes una frente standard: ni muy ancha, ni muy estrecha. Talla única. Sin marcas ni cicatrices de viejas heridas de infancia. Siempre fuiste una niña muy prudente y muy miedica: nada de correr riesgos, saltar o tener prisa. No tienes interesantes anécdotas que contar pero a cambio tu frente aparece limpia y a salvo de explicaciones. En su centro, eso sí, se puede ver el cumplimiento de una profecía: «Niña, no puedes estar siempre enfurruñada, te saldrán arrugas». Fuiste una niña enfadada con el mundo y tu abuela te advirtió, ahí están, dos lineas paralelas perfectas justo encima de tu nariz. Frunces el ceño frente al espejo. ¿Sigues haciendo ese gesto cuando te enfadas? Crees que no pero no lo sabes. A los lados de esas arrugas heredadas de la infancia están tus cejas. Arqueadas, de color castaño oscuro, sin canas. «Deberías limpiártelas» te dijeron una vez. Pagarías por ver tu cara de sorpresa al escuchar ese comentario. Lo has intentado un par de veces, frente al espejo, muy seria, con las pinzas en la mano y sin tener mucha idea de los pelos que se supone debes arrancar para limpiar, no sabes qué pelos son los que ensucian. Tras un par de intentos has decidido que no merece la pena esa punzada de dolor al arrancarte un pelo, probablemente el equivocado, y ese amago de lágrima en la esquina de tu ojo. Quizá la gente comente «Madre mía, cómo lleva las cejas de horribles» pero te cuesta creer que alguien preste atención a unas cejas siempre que estas no sean algo espectacular: las de Brézhnev o Blas o no existan. Las cejas, como todo lo verdaderamente importante de la vida, solo se ven cuando no están. 

Tienes los ojos pequeños. Ni almendrados, ni muy redondos, ni muy rasgados. Normales. Durante muchos años creíste que los ojos marrones eran una categoría absoluta y la más abundante en la naturaleza. Ojos marrones sin matices, no había que explicar más. Puede que esta idea simplista del color marrón viniera de tus años de convivencia con el uniforme del colegio que también era marrón y espantoso. ¿Para qué fijarse en el color de tus ojos si ya sabías que eran marrones, que no había sorpresas? Más adelante descubriste que tienes los ojos de color marrón oscuro, casi negro, formando pareja con los de tu hermano Gonzalo. El otro par de hermanos, los del medio, Borja y Elena, comparten un color marrón más claro, más hojas de otoño. Hermanos a pares. 

Casi no tienes pestañas. No sabes si alguna vez las tuviste, espesas y curvadas como las de tus hijas o tus sobrinos, y por el camino las has perdido o siempre fuiste de pestaña escasa. «Ponte postizas, vas a flipar. Te despiertas por la mañana y ¡te ves guapísima!» te comentó una amiga hace un par de meses. Sé sincera: verte no guapa, guapísima nada más levantarte y, sobre todo, aletear tus pestañas te pareció algo muy tentador, emocionante. ¿Cómo será verte guapísima nada más despertar? Quizás lo hagas cuando te dejes el pelo blanco. 

«Patas de gallo» Tú no les ves el parecido con las patas de gallo por ninguna parte pero tienes ya esas arrugas a los lados de los ojos que la gente se empeña en llamar así. Te pasa lo mismo con el tejido «pico de gallo», eres incapaz de ver un pico de gallo en el entramado de esa tela. «No entornes los ojos que se hacen arrugas» A ti te gustan esas arrugas, te hacen reír, parecen decir que has mirado mucho intentando ver cuanto más mejor o que, estás perdiendo vista y achinas los ojos. Cuando no duermes tienes bolsas bajo los párpados. Romboidales si estás muy cansada y más circulares cuando sólo te faltan un par de horas de sueño. En vacaciones desaparecen. A veces te asusta su presencia y piensas que si creyeras en las cremas de contorno de ojos y, sobre todo, si las usaras te podrías librar de ellas. 

Mofletes. Tienes mofletes. Ni pómulos ni mejillas. Mofletes redondos, pellizcables, achucharles cuando te ríes, cuando estás contenta. Ya no tienes edad, hace mucho que dejaste de tenerla, para que nadie te pellizque los mofletes pero que alguien pruebe a pellizcar unos pómulos, no se puede. Los pómulos son distinguidos y altivos, pinchan. Entre tus mofletes y tu barbilla, cuando sonríes, se forma un romboide casi perfecto. Las aletas de tu nariz forman el vértice superior y la punta de tu mentón el inferior.  A los lados, conectando ambos puntos, dos pliegues ligeramente asimétricos a los que dan sombra tus mofletes. Son asimétricos porque el de la izquierda tiene un surco de más. Un surco, una arruga, que no sabes de dónde sale, no sabes si es una cicatriz o si simplemente ahí sobra más piel o durante mucho tiempo tu sonrisa estuvo desequilibrada. Aprendiste a sonreír hace tan solo cuatro años, en el peor momento de tu vida. Aprendiste a sonreír con naturalidad aunque no tuvieras ningún motivo para ello. Ahora, cuando sonríes lo haces con toda la cara y cruza ese rombo la linea horizontal que forma tu boca. Tus labios son finos, sin personalidad, unos labios funcionales y anodinos, sin interés. A veces, coincidiendo con tus cambios de pendientes te los pintas pero, entonces, te  parece que vas disfrazada. Quizás con la mata de pelo blanco queden mejor... quizás parezcas una vieja diva. O una loca. Detrás de los labios están tus dientes imperfectos formando el frente popular de Judea contra la marea de sonrisas de dientes perfectos que recorre nuestra sociedad. Sonrisas de anuncio, intercambiables, que iluminan la noche. La tuya no es una de esas, es personal, característica, tuya para lo bueno y para lo malo. «¿Vas a arreglarte los dientes antes de la boda?» Jamás olvidarás el día que alguien de sonrisa intercambiable, pelo perfecto y piel perfecta te dijo eso, poco antes de casarte, insinuando que tu diente roto era claramente un defecto. Jamás has pensado arreglártelo. Es una de tus pocas cicatrices de guerra, un recuerdo de aquel día, en el pasillo de 4º de EGB,  en el que creíste que tus amigas y acabaste descubriendo, con la boca clavada en el gres rojo del suelo, que o bien tu pesabas de más o tus amigas tenían fuerza de menos. Te encanta tu diente roto. 

¿Qué más tienes en la cara? Justo en medio una nariz. Ni grande, ni pequeña, ni enorme, ni aguileña, ni respingona ni con personalidad. Es ligeramente redondeada en la punta y con tendencia a desarrollar granos en el momento más inoportuno. Cuando te enfadas abres despliegas las aletas de las narinas como un búfalo a punto de embestir, como queriendo aprehender más aire para atacar con más fuerza. También lo haces cuando tienes la respuesta perfecta en la punta de la lengua y estás disfrutando con antelación el triunfo. 


Si te miras durante mucho tiempo al espejo dejas de reconocerte o, mejor dicho, pareces otra persona. Pero no, eres tú, lo que ocurre es que no te miras, vives con la imagen mental que tienes de ti  y, a veces, no cuadra con lo que ves cuando de verdad te miras. Por eso hoy, te has parado y te has mirado. Para verte. 


miércoles, 11 de abril de 2018

Prueba de guión para comedia familiar con adolescentes

  
Interior cocina. Se respira tranquilidad, calma, cotidianeidad. Todo parece ir bien. Una madre cuarentona y su hija adolescente lían croquetas. (Inciso de guionista, creemos que es importante introducir la realidad española y qué hay más español que las croquetas caseras de jamón) La madre maneja las cucharitas mientras recuerda cómo ella veía hacer eso a su madre y la envidiaba por su destreza. Ella posee ahora esa habilidad y la exhibe casi con chulería.


ADOLESCENTE
¿Puedo hacer yo lo de las cucharitas?

MADRE
Ni hablar.

ADOLESCENTE
Rebozar es un rollo. Se me manchan las manos.

MADRE
Esto es como lo de los huevos.

ADOLESCENTE
¿Qué de los huevos?

MADRE
Cuando seas padre comerás dos huevos y
cuando seas madre harás lo de las cucharitas.

ADOLESCENTE
Yo ya como dos huevos y cuando sea mayor iré a tu casa
y me darás las croquetas ya hechas.

MADRE
Entonces no podrás comerte la masa cruda que es lo que a ti te gusta.
Y cuando seas mayor me iré a vivir al extranjero.

ADOLESCENTE
Ja. Sí, claro.

Clic, clic, clic. Se quedan en silencio. Solo se oyen las cucharitas. Por fin, terminan. En silencio, se ponen a recoger aunque es obvio que LA ADOLESCENTE está tratando de escaquearse mientras LA MADRE recoge todo.  

MADRE
Por favor, guarda el tuper.

ADOLESCENTE
¿Dónde?

MADRE
No sé, ¿tú qué crees? ¿En el cajón de los calcetines?
¿En el armario de los abrigos? ¿En tu mochila del colegio?
¿Dónde guardamos las croquetas siempre?

ADOLESCENTE
Vale, vale en el congelador.

LA ADOLESCENTE abre un congelador de 170 cm de alto, con varias baldas en las que se ven otros tupers, unos tarros de cristal con algo que parece crema de calabaza, una bolsa de espinacas congeladas, pizzas.

ADOLESCENTE
No cabe.

MADRE
En ese congelador cabe un cadáver, el tuyo por ejemplo.

ADOLESCENTE
¿Eso es sarcasmo?

LA MADRE está fregando de espaldas los cacharros, la vemos sujetar el estropajo con fuerza, intentando no estallar.

MADRE (murmura)
Que no cabe, que no cabe.
 Sé a qué juega, a que vaya yo. Y no pienso ir.

(En voz alta)
Claro que cabe. Piensa que es tu maleta del campamento
y tienes que meter las veinticuatro camisetas
que dices que necesitas para quince días.

ADOLESCENTE
Muy graciosa. 
Ya está. Ha cabido.

LA ADOLESCENTE sale tan campante de la cocina. Se la ve satisfecha, contenta. Pensando que con ese ratito que ha pasado liando croquetas ha ganado suficientes family points como para poder desentenderse de su madre el resto del día. «Eh, que yo he liado croquetas» va a ser su respuesta ante cualquier petición que perturbe su paz. 

II

LA MADRE sigue en la cocina. Abre la nevera, saca unas fresas y variados alimentos para preparar una ensalada. En un rapto de inteligencia decide que no tiene porqué hacerlo todo ella y decide llamar a su otra hija para que le ayude. Sale de la cocina y llega al salón. Su hija está allí, sentada, mirando su móvil.  

MADRE
María, cariño, ¿podrías?

No hay respuesta. Sabe que su hija no está muerta porque la ve pestañear.

MADRE
María, por favor, ¿me atiendes un momento?

Casi le parece ver sus palabras volando por al aire y cayendo en el regazo de su hija sin que ella se de cuenta.  Piensa en todas esas cositas chupis de «no pierdas la paciencia, tú eres la adulta, respira hondo»
MADRE
María, te estoy hablando.

Casi puede ver como su hija barre con sus manos las letras de sus palabras y las tira al suelo. Permanece de pie, a dos metros de su hija, esperando que se de cuenta de su presencia. Cronometra dos minutos y se da cuenta de que podría permanecer allí y caer muerta antes de que su hija se de cuenta.  LA MADRE ESTALLA.

MADRE
MARÍAAAAAAAAAA

MARIA
¿Qué pasa? Tranquila, tranquila... ¿qué quieres?

LA MADRE abandona la escena murmurando

MADRE
No veo el momento de que se independicen. «Tranquila» me dice, es que la mato.Tantas intepretaciones intelectualoides de Saturno devorando a sus hijos y me apuesto una mano a que Saturno se los come porque le dijeron «tranquilo, que ya vamos» después de que él se desgañitara a llamarlos. 



lunes, 9 de abril de 2018

El Arte de las personas.

Esta escultura humana con  cuerpo imposible de héroe griego es Sergei Polunin. Hoy, por fin, he podido ver Dancer, el documental que cuenta su vida. Veinticinco años que le llevan de una infancia pobrísima al sur de Ucrania «todos éramos pobres y cuando todos son pobres no notas la diferencia» hasta llegar a ser, con dieciocho años, el bailarín solista más joven de la historia del Royal Ballet de Londres. Su (corta) trayectoria vital tiene sus altos y sus bajos: la cultura soviética del esfuerzo, la pobreza, su familia desintegrándose y emigrando para costear su educación, la adolescencia solitaria en Londres, las drogas, las rabietas...la crisis, el abandono. Pero todo eso no es lo importante, lo que más me ha llamado la atención es que pocas veces he visto, en un documental o en cualquier otro medio, pocas veces he sido tan consciente de la diferencia entre la persona y el artista, entre la vida y el arte. 

El niño, el joven Polunin habla a cámara y es débil, se le ve aterrorizado, desconcertado, desorientado. Es inconsciente «me tomo esto que se inventó para los soldados americanos, me da el subidón durante la función y luego no recordaré nada», es rencoroso y puede que, incluso, un poco malvado con su madre. Su cuerpo parece fragil, estrecho, inconexo, desproporcionado, nada especial. Tiene quince, dieciocho, veinte años y son los mismos quince, dieciocho o veinte que cualquier otro chaval. Pero cuando baila, cuando es Polunin el bailarín crece hasta hacerse inabarcable. Su cuerpo parece desenroscarse, ampliarse, expandirse y, aun siendo asombrosa esa transformación física, lo más increíble es su cara, sus ojos. Cuando baila, sobre el escenario, todo él parece otra persona, se convierte en un sabio, su cara es diferente, su mirada es profunda y en él está todo. Se convierte en un artista. 

En los últimos meses hay una corriente de opinión que defiende la idea de que si un artista tiene un comportamiento digamos incorrecto en cualquier aspecto de su vida (y esto es mucho decir porque, para mí, aplicar criterios de 2018 a comportamientos de hace veinte, treinta o cuarenta años es absurdo) todo su arte deja de ser valioso. Le he dado muchas vueltas a esto y para mí, una cosa es la persona y otra su arte, su obra, lo que pinte, cante, escriba o baile, como en este caso. 

Yo no puedo dejar de mirar a Polunin cuando baila, cuando se mueve, cuando hace arte. No sé nada de baile y aún así me cautiva, me estremece, me embelesa. Me parece fascinante. Probablemente si me cruzara con él por la calle ni le vería y muy seguramente si hablara con él me parecería infantil, inseguro y quién sabe cuántas cosas más, pero eso da igual, nada de lo que Polunin haga o diga en su vida rebaja el talento de su arte. 

No quiero saber si Nabokov era un depravado, si Picasso era machista, o si cualquier otro artista miente, se droga, se emborracha, abandona a su familia, tiene treinta amantes o ninguna o a qué partido vota. O, mejor dicho, saber todo eso no invalida el valor del arte de esos creadores, la emoción que su arte puede provocarme. De la misma manera, saber que alguien es una cumbre de virtuosidad no me hace valorar más su arte.  

Y creo que así debe ser. 

La persona.
El artista. 


miércoles, 4 de abril de 2018

Lecturas encadenadas. Marzo

Times Square Bookstore, 1954. Marvin E.Newman
Siete libros. Cuatro escritos por hombres, tres por mujeres. Tres españoles, una argentina, un americano, un israelí y una inglesa. Todos vivos menos el americano que cría malvas desde 1962. Una novela, tres de autoficción, un ensayo, un cómic y un relato ilustrado. Treinta y un días del mes de marzo bien aprovechados.

Al lío.

El nervio óptico de María Gainza fue un regalo de cumpleaños. Es un libro breve en el que la escritora argentina va intercalando historias no sabemos hasta que punto autobiografías con otras sobre pintura y pintores. Unas y otras se sirven de excusa mutuamente, se sostienen y se hacen avanzar, y así navegamos de una anécdota familiar a descubrir a un pintor argentino para de ahí saltar a una reflexión sobre la amistad y de ahí a conocer más cosas sobre Coubert, Rosseau El Aduanero o El Greco. Esta manera fraccionaria de contar las historias, de saltar de unas a otras me ha gustado mucho y, además, he descubierto algunos pintores que no conocía. Es un libro para leer mientras se buscan en internet algunos de los cuadros que Gainza comenta.

Habla sobre arte: «Me recordó que en la distancia que va de algo que te parece lindo a algo que te cautiva se juega todo en el arte, y que las variables que modifican esa percepción pueden y suelen ser las más nimias»

«Hay batallas que extrañamente uno decide perder; por algo en mi boletín de séptimo grado decía: «Cuando quiere destaca, pero casi nunca quiere». Con los años me había convencido de que perder era más elegante»

Y, me ha descubierto una extraña sociedad clandestina que existía en París a principios del siglo XX  que se reunía en la Sociedad Física de la ciudad y que velaban por la protección de las nubes: «creemos que las nubes han sido injustamente estigmatizadas. Estamos en contra del elogio al cielo azul». Debería seguir su ejemplo y continuar con su defensa, siempre quise ser de una sociedad clandestina.

El nervio óptico es, sin duda, un libro que recomiendo a todo el mundo.

Mi siguiente lectura fue un viejo conocido, Amos Oz y su novela Judas. Volver a Oz es volver a casa, sé lo que voy a encontrarme y sé que voy a regodearme en ello. Oz no es bonito ni placentero ni divertido pero me siento a gusto con él. Nos entendemos siempre, desde nuestro primer encuentro con La caja negra que sigue estando entre mis tres libros favoritos de todos los tiempos.

En Judas todo transcurre entre tres personajes;  Shmuel, un joven estudiante, que desilusionado con la vida deja la tesis que está haciendo y se presenta voluntario para cuidar a un anciano enfermo que vive con una viuda de cuarenta y cinco años que resulta ser su nuera. En la novela no pasa nada, solo transcurre el tiempo mientras los tres conviven y sus zozobras, sus pensamientos, sus anhelos y el pasado de los dos personajes más mayores se va haciendo presente. La casa en la que viven es también un personaje y, por supuesto, lo es también Jerusalén como en todas la novelas de Oz.  Además del transcurrir de sus días Oz nos cuenta una historia apócrifa sobre Judas, la hipótesis sobre la que descansa la tesis inconclusa del joven Shmuel y que presenta a Judas no como un traidor sino como el primer verdadero cristiano de la historia. Él no traiciona a Jesucristo, cree en él tanto, está tan convencido de  su divinidad que le convence para que abandone Galilea y vaya a Jerusalén a mostrarse a los demás.  Él quiere que Jesús sea visto, admirado, temido y crucificado para que así pueda, de verdad, demostrar todo su poder divino. Él convence a los romanos de que lo apresen, pero no se vende por treinta monedas porque él era rico. Judas ve morir a Jesús en la cruz y, entonces, se da cuenta de que no era un dios, de que él es el culpable de haberlo llevado hasta la cruz y desesperado se ahorca. No sé si da para una tesis doctoral pero a mí me convence bastante.

De Judas, como de todas las novelas de Oz sales parpadeando a la luz del día, deslumbrado por la luminosidad exterior a la que no estás seguro de querer salir porque  el interior de sus novelas, sus letras son acogedoras como un sótano oscuro lleno de tesoros.

«Yo, querido, no creo en un amor de todos hacia todos. El amor es limitado. Una persona puede amar a cinco hombres y mujeres, tal vez a diez, a veces incluso a quince. Y eso, solo muy de vez en cuando. Pero si llega alguien y me dice que él ama a todo el tercer mundo, o que ama a Latinoamérica, o que ama al sexo femenino, eso no es amor, sino retórica. Palabrería. Eslóganes. No hemos nacido para amar a más de un pequeño puñado de personas. El amor es algo inmortal, extraño y lleno de contradicciones, pues muchas veces amamos a alguien por amor propio, por egoísmo, por codicia, por deseo físico, por deseo de dominar al amado y esclavizarlo, o al contrario, por el placer de ser esclavizados por el objeto de nuestro amor, y además, el amor se parece mucho al odio y está más cerca de él de lo que la mayoría de las personas imagina»

A Oz por supuesto también lo recomiendo.

Mi siguiente lectura fue un grandísimo descubrimiento. Antes de que lo cuente, salid ya a comprarlo. Ya. Ahora mismo.  El cuaderno del Prado. Dibujos, notas y apuntes de una ilustradora en el museo de Ximena Maier es un tebeo, es un cuaderno, es un texto para conocer,  por ejemplo, a Goya y a Velazquez , es una colección de instantáneas, un recorrido secreto, es un paseo con Ximena por el museo cotilleando sobre los cuadros, haciendo comentarios sobre las conversaciones que escuchas, sobre los otros visitantes, sobre los vigilantes. Un paseo privilegiado que nos lleva, incluso, a los laboratorios de restauración, a los talleres de escultura, papel o joyas. Todos los dibujos que aparecen en el libro están hechos en el museo, los cuadros en acuarela y los visitantes, los vigilantes, nosotros  estamos trazados con líneas sencillas porque al fin y al cabo en el museo somos secundarios pero no protagonistas. Es un libro maravilloso que da ganas de salir corriendo al Museo para recorrer todas las salas con las notas de Maier como guía. La edición de  Nido de ratones es preciosa.

En instagram podéis ver y escuchar mis entusiastas comentarios sobre este libro que espero estéis todos comprando ya. Si mis recomendaciones no han sido suficientes os dejo la cita de Lily Bollinger que abre el libro:

«Bebo champagne cuando estoy contenta y cuando estoy triste. A veces, cuando estoy sola. cuando estoy con amigos lo considero obligatorio. Toma una copa o dos si estoy tranquila, y lo bebo si estoy agobiada. Aparte de eso, no lo toco nunca. Solo si tengo sed».

Te me moriste de Jose Luis Peixoto, llegó a mi lista de libros pendientes por Silvia Broome, una librera a la que sigo en twitter y que siempre recomienda cosas que me apetecen. Este libro lo compré en Los editores, en la primera de mis tres incursiones en esta librería durante el mes de marzo.

Te me moriste es un grito de dolor, uno de esos que no gritas sino que vomitas con arcadas en vacío. Te duele lo que tienes dentro, te duele la arcada y también el vacío que te deja al intentar sacarlo de ti. Sientes que si lo sigues aguantando dentro, en algún momento ese dolor te reventará las costuras de la piel y estallarás y, por eso, gritas.

Peixoto escribe este libro, lanza este grito para tratar, supongo, de aliviarse el dolor. El dolor inmenso por la muerte de su padre, por la plena conciencia del nunca jamás, del para siempre ido, la conciencia de un vacío que jamás volverá a llenarse, del vacío con el que uno aprende a vivir porque aprende a rodearlo, vive para siempre a su orilla, en sus márgenes. Al principio te asomas a la negrura espesa y ésta te absorbe pero con el tiempo esa negrura se vuelve más opaca y acaba devolviéndote tu reflejo. Peixoto tiene un estilo muy personal que hace de esta elegía, de este grito de ausencia un lugar íntimo al que te asomas de puntillas porque te sientes un intruso, un invasor de ese dolor.

«Lloro. Llueve bailo albor sobre mí. Y oigo el eco de tu voz, de tu voz que nunca más podré oír. Tu voz callada para siempre. Y, como si te durmieses te veo cerrar los párpados sobre los ojos que nunca más abrirás. Tus ojos cerrados para siempre. Y, de una vez, dejas de respirar. Para siempre. Para nunca más. Padre. Todo lo que te  he sobrevivido me asalta. Padre. Nunca te olvidaré».

Peixoto vuelve a una casa familiar con patios y árboles para recordar a su padre, para rebuscar los detalles que de él quedan pegados a la casa, a las paredes, a las habitaciones. Habla del trabajo de su padre en el huerto y regando y me ha recordado un poco a La casa de Paco Roca que era otro canto a la ausencia, al «para nunca más».

Es un libro triste y doloroso y, por supuesto, también lo recomiendo.

Mujeres y poder de Mary Beard también llego por twitter a mi lista y también lo compré en Los editores. Este brevísimo tomo recoge dos conferencias de la historiadora inglesa centradas en el feminismo: La voz pública de las mujeres y Mujeres en el ejercicio del poder.  Ambas son más o menos intercambiables y su mensaje es prácticamente el mismo: las mujeres han tenido y tienen un papel mínimo en la esfera pública y han, hemos, sido acalladas desde la antigüedad por lo que para que una de nosotras consiga tener una posición de poder debe superar todo tipo de pruebas, trabas y problemas y una vez conseguido ese poder debe luchar contra los insultos, las suspicacias y la permanente necesidad de demostrar que realmente es válida. Nada nuevo bajo el sol ni nada que no se pueda leer en sus artículos online. Este volumen es el típico libro montado para aprovechar el tirón de Mary Beard pero no aporta nada nuevo.

«Se da el caso de que cuando los oyentes escuchan una voz femenina, no perciben connotación alguna de autoridad o más bien no han aprendido a oír autoridad en ella: no oyen mythos. Y no se trata solo de la voz; pueden añadirse los rostros ajados y arrugados que indican madurez y sabiduría en el caso de un hombre, mientras que en el caso de una mujer son señal de que se le ha «pasado la fecha de caducidad».

Sobre este tema recomiendo este podcast de The Guardian La mirada masculina y cómo no nos tomamos  en serio las historias de y sobre mujeres.  (También hay texto por si alguno no quiere podcast)

Hace muchos años, más de treinta seguro, en casa de mi amigo Juan descubrí algo que me pareció una genialidad: una estantería en el baño pegada al vater y llena de libros. Ibas al baño en su casa y te ponías a leer Hazañas bélicas o Sin noticias de Gurb o un libro sobre Villanos forenses escrito por su abuelo. Me encantaba y me encanta ese baño en el que sigue estando la estantería con esos mismos libros y algunos más. Cuando tuve mi propia casa no me cabía una estantería pero puse, pegado al váter,  un revistero lo suficientemente resistente como para aguantar varias revistas y algún que otro libro. ¿A qué viene esta historieta? Pues porque mi siguiente lectura del mes, Mientras haya bares de Juan Tallón es un libro perfecto para ese tipo de estantería. Es una recopilación de sus artículos, posts y columnas en varios medios. Los temas son casi siempre los mismos: escribir, leer, beber, ¿qué pasa con la vida?, ¿qué hicimos cuando éramos jóvenes y no lo sabíamos?, ¿qué hacemos ahora que no somos jóvenes pero creemos que sí? Juan habla de libros, de fútbol, de historietas, de amigos, de familia, de una camisa de color salmón y un tigre enorme que le regalaron por su comunión, de películas y de Galicia. Es un libro para ir leyendo poco a poco, así todo parece nuevo, fresco, divertido. Del tirón puede resultar a ratos repetitivo, exactamente igual que si te lees cualquier blog, éste mismo, de principio a fin sin descanso.

«Cuando necesito encontrar un libro me gusta viajar por los estantes desesperadamente, hasta que se produce el descubrimiento. Cualquier clase de orden facilitaría la localización que no sería ya el fruto de un instante luminoso sino el triste y aburrido resultado de sumar dos y dos y comprobar que, en efecto, solo pueden ser cuatro».

Por esto mismo yo tengo todos mis libros (des)colocados en las estanterías, siguiendo un orden imposible que no sé cómo se construye. Poned una estantería en el baño, os lo recomiendo. Y colocad este libro de Tallón en ella.

Terminé el mes con otra adquisición en Los editores, Los crisantemos de John Steinbeck en una preciosísima edición de Nórdica con ilustraciones de Carmen Bueno. Este breve librito recoge un relato que Steinbeck publicó en 1937 en la revista Harper y cuenta la historia de un matrimonio de granjeros en California y de unos crisantemos. Es un relato incómodo que se ha analizado como una representación del sometimiento de las mujeres en la sociedad americana de los años treinta y que yo, sin embargo, veo más como una representación del engaño, del fraude, del hecho de aprovecharse del débil no mediante la fuerza sino mediante la apelación a algo que ame. No desvelo más. Las ilustraciones son sencillamente perfectas.

Ha quedado un poco largo pero quería contarlo bien. Corred a comprar El cuaderno del Prado, ya me lo agradeceréis el mes que viene.

Y con esto y esperando que el mes de abril sea igual de fructífero, hasta los encadenados de abril.